13
Promesa cumplida
Seth descansaba en su catre con la mirada fija en una trama de grietas que había en el techo, apenas iluminado, mientras escuchaba el goteo constante, preguntándose qué hora sería. Dentro de la mazmorra no salía el sol ni se ponía, y no había modo de mantener calibrado el reloj interior. Bracken, por el contrario, parecía saber de manera innata cuándo era de día y cuándo de noche. Hacía un rato que se habían despedido para irse a acostar. Seth había dormido. Pero poco después se había despertado. Y ahora no tenía ni idea de si era hora de levantarse o de si estaba en plena madrugada.
En la mazmorra no estaba durmiendo bien. Durante días, se había adormilado a ratos sueltos, en algo más parecido a una irregular serie de siestas cortas que a un sueño profundo normal.
En estos momentos, si supiera que había amanecido, se habría levantado, pues se sentía lo bastante despierto. También, probablemente, podría volver a quedarse dormido si lo intentaba. Se planteó la opción de llamar a Bracken con la moneda, pero decidió que debería esperar, en lugar de arriesgarse a despertar al unicornio por una tontería sin importancia.
La puerta de su celda se abrió sin previo aviso. No había oído ninguna pisada ni ningún tintineo de llaves en la cerradura. Cuando se incorporó, la puerta se había cerrado ya dando un portazo.
—En pie —ordenó a través de la mirilla una voz en tono áspero, como un susurro fuerte—. Echa un vistazo.
Seth saltó de la cama y corrió hacia la puerta. Le dio unos empujones, pero no se abrió. Junto a ella, en el suelo, había un saco de arpillera. Seth pegó la cara a la mirilla, para echar un vistazo a un lado y a otro del pasillo lo mejor que pudo. Oscuro y en silencio, el único movimiento que había era el de unas sombras que titilaban bajo la ondulante luz de una antorcha.
Volvió a su catre y sacó la moneda de debajo de una de las patas. Recorrió el filo con un dedo, en el sentido contrario a las manecillas del reloj, y la moneda empezó a brillar. Con ella en la mano, volvió al saco. Casi no pudo creer lo que vieron sus ojos cuando miró dentro y sacó una tetera de cobre con forma de gato y un cilindro estrecho de platino, dividido en varias secciones, con incrustaciones de piedras preciosas. Junto con una nota manuscrita y un cubito de manteca de morsa, ¡la raída saca contenía el Translocalizador y las Arenas de la Santidad!
Tenía que ser una trampa. Aun así, agarró la nota y empezó a leerla a toda prisa:
Coge estos objetos mágicos y escapa inmediatamente de Espejismo Viviente. Gira el centro del Translocalizador y piensa en casa. Ha fracasado un intento de rescatarte, y estos son los únicos objetos mágicos que he conseguido hurtar. No hay mucho tiempo. Vete de inmediato. No te lleves a nadie contigo. Gracias al tiempo que has pasado en la mazmorra, puedes ayudar a encabezar operaciones de rescate más adelante. Todo depende de que te marches inmediatamente con estos objetos mágicos.
Soy el último espía que tienen los Caballeros entre las filas de la Sociedad. Me pondré en contacto contigo en breve. No te demores.
La nota no estaba firmada.
¿Por qué estaba ahí el Translocalizador? Algo tenía que haber salido terriblemente mal. ¿Podría tratarse de una trampa? ¿Qué clase de trampa le garantizaría el acceso a cualquier sitio al que quisiera ir? ¿Qué clase de trampa le pondría en sus manos dos de los objetos mágicos esenciales para que la Sociedad lograse sus objetivos?
Se echó a la boca el taco de manteca de morsa, lo masticó y se lo tragó. A lo mejor los objetos mágicos eran una imitación. Pero ¿qué sentido tendría eso? Desde luego, parecían auténticos.
Releyó la nota y trató de procesar el mensaje. Había habido un intento de rescate, pero había fracasado. ¿Quién habría participado? ¿Trask? ¿Tanu? Quien hubiese sido apresado necesitaría su ayuda. Pero en estos momentos ni siquiera se le ocurría por dónde empezar a buscar.
¿Debía seguir el consejo de la nota de teletransportarse a Fablehaven? ¿Qué pasaba con sus amigos? Apretó el pulgar contra el grifo de la moneda refulgente.
—Bracken —susurró.
