16

El santuario precintado

Cuando ya les faltaba poco para llegar a lo alto de la escalera, Bracken agarró a Kendra por el brazo.

—Tu hermano está contactando conmigo —susurró.

—¿Está bien? —preguntó ella.

Bracken se detuvo para escuchar con atención algo así como una voz interior.

—No está herido. Está desolado por cómo le utilizó Nagi Luna para que liberase a Graulas. Su sentimiento me llega no solo a través de sus palabras. Vuestro amigo Coulter ha fallecido.

—No —exclamó Warren, rechazando la noticia con semblante meditabundo.

—Os doy el pésame. Parece que Seth lo sabe a ciencia cierta —dijo Bracken—. Se siente terriblemente culpable, tanto que podría derrumbarse. Le estoy diciendo que se aprovecharon de él, que le engañaron y que ahora ya no hay nada que pueda hacer al respecto.

Kendra trató de contener las lágrimas. ¿Cómo era posible que Coulter estuviese muerto? ¡Se suponía que tenía que estar a salvo al haberse quedado en Fablehaven!

Warren observó a Bracken con gesto expectante.

—Seth dice que Graulas ha destruido el tratado fundacional de Fablehaven.

—Debe salir de allí —dijo Warren.

Bracken movió la cabeza en gesto afirmativo, al tiempo que levantaba un dedo.

—Dice que se marchará pronto. Al parecer, ha recibido consejos de un antepasado vuestro, Patton Burgess, y se dispone a embarcarse en una misión de búsqueda.

—Seguramente Patton le habrá dado buenos consejos —dijo Warren.

—Estoy diciéndole a Seth que vosotros dos estáis conmigo. Se ha puesto contentísimo. Le estoy diciendo que nos encontramos en una situación de emergencia, nosotros también, y le estoy aconsejando que vuelva a ponerse en contacto conmigo dentro de poco. Le estoy aconsejando que no se angustie por haber perdido el Translocalizador. Noto que valora el apoyo, pero sigue costándole sobreponerse a la crisis que dicha pérdida ha generado. Ansía encontrar la manera de compensar los daños. Acaba de guardarse la moneda.

—¿Estará bien? —preguntó Kendra, angustiada.

—Creo que sí —dijo Bracken—. Está claro que vuestro antepasado le ha encomendado una ambiciosa misión. No entramos en detalles, pero seguramente le ayudará a superarlo si sabe canalizar su energía a través de una lucha activa. Dentro de poco volverá a saludarnos. Debemos continuar.

Siguieron subiendo. La escalera estaba excavada en la tersa roca negra. Warren pasó la mano por la pared.

—No hay quien taladre esta escalera —comentó.

—Estas paredes son más duras que el acero —coincidió Bracken.

La escalinata terminaba en una pared lisa. Warren pronunció una frase ininteligible y la pared se difuminó casi hasta desaparecer.

—¿Debería apagar mi luz? —preguntó Bracken.

—Mantenla encendida —contestó Warren.

Atravesaron la espectral pared y se encontraron en una cueva formada por rocas angulosas de contorno afilado. La luz de Bracken destellaba contra la brillante piedra negra. Kendra miró atrás y vio que la pared volvía a adquirir su apariencia maciza.

Dentro de la cueva, a cierta distancia, había, de pie, un ser; estaba justo al filo de la luz. Tenía un enorme cuerpo de toro y una cabeza de hombre barbudo con una corona de bronce en la coronilla. La criatura habló en un idioma indescifrable.

Bracken le respondió en el mismo extraño lenguaje.

—No te preocupes —le susurró Warren a Kendra.

La criatura volvió a hablar.

—¿Qué es? —preguntó la chica en voz muy baja—. ¿Qué está diciendo?

Bracken la cogió de la mano y las extrañas palabras se tornaron inteligibles al instante. La criatura seguía hablando.

—… muchos años es un alivio tener un atisbo de esperanza.

—Haremos todo lo que esté en nuestras manos —le prometió Bracken—. A Warren ya le conoces. Esta es Kendra.

La criatura inclinó cortésmente la cabeza.

—Saludos.

—Kendra, este es Halad —continuó diciendo Bracken—, uno de los orgullosos lamasus sometidos a la esclavitud por la Esfinge.

—No es ninguna esfinge —declaró Halad con su voz fuerte y serena—. Llamadle el etíope.

—Halad monta guardia delante de esta entrada secreta a las mazmorras —explicó Bracken—. No es ningún ser malvado, pero si entrásemos por aquí sin permiso del etíope, se vería obligado a matarnos, por el pacto que firmó.

—Mi cometido no me procura el más mínimo placer —dijo Halad estoicamente—. Con todo, un centinela jurado debe cumplir su deber.

—¿Alguna idea de lo que hay al otro lado de la cueva? —preguntó Bracken.

—Mi visión está limitada a mis dominios —respondió Halad—. Como veis, mis dominios en este caso son un término insultante. Soy un preso vigilando una prisión.

—Te damos las gracias por dejarnos cruzar tus dominios —dijo Bracken.

—Yo lamento la pérdida de tus cuernos —respondió Halad—. Id en paz.

Bracken soltó la mano de Kendra.

—Adelante.

—¿No hay ningún problema? —preguntó Warren.

—Solo estábamos cruzando unas palabras de cortesía —explicó Bracken.

Avanzaron rápidamente. El lamasu se hizo a un lado para dejarlos pasar. Halad era tan descomunal que Kendra dudó de poder llegar hasta la punta de sus barbas ni aun dando un salto. Una vez que dejaron atrás al lamasu, Bracken se guardó la piedra luminosa. Warren encabezaba la marcha. Salieron de la cueva a la luz del amanecer y se acurrucaron detrás de unas rocas de perfil irregular para otear los alrededores.

—Espejismo Viviente es una enorme extensión de tierra —le susurró Bracken a Kendra—. De hecho, si se mira con atención, dentro de los confines que marca la tapia que la rodea puede verse más tierra de la que debería haber.

—Eso mismo pasa en muchas de las reservas —apuntó Warren—. Algo parecido a lo que ocurre con la mochila mágica, solo que a mayor escala.

Bracken asintió con la cabeza.

—Un valle fértil, alargado, cruza Espejismo Viviente de norte a sur. Nosotros estamos prácticamente en la mitad norte de ese valle. El santuario precintado queda más al norte, donde el valle se estrecha.

—La Esfinge me sugirió que tomáramos una ruta que nos permitiera eludir a la mayoría de las patrullas y sortear la mayor parte de las zonas peligrosas —dijo Warren—. Ha encargado a varias apariciones que se lleven a los muertos vivientes a otra parte para alejarlos de nuestro camino.

—¿Cómo sabes tanto de Espejismo Viviente? —le preguntó Kendra a Bracken.

—Yo vine aquí para investigar por qué habían precintado el santuario. Antes de que me apresaran me dio tiempo a explorar el área.

—¿Qué clase de criaturas peligrosas hay aquí? —preguntó Kendra.

Bracken se encogió de hombros.

—Aparte de lo normal, sé que rondan por aquí genios, demonios varios, mantícoras, una quimera, gigantes de estepa, esfinges, troles de río, sirrushes y, por supuesto, el símurgh.

—Se refiere al ave roc —aclaró Warren—. Últimamente está cazando mucho, para alimentar a tres enormes crías. —Desenvainó la espada—. La Esfinge me avisó de que el santuario precintado está vigilado por una esfinge de verdad.

—Dejad que me ocupe yo de los acertijos —dijo Bracken.

—Al parecer, la Esfinge pensaba que te encargarías tú de eso.

—Llevo ya mucho tiempo por aquí. Casi preferiría que las adivinanzas me sorprendiesen. Supongo que bordearemos el río, tratando de escondernos entre los árboles.

—Esa fue la ruta que él me describió —confirmó Warren.

—Deberíamos ir andando, sin correr —dijo Bracken—. Ir con prisas atrae la atención.

—Estoy contigo —coincidió Warren, que le entregó un guante a Kendra—. Perteneció a Coulter. Te hará invisible si te quedas quieta.

—Lo recuerdo —contestó la chica.

—Lleva tú también la llave —dijo Warren, entregándole una vara corta con una filigrana complicada en el extremo—. Si surge la necesidad, desviaré la atención hacia mí para que vosotros dos podáis llegar al santuario.

—Escaparemos los tres juntos —insistió Kendra.

—Está bien —dijo Warren, tratando de conservar la paciencia—. Intentaremos conseguirlo juntos. Pero si tenemos que elegir, que los que vayan al santuario sean quienes realmente pueden comunicarse con la reina de las hadas. Los otros quedaríamos convertidos en serrín si nos atreviésemos a pisar su suelo sagrado.

—Deberíamos ponernos en camino —dijo Bracken—. Ponte tú el primero, Warren.

Durante los cinco primeros minutos, Kendra esperaba que algún enemigo se les echase encima a cada paso que daban. A medida que iban avanzando sin incidencias, y que la cobertura que les ofrecían los árboles iba siendo cada vez mejor en lugar de peor, empezó a relajarse. Comenzó a preguntarse cómo podría ayudarlos a huir la reina de las hadas. ¿Sería posible que los admitiese en su reino? Estaba casi segura de que eso estaba prohibido en cualquier circunstancia. El reino que gobernaba debía permanecer intacto, pues de lo contrario podría desencadenarse el fin de todo el mundo de las hadas.

Kendra permaneció atenta por si veía alguna. Si pudiera reclutar unas cuantas hadas para que actuasen como avanzadilla, sus probabilidades de lograr su objetivo mejorarían.

En un momento dado, cuando los árboles eran menos densos, el ave roc surcó el cielo y sus alas, extendidas, taparon por un instante el sol del amanecer. En sus garras se retorcía una bestia enorme.

—¿Lleva un rinoceronte? —preguntó Kendra, protegiéndose los ojos del sol que reaparecía por detrás de la inmensa ave.

—Es un karkadann —la corrigió Bracken—. Son más grandes que los rinocerontes, y tienen un cuerno sensitivo. Reza para que no nos crucemos por el camino con ningún karkadann ahora que no tenemos protección de ningún tipo.

—Yo llevo mi espada —opuso Warren.

—Y yo mi pequeño cuchillo —dijo Bracken—. Ninguno de los dos nos serviría de mucho si nos embistiese un karkadann. Lo que yo necesito son mis cuernos.

—¿Cómo te quedaste sin ellos? —preguntó Kendra.

Bracken titubeó, como si no estuviera seguro de qué responder. Después de encogerse levemente de hombros, rompió su silencio.

—La Pila de la Inmortalidad está hecha con mi tercer cuerno.

—¿Uno de los cinco objetos mágicos? —exclamó Warren.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Kendra.

—Desde tu punto de vista, un porrón —respondió Bracken—. Entre unicornios, todavía paso por ser joven. He pateado muchos caminos, he visto mucho, pero sigo sintiéndome joven. Al igual que las hadas, los unicornios somos seres juveniles.

—¿Renunciaste a tu cuerno? —preguntó Warren.

—Estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de ayudar a que esos demonios quedasen bien encerrados —afirmó Bracken en tono asertivo—. Mi primer cuerno lo regalé hace muchos años. Muchos de mis congéneres no conservan el primer cuerno después de que les haya salido el tercero. Mi segundo cuerno me lo quitaron cuando la Esfinge me apresó. No tengo ni idea de lo que hizo con él.

—Debería devolvérnoslo —dijo Kendra.

—Nos vendría bien —coincidió Bracken—. Yo puedo notar que mis cuernos están por ahí, en alguna parte. Que no los han destruido. Sin ellos, me siento como una sombra de mí mismo. En ellos reside gran parte de mi poder.

—Pero ¿será posible recuperar tu tercer cuerno? —preguntó Warren, extrañado.

—Si en algún momento se rompiera la Pila de la Eternidad, desaparecería y volvería a formarse en otro lugar, llevándose el cuerno consigo. Solo podría recuperarlo en caso de que Zzyzx se abriese. Sin mi tercer cuerno estoy atrapado bajo esta apariencia humana, pero preferiría vivir de esta guisa con tal de no ver Zzyzx abierta.

Continuaron en silencio. En varias ocasiones se agacharon o se tumbaron boca abajo, o se escondieron detrás de los troncos de los árboles, cada vez que Bracken notaba que había alguna criatura por la zona. Kendra avistó leones con cabeza de hombre y cola de escorpión. Vio feroces jaurías de perros voladores con el cuerpo cubierto de escamas. Observó a nómadas musculosos y ataviados con armadura, la mitad de altos que los árboles del lugar, riendo a carcajadas y peleándose sin que mediara provocación. Pero todas estas amenazas en potencia solo las veían de lejos. Muchos de los peligros que detectaba Bracken eran situaciones que ni Warren ni Kendra percibían. El pequeño grupo simplemente se escondía sin decir nada, hasta que Bracken indicaba que podían continuar.

Tras horas de avance a trompicones, Warren los esperó en cuclillas detrás de un tronco caído para deliberar con ellos. El sol ya estaba alto en el cielo, y el calor resultaba cada vez más incómodo. Kendra atisbo en el extremo más lejano de un claro del bosque, delante de ellos, unos árboles poblados de un follaje llamativamente colorido.

—Ahí delante está la Arboleda Atrayente —dijo Warren—. La Esfinge me dio indicaciones concretas para este tramo de nuestra ruta. Si la rodeamos por la izquierda, yendo por la orilla del río, estaríamos atravesando el territorio de unos troles de río.

—Nos considerarían unos bocados extraordinariamente exquisitos —dijo Bracken—. Nos devorarían con mucha ceremonia.

—Si la rodeásemos por la derecha, estaríamos entrando en el territorio de una quimera —dijo Warren.

—Eso significaría también una muerte segura —apuntó Bracken.

—¿Y si cruzamos la arboleda? —preguntó Kendra.

—Los aromas de sus frutas resultan insoportablemente tentadores —explicó Warren—. Todos poseen efectos nocivos. La mayoría de ellos son mortíferos. La Esfinge me dijo que uno de esos aromas podría derretirnos los huesos, otro podría convertirnos en licántropos, y un tercero podría hacer que de repente nos devorasen las llamas.

—Yo prefiero frutas antes que troles o quimera —votó Bracken.

—No debemos sucumbir —le advirtió Warren.

—Nos ayudaremos los unos a los otros —dijo Bracken—. Decidíos ya. Pase lo que pase mientras estemos bajo esos árboles, sean como sean las tentaciones que nos asalten, sean cuales seas las necesidades imperiosas que sintamos de repente, sean cuales sean los razonamientos que nos hagamos nosotros mismos, no probaremos ni una sola fruta.

—¿Y si la fruta se impone a nuestro sentido común? —preguntó Kendra—. ¿Y si no somos capaces de resistirnos?

—Yo preferiría enfrentarme al tipo de enemigos que uno puede apuñalar —murmuró Warren—. Dentro de esa arboleda nosotros mismos seremos nuestro propio enemigo.

Bracken se arrodilló y juntó con las manos un poco de tierra. Escupió saliva en la palma de una mano y formó con ella unas bolitas prietas; con dos de ellas se taponó los orificios nasales. Mantuvo la mano abierta, tendida. Kendra, indecisa, cogió un par de bolitas de tierra y se las metió también en la nariz. Warren hizo lo mismo.

—Debo creer que nuestra fuerza de voluntad es mayor que la atracción de algunas frutas —dijo Bracken—. Que nos matasen un trol o una quimera sería una pena. Pero acabar con nosotros mismos por satisfacer un antojo resultaría tan patético que me niego a pensar siquiera que pueda suceder. Esta tierra os ayudará, y lo mismo haré yo.

—Me has convencido —dijo Warren, con la voz un poco diferente al tener taponada la nariz—. ¿Kendra?

—Probemos por la arboleda. —Hablaba como si estuviera resfriada.

—Prometedme que no probaréis la fruta —dijo Bracken. A él la voz no le salía diferente por llevar la nariz tapada con las bolitas de tierra—. Prometédmelo y prometéoslo a vosotros mismos. Decidlo en voz alta.

—Lo prometo —dijo Kendra.

—Lo juro —ofreció Warren.

—Cojámonos por los brazos —les indicó Bracken, poniéndose de pie—. Respirad por la boca y no hagáis caso de lo que perciben vuestros sentidos. Sugiero que vayamos a paso ligero.

Codo con codo, los tres empezaron a correr al trote, respirando por la boca nada más. Kendra se preguntó si su estatus de miembro del reino de las hadas le proporcionaría un extra de protección frente al embrujo. Al fin y al cabo, era inmune a prácticamente todas las formas de control mental. Sin embargo, la experiencia le había enseñado que aunque su mente estuviera protegida, sus sentimientos eran vulnerables a la manipulación, como había pasado con las pociones de Tanu y con el miedo mágico. Le preocupaba que la atracción ejercida por la fruta de los árboles pudiera atacarle lo emocional más que el intelecto.

Delante de ellos, la arboleda lucía esa imagen que el otoño siempre aspira a conseguir pero que nunca logra del todo. Kendra estaba maravillada ante lo variado y vibrante de los colores de las hojas: rojos y naranjas encendidos, azules y morados intensos, amarillos y verdes eléctricos. Además vio hojas con las tonalidades más curiosas, como un rosa brillante, un turquesa rutilante, un plata de brillo metálico o un blanco radiante. Había hojas de rayas y con estampados. Hasta los troncos de los árboles presentaban un colorido poco habitual, desde el rojo lava hasta el dorado destellante, pasando por el negro noche.

Mientras iban pasando bajo los árboles, pudieron ver las frutas, bien redondeadas. A diferencia de las hojas, tendían a mostrar unas mezclas de color opalescentes, con una piel lisa que brillaba como si fuera de nácar. Algunas poseían los variados matices de las joyas más elegantes, como azul zafiro, verde esmeralda o rojo rubí. Kendra se quedó fascinada ante ellas, incapaz de evitar preguntarse cómo sabrían aquellas preciosas frutas.

Sin embargo, no fue hasta que los aromas de la Arboleda Atrayente empezaron a colársele por sus taponados orificios nasales cuando Kendra sintió una peligrosa atracción hacia las frutas. La fragancia le suscitó una sensación de hambre como nunca había experimentado: un hambre desesperada que instintivamente supo que podía curarse en un abrir y cerrar de ojos con esas rechonchas frutas que pendían al alcance de su mano. Junto con el hambre le sobrevino una profunda sensación de sed, acompañada de la certidumbre de que los jugos del interior de esas frutas saciarían su necesidad como nunca antes había sido calmada ninguna otra sed.

Sabía que no podía estar percibiendo plenamente el olor de aquel lugar. Un impulso carnal le gritaba que tenía que quitarse las bolas de tierra de la nariz para poder deleitarse con el aroma puro de la arboleda. Intentaba convencerse de que no pasaría nada por seguir aquel impulso: oler no era lo mismo que comer. ¿Por qué tenía que privarse innecesariamente del olor más estimulante de su vida? ¡El aroma en sí mismo no podía causarle ningún daño!

Bracken soltó a Kendra y propinó un manotazo a Warren en las manos al ver que este se proponía destaponarse la nariz. Si Kendra expulsaba el aire con fuerza por la nariz, estaba segura de que podría quitarse de golpe las dos bolitas de tierra. ¿Por qué no? Se le estaba haciendo la boca agua de una manera que casi le hacía daño. Aspirar a pleno pulmón el aroma de la arboleda podría proporcionarle suficiente satisfacción, aunque fuese limitada, como para olvidarse de aquella hambre atroz.

—¡No lo olvidéis! —gritó Bracken—. ¡Este bosquecillo es una trampa mortal! Los placeres que promete son como el envoltorio chillón de unos regalos mortíferos. Recordad que elegimos no caer en la tentación. Obligad a la mente a controlar los instintos básicos.

Kendra luchó contra sus deseos.

Warren se dio unos cachetes él mismo y luego se mordió el dedo pulgar.

Bracken volvió a tomarlos de los brazos.

—Respirad hondo, retened la respiración, cerrad los ojos y dejadme que yo os lleve.

Kendra obedeció. Al contener la respiración, la llamada de la fruta se volvió menos inmediata. Trató de ver la situación desde un punto de vista lógico. ¿Qué le harían esas voluptuosas fragancias si no llevara las bolitas en la nariz? Había imaginado que la arboleda olería de maravilla; lo que no había previsto era la desesperación que ese olor podría despertarle en el apetito. Si se quitaba las bolitas, seguramente el aroma inundaría su mente.

No era fácil correr al mismo tiempo que aguantaba la respiración. Al poco rato tuvo que respirar de nuevo, sencillamente, por lo que empezó a engullir aire, tratando de compensar la falta de oxígeno. Con aquellas hondas respiraciones, los aromas de la arboleda la asaltaron con más fuerza que antes. El aroma embriagador prometía algo más que una forma de saciar su apetito y calmar su sed. Los olores conllevaban una promesa de éxtasis. Una promesa de reposo. Una promesa de paz.

Cerró los ojos con fuerza y, con ellos cerrados, luchó contra aquel deseo. Esos olores eran mentiras. Falsas promesas. Su instinto rechazaba aquellas afirmaciones mentales. ¿Cómo podía ser peligroso algo tan sublime? Pero Kendra mantenía controlada su mente. Cuando su respiración empezó a estabilizarse, volvió a retener el aliento. Enseguida se notó mareada debido a la falta de aire, por lo que rápidamente volvió a inhalar.

Podía oír a Warren boqueando con avidez al otro costado de Bracken. El avance del grupito se ralentizaba. Entonces, Bracken soltó a Kendra. Ella abrió los ojos. Bracken y Warren estaban en el suelo, peleándose.

—Continúa —le ordenó Bracken—. Ya casi lo has conseguido. ¡Sal de la arboleda!

Kendra miró hacia delante y alcanzó a ver dónde acababa el exótico huerto de árboles frutales. Se concentró en el claro que se abría detrás de los últimos árboles y echó a correr. Era intensamente consciente de que Bracken ya no estaba a su lado para ayudarla. Y su sensación de soledad incrementó el peso de la tentación. Trató de visualizar que un mordisco a una de esas frutas acabaría despedazándola a ella, pero su cuerpo se negaba a creer en aquella imagen. A lo mejor Warren había entendido mal a la Esfinge. ¡A lo mejor la arboleda le procuraba todo el placer que su aroma prometía! Tal vez incluso Bracken y Warren habían sucumbido ya a la tentación. A lo mejor estaban detrás de ella en ese preciso instante, con regueros de delicioso jugo escurriendo por su barbilla, riéndose de ella al verla huir a toda velocidad.

Echó un vistazo atrás. Bracken arrastraba a Warren de los pies, mientras este se revolvía.

Se volvió hacia delante y vio que casi había salido de la arboleda. ¿Y si se quitaba los tapones de tierra solo durante los últimos pasos? Deseaba oler al menos una vez, sin obstrucción alguna, el aroma del bosquecillo antes de abandonarlo.

No. Se había prometido, y había prometido a sus amigos, que cruzaría la arboleda sin probar la fruta. Aun con la mejor de las intenciones, oler esas frutas podría llevarla a probarlas. Agachó la cabeza y salió a toda velocidad de entre los árboles, atravesó el claro que había a continuación y se refugió detrás de un arbusto.

Al mirar atrás vio a Bracken avanzando a duras penas, con Warren echado a la espalda. Aún no habían salido de las sombras de aquellos árboles deslumbrantes. ¿Debía regresar para echarles una mano? No estaba segura de poder fiarse de sí misma.

Andando trabajosamente, Bracken sacó a Warren de la arboleda. Mientras cruzaba el claro, Warren fue oponiendo cada vez menos resistencia. Un líquido plateado manaba a raudales de una de las aletas de la nariz de Bracken. Tenía la cara empapada de sudor. Dejó a Warren en el suelo, al lado de Kendra.

—Lo siento muchísimo —se disculpó Warren entre jadeos—. Lo siento muchísimo. —Resoplando por la nariz, expulsó una de las bolas de tierra.

Kendra se quitó también las suyas.

Bracken sacó un pañuelo raído y se lo aplicó en la nariz. Una mancha húmeda de color plateado se extendió por toda la tela deshilachada.

—No te preocupes.

—¿Sangre plateada? —preguntó Kendra.

—No soy del todo humano —dijo Bracken.

—Si te sangra la nariz, ¿es que se te cayeron los tapones de tierra? —preguntó Warren.

—El de un lado sí —respondió Bracken.

—¿Cómo lo has aguantado? —preguntó Warren sinceramente asombrado.

—No fue fácil —dijo Bracken—. Seguramente me ayudó el hecho de haber vivido mucho tiempo ya. Igual que me ayudó que esta no sea mi auténtica naturaleza.

—Lo que ayudó fue que te impusieras —dijo Warren—. Tienes una voluntad de hierro. Te debo la vida. Perdóname. Una de las aletas de la nariz se me destaponó mientras corríamos. A partir de ahí mi lado racional se fue al garete.

—No hay nada que perdonar —respondió Bracken—. Yo sentía la atracción de las frutas. Casi puede conmigo. De haber estado yo solo, sin una responsabilidad, a lo mejor habría fracasado en el intento.

—¿De verdad que olisteis los aromas? —preguntó Kendra, un tanto celosa.

—La nariz se me destaponó cuando Warren me dio un puñetazo —dijo Bracken—. El aroma era embriagador. Puede que haya sido una suerte que la sangre sustituyera a la tierra.

—Lo siento en el alma —se disculpó Warren—. No podía controlarme. ¡Solo sabía que necesitaba esas frutas a toda costa!

—¿Ya no te sientes así? —preguntó Kendra.

—El recuerdo me atrae aún —respondió Warren—, pero ya no siento esa necesidad imperiosa.

—Deberíamos seguir adelante —dijo Bracken.

—Se me ha caído la espada —anunció Warren.

—Fue hace mucho rato, allí atrás —dijo Bracken—. La primera vez que empezaste a perder el control.

—Sentía verdaderos deseos de destaponarme la nariz para absorber todo el aroma de la arboleda —confesó Kendra.

—Yo también —afirmó Warren—. Alégrate de no haberlo hecho. Olido de lleno, el aroma resultaba cien veces más irresistible. Deduzco que no vamos a recoger la espada, ¿verdad?

—No quiero arriesgarme a entrar otra vez en la arboleda —dijo Bracken—. Tu espada nos aportaba más bien una ilusión de seguridad que una protección real. Hoy nuestra verdadera arma es el sigilo.

—Un hada —dijo Kendra, señalando un punto.

El hada volaba suavemente hacia ellos, con sus alas de gasa flotando en el aire más que aleteando, como si estuviese debajo del agua. Tenía la piel morena y una larga melena negra, y llevaba una túnica de color lavanda, a juego con sus alas. Diminutas pulseras de oro adornaban sus brazos y tobillos.

Se posó en el hombro de Bracken y él se apartó de la cara el pañuelo. El hada le acarició la mejilla. Desde el gesto de su rostro hasta el expresivo lenguaje de sus movimientos, Kendra nunca había visto a un hada que manifestase semejante grado de tierna preocupación. El hada le puso a Bracken su manita morena en el lado de la nariz. Se produjo un breve resplandor, tras lo cual se sirvió de una diáfana tira de tela para limpiarle los restos de sangre del borde de la narina.

—¿Puedes llevarnos hasta el santuario precintado? —preguntó Bracken amablemente.

El hada asintió con entusiasmo. Kendra estaba segura de que aquella pequeña criatura estaba enamorada. Por lo que se veía, hoy no le sería necesario apelar a la convincente influencia de su estatus de miembro del reino de las hadas.

—¿Podrías reunir a unas cuantas hermanitas tuyas para que nos ayudéis a evitar problemas? —preguntó Bracken.

El hada puso cara de desconfianza, como si el oír hablar de otras hadas hubiese echado a perder de repente gran parte de la diversión.

—Lo consideraría un favor inmenso —dijo Bracken en tono sincero.

Al hada se le ruborizaron las mejillas y se marchó volando.

—Tienes maña con las hadas —intervino Warren.

—Puede que ya no tenga mi cuerno, pero sigo siendo un unicornio —dijo Bracken—. Somos algo así como las estrellas del rock del mundo de fantasía.

Como cabía esperar, a los pocos minutos la primera hada regresó acompañada de otras cuantas más. La mayoría de ellas tenían la tez oscura y unas alas elaboradas. Bracken fue el centro de sus miradas, evidentemente. Casi todas cuchicheaban entre sí y se reían disimuladamente, sin acercarse. Dos de las más osadas se deslizaron por el aire para mirarle con expresión soñadora más de cerca. Una se puso a arreglarle un desgarro que tenía en la camisa.

Bracken se rio.

—No os preocupéis por mi atuendo. Lo que necesito son exploradoras. ¿Quién quiere encargarse de que no nos pase nada malo?

—Yo, yo —gorjeó un coro de agudas vocecillas. Sus manitas en miniatura se agitaron, peleando por ser elegidas.

—Os estaré eternamente agradecido si me ayudáis todas —dijo Bracken en tono afectuoso.

Empezó a asignar cometidos de modo que unas hadas irían a mucha distancia por delante de ellos y otras se quedarían más cerca, y estableció las direcciones que debían cubrir. Cuando el hada que los había encontrado recibió el honor de servir como escolta personal de Bracken, sonrió de oreja a oreja, henchida de orgullo.

Teniendo ya a su comitiva de hadas volando en cabeza, sus progresos fueron más rápidos que antes, pues avanzaban sin vacilar. De tanto en tanto les llegaban advertencias que sus escoltas se transmitían de unas a otras, y entonces se detenían unos instantes o desviaban la ruta de acuerdo con sus indicaciones. Otras hadas se unieron al grupo, trayéndole a Bracken frutos secos y bayas y traguitos de agua o de miel recogidos en fragantes hojas de árbol. Bracken compartía estas ofrendas con sus compañeros. Al final, el incesante desfile de diminutas porciones de alimento les sació el hambre y la sed, y Bracken tuvo que pedirles que no le llevasen más comida.

Al cabo de mucho rato, cuando el sol había pasado ya del mediodía, las hadas volvieron e informaron de que había una esfinge un poco más adelante, vigilando el santuario precintado. Bracken aseguró a las hadas que era necesario enfrentarse con la esfinge y les pidió que se quedaran atrás. Kendra, en parte, esperó que también la invitase a ella a quedarse atrás, pero Bracken no le hizo semejante ofrecimiento.

La cúpula de hierro apareció a lo lejos entre los árboles. Su tamaño la sorprendió. Medía como una casa de varios pisos y parecía tan grande que dentro habría podido actuar un circo. Carente del menor indicio de corrosión, el hierro negro y uniforme absorbía la luz vespertina del sol y no reflejaba ni un rayo.

A medida que se acercaban, Kendra divisó a la esfinge tendida tranquilamente delante de la cúpula, moviendo la cola adelante y atrás. Tenía cuerpo de león de oro, unas alas cargadas de plumas replegadas a los costados y cabeza de mujer. Sus ojos enormes y almendrados, del color del jade, lucían una expresión de satisfacción consigo misma.

Bracken se acercó a ella, flanqueado por Warren y Kendra. La esfinge no hizo ningún movimiento, aparte del lánguido vaivén de su cola.

—Deseamos acceder a la cúpula —dijo Bracken.

—Imagina dos hermanas —declamó la esfinge con voz sensual. Aun siendo audibles para los oídos, aquellas palabras penetraban además directamente en la mente. Pese a hablar con contención, cada palabra que decía llegaba con el ímpetu de un grito—. La primera nace de la segunda, por lo cual la segunda nace de la primera.

Bracken lanzó una ojeada a Kendra y Warren. La chica no tenía ni idea de la respuesta.

—Las hermanas que nacen la una de la otra son el día y la noche —respondió Bracken.

La esfinge asintió con gesto de sabiduría.

—Rodeo el mundo, y aun así resido dentro de un dedal. Estoy fuera de…

—Eres el espacio —la interrumpió Bracken.

La esfinge apretó los labios y le dirigió una mirada dura. De nuevo, tomó la palabra.

—Por la mañana camino a cuatro patas…

—Las fases de la vida de un hombre —soltó Kendra. Todos la miraron—. Es una adivinanza famosa —se disculpó—. Por la mañana camino a cuatro patas, por la tarde con dos, por la noche con tres…, cuantas más piernas tengo, más débil me vuelvo. Algo así.

La esfinge estaba que echaba chispas.

—Toe, toe —dijo Warren.

La esfinge le taladró con la mirada.

—No te ofendas —la aplacó Bracken, dando unos pasos al frente delante de Warren, diplomáticamente—. Hemos tenido un día muy duro. Somos tres, hemos respondido a tres acertijos. ¿Podemos pasar? —Hizo una reverencia cortésmente.

—Podéis pasar —dijo la esfinge, dándoles permiso y recobrando la serenidad.

—No digas nada más —le susurró Bracken a Warren.

Warren hizo esfuerzos por no sonreír.

Kendra notó que se le clavaban en la espalda los ojos de la esfinge mientras pasaban por delante de ella en dirección a la cúpula. Bracken los condujo hasta una portezuela, en un lado, que tenía una cerradura muy grande. Mientras Kendra observaba atentamente la portezuela, recordó que hacía poco la reina de las hadas había destruido tres de sus santuarios. ¿Y si este era uno de los santuarios que había eliminado? Parecía reunir todas las condiciones, ya que estaba sellado.

Decidiendo que en breve obtendría respuesta a sus preocupaciones, introdujo la vara que llevaba, la movió hasta que encajó bien y a continuación la giró. El cerrojo se liberó con un chasquido y Warren tiró de la portezuela para abrirla.

Las hadas llegaron volando de todas direcciones hasta el portal abierto. Bracken cruzó el umbral el primero, seguido de Kendra, que notó que varias hadas la rozaban al colarse a su lado, a la vez que ella entraba. La cúpula bloqueaba por completo el paso de la luz del sol, salvo la que se filtraba por el hueco de la portezuela; pero por dentro estaba iluminada también por un montón de hadas luminosas, así como por la firme irradiación de un estanque luminiscente. Kendra observó aquella vibrante variedad de hadas, preguntándose cuántos años llevaba atrapadas allí dentro. Cuando Warren entró por la portezuela, más hadas volaron al interior como una riada, saludando con sus agudas vocecillas a las amigas que hacía tanto tiempo que no habían visto.

El estanque, con forma de elipse, ocupaba casi una cuarta parte del espacio. De lo alto de una isla cónica que había en el centro del lago bajaba un reguero de agua. Cinco montículos escalonados rodeaban la espejeante agua, cubiertos de flores exóticas a pesar de la falta de luz solar. Desde uno de los lados del estanque, unas piedras blancas formaban una especie de precaria pasarela que comunicaba la orilla con la isla.

—Aquí es donde yo me quedo al margen —dijo Warren—. Me quedaré atrás para vigilar la portezuela.

—Me parece bien —contestó Bracken.

Llevó a Kendra hasta las piedras para cruzar el agua y saltó a la primera con toda ligereza, pese a que a ella le pareció que esa primera piedra estaba puesta demasiado lejos de la orilla. Bracken pasó a la segunda y esperó a la chica. Ella no quería que la viera asustada, y trató de no pensar en los guardianes que pudiera haber rondando por debajo de la superficie de la resplandeciente agua, por lo que saltó sin más a la primera piedra. Estaba resbaladiza, pero cayó bien sobre ella. Bracken le tendió el brazo para que ella se estabilizara. Continuaron por el resto del camino de piedras sin dificultad y llegaron a la empinada orilla de la isla, que estaba cubierta de hierba.

Bracken iba delante, bordeando la orilla en dirección a la parte trasera de la isla. Mientras caminaban, Kendra vio que en realidad el agua que bajaba desde la cima de la isla trazaba tres riachuelos diferentes. El fino hilo de agua del lado más alejado de la isla se remansaba formando una charca en mitad de la pendiente de atrás. Junto a la charca se veía una figurilla diminuta de un hada, al lado de un cuenco de bronce tallado con delicadas filigranas.

Kendra quiso ir hacia ese charco, pero entonces se detuvo para mirar a Bracken, que se había parado un poco más abajo. Él la miró a los ojos.

—Hace mucho que no hablo con la reina de las hadas. —Apretó la mandíbula; le temblaban las manos y le brillaban los ojos. ¿Estaba nervioso?

—Estoy segura de que se alegrará de vernos —le animó Kendra—. Todo esto me da muy buenas sensaciones.

—Por supuesto —dijo él, avanzando al frente con la cabeza bien alta.

Se arrodillaron los dos juntos delante de la figurita del hada. El agua de la charca al lado de la figurita no resplandecía, pero a Kendra le llamó la atención su anormal cualidad reflectante. Una brisa alteró la quietud del aire y la chica percibió una mezcla de olores, a fruta cítrica, arena, salvia, jazmín y madreselva.

Bracken habló el primero, en alta voz, pero también, al parecer, con la mente.

—Saludos, majestad. Soy yo, Bracken, el unicornio sin cuerno, conocido también por otros títulos. Me acompaña Kendra Sorenson.

Un sentimiento de alegría pura inundó a Kendra; era evidente que provenía de la reina de las hadas.

«¿Cómo habéis llegado a este santuario?».

Era la primera vez que Kendra percibía un sentimiento de sorpresa en la reina de las hadas.

—Hemos contado con la ayuda de la Esfinge —respondió Bracken—. El demonio Graulas se llevó los objetos mágicos que quedaban, y se halla en proceso de usurpar su autoridad. Pero lo primero es lo primero. ¿Seríais tan amable de decirle a Kendra que puede fiarse de mí?

Un potente sentimiento de amor desgarrador embargó a Kendra de la cabeza a los pies.

«Bracken se cuenta entre los más fieles de mis sirvientes. He echado profundamente de menos su presencia. —El sentimiento de amor se endureció de golpe y se transformó en reprimenda—. Te advertí que no debías viajar a esta reserva».

—Y, como pago por mi desobediencia, me he pasado muchos años encerrado en una mazmorra —respondió Bracken—. Perdonadme, majestad, asumí ese riesgo por vos.

«Deberías volver a casa», le instó la reina de las hadas.

La frase estuvo acompañada de un poderoso sentimiento de añoranza. De pronto, Kendra se sintió como si estuviese escuchando una conversación sumamente privada. Bracken le dirigió una rápida mirada, como si le hubiera leído el pensamiento.

—La necesidad dicta otra cosa —dijo Bracken—. Aún me queda mucho que hacer, majestad. La Sociedad está a punto de verse en condiciones de abrir Zzyzx y en estos momentos la gobiernan directamente unos demonios. Debo oponerme a ellos mientras quede alguna posibilidad de dar al traste con sus intenciones. Tal vez podamos conversar en privado dentro de unos instantes. Pero antes Kendra desea pediros un favor.

—¿Yo? —exclamó la chica, mirando a Bracken, incómoda—. Parece que tú te estás desenvolviendo perfectamente.

—Vamos.

Kendra carraspeó; le daba mucha vergüenza. Nunca nadie había presenciado ninguna conversación suya con la reina de las hadas. Para ponerlo aún más difícil, era evidente que Bracken tenía con ella una relación íntima desde hacía mucho tiempo. ¿No debía ser él quien plantease las peticiones?

—Necesitamos desesperadamente salir de Espejismo Viviente. Warren también está con nosotros.

«Todavía no has transformado a ninguno de mis ástrides. He intentado enviarlos en la misma dirección que tú. Cuando entraste en esta reserva maldita, te perdí el rastro. En estos momentos no hay ningún ástrid cerca. Pero incluso sin mis guerreros, estoy segura de tener una solución para tu dilema. Requerirá algo de tiempo».

—Gracias, majestad —dijo Kendra.

Bracken le guiñó un ojo.

—¿Podrías dejarnos a solas unos minutitos? Hay una serie de asuntos del ámbito de los unicornios de los que me gustaría hablar con ella.

—Claro que sí —respondió la chica, que se puso de pie; se sintió aún más incómoda porque él le hubiese pedido que se marchara.

—Me alegro de que hayas estado presente todo este rato —le aseguró Bracken—. Espero que ahora tengas buenos motivos para confiar en mí. No salgas de la isla. Volveremos juntos.

Sintiéndose un poquito mejor, bajó tranquilamente la pendiente hasta el borde de la radiante agua. No podía evitar preguntarse de qué estarían hablando Bracken y la reina de las hadas. ¿Estaría enfadada porque le habían capturado? ¿Simplemente tenían que ponerse al día? ¿Qué relación existía entre ellos? ¿La reina de las hadas estaba tan obnubilada con él como parecían estarlo las demás hadas? ¿Querría presionarle un poco más para que volviese a su reino? Kendra supuso que si había alguna criatura cuyo sitio fuese un reino inmaculado de pureza, sería un unicornio.

Pero le costaba pensar que Bracken fuese un unicornio. A ella le parecía un ser tremendamente humano. Daba la sensación de ser un amigo superguay, nada más. Kendra miró arriba, a la pendiente, y le observó: él estaba arrodillado al lado de la charca, de espaldas a ella. ¡Qué alivio, saber que podía confiar en él! Tenía razón, saber que la reina de las hadas le daba su beneplácito le permitía dejar de preocuparse sobre la legitimidad de Bracken. Después de tantas traiciones era maravilloso saber que había alguien con quien podía contar.

Pasado un rato, Bracken bajó por la pequeña ladera. Parecía rejuvenecido.

—Qué sonriente estás —dijo Kendra.

—Echaba de menos esa forma de comunicación que la reina de las hadas sabe crear —respondió Bracken—. De mente a mente, de corazón a corazón. Y la echaba de menos a ella. Es un ser muy importante para mí. Desde la caída de su consorte, ha llevado ella sola una carga muy pesada.

—¿Qué clase de ayuda crees que nos mandará? —preguntó Kendra.

—Tengo curiosidad por verlo —contestó él con vaguedad—. Vamos a contarle a Warren que la ayuda ya está de camino.