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El desierto de Obsidiana

Kendra se reclinó en el mullido asiento e intentó echar una cabezadita, pero a pesar del zumbido hipnóticamente constante de los motores del jet privado, le resultaba imposible serenar su mente. Tanu, Seth y ella habían viajado en avión desde Nueva York, con escalas en Londres, primero, y después en Singapur, hasta Perth, la capital de Australia occidental, donde habían embarcado en el jet privado en el que se encontraban en estos momentos. En los diversos aeropuertos que habían visitado durante el viaje, Tanu les había hecho meterse con disimulo en los aseos para cambiarse de ropa y recorrer complicadas rutas por las terminales. Viajaron con una identidad inventada, valiéndose de documentación falsa, todo ello con la esperanza de dar esquinazo a sus enemigos de la Sociedad del Lucero de la Tarde.

En Perth se habían reunido con Trask, Mara, Elise y un tal Vincent. Trask ocupaba el asiento del otro lado del pasillo, junto a Kendra; iba limándose las uñas y su negra cabellera estaba reluciente. A Kendra le alegraba que dirigiese la misión. Sus pasadas experiencias con él le habían demostrado que mantenía la calma en momentos de tensión y, en general, estaba considerado el agente más avezado de entre los Caballeros del Alba.

Justo delante de Kendra, Tanu, apoyado contra la ventanilla, roncaba suavemente. El maestro de pociones samoano había pasado más tiempo dormido que despierto durante los vuelos precedentes. A pesar de su corpulencia, tenía mucha facilidad para echar cabezadas en los aviones. Kendra lamentó no haberle pedido algún brebaje que la ayudase a relajarse.

Elise iba reclinada detrás de Kendra, escuchando música a través de unos auriculares reductores de ruido. Lucía nuevas mechas rojas en el pelo y se había maquillado con más profusión aún que cuando había ayudado a Warren a esconder a Seth y a Kendra, allá por diciembre. Tenía los ojos cerrados y llevaba el ritmo con los dedos, dándose leves toques en los muslos.

En la parte delantera de la cabina, Mara iba mirando por la ventanilla. Era una mujer alta y atlética, con unos pómulos espectaculares y que nunca había sido muy habladora, ni siquiera antes de la caída de la reserva de Meseta Perdida y de que mataran a su madre. Desde que los había recibido en el aeropuerto de Perth, la india americana parecía más callada que nunca.

Vincent, el único miembro del equipo al que Kendra no conocía de antes, iba sentado al lado de Mara. Era un hombre menudo, de raíces filipinas, que sonreía mucho y hablaba con ligero acento. El abuelo de Kendra le había explicado que habían incluido a Vincent en la misión porque conocía muy bien la reserva del desierto de Obsidiana.

Aunque no podía verle, Kendra sabía que Seth se encontraba en la cabina de mando con Aaron Stone, el mismo hombre que había pilotado el helicóptero en el que se habían trasladado a Wyrmroost. ¿De verdad que solo habían pasado tres meses de aquello? Parecía una vida entera.

Lamentaba que Warren no estuviese allí con ellos. Se le hacía raro ir de aventura sin él. Había estado junto a ella en la torre invertida en Fablehaven, y luego en Meseta Perdida y también en Wyrmroost. Pero ahora él era uno de los motivos por los que esta expedición resultaba tan urgente. Warren había quedado apresado en el interior de una cámara mágica en Wyrmroost. El acceso a la sala tenía todo el aspecto de una mochila normal y corriente, pero al entrar por su sencilla abertura se bajaba por una escala de barrotes hasta una amplia bodega abarrotada de cachivaches y provisiones. Cuando Gavin había desvelado que él era Navarog, había destruido la mochila, dejando atrapado a Warren dentro de la bodega junto con un diminuto trol ermitaño llamado Bubda.

La sala contaba con gran cantidad de provisiones de comida y agua, pero todo suministro era finito y, ahora, al cabo de tres meses, el abuelo y los demás habían calculado que Warren debía de estar casi sin víveres. Si no intervenían enseguida, la escasez de alimento se cobraría su vida.

No mucho tiempo después de que Kendra hubiese regresado a Fablehaven de Wyrmroost, Coulter Dixon se había embarcado en una campaña para desentrañar el funcionamiento del Translocalizador. La aventura vivida en Wyrmroost les había reportado la llave con la que abrir la cámara secreta del desierto de Obsidiana, pero hacerse con el Translocalizador resultaría de mucha más ayuda si entendían cómo ejercía su poder en la dimensión espacial. De lo contrario, podría acabar igual que el Cronómetro, un objeto mágico poderoso que no tenían mucha idea de cómo hacer funcionar.

El veterano coleccionista de reliquias había tirado de sus mejores contactos y de sus corazonadas, pero había regresado sin ningún dato nuevo. Kendra nunca había visto a Coulter con un aspecto tan avejentado y derrotado. Otros prosiguieron con la búsqueda de pistas sobre el manejo del objeto mágico, pero fue Vanessa la que al final, hacía un par de semanas, dio la noticia de que lo había conseguido. Había estado viajando mentalmente fuera de Fablehaven, colándose —mientras dormían— en la mente de personas a las que había mordido en el pasado. Lo que había querido averiguar, sobre todo, era adonde habían llevado a los padres de Kendra, pero mientras estaba trabajando con uno de sus contactos de dentro de la Sociedad del Lucero de la Tarde, la narcoblix había destapado información guardada desde mucho tiempo atrás, sobre cómo accionar el Translocalizador. En cuanto Coulter hubo verificado la autenticidad aparente de la información obtenida mediante esta operación de espionaje, los Caballeros habían comenzado a planificar esta misión, con la esperanza de que el Translocalizador les sirviera para rescatar a Warren y ganar una nueva ventaja frente a la Sociedad.

Kendra, además, albergaba la secreta esperanza de que un objeto mágico tan potente como el Translocalizador pudiese ayudar a encontrar a sus padres. María y Scott Sorenson desconocían por completo que hubiese criaturas mágicas camufladas pululando por el mundo real. Aun así, pese a hallarse al margen de cualquier asunto relacionado con Fablehaven, y en contra de todo precedente, habían sido secuestrados. Más raro aún era que la Sociedad no hubiese contactado para explicar las condiciones de su puesta en libertad. Después de Wyrmroost, era como si la Esfinge y la Sociedad hubiesen desaparecido.

Kendra trató de no pensar demasiado en sus padres. Sentía dolor solo de pensar en ellos. Scott y María creían aún que su hija estaba muerta. Habían organizado un funeral y habían enterrado a una doble de Kendra, y luego los habían secuestrado antes de que hubiesen podido comprender el error. Cada vez que la chica recordaba que sus padres creían que su hija estaba muerta y enterrada, la invadía un terrible sentimiento de vacío. ¡Cuánta pena inútil! Ahora que sus padres estaban prisioneros, ¿conocerían algún día la verdad?

Por si eso fuera poco, habían secuestrado a sus padres por algo a lo que ellos eran completamente ajenos. Jamás habían oído hablar de la Sociedad del Lucero de la Tarde. Kendra, Seth y quizá los abuelos Sorenson eran las únicas personas a las que se podía echar la culpa de algo. El secuestro tenía que ser una forma de represalia por el fracaso de Navarog en Wyrmroost. De pensar que sus queridos padres estaban pagando por decisiones que ella había tomado, le daban ganas de gritar hasta volverse loca.

Para combatir el dolor, Kendra solía dejar que se transformase en una llamarada de odio, en un atroz lecho de carbón de ira que a medida que pasaba el tiempo se abrasaba cada vez más, alimentado por el miedo y avivado por el sentimiento de culpa. Prácticamente todo ese odio iba dirigido a un único sujeto: la Esfinge.

Era la Esfinge quien había hecho la guerra a las reservas de criaturas mágicas, tratando de robar los cinco objetos mágicos secretos que, conjuntamente, podían abrir la prisión de los demonios, Zzyzx. Era la Esfinge quien le había presentado a Gavin, un chico muy mono y un buen amigo que había resultado ser un dragón demoníaco y maquinador. Era la Esfinge quien había dado inicio a la plaga de sombra, que había acabado con la muerte de Lena. Era la Esfinge quien había secuestrado a Kendra y la había obligado a usar el Óculus, un objeto mágico dotado de asombrosos poderes de visión que por poco no le devoró la mente. Y era la Esfinge quien seguía merodeando con libertad, de un modo impune, con los padres de Kendra en su poder, maquinando nuevas fechorías para conseguir abrir Zzyzx y acabar con el mundo.

Al menos ahora Kendra formaba parte de una misión que perseguía asestarle un duro golpe a la Esfinge y, con suerte, ayudar de paso a Warren y a sus padres. Tras meses de espera y preocupación, se sentía bien de ponerse manos a la obra, aunque fuese para algo peligroso. Bajo la tutela de Tanu, de Coulter y, ocasionalmente, de Vanessa, Seth y ella se habían entrenado en el uso de espadas, arcos y demás armas a lo largo de los últimos meses, así que se sentía más fuerte que nunca. Aun así, a pesar de que ahora Seth y ella eran Caballeros del Alba con todas las de la ley, se había llevado una sorpresa cuando su abuelo, en calidad de capitán de los Caballeros, los había incluido en una misión tan arriesgada. Al final, el papel esencial que habían desempeñado sus respectivas habilidades durante las pasadas misiones había servido para algo. Su presencia dejaba claro hasta qué punto necesitaban salir victoriosos de esta nueva misión.

Kendra bostezó para tratar de destaponarse los oídos. El avión estaba descendiendo. Trask se desabrochó el cinturón de seguridad, se puso en pie y fue a buscar a Seth a la cabina de mando. Mientras el chico buscaba un asiento libre, Trask se quedó en la parte delantera de la cabina para dirigir unas palabras a todos.

—Aterrizaremos dentro de unos quince minutos —anunció—. He activado unos cuantos hechizos para que no puedan espiarnos ojos u oídos ajenos. La magia debería desviar la atención de cualquier cosa que se parezca al Óculus. Este debería ser un momento adecuado para repasar nuestra misión.

Trask hizo una pausa, recorrió la cabina con una mirada inquietante y carraspeó.

—Dado que casi todos hemos trabajado juntos en ocasiones anteriores, me saltaré las presentaciones, excepto la de Vincent, que es un rostro desconocido para algunos de nosotros, aunque no para mí.

—Yo soy Vincent —dijo el filipino, medio levantándose de su asiento—. Seré vuestro guía en el desierto de Obsidiana. He pasado varios meses allí a lo largo de los últimos diez años.

—¿Cómo sabemos que no eres un monstruo disfrazado? —preguntó Seth sin andarse con rodeos.

Vincent soltó una débil risilla.

—Sé que todos hemos tenido que vérnoslas últimamente con traiciones sin precedentes. Los Caballeros del Alba no han presenciado nunca un grado de infiltración y convulsión semejante al del año pasado. Pero tal como Trask puede corroborar, yo soy un caballero hasta la médula, lo he sido desde que era un adolescente, cuando la Sociedad asesinó a mis padres.

—Últimamente la confianza ha sido una virtud escasa —reconoció Trask—, pero yo dejaría que Vincent me cubriera las espaldas en cualquier momento. Si se ha creado este grupo concreto, ha sido, en parte, porque hemos pasado juntos por suficientes experiencias como para confiar los unos en los otros. No tengo la menor duda ni vacilación respecto a que Vincent puede integrarse en este círculo de confianza.

Kendra fijó la mirada en Vincent. Se alegraba de que su hermano hubiese dicho lo que pensaba. Y quería creer a Trask. Pero ¿y si el propio Trask fuese un traidor? ¿Y si estuviera aguardando pacientemente una oportunidad crucial para destapar su propia personalidad? No es que fuera algo probable, pero Kendra había aprendido que no siempre bastaba con lo «probable». De ahora en adelante, quería estar preparada para cualquier cosa.

—Nuestro objetivo es recuperar el Translocalizador —continuó Trask—. Me he reservado ciertos detalles para este momento. Creemos saber cómo funciona este objeto mágico. Si nuestras informaciones son correctas, el dispositivo sirve para transportar a un sujeto a cualquier lugar en el que haya estado alguna vez.

Elise levantó la mano.

—¿Puede transportar acompañantes?

Trask asintió con la cabeza.

—Gracias a Vanessa y a Coulter, sabemos que puede transportar hasta a tres personas, junto con sus pertenencias. El dispositivo consiste en un cilindro de platino con piedras preciosas incrustadas, dividido en tres secciones que rotan. Quien lo utilice debe girar las secciones para que las piedras preciosas se alineen, activando así el objeto mágico. El que sujete la sección central controla el destino del viaje, y tiene que concentrar su mente en ese lugar mientras las otras secciones se desplazan hasta su posición. Cada una de las personas que desean viajar ha de sujetar una sección.

—¿Qué pasa si no todos los pasajeros han estado antes en el lugar de destino? —preguntó Seth.

Trask se encogió de hombros.

—Basándose en la información obtenida, Coulter cree que solo hace falta que la persona que sujeta la sección central haya estado en el lugar escogido. Pero no lo sabremos con seguridad hasta que lo comprobemos en la práctica.

—¿Qué pasa si te teletransportas al interior de un macizo de roca? —preguntó Seth—. ¿O a un punto a treinta metros en el aire? ¿O adelante de un tren que avanza a toda máquina?

El avión de reacción vibró un instante. Trask levantó la mano para no perder el equilibrio hasta que pasara la turbulencia.

—El dispositivo entraña riesgos que desconocemos, pero, dada la sofisticación de estos objetos mágicos, cabe pensar que el Translocalizador fue diseñado para minimizar dichos peligros.

Elise levantó un dedo.

—¿Entraremos mañana en la cámara secreta?

—La idea es colarnos rápidamente y salir igual de rápido —confirmó Trask—. Haremos noche en la vivienda principal para recuperarnos del desfase horario y después, por la mañana, iremos a la cámara. Con suerte, mañana por la noche estaremos volando de vuelta a casa.

—Si el objeto mágico funciona correctamente —señaló Seth—, a lo mejor podemos ahorrarnos el vuelo de regreso.

Los labios de Trask se fruncieron un instante y sus ojos sonrieron.

—Ya se verá. El primer punto del orden del día es llevar a cabo, esta misma noche, los preparativos, en la casa mayor.

—¿Sabemos dónde está la cámara? —preguntó Kendra—. Las cámaras secretas de Fablehaven y de Meseta Perdida estaban bien ocultas.

Vincent respondió.

—La cámara secreta del desierto de Obsidiana le dio nombre a la reserva: se trata de un gigantesco monolito de obsidiana que eclipsa la llanura que lo rodea. Conocemos la localización de la cámara secreta e incluso dónde insertar la llave. Sin embargo, no circula ningún rumor acerca de qué peligros aguardan dentro.

—Como la cámara secreta es tan evidente —dijo Trask—, tenemos que pensar que las trampas de su interior serán todavía más mortíferas.

—Es posible que la ausencia de camuflaje tenga que ver con la fuerza de la obsidiana —observó Vincent—. No estamos hablando de una piedra normal y corriente. A lo largo de los años ha habido numerosos intentos de horadar accesos a la cámara, taladrando la piedra, con cinceles o con explosiones. Hasta ahora nadie le ha arrancado ni un rasguño.

—¿Por qué esconderte si eres invencible? —musitó Elise.

El interfono de la cabina de mando interrumpió la conversación.

—Estamos aproximándonos —anunció Aaron—. Hay algunas turbulencias, así que os recomiendo que no os levantéis de vuestros asientos hasta que paremos.

—Distribuiré un poco de manteca de morsa para asegurarme de que nuestros ojos detectan a las criaturas mágicas del desierto de Obsidiana —dijo Trask—. Seguiremos hablando en la casa. —Volvió a su asiento, mientras una vibración prolongada zarandeaba la aeronave.

Kendra no necesitaba tomar ni leche mágica ni manteca de morsa para ver lo que se escondía detrás de las ilusiones que protegían de los ojos mortales a la mayor parte de las criaturas mágicas, así que se la pasó a Elise sin probarla. Comprobó el cinturón de seguridad y escudriñó por la ventanilla. Abajo, en la distancia, la sombra del avión de reacción titilaba sobre un terreno irregular. Vio un territorio llano en su mayor parte, con arbustos achaparrados, sierras bajas y barrancos poco profundos. Dos todoterrenos llamaron su atención; los vehículos levantaban una polvareda mientras avanzaban, al encuentro del avión, por una pista de tierra que discurría en diagonal. Kendra vio que cada todoterreno iba sin capota; sin embargo, no pudo distinguir el rostro de sus ocupantes.

Al dirigir la mirada hacia la pista por la que venían los todoterrenos, se fijó en que había un muro. En realidad, era más bien algo que estaba pensado para hacer las veces de muro. A intervalos regulares, unas pirámides de piedra se elevaban formando mojones independientes que se perdían de vista a un lado y a otro de la pista de tierra. No había nada que conectase los montones de piedras, de tal manera que formaban un cerco sin realmente crear una barrera. Pero Kendra detectó un brillo en el aire por encima de la línea formada por los montones de piedras y se dio cuenta de que tenía que ser el hechizo distractor que protegía el desierto de Obsidiana.

Más allá de los ordenados montículos de piedra, Kendra podía divisar las suaves curvas del meandro de un río y, a lo lejos, una gigantesca piedra negra con forma de caja de zapatos; sus bordes rectangulares eran extrañamente regulares. Un temblor recorrió la aeronave; por un instante, el avión de reacción se zarandeó a izquierda y a derecha de un modo que daba vértigo. Kendra apartó la vista de la ventanilla y miró hacia delante, agarrándose con fuerza a los reposabrazos. El avión cabeceó y volvió a estremecerse. La chica experimentó ese cosquilleo que se siente cuando un ascensor rápido comienza el descenso. ¡Nunca había volado con tantas turbulencias!

Al echar un vistazo al otro lado del pasillo, vio que Trask estaba impertérrito. Sin duda, era un hombre duro que no se alteraba fácilmente: si el avión se desintegrase y su asiento cayese al vacío hacia las áridas tierras del corazón de Australia, seguro que luciría esa misma expresión impávida. Kendra sonrió al pensarlo.

Pese a que se produjeron algunos botes y sacudidas más, pasado un minuto, tal vez un par, el jet privado tomaba tierra con toda suavidad. La aeronave rodó unos metros y se detuvo. Kendra se puso al hombro su mochila y esperó mientras Tanu abría una portezuela que se abatía para transformarse en una escalerilla. Bajó los peldaños detrás de Seth. El solitario aeródromo constaba de una sola pista de despegue, un hangar destartalado y una oficinita coronada por una ondeante manga de viento.

Después de desembarcar, Trask, Tanu y Vincent se dedicaron a sacar los bártulos del compartimento del equipaje. Mara se apartó a un lado y empezó a ejecutar una fluida tabla de complicados ejercicios de estiramiento. Desde la puerta del avión, Elise estudiaba la zona con ayuda de unos voluminosos gemelos de campo. El sol, brillante, caía a plomo.

—Bienvenidos a Australia —anunció Seth con su mejor acento del país, al tiempo que señalaba con grandilocuencia el yermo entorno. Tras pasear la vista un instante por toda la zona, arrugó el entrecejo—. Me esperaba que hubiese más koalas.

—¿Por dónde se va a la zona de recogida de equipaje? —preguntó Kendra.

Seth se rio por lo bajini.

—No es precisamente uno de los aeropuertos más finos que haya visto. Esto se parece más a la pista privada de aterrizaje de algún traficante.

—¿Y con qué trafican?

—Con bumeranes, sobre todo. Y con canguros. Pobres diablos.

—Aquí llega el comité de recepción —informó Elise—, un par de vehículos con un solo ocupante cada uno.

Al poco rato dos todoterrenos aparecieron a lo lejos con su ruido bronco. Los vehículos eran toscos, estaban pintados de verde caqui y tenían unos neumáticos extragrandes y unos motores que rugían. Los todoterrenos se detuvieron junto a la bodega del avión. Los conductores, unos indígenas australianos, se apearon de ellos. Eran un hombre y una mujer, ambos jóvenes, de unos veintipocos años, con la piel oscura y extremidades largas. La mujer llevaba unas cintas blancas prendidas y lucía un peinado muy llamativo.

Vincent avanzó a su encuentro con paso firme y los saludó dándoles fuertes abrazos. La mujer le sacaba media cabeza; el hombre, una cabeza entera. Kendra y Seth se acercaron como empujados por algo, para mirarlos más de cerca. Trask se dirigió hacia los conductores y les estrechó la mano.

—Yo soy Camira —se presentó a todos la mujer—, y este es mi hermano Berrigan. No le hagáis mucho caso. Tiene la cabeza llena de natillas.

—Por lo menos yo no soy una sabelotodo con la lengua envenenada —repuso Berrigan sonriendo tranquilamente, con la mano apoyada en el largo cuchillo que llevaba a la cintura sujeto con una correa.

—Estamos aquí para escoltaros hasta la casa —prosiguió diciendo Camira, haciendo caso omiso de su hermano—. Sugiero que las señoras vengan conmigo, o su pestazo acabará con ustedes.

—Yo recomiendo que los chicos vayan conmigo —coincidió Berrigan—, o llegarán al desierto de Obsidiana sin pizca de autoestima.

—Nunca dejáis de tiraros puyas vosotros dos, ¿eh? —dijo Vincent con una sonrisa—. ¡Estáis exactamente igual que la última vez que os vi!

—Y tú sigues siendo más o menos del tamaño de una termita —bromeó Camira, poniéndose de puntillas.

Kendra se fijó en que Camira llevaba unas sandalias de colores decoradas con unas piedras destellantes.

—Me gustan tus sandalias.

—¿Estas? —preguntó Camira, levantando un pie—. Las he hecho yo misma. Dicen que pongo el toque original de lo aborigen.

—Y yo digo que deberíamos ponernos en marcha, en lugar de estar de cháchara sobre unos zapatos —gruñó Berrigan—. Esta gente está molida.

—Perdonad a mi hermano —se disculpó Camira—. Normalmente no le dejamos salir de su jaula en presencia de invitados.

Arrimando todos el hombro, en un periquete trasladaron el equipaje a los todoterrenos. Siguiendo las sugerencias de los conductores, Trask, Tanu, Seth y Vincent se apiñaron en el de Berrigan, mientras que Kendra, Elise y Mara se montaron en el de Camira. Aaron se quedó para ocuparse de las labores de mantenimiento del avión de reacción.

Camira pisó con fuerza el acelerador y su todoterreno fue el primero en ocupar la pista, con el rugido de su motor. Kendra echó un vistazo atrás y vio que los chicos tosían al tragarse el polvo que levantó el vehículo. ¡Unos coches descapotables no era lo más idóneo para ir en caravana por aquellas pistas polvorientas!

El jeep avanzaba dando tumbos y botes. Camira conducía a toda mecha por aquel camino irregular. Daba volantazos para esquivar las peores rocas y surcos, sin importarle la polvareda inmensa que levantaba con sus salvajes maniobras. El otro todoterreno se quedó rezagado, dejando distancia para que se disipase un poco la nube de polvo antes de atravesarla.

Pese a los trompicones del trayecto, Kendra fue observando como mejor podía el árido paisaje. Los arbustos silvestres y las rocas desnudas no parecían más hospitalarios que el entorno en que se enclavaba Meseta Perdida, en Arizona. Supuso que las personas que habían escondido estas reservas habrían buscado lugares inhóspitos que pudiesen disuadir a cualquier visitante.

A lo lejos, delante de ellas, apareció una hilera de rocas apiladas. Kendra no dijo nada ni de las rocas ni del resplandor del aire, pues sabía que una persona con vista normal no habría podido detectarlos.

—¿Estás segura de que vamos en la buena dirección? —preguntó Elise a voz en cuello para hacerse oír por encima del rugido del motor.

—Solo estás notando los efectos del hechizo distractor que protege la reserva —respondió Camira—. Yo también lo noto. Andamos por la carretera correcta. Mientras me concentre en no salirme de ella, vamos bien. La sensación desaparecerá en cuanto hayamos cruzado la barrera.

Kendra no notaba esos efectos, pero sabía que no debía revelar su inmunidad a una desconocida. Como era de esperar, en cuanto hubieron franqueado la hilera de montículos de piedra, todas las pasajeras del jeep se quedaron más tranquilas.

Pasadas las piedras, el terreno se tornaba más acogedor. Flores silvestres dotaban de luminosidad al suelo, los arbustos parecían más robustos y empezaron a verse árboles. Kendra vio unas cuantas hadas parecidas a polillas, revoloteando con sus alas grises jaspeadas. Cerca de un abrevadero embarrado distinguió un par de animales semejantes a galgos, largos y con rayas.

—¿Qué son esos animales? —preguntó Kendra, señalando con el dedo.

—Tilacinos —respondió Camira—. Tigres de Tasmania. Por aquí hay muchos. En otros lugares se han extinguido. Algunos tienen el don del habla. Mirad ahí arriba, en lo alto de esta pendiente, junto a esos arbustos.

Kendra siguió la mirada de Camira y vio una figura humanoide y peluda. Cuando Elise se protegió del sol con una mano para ver mejor lo que había en lo alto de la pendiente, entrecerrando los ojos, la criatura se escabulló.

—¿Qué era eso? —exclamó Elise.

—Un yogüi —dijo Camira—. Parecido a un sasquatch. Son tímidos, pero curiosos. Unas criaturas escurridizas. Se los atisba con frecuencia, pero salen huyendo si muestras demasiado interés.

—Tenía un aire triste —comentó Mara.

—Sus cánticos son casi siempre melancólicos —coincidió Camira.

Cuando el vehículo llegaba a lo alto de una elevación gradual, la casa grande del desierto de Obsidiana apareció ante su vista, a la izquierda. Era una residencia de madera erigida en un altozano, con gran cantidad de tejadillos empinados y un porche generoso. Detrás de la casa se veía el enorme granero, junto con un amplio establo que comunicaba con un corral.

De frente, a la derecha, podía verse ahora el río que Kendra había divisado desde el avión, y detrás de él se elevaba, enigmática, la forma geométrica del gigantesco bloque de obsidiana.

—No recuerdo que hubiese un río en la región, de los mapas que estudié —apuntó Elise.

—El río Arcoíris discurre principalmente bajo tierra —contestó Camira—. Pero sale a la superficie aquí, en el desierto de Obsidiana, como regalo de la Serpiente del Arcoíris.

—¿La Serpiente del Arcoíris? —preguntó Kendra.

—Una de nuestras benefactoras más veneradas —explicó Camira—. Un ser de tremendo poder creativo.

El motor aceleró y el todoterreno atravesó a toda velocidad la distancia que lo separaba de la casa, antes de detenerse derrapando un poco. El jeep de los chicos casi las había alcanzado, y describió un trompo para aparcar junto al de ellas. Kendra se bajó del vehículo dando un salto.

—Dice Seth que oye voces —dijo Trask.

—¿Como voces de muertos? —preguntó Kendra. Con ayuda de Graulas el demonio, su hermano se había convertido en encantador de sombras, lo cual, entre otras cosas, le permitía oír lo que pensaban los muertos vivientes.

—Exacto —dijo Seth, con el ceño fruncido—. Es extraño. No se dirigen a mí, no directamente, pero puedo oírles murmurar, sedientos. Al principio las voces eran lejanas. Ahora es como si nos rodeasen por todas partes.

—¿Tenéis zombis enterrados por aquí? —le preguntó Trask a Camira.

Ella le miró con los ojos como platos. Movió los labios unos instantes sin lograr articular palabra.

—No sé mucho sobre lo que hay enterrado por aquí. No me gusta hablar de los malditos.

—Nosotros no tenemos costumbre de hablar de estas cosas —coincidió Berrigan.

La puerta de la casa mayor se abrió y apareció una mujer. Llevaba recogida en una cola de caballo su melena rubia como la miel y vestía una blusa caqui y unos pantalones cortos a juego. Su tez bronceada estaba ligeramente quemada, y aunque debía de rondar los cincuenta años, parecía estar en muy buena forma física: al andar daba una suerte de saltitos.

—Laura —la saludó Vincent.

—Hola, Vincent, Trask. Bienvenidos de nuevo al desierto de Obsidiana. Saludos también a todos los demás. —Se unió a ellos, junto a los todoterrenos, y se puso las manos en jarras—. Estoy segura de que estaréis agotados por el viaje y con ganas de descansar.

Trask señaló a Seth.

—Seth dice que oye muertos vivientes a nuestro alrededor.

Laura asintió con la cabeza, al tiempo que dirigía una mirada fugaz a Camira.

—Por lo menos uno de nosotros tiene intuición —murmuró.

—¿Cómo has dicho? —dijo Trask.

Camira puso cara de pocos amigos.

Con un movimiento rápido, Laura sacó el cuchillo de Berrigan de su funda y se lo clavó a Camira.

—Es una trampa —les advirtió Laura—. Nos están esperando dentro de la casa. Reducid a Berrigan. No le matéis.

Berrigan trató de escabullirse, pero Trask cogió al joven, le hizo dar media vuelta y le estampó contra el lateral de uno de los todoterrenos, retorciéndole un brazo en una postura dolorosa, contra la espalda. Laura extrajo el cuchillo del cuerpo de Camira y esta se desmoronó en el suelo.

—A los todoterrenos —ordenó Laura, cogiendo las llaves de Camira—. Vamos a la Piedra de los Sueños. No hiráis a Berrigan, está bajo el control de un narcoblix.

Trask cogió las llaves de Berrigan y empujó al larguirucho aborigen hacia Tanu, que le metió en el todoterreno a rastras, sujeto mediante una llave de cabeza. Trask y Laura arrancaron los motores mientras los demás se montaban de nuevo en los vehículos. Kendra se aupó por un lado y se coló sin abrir la puerta en el vehículo de Laura, con Seth, Mara y Vincent.

Los neumáticos empezaron a girar, levantando chinas y polvo en todas direcciones, cuando de pronto una flecha chocó contra el lateral del jeep. Kendra miró hacia atrás, a la casa. Salían zombis por las ventanas, rompiendo los cristales, y también en tropel por la puerta. Se movían a espasmos, algunos cojeando, otros a cuatro patas. Entre la marabunta distinguió a un hombre de rasgos asiáticos, alargados y adustos: el señor Lich.

Llegó una segunda flecha, que se clavó en una maleta, al lado de Vincent. Kendra volvió a mirar la casa, atentamente, y vio al arquero en la terraza: una mujer impresionante con una cuidada melena rubia. Era Torina, su antigua secuestradora, que, con una sonrisa nada inocente, miró fijamente a Kendra a los ojos durante unos segundos, antes de meterse por una ventana para evitar los virotes, o saetas de ballesta, que disparaban Elise y Mara.

Por la puerta principal salió una figura totalmente vestida de gris, con la cara tapada también por una tela. El hombre corrió hacia los jeeps a una velocidad pasmosa, dejando atrás con facilidad a los zombis y asiendo en cada mano una espada.

—¿El Asesino Gris? —exclamó Vincent—. ¿Quién no ha venido aquí a matarnos? No nos quieren medio muertos, ¡nos quieren requetemuertos!

Montones de zombis aparecieron de sus escondrijos por todo el jardín, mientras los todoterrenos se alejaban de la casa a toda pastilla. Algunos habían aguardado acurrucados en agujeros o trincheras; otros, detrás de arbustos; incluso uno salió de un tonel lleno de agua. Los desgalichados fiambres se les aproximaban por todas partes, con los horrendos cuerpos en estado variable de descomposición. Trask y Laura pisaron a fondo el acelerador y viraron para lanzarse directamente contra los zombis que estaban tratando de impedirles huir. Kendra cerró los ojos cuando empezaron a volar cuerpos grotescos.

Un zombi fornido que tenía el pelo anaranjado y rizado se abalanzó contra el todoterreno de Laura y logró aferrarse momentáneamente a un lado, hasta que Vincent le seccionó la moteada mano con un machete. Seth arrancó aquel miembro amputado, sin rastro de sangre, y lo arrojó por la parte de atrás.

Entonces los zombis y la casa fueron perdiéndose de vista. El Asesino Gris seguía persiguiéndolos, pero, por muy veloz que fuese, no tenía nada que hacer frente a los todoterrenos en cuanto consiguieron avanzar sin obstáculos. Laura iba en cabeza. Trask la seguía muy de cerca. Y así fueron a toda velocidad en dirección al lejano monolito de obsidiana.