«¿Qué hay, Seth?».
La respuesta no se hizo esperar. Dudó de que hubiese estado dormido.
—Tengo nuestro billete para salir de aquí. Alguien acaba de meterme en la celda el Translocalizador.
«¿Lo dices en serio?».
—¿Dónde estás?
«En mi celda».
Seth aún no había visitado la celda del unicornio.
—¿He estado cerca de ella en algún momento?
«No. A mí me tienen muy abajo».
—El Translocalizador venía con una nota. Decía que tenía que escapar inmediatamente. ¿Cuánto tiempo tardarías en llegar a algún sitio de aquí en el que haya estado?
«Por lo menos diez minutos. Es demasiado tiempo. Haz lo que dice la nota. Ha llegado a mis oídos que esta noche ha habido ciertos disturbios por aquí, que han capturado a un grupito de personas. Deberías salir de aquí mientras puedas. Si tienes el Translocalizador, puedes volver a por mí en cualquier momento».
—Ven a mi celda mañana a media noche. Volveré, te lo prometo.
«Llévate la moneda, eso sí. Debería funcionar incluso a grandes distancias. Podemos trazar algún plan».
—Entendido. Nos vemos pronto.
«Buena suerte».
Seth oyó muchas pisadas corriendo pesadamente por el pasillo. ¿Alguna vez había oído correr a los guardianes por la mazmorra? No que él pudiese recordar. Con el corazón desbocado, pasó un dedo por el filo de la moneda, en el sentido contrario a las agujas del reloj, y se la guardó en un bolsillo. Se guardó también la nota. Colocándose la tetera debajo del brazo, agarró con fuerza el Translocalizador.
Si visualizaba Fablehaven y giraba el objeto, estaría en casita. Pero ¿y Maddox? Se imaginó la celda de Maddox y giró el objeto. Por un instante se sintió como si estuviese replegándose sobre sí mismo, como empequeñeciendo hasta quedar convertido en un punto minúsculo. Acto seguido, estaba en la celda de su amigo, pero este no se encontraba allí.
—Mal momento para salir de expedición, Maddox —murmuró mirando el catre vacío. Se consoló pensando que cuando hiciese planes con Bracken, pensaría en la manera de salvar a Maddox y a los demás.
Mientras se disponía a girar de nuevo el Translocalizador para retornar a Fablehaven, reparó en un detalle y se detuvo. Había estado en el despacho de la Esfinge. Sabía exactamente dónde estaba el Óculus y conocía el lugar exacto del compartimento secreto en el que guardaba la Pila de la Inmortalidad. ¿Y si volvía a Fablehaven con todos los objetos mágicos perdidos?
Pensando a toda máquina, trató de sopesar objetivamente los pros y los contras. Si se iba directo a Fablehaven, tendrían tres de los cinco objetos mágicos. Pero en cuanto la Esfinge se enterase de que había escapado, seguramente cambiaría de sitio los objetos mágicos que Seth había visto en su despacho. Si se iba directo al despacho de la Esfinge, podría ganar la guerra de un solo plumazo. Sin el Óculus, la Esfinge se quedaría sin su mayor ventaja. Y sin la Pila de la Inmortalidad, al cabo de una semana estaría muerto.
Por supuesto, si le atrapaban, todo estaría perdido. Pero ¿cómo podían apresarle? Si había alguien en el despacho, se teletransportaría a otro lugar inmediatamente.
Seth pensó en el despacho en el que había mantenido aquella conversación con la Esfinge y giró el Translocalizador. Para su gran alivio, no había nadie en el despacho. Rápidamente observó que el Óculus ya no se encontraba en aquella mesa de despacho tan bonita. Cruzó hasta ella y rápidamente rebuscó por los cajones, pero no encontró el cristal de múltiples biseles. Giró sobre sus talones, arrancó de un tirón un tapiz y movió el pestillo que había visto manipular a la Esfinge, y entonces tiró de la portezuela del armario oculto en la pared. Vacío.
En ese instante, la Esfinge prorrumpió en la habitación. Reconoció a Seth y se detuvo de golpe, mirándole completamente atónito. Como la puerta estaba en la otra punta del despacho, le separaban de ella más de diez metros, dos docenas de cojines y unos cuantos velos vaporosos. La mirada de la Esfinge bajó rápidamente al Translocalizador. Señaló a Seth, con la indignación distorsionándole los rasgos de la cara.
—Suelta eso —bramó—. Seth, no te…
Seth giró el Translocalizador y la Esfinge desapareció. Tras una sensación pasajera de repliegue, el chico se encontró de pie encima del tejado de su colegio. Un día se había subido allí arriba por una bravuconería y después lo había usado como el lugar al que se escapaba cada vez que deseaba estar a solas para pensar. Por alguna razón, fue el primer sitio que se le vino a la mente.
Hacía una noche fresca y apacible. El sol se había puesto un rato antes; en el nuboso horizonte se reflejaban colores intensos y cálidos. Seth se sentó; le temblaban las manos. Nadie podía haber imaginado que recibiría el Translocalizador, y aunque así hubiese sido, nadie habría adivinado que vendría a este lugar. Costaba creerlo, pero, de momento, estaba a salvo.
Nunca había visto a la Esfinge perder esa fachada de control y serenidad. La Esfinge había entrado en el despacho como si notara que había un intruso, pero se quedó impactado al ver que se trataba de Seth. Supuso que tenía sentido. Si acababa de apoderarse del Translocalizador, seguramente había estado por ahí celebrando su triunfo. ¡Debió de quedarse a cuadros al ver a Seth en su despacho con dos de los objetos mágicos!
Había un guijarro en el tejado, cerca de uno de sus pies. Lo cogió y lo lanzó más allá del filo, y oyó el sonido del choque de la piedra en el pavimento. Su siguiente paso debería ser volver a Fablehaven. Aunque Tanu y algunos de ellos habían sido apresados durante la fracasada operación de rescate, seguramente sus abuelos seguían en casa, y Kendra probablemente también.
Una única preocupación le impedía teletransportarse de inmediato a Fablehaven. Pasando un dedo de una punta a otra de la tetera de cobre, reflexionó sobre su compromiso con Graulas. Podía imaginarse perfectamente al viejo demonio apagándose poco a poco, esperando encontrar la manera de reducir el sufrimiento que le causaba su muerte inminente. Seth nunca había presenciado un sufrimiento tan grande. Con el Translocalizador podía presentarse con toda facilidad ante el demonio y curarle, antes de devolver los objetos mágicos a la casa. Por lo que sabía, Graulas podía estar ya muerto, o hallarse en esos precisos momentos al borde mismo de la muerte. Si no le curaba ahora, estaba seguro de que su abuelo le prohibiría hacerlo más adelante.
Le había prometido al demonio que le curaría. Graulas no tenía otra esperanza de recibir ayuda. Puede que hubiese llevado una vida malvada, pero había ayudado a Seth en numerosas ocasiones.
Acarició el Translocalizador. ¿Podía ser una mala decisión? ¿Y si Graulas se volvía contra él? Por supuesto, aún hallándose debilitado, el demonio podía haberlo matado en cualquiera de sus visitas anteriores. Si le curaba, seguramente le estaría más agradecido que nunca. A lo mejor el astuto demonio podía proponerle alguna estrategia para detener a la Esfinge, o bien darle información sobre Nagi Luna. Después de espolvorearle con las Arenas de la Santidad, el demonio seguiría siendo una criatura vieja y moribunda, pero al curarle su enfermedad se mitigaría su dolor y tal vez así Graulas podría ganar algo de tiempo. Además, él tendría a mano el Translocalizador en todo momento. Si todo lo demás fallaba, siempre podría teletransportarse fuera de allí.
Vaciló. Preferiría hacer todo eso con el permiso del abuelo Sorenson, pero estaba seguro de que nunca estaría de acuerdo. Sus abuelos detestaban a los demonios. Y se preocuparían demasiado por su seguridad. Se rascó un brazo. Siempre y cuando actuase antes de volver a casa, no estaría desobedeciendo realmente ninguna imposición expresa. A veces era más fácil ser perdonado que recibir permiso para algo.
Visualizando la cueva en la que vivía Graulas, giró el Translocalizador. El hedor a carne en estado de putrefacción le golpeó como si fuese un auténtico puñetazo. Dando arcadas, se tapó la nariz con una mano. El demonio estaba tendido en el suelo, desmadejado, con moscas zumbándole alrededor de sus llagas purulentas. Su respiración, acompañada de un pitido, era rápida y superficial, como la de un perro al jadear.
Seth se metió el Translocalizador en el bolsillo.
—¿Puedes oírme, Graulas?
Gruñendo, el demonio levantó la cabeza, y sus ojos llenos de pus le bizquearon sin atinar exactamente a fijar la vista donde estaba el chico.
—¿Seth?
—He traído las Arenas de la Santidad —le anunció.
—El dolor… —Graulas gimió por entre sus labios resecos, sin poder acabar la frase.
—Aguarda, he venido a curarte.
Seth se acercó al demonio a zancadas y volcó la tetera por encima del moribundo demonio. Una arena dorada manó del pitorro, chisporroteando y silbando como el agua al caer en una plancha al rojo al entrar en contacto con la carne inflamada. Unas volutas de humo acre ascendieron desde aquella masa patética e inflada.
Desplazándose lentamente al tiempo que balanceaba la tetera en el aire, Seth fue espolvoreando por todo el cuerpo del demonio las reservas ilimitadas de arena mágica, hasta que disminuyeron el humo y el crepitar.
—Oh, no —dijo Graulas, incorporándose hasta quedar sentado.
Seth nunca había oído su tono de voz tan profundo y vibrante. En lugar de piel infectada, tenía los brazos cubiertos de un vello gris. Los pellejos colgantes le habían desaparecido de la cara, para dar paso a una cabeza de carnero que armonizaba perfectamente con sus cuernos curvos. Su cuerpo contrahecho se había vuelto simétrico, y ahora estaba musculoso en vez de flácido. Estiró hacia delante sus gruesos brazos para examinárselos.
—¡Oh, jo, jo, jo! —rio, exultante.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Seth.
Graulas brincó hacia él, le agarró por el hombro con su mano peluda y levantó a Seth del suelo sin el menor esfuerzo. Antes de que el chico pudiera reaccionar, el demonio le arrebató rápidamente el Translocalizador del bolsillo y lo tiró sobre un montón de escombros. Al caer mal, se le escapó la tetera de la mano y el demonio la atrapó. Desde su posición, tumbado boca abajo, el chico alzó la vista hacia la ancha estructura de bestia que se erguía a su lado como una torre alta.
—¿Con toda sinceridad? —bramó Graulas—. Nunca me había sentido mejor en mi vida. —Su voz rejuvenecida contenía una mayor dosis de rugido que antes.
—¿Qué vas a hacer? —gritó Seth. Le sangraban los codos y le dolía la espalda, pues al caer se le había clavado ahí un trozo de madera.
—Muchas cosas, ahora, muchas cosas gracias a ti. —El demonio echó arena de la tetera encima de Seth, y sus lesiones desaparecieron—. Después de todos estos años, contra todo pronóstico, ¡soy libre! Tenía razón. Puede que no esté del todo en su sano juicio, pero ella tenía razón.
—¿Quién?
—Nagi Luna.
Seth tardó unos segundos en encontrar las palabras.
—¿La conoces?
—Ella contactó conmigo usando el Óculus —dijo Graulas—. Aún no ha podido cogerlo entre sus manos, pero sí puede tomar prestado parte de su poder cuando su carcelero lo usa. Eso es algo que sucede con frecuencia. Hace mucho tiempo que Nagi Luna albergaba esperanzas de que sucediese algo como esto, pero solo estuvo segura cuando te conoció.
—¿Qué he hecho? —dijo Seth moviendo solo los labios.
El demonio sonrió de oreja a oreja mejor de lo que podría haberlo hecho un carnero de verdad.
—Sigues sin comprenderlo del todo. Pues claro que no, si no nada de esto habría ocurrido nunca. Seth, esta enfermedad lleva miles de años mermándome. Era lo que poco a poco estaba acabando conmigo. Más que esta cueva, la enfermedad era mi cárcel. Solo las Arenas de la Santidad podían haberme curado. Soy viejo, sí, pero ahora me queda mucho para morirme.
—Y tienes el Translocalizador.
—Ya empiezas a entender. Esta zona se pensó para retenerme mientas me hallara en mi estado debilitado y enfermo. Ahora que estoy en plenitud de mis fuerzas, podría seguramente derribar las barreras que me retienen. Pero gracias a tu considerado tributo, eso ya no será necesario.
Seth gimió, tapándose la cara con las manos.
—¿Por qué soy tan estúpido?
—Pero no del tipo corriente de estupidez —le corrigió el demonio—. Eres demasiado confiado. Demasiado independiente. Un amigo demasiado bueno, incluso para alguien que por naturaleza es enemigo tuyo. Estas cualidades han sido utilizadas en tu contra.
—¿Y ahora qué?
—Me apoderaré del Cronómetro y volveré a Espejismo Viviente. Ya ves, estuve allí una vez, hace siglos. Y al final de sus largos años de maquinaciones, la Esfinge perderá el control de su empresa. Al cabo de poco tiempo los demonios de Zzyzx quedarán en libertad según mis propias condiciones.
Seth seguía desconcertado.
—Espera… ¿La Esfinge no estaba detrás de esta trampa?
—Por supuesto que no. Usa el cerebro. Lo único que tenía que hacer la Esfinge era usar el Translocalizador para ir a por el Cronómetro. ¿Por qué iba a entregártelo a ti y arriesgarse a perderlo? El brujo Mirav dejó los objetos mágicos en tu celda, obedeciendo órdenes estrictas de Nagi Luna. Ella se comunica con él a través del Óculus. Ahora que la estratagema ha dado resultado, me presentaré en Espejismo Viviente en plena posesión de mis fuerzas, liberaré a Nagi Luna y dirigiré esta empresa. ¡Esta noche nos has permitido entrar en la era de la dominación de los demonios!
El chico se encorvó con abatimiento, agarrándose la tela de la camisa con los puños. Deseó poder dejar de existir. ¡Lo había echado todo a perder!
—Te dejaré que sigas adelante con tu vida, Seth.
—¿Para qué molestarse? —se lamentó él.
—Porque yo patrociné tu ascenso a encantador de sombra… y porque me prestaste un gran servicio. Tengo contigo una deuda de gratitud y por eso te dejaré con vida, aunque sé que nunca te pondrás a mis órdenes.
—Seamos sinceros —dijo Seth—, intentaré deteneros.
—Seamos sinceros —replicó Graulas—, por muy ingenioso que seas, no hay nada que puedas hacer. Absolutamente nada. Harías bien en quitártelo de la cabeza.
—Por favor —dijo el chico, luchando por contener lágrimas de desesperación—. Por favor, yo te curé. No castigues a mi familia por eso. No castigues a Fablehaven. Vete libre, haz lo que sea, pero si mi auxilio significó algo para ti, no cojas los objetos mágicos.
—Mi querido niño —dijo Graulas—, no acabas de comprender la naturaleza de los demonios. Tu abuelo sí, y algunos de los que trabajan con él. Casi me sorprende que sigas siendo tan inocente. ¿Me he preocupado alguna vez por mentirte sobre mi naturaleza? No lo creo. Nagi Luna distorsionó la verdad, quizá, para hacerme parecer más digno de lástima, y yo de algún modo me hice más el enfermo de como realmente me sentía, pero nunca te he engañado sobre este particular. Permíteme que te dé una última lección antes de despedirnos. Yo soy lo que vosotros denomináis malvado. De pura y deliberada maldad. Soy agresivamente interesado. La destrucción me produce un gran gozo. A veces hago daño para obtener alguna ganancia, y a veces hago daño por el puro disfrute de causar estragos. Así pues, ¿cogeré los objetos mágicos? Seth, te lo digo sin el menor atisbo de remordimiento: los usaré para inaugurar una era de devastación como el mundo no ha presenciado jamás. Y fíjate bien en lo que te digo: me deleitaré con ello.
A Seth le rechinaron los dientes, mientras trataba de pensar en qué podía hacer. Vio una posible opción.
—Llévame contigo.
—No, no, mi niño. Encantador de sombra o no, soy plenamente consciente de que jamás podrías ser sirviente mío, salvo quizá como parte de alguna engañifa chapucera. Nuestros destinos ya no están ligados. Si volviésemos a encontrarnos, será como enemigos, ahora que todas las deudas del pasado han quedado saldadas. No te aburrirás sin mí, Seth. Aquí tendrás tareas de sobra.
—¿Qué quieres decir?
Graulas, gruñendo, rascó con las garras el techo de tierra de su cueva y algunos trozos de tierra llenos de gusanos se desprendieron.
—Mi intención es presentarle mis respetos a este zoo infame aboliendo el tratado fundacional y dejando tras de mí una cantidad suficiente de destrozos. Al igual que Bahumat, yo nunca di oficialmente mi consentimiento para ser encarcelado aquí. El tratado no tiene ninguna validez para mí. —Graulas olisqueó, entornando tanto los ojos que solo se le veían unas rendijas. Prosiguió hablando en voz muy baja, como para sí—. Liberaré a Bahumat, pero las hadas le enterraron muy hondo y lo precintaron bien. Tendré tiempo de liberarle más adelante. Kurisock ya no está, y Olloch es más tripas que cerebro. No me llevaré conmigo a ninguno de mis hermanos, pero al igual que cualquier demonio respetable que salga de su retiro, dejaré una buena dosis de caos a mi paso.
Graulas sostuvo en alto el Translocalizador. El artilugio parecía diminuto en sus enormes manos.
Seth se agachó para coger una piedra y la lanzó apuntando al objeto mágico. Graulas paró el golpe del pedrusco con el antebrazo. Enseñando los colmillos, el demonio se echó hacia delante y lo atizó con furia con el dorso de una mano. El sopapo mandó al chico volando hasta estamparse contra la pared. Le chasquearon los huesos y aterrizó en el suelo hecho un guiñapo dolorido, con la boca ensangrentada y manchada de tierra.
—No me saques de mis casillas —rugió el demonio. Riendo entre dientes en voz baja, esparció un puñado de arena de la tetera de cobre por encima de Seth—. Las Arenas de la Santidad aportan unas posibilidades nuevas asombrosas al campo de la tortura. Imagínate lo que será partir huesos una vez y otra y otra. ¡Qué alternativas tan atrayentes!
Con los huesos soldados y los cortes cerrados, Seth se incorporó y se quedó sentado en el suelo. Desde allí abajo fulminó al demonio con una mirada de impotencia e ira, sin poder decir ya ni una palabra.
—¿Un último consejo? —le ofreció Graulas—. Sal de aquí corriendo, Seth. Olvídate de esta reserva, que parece un circo absurdo, y huye al rincón más lejano y yermo del planeta. Quédate allí escondido el resto de tu vida. Y reza para que no volvamos a encontrarnos.
Graulas giró el Translocalizador y desapareció.
—¡No! —chilló Seth.
Se puso en pie torpemente y corrió hacia la boca de la cueva. ¡Tenía que avisar a su abuelo! Estaba seguro de que Graulas nunca había estado dentro de la casa principal. El demonio tampoco habría estado en el jardín. No podría teletransportarse directamente adonde estaba el Cronómetro. Antes tendría que vérselas con las barreras mágicas que protegían tanto el jardín como la vivienda.
Al salir de la cueva vio que el sol casi se había puesto del todo y que brillaban ya las primeras estrellas.
—Hugo —gritó Seth, haciendo bocina con las manos—. ¿Me oye alguien? ¡Socorro! ¡Una emergencia! ¡Auxilio!
Nadie le respondió, pero sabía cómo llegar a la casa desde allí; no tenía más que seguir la pista de tierra. Echó a correr. El ejercicio le venía bien, le mantenía ocupado y le hacía creer en la ilusión de estar haciendo algo. Después de su colosal metedura de pata, lo último que deseaba era detenerse a pensar.
Pero le costaba mucho parar la mente y dejar de sentirse culpable.
¿Cómo no lo había visto venir? ¡El abuelo le había advertido una y otra vez de que debía mantenerse alejado de Graulas! Seth había dado por hecho que sus abuelos no comprendían la relación tan única que mantenía con él. El moribundo demonio le había parecido tan débil, y a la vez tan servicial, que Seth había empezado a creer que estaba a salvo de todo peligro. Ahora esa relación había culminado con una traición de pesadilla, tal como habían predicho sus abuelos. Si hubiese acudido directamente a casa con los objetos mágicos, su familia se encontraría en una posición de fuerza en su guerra contra la Esfinge. ¡Ahora estaba pasando justo lo contrario! Se había hecho amigo del mal y se había quemado.
Trató de no imaginar todos los efectos que causaría aquel error garrafal. Intentó no imaginarse a Graulas matando a toda su familia. Procuró evitar las visiones de hordas de demonios arrasando el planeta.
A lo mejor podía evitarlo. A lo mejor podía llegar a la casa antes que Graulas.
Cada vez respiraba con más dificultad, mientras el corazón le palpitaba desbocado; sin embargo, