18
Huida por los aires
Warren, Kendra y Bracken estaban sentados con la espalda apoyada contra la pared de hierro de la cúpula, con las piernas estiradas, dándose un festín de granadas. Kendra separaba los granos rojos hasta obtener un puñadito, se los metía todos en la boca y los masticaba con parsimonia. El jugo fresco que contenían dejaba un ligero sabor ácido.
Las hadas habían vuelto a conseguirles frutos secos y frutas en abundancia. Un grupo muy diligente había regresado a por la espada de Warren a la Arboleda Atrayente. Bracken las había colmado de elogios por sus esfuerzos, haciendo que las fatigadas hadas se ruborizaran, encantadas. Después de aquella demostración, un segundo grupo de hadas les llevó una daga cubierta de manchas de óxido, y un tercer grupo recogió para ellos un guante de armadura lleno de moho. Bracken moderó su entusiasmo, pero aceptó con donaire aquellas ofrendas.
Cuando el luminoso estanque comenzó a vibrar y burbujear Bracken se puso en pie apresuradamente para verlo mejor. Warren y Kendra hicieron como él.
—La ayuda que esperamos, ¿nos vendrá del estanque? —preguntó Warren.
Habían esperado que la prometida asistencia entrase por la portezuela. Al haber dado a entender que la ayuda podría llegarles a través del estanque, Kendra sospechó de repente quién podría ser la criatura que la reina de las hadas iba a mandarles. Solo había oído hablar de una que pudiera viajar entre un santuario de las hadas y otro.
Del agua surgió bruscamente una figura alargada y alada, envuelta en una lluvia de gotitas luminosas. El dragón, más pequeño de lo normal, dio varias vueltas por el aire y aterrizó delante de Bracken, con sus escamas blancas plateadas reflejando un tenue brillo tornasolado.
—¡Raxtus! —exclamó Kendra.
El dragón meneó la cabeza enérgicamente, expulsando agua por el lustroso morro.
—Hola, Kendra —respondió entre jadeos—. Saludos, Bracken. Te veo bien. Y… ¡un momento! ¡El mundo es un pañuelo! Tú eres Warren, el tipo al que le perforaron el pulmón. —El dragón rio, nervioso—. Me alegro de que encontraras un sanador competente. Y un barbero. Siento lo de los bigotes.
—¿Estos son nuestros refuerzos? —preguntó Warren con preocupación.
—Considérame vuestro medio de locomoción —respondió Raxtus—. El chasco será menor.
—Nos alegramos muchísimo de verte —dijo Bracken.
El dragón bajó la cabeza respetuosamente.
—Ha pasado demasiado tiempo. Me alegro de que hayas salido de tu encierro.
—¿Conoces a Kendra y a Warren? —preguntó Bracken.
—Nos conocimos en Wyrmroost. —Raxtus miró a su alrededor—. Yo ya he estado aquí antes. El santuario precintado. ¿Esa puertecilla es la única salida?
—Me temo que sí —dijo Bracken.
Warren calibró la puerta con la mirada y a continuación lanzó una ojeada a Raxtus.
—Eres pequeño para ser un dragón, pero no tanto.
Kendra estaba de acuerdo, aunque no lo dijo expresamente. Raxtus tenía el cuerpo del tamaño de un caballo grande. No parecía que su tronco pudiese caber por la portezuela, ni siquiera con las alas totalmente recogidas.
Raxtus suspiró.
—Ya veré cómo me las apaño. En cuanto te acostumbras de verdad a la humillación, se te quitan todos los miedos.
—¿A qué humillación te refieres? —quiso saber Bracken.
—Anda que no tienes donde elegir… —refunfuñó Raxtus—. Hablaba de mi avatar.
—¡Pero si tu avatar es una maravilla inigualable! —exclamó Bracken.
—Mi avatar es un hadito enclenque —puntualizó Raxtus.
Kendra reprimió una risita.
—No he tenido tiempo de conocer los detalles de vuestra situación —dijo Raxtus. Parecía muy interesado en cambiar de tema—. La reina de las hadas insistió mucho en que era primordial actuar sin perder el tiempo. ¿Cuál es vuestro plan?
—Nuestro objetivo más urgente es escapar de Espejismo Viviente —dijo Bracken—. Después, tenemos que trasladarnos a Finlandia.
—¿Por qué a Finlandia? —preguntó Raxtus.
Warren relató lo que sabían respecto de los eternos, incluido los datos sobre la morada de Roon Oricson.
—Finlandia es muy grande —señaló Raxtus.
—Tengo indicaciones —dijo Warren—. ¿Has oído hablar del fiordo Rompenaves?
El dragón dio una palmada con las patas delanteras y tensionó las alas como un forzudo.
—¡El fiordo Rompenaves me vuelve loco! Es una de las vías fluviales más espectaculares del planeta. Acantilados impresionantes, mareas salvajes, agua azul intenso. La zona está oculta por arte de magia.
—Yo también conozco el lugar —dijo Warren—. La Esfinge me explicó que, volando hacia el noreste desde el fiordo Rompenaves, el escondrijo de Roon no tiene pérdida. Su fortaleza está protegida mediante un hechizo distractor, pero seguramente Kendra podrá descubrir sin ningún problema el truco de camuflaje.
—Suena bastante sencillo —dijo Raxtus, que giró la cabeza para observar detenidamente la portezuela—. ¿Qué nos aguarda ahí fuera?
—Es evidente que todavía no han detectado nuestra fuga —dijo Bracken—. Ninguno de nosotros puede saber hasta cuándo eso será así. Deberíamos contar con que vendrán a por nosotros.
—¿Tú puedes con tres personas? —preguntó Kendra.
Raxtus se levantó sobre los cuartos traseros y desplegó las alas. El dragón parecía mucho más grande con las alas abiertas del todo y con el cuello estirado hacia arriba. Batió unas cuantas veces las alas a modo de prueba, barriéndolo todo con el aire que levantó. Enseguida volvió a plegar las alas y se quedó a cuatro patas.
—Seré un alfeñique, pero puedo llevar a tres personas.
—¿Estás seguro? —le desafió Warren—. De ello depende mucho. Yo podría quedarme.
—Os puedo llevar a los tres —se comprometió Raxtus—. Quizá no a dar la vuelta al mundo, pero sí que puedo sacaros de esta reserva.
—Estamos rodeados de desierto —le recordó Warren—. Entre los tres debemos de pesar más de doscientos kilos. ¿Alguna vez has cargado con tres personas?
—He llevado un alce —respondió Raxtus—. Debía de pesar más de doscientos kilos. No fue fácil. Imagínate que subes una montaña corriendo, con una mochila llena de ladrillos hasta los topes. No es lo ideal, pero puede hacerse. Con vosotros de pasajeros, perderé gran parte de mi capacidad de maniobrar. Pero puedo camuflarme. A no ser que tengamos muy mala suerte, debería dar resultado.
—La buena suerte tiene cierta tendencia a esfumarse cada vez que dependemos de ella —musitó Warren—. Tal vez deberíais iros sin mí, para aligerar la carga.
—Estás empeñado en ser un mártir —replicó Bracken, riéndose.
—No podemos fracasar —insistió Warren.
—Nos fugaremos los tres juntos —sentenció Kendra—. Nos necesitamos los unos a los otros para lo que vendrá después.
—Puedo hacerlo —afirmó Raxtus—. Si los dragones dependiésemos de la pura física para volar, ninguno de nosotros iría más allá de dar unos cuantos saltitos. Esto también es cuestión de magia. Yo tengo mis puntos flacos, pero volar se me da de maravilla.
Warren se cruzó de brazos.
—Si las cosas se ponen feas, prométeme que me dejarás en tierra.
—¡Ya basta de negatividad! —dijo Raxtus—. ¡Me estás metiendo el miedo en el cuerpo!
—Ten un poco de confianza —le pidió Kendra—. ¡Este es el dragón que acabó con Navarog!
Raxtus miró a ambos lados girando la cabeza.
—No lo digas tan fuerte —murmuró—. A lo mejor tenía algún pariente.
—Enhorabuena, por cierto —dijo Bracken en voz baja.
Raxtus meneó la cabeza con gesto tímido.
—Tal como ella lo cuenta, parece algo impresionante. Yo estaba escondido detrás de él, que se encontraba transformado en su versión humana. No sirvo como luchador. Pero haré todo lo que pueda. La reina de las hadas dejó muy claro que el destino del mundo depende de nuestra misión. Quiero aportar mi granito de arena. Lo que más falta os hace es huir de aquí. Sé un par de cosillas que os pueden ayudar.
Bracken dio unas palmadas a Raxtus cariñosamente en el cuello.
—Eres demasiado modesto. No puedo decir que me gusten muchos dragones, pero tú eres de lo mejorcito que he conocido.
—Al unicornio le mola el dragón-hada, cómo no… —rezongó Raxtus—. Si lo que quieres es subirme la autoestima, finge que te doy pavor.
—Podrías arrancarnos la cabeza de un bocado —comentó Warren—. Eso sí que da yuyu.
—No podría —suspiró Raxtus.
—¡Claro que sí! —insistió Kendra—. Te vi zamparte a Gavin.
Raxtus enseñó su impresionante dentadura.
—Físicamente, sí, podría comeros. Emocionalmente, ni hablar. A lo mejor si estoy bajo los efectos de la hipnosis… ¿Cómo puedes comerte a alguien con el que acabas de estar charlando? O sea, si he mantenido una conversación con alguien, esa persona ya no es comida. Hay dragones a los que les rechifla hablar antes con su almuerzo, jugar con ellos al ratón y al gato. Yo no entiendo dónde le ven la gracia. Saber que una criatura puede conversar me hace eliminarla de mi menú.
—A no ser que sea un ser malvado y que amenace a tu padre —le corrigió Kendra.
—Touché! —respondió Raxtus.
—Deberíamos marcharnos —dijo Bracken—. No nos conviene desaprovechar la ventaja.
—¿O sea que…? —contestó Raxtus apesadumbrado—. Llegó el momento de transformarme en niño hada.
—Espera —dijo Warren, al tiempo que daba unos toquecitos con los dedos en la empuñadura de su espada—. ¿No puedes sacarnos de aquí utilizando el mismo camino por el que has venido?
—Puedo saltar entre los diferentes santuarios atravesando el reino de la reina de las hadas —explicó Raxtus—. Aunque es cierto que su reino comunica entre sí todos los santuarios, la distancia entre unos y otros es mucho más corta donde ella tiene su morada. Es un viaje larguísimo. El problema es el siguiente: cada vez que abre un portal para dejar entrar a alguien en su reino o para dejarle salir, su territorio queda vulnerable durante un tiempo. Por alguna razón puedo meterme por él sin necesidad de que abra ningún portal. Pero no puedo llevar pasajeros usando esa vía.
—¿Vas con frecuencia a su reino? —preguntó Kendra, intrigada.
—Pero nunca me quedo —dijo Raxtus—. Sería… poco saludable. Desde un punto de vista emocional. Y psicológico. Mira, yo no soy muy dragonil, que digamos. Si viviera allí, perdería toda noción de mi identidad. Acabaría como el chiquillo que se niega a abandonar el nido, que nunca llega a nada. Pero me encanta ir de visita a su reino. Por preciosa y diversa que pueda ser la Tierra, no hay belleza que pueda comparársele.
Bracken carraspeó, incómodo.
—Creo recordar que estábamos preparándonos para partir.
—Cierto —dijo Raxtus—. ¿Os importaría cerrar los ojos?
—En absoluto —repuso Bracken.
Kendra se tapó los ojos con las manos. Aun así percibió el brillante resplandor.
Varias hadas que revoloteaban por allí rieron disimuladamente. Kendra no supo si estaban riéndose de él o si eran risitas de coquetería. A lo mejor un poco de ambas cosas.
—No miréis —dijo Raxtus, y su voz sonó un poco más aguda de lo normal.
Ese comentario hizo que a Kendra le entraran ganas de mirar. Separó los dedos lo justito para ver la espalda de un hada más bien esquelética, con greñas plateadas y unas elaboradas alas metálicas, revoloteando en dirección a la portezuela. Era el hada más grande que Kendra había visto hasta entonces, de aproximadamente treinta centímetros de alto. El niño hada movió la cabeza como si fuese a echar un vistazo a su espalda. Kendra cerró los dedos antes de que terminase de volverse.
—Vale, ya podéis mirar —dijo Raxtus un instante después.
Kendra bajó las manos y abrió los ojos. El larguirucho niño hada estaba de pie junto a la portezuela. Era guapo de cara, con gesto pícaro y un brillo de chico travieso en los ojos.
—¿Eres tú? —preguntó Warren.
—Noté que Kendra quería echar un vistazo —dijo Raxtus—. Pero no puedo culparla. —Abrió los brazos en cruz y dio una vuelta entera—. ¿Qué os parece?
—Estás… —Kendra no terminó la frase.
—Suéltalo —dijo Raxtus—. Puedo con ello.
—Adorable —añadió Kendra sin mucha efusividad, esperando que no se sintiera demasiado insultado.
—Demasiado grande para ser un hada —dijo Raxtus—. Demasiado canijo y excesivamente alado para ser un humano. Y justo lo contrario de la imagen que le gustaría proyectar a cualquier dragón.
—Estás de fábula, Raxtus —afirmó Bracken amablemente—. De verdad, espléndido.
—El espectáculo ha terminado —dijo Raxtus—. Pongámonos en marcha. —Salió por la portezuela batiendo sus alas y se perdió de vista.
Bracken se volvió para dirigirse a las hadas.
—Voy a cerrar la portezuela para no dejar rastro de nuestro paso por aquí. Si la dejara abierta, dentro de nada vendrían otros y la cerrarían. Si preferís el aire libre, al precio de alejaros del santuario, venid con nosotros.
Varios grupos de hadas salieron disparadas por la portezuela, seguidas de unas cuantas rezagadas. Kendra se llevó una sorpresa al ver que optaban por quedarse dentro de la cúpula más hadas que las que había cuando llegaron.
—¿Se quedan tantas? —preguntó.
—Aman a su reina —respondió Bracken sin más.
Los llevó fuera del recinto. Cuando Kendra y Warren hubieron salido, Bracken dio un empujón a la puerta, que se cerró con fuerte estrépito.
La esfinge seguía tumbada en el suelo, meneando la cola. No se dignó a mirarlos. Hacía bastante calor. Raxtus había recobrado su forma de dragón y, bajo el brillante sol, sus escamas resplandecían increíblemente.
—Hora de volar —dijo Bracken.
Raxtus se impulsó para despegar del suelo y se deslizó por el aire hasta ellos como la cometa más alucinante del mundo. El dragón agarró a Kendra con una garra, a Warren con otra y a Bracken con una tercera. Al levantar a la chica del suelo, asiéndole el torso por la espalda, el cuerpo se le quedó encorvado hacia delante, una vez que estuvo en el aire. El suelo se convirtió en un borrón difuso debajo de sus pies colgantes. Raxtus fue ascendiendo paulatinamente, batiendo las alas con el sonido de unas pesadas lonas agitadas por el viento de una tormenta y peinando las copas de los árboles más cercanos al pasar al ras. El dragón se hizo invisible, creando así la ilusión de que Kendra flotaba en el aire por sí sola.
—¿Vas bien? —le preguntó Warren a Raxtus.
Este viró a izquierda y a derecha, agitando las alas con furia.
—Pesáis bastante —protestó—, pero lo conseguiré. —Con gran esfuerzo, continuaron ganando altura.
A poca distancia ya, se veía la empinada pared del valle, un ancho precipicio de roca y arena. Abajo los árboles iban haciéndose cada vez más pequeños, cada vez más lejanos. Kendra vio en el claro del bosque a un par de fornidos gigantes atizándose garrotazos.
A medida que Raxtus se aproximaba a la pared del valle, empezó a ladearse y a volar en círculos, unas veces batiendo las alas y otras planeando. Comenzaron a elevarse a mayor velocidad. El aire se tornó algo más fresco y el suelo fue quedando impresionantemente lejos. Enseguida, Kendra pudo divisar por completo el valle alargado, con su río, sus bosques, sus numerosos campos de cultivo y las pirámides escalonadas con sus terrazas ajardinadas. Más allá de las cornisas de las paredes del valle, Kendra contempló la extensión de color ocre tostado del desierto que lo rodeaba todo.
Un penetrante alarido emitido a un volumen impresionante dio al traste con la sensación de soledad en medio del aire. Kendra se contorsionó para poder mirar hacia el origen de aquel sonido y vio al ave roc elevándose en dirección a ellos, tan grande como un avión de pasajeros, por lo menos.
—El roe nos ha visto —avisó Warren.
—Tienen una vista asombrosa —dijo Raxtus, agitando las alas para subir aún más. Giraron en dirección al ave roc, de modo que todos pudieron gozar de una mejor vista de su envergadura descomunal.
—¿No tocaría echar a correr? —exclamó Kendra, presa de los nervios.
—Necesitamos ganar altura —dijo Raxtus—. Con tanto peso, mis mejores maniobras pasan por descender bruscamente.
El ave roc se distanció de ellos trazando una amplia curva en el aire y alcanzando mayor altura con alarmante facilidad. Cuando la enorme ave de presa se volvió de nuevo hacia ellos, lo hizo desde arriba, acercándose a una velocidad aterradora.
Raxtus se deslizó en línea recta, planeando en perpendicular al rumbo que trazaba el depredador que se les venía encima. A medida que se les aproximaba el ave roc, abrió de par en par unas garras tan grandes como para hacer añicos un autocar escolar.
En el último momento, Raxtus viró hacia el ave roc, replegó las alas y se dejó caer en picado. El golpe del aire en la cara hizo que a Kendra le lagrimearan los ojos. Pudo notar el momento en que la enorme ave roc les pasaba por encima a toda velocidad, arañando el aire con las garras totalmente estiradas y abiertas. El enorme pájaro lanzó un chillido ensordecedor.
Raxtus desvió el curso descendente y aprovechó el impulso para recuperar altitud. Por encima de ellos el ave roc voló en círculos para preparar otro ataque.
—¡Vuélvete visible! —gritó Bracken—. Los símurghs prefieren la luz a la oscuridad. Cuando se nos acerque, rueda sobre ti mismo para que pueda verme.
Raxtus se volvió visible; sus escamas eran resplandecientes bajo la luz del sol.
—Kendra, tócame —dijo—. No me vendría mal el aporte extra de energía.
La chica apoyó una mano fuertemente contra la garra que la tenía cogida por el tronco, y Raxtus empezó a brillar con su propia luz. Parecía que ganaban altitud más rápidamente.
El ave roc volvió a acercárseles, con las alas encogidas para conseguir mayor velocidad. Mientras la gigantesca ave se les venía encima, Raxtus se ladeó de manera que elevó un poco su mitad inferior para mostrar mejor a los pasajeros que llevaba.
—Símurgh de medianoche —la llamó Bracken mediante un grito amplificado mágicamente—. Al igual que tú, entre los Hijos del Amanecer me cuento. Préstanos tu cielo, guardiana del viento, pues angustiosa es nuestra necesidad.
El ave roc se desvió alejándose de ellos, como si renunciara ya a perseguirlos. Raxtus se enderezó y reanudó la ascensión. El ave roc emitió un chillido que tenía menos de grito desafiante que las veces anteriores.
—Menos mal —dijo Raxtus, jadeando—. No quería asustar a nadie, pero no me habría quedado más remedio, tarde o temprano.
—El símurgh de esta reserva está bien alimentado —comentó Bracken—. También lo están sus crías. Solo se zamparía de buen grado un unicornio en épocas de hambruna.
—No cantéis victoria aún —los advirtió Warren, al tiempo que señalaba el zigurat más grande—. Tenemos compañía.
—Las veo —dijo Raxtus—. Están pasando justamente ahora por encima de los árboles.
—Tres arpías —informó Raxtus—. El ave roc llamó la atención de nuestros enemigos. ¿Cuánto queda hasta el límite de la reserva?
—Demasiada distancia —resopló Raxtus—. Necesitamos más altitud. Nos darán alcance y tendré que eludirlas como sea.
En un primer momento, Kendra no entendió de qué estaban hablando. Entonces divisó los tres puntitos alados que se elevaban hacia ellos.
—¿Cómo son de grandes las arpías?
—No son enormes —respondió Warren—. De nuestro tamaño. Pero son terriblemente feroces. Imagínate a unas brujas con alas.
—¿No puedes contra ellas, Raxtus? —preguntó Kendra.
El dragón respondió a trompicones, entre jadeos.
—¿Si no llevara cargamento? ¿Si estuviese fresco como una rosa? ¿Si fuese una cuestión de emergencia? Sí, probablemente podría arreglármelas. ¿En este preciso instante? Lo haré lo mejor que pueda.
Raxtus volaba en círculos para ir subiendo, mientras las arpías se les acercaban, cada vez más nítidas. Las esqueléticas mujeres tenían alas en vez de brazos, y garras en lugar de piernas. Sus largas cabelleras ondeaban salvajemente al viento.
—Allá vamos —dijo Raxtus, desviando el rumbo del valle fértil para dirigirse a la árida monotonía del desierto. A pesar de que batía las alas con todas sus fuerzas, ya no ascendían tan deprisa como antes.
—Qué rabia me da dejar esa corriente ascendente. Si hubiésemos dispuesto de otro par de minutitos para concentrarnos en ascender, habría podido dejarlas atrás.
—Si todo lo demás falla —dijo Bracken—, lánzate en picado y déjanos en tierra.
—O suéltame a mí ahora —propuso Warren.
Kendra miró hacia abajo. Estaban a miles de pies de altura por encima del desierto.
—¿Estás loco?
—Si con ello los demás podéis escapar de aquí, merecería la pena.
—No pienso soltaros a ninguno —repuso Raxtus.
—Esas arpías solo han salido a hacer un vuelo de reconocimiento —dijo Bracken—. No veo a ningún otro perseguidor. Si nuestros enemigos supieran quiénes somos, estarían mandando contra nosotros todos sus refuerzos disponibles. Podría ser mucho peor.
—¿Las arpías pueden salir de la reserva? —preguntó Kendra.
—No por encima del muro —respondió Bracken.
—A no ser que… —añadió Raxtus, sin aliento— no pertenezcan a… Espejismo Viviente.
—Son de aquí —les aseguró Bracken—. La Esfinge mantiene cerrada Espejismo Viviente a cal y canto. No le gustaba que las criaturas anduviesen entrando y saliendo.
—¿Y el muro no le impedirá salir a Raxtus? —preguntó Kendra.
—Por encima del muro no puede entrar nada —respondió Raxtus casi sin resuello—. Pero casi todas las defensas… están puestas hacia el exterior. Yo no soy de aquí. Lo difícil es… encontrar la manera de entrar. Una vez dentro, soy libre de marcharme. Lo mismo que vosotros tres.
—Están acortando distancias —dijo Warren.
Kendra iba mirando hacia delante, por lo que tuvo que retorcerse para echar un vistazo atrás, a sus perseguidoras. Dos de las arpías habían ascendido más que ellos. La otra volaba más bajo. Sus rostros demacrados, de tez verdosa, denotaban firme determinación.
—Que no os arañen —les avisó Warren—. Yo antes preferiría que me mordiesen unas ratas portadoras de la peste.
Kendra apoyó la mano con fuerza contra Raxtus, esperando que su energía le diese impulso. El dragón no había vuelto a su estado invisible.
—La de debajo está intentando evitar que nos lancemos en picado —le avisó Bracken.
—Ya la veo —respondió Raxtus, un poco aturullado.
Las dos de arriba estaban acortando distancias a gran velocidad. Una les enseñó sus dientes afilados.
—Si me sueltas desde aquí, ¿podrías recogerme después? —afirmó Warren.
—Probablemente —respondió Raxtus.
—Con eso me basta. Aguarda el momento. Aguarda el momento.
—No pienso…
—¡No discutas! —le espetó Warren—. ¡Ahora!
Raxtus le soltó y a continuación se lanzó en picado. Kendra estiró el cuello para poder ver a Warren. La arpía de abajo voló a toda prisa para tratar de interceptarle. Warren desenvainó la espada mientras caía en picado. La arpía intentó apartarse, pero él asestó un golpe brutal hacia abajo con la espada y le cortó un ala al pasar por su lado. El impulso del impacto le hizo descender dando vueltas sin control. La arpía se puso a aullar como una loca y también ella inició una caída en picado en espiral. El ala cortada bajó más lentamente, soltando plumas en la caída.
El desierto subía a una velocidad alarmante hacia Kendra. Raxtus descendía, totalmente concentrado en su silbante caída, hasta acercarse a Warren, quien se había enderezado y caía ahora con los brazos y las piernas extendidos, como un experto en caída libre. El dragón agarró a Warren y a continuación trató de romper la trayectoria de la vertiginosa bajada en picado. La fuerza de la gravedad ejercía su mareante atracción, mientras Raxtus tiraba de sí mismo hacia arriba para lograr nivelar la trayectoria del vuelo. La visión de Kendra empezó a cubrirse de oscuridad poco a poco por los bordes, mientras sobrevolaban a ras de suelo, con los pies a escasos centímetros de una tierra reseca.
Raxtus ralentizó y los dejó suavemente en el suelo. Batió entonces las alas y ganó altura, para virar a continuación hacia un lado y volverse invisible.
—Retiro todo lo dicho —dijo Bracken—. Me alegro de que llevaras la espada.
—¿Estás bien? —preguntó Kendra.
Warren sonrió.
—Me sorprende comprobar que sigo con vida. Habría sido como darme una buena panzada contra el fondo de una piscina totalmente vacía. ¡Aquí vienen!
Las dos arpías que quedaban volaban hacia ellos. Una estaba mirando por encima del hombro, señalando con un dedo estirado el rumbo que había tomado Raxtus. O era que podía verle, o estaba calculando dónde estaba. La otra aumentó su velocidad, yendo directamente a por ellos.
—¿Te importa prestarme tu espada? —preguntó Bracken.
—La llevo yo —dijo Warren, sujetando el arma preparada—. Tú cuida de Kendra.
Bracken cogió a la chica de la mano y tiró de ella hacia atrás. La arpía que había estado siguiendo con los ojos el vuelo de Raxtus se hizo a un lado, agitando las alas y levantando las garras, y recibió de repente un empujón que la lanzó a tierra. Tras el impacto, se vio momentáneamente a Raxtus. La arpía, descalabrada, cayó inerte en el suelo árido del desierto.
La última arpía se lanzó en picado a por Warren, chillando de furia. Él se apartó a un lado, blandió la espada con saña y le cortó una garra. Pero la otra garra le hirió y cayó rodando por el suelo.
Aullando furibunda, la arpía mutilada dio dos brincos sobre la pata que le quedaba y alzó de nuevo el vuelo, aleteando para acercarse adonde estaban Kendra y Bracken. Este le arrojó una piedra, que explotó con una llamarada cegadora. La arpía cerró los ojos, pero no cejó en su empeño y siguió avanzando con la garra que le quedaba estirada. Bracken desenfundó su cuchillo.
Justo antes de que la arpía los alcanzase, se estampó contra la arena como si un piano invisible hubiese aterrizado encima de ella. Raxtus volvió a hacerse visible, de pie encima de la arpía, pisoteándola y arañándola con sus garras afiladas como cuchillas. Sus plumas flotaban por el aire. Kendra apartó la vista.
Warren se dirigió a ellos dando tumbos, agarrándose con fuerza un hombro, mientras el brillo del sudor destellaba en su rostro demudado.
—Prefiero… que me destroce… una jauría de perros rabiosos.
Raxtus dejó de despedazar a su presa y se alejó volando para ver cómo estaba la arpía que se había quedado sin ala.
—Déjame que te vea —dijo Bracken.
Warren apartó la mano. Tenía el hombro cubierto de feos cortes verticales, con los bordes amarillos y la sangre casi negra. Warren se mordió el labio inferior.
—Noto cómo se extiende el veneno.
Bracken colocó la palma de la mano encima de las heridas. Warren contuvo el aliento, con gran dolor, estremeciéndose un poco. Bracken inclinó la cabeza hacia él y cerró los ojos. Se le movieron espasmódicamente la nariz y los labios. Su mano emitió un resplandor nacarado. Apartó la mano: los bordes de las heridas ya no estaban amarillos y la sangre parecía menos negra.
—Caramba, qué calor tan intenso sentía —gruñó Warren apretando los dientes.
—He cauterizado prácticamente todo el veneno —dijo Bracken, tambaleándose. Meneó la cabeza como para despejarse—. En tiempos esto habría sido coser y cantar.
Raxtus regresó a su lado, deslizándose suavemente por el aire.
—Ya no hay más arpías —anunció el dragón en tono orgulloso, al tiempo que se posaba cerca de ellos.
—Buen trabajo —dijo Warren—. ¿A qué saben?
—¡Asquerosas! —exclamó Raxtus, mostrando los dientes con cara de asco—. A una le arranqué la cabeza de un mordisco. ¡Tuve que escupir lo más deprisa que pude!
—Warren ha resultado herido —dijo Kendra.
—Traté de actuar deprisa —se disculpó Raxtus—. Estaban tan concentradas en vosotros tres que resultaron presas fáciles.
—Estuviste genial —dijo Warren—. Esas arpías apenas se enteraron de qué era lo que las atacaba. Estoy impresionado.
—¿Quieres intentar curarle? —preguntó Kendra al dragón.
Raxtus rio, nervioso.
—Quizá Bracken tenga mejor mano que yo.
—He hecho lo que he podido —dijo Bracken—. Sin los cuernos, soy una sombra de lo que era. Han quedado algunos restos de veneno. No puedo cerrar las heridas más de lo que ya he hecho.
—Yo puedo intentarlo —dijo Raxtus, inseguro—. Kendra, ponme tu mano, quizá me ayude.
El dragón acercó su cabeza cromada a la de Warren. La chica apoyó la mano en su cuello resplandeciente. Raxtus brilló con mayor intensidad. El dragón agachó los orificios nasales hasta la herida y la pulverizó con una fina lluvia brillante y multicolor. Las heridas se cerraron, dejando tres feos verdugones.
—Bien hecho —dijo Bracken.
—Me ayudó tener a Kendra sosteniéndome —respondió Raxtus.
Warren se frotó el hombro.
—Mucho mejor.
Bracken se acercó a él y le tocó la frente.
—Todavía tienes restos del veneno de la arpía en el organismo. Tenemos que llevarte a un curandero.
—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó Warren en tono solemne.
Bracken arrugó el entrecejo.
—Doce horas, tal vez. Catorce, quizás.
—¿Qué? —exclamó Kendra.
—Habría caído muerto en cuestión de minutos si no hubiésemos intervenido nosotros —dijo Bracken—. Si tuviese un cuerno, podría curarle sin dificultad. Pero cualquier curandero decente debería disponer del antídoto requerido.
Warren frotó el hombro de Kendra con cariño.
—Ya os lo dije, es mejor que te muerdan unas ratas portadoras de la peste. Las arpías son repugnantes.
—¡Pues prueba a arrancarles la cabeza de un bocado! —comentó Raxtus, estremeciéndose—. Perdona, es verdad, al menos a mí no me han envenenado.
—¿Conoces algún curandero en la zona? —preguntó Bracken.
—El más cercano que conozco es uno de Estambul —respondió Warren, como contrito.
—¿Crees que nos puedes llevar a Estambul? —preguntó Bracken.
—Sí que puedo —respondió Raxtus con rotundidad—. Podría serme útil que los ataques se redujeran un poco.
—Volvamos al cielo —le apremió Bracken.
Raxtus se irguió sobre las patas traseras, dio un salto muy alto, agarró a Kendra, a Warren y a Bracken, y empezó a ascender. Unos minutos después, todavía ganando altitud, pasaron por encima de la frontera de Espejismo Viviente sin que se viese ninguna señal de que estuvieran siguiéndolos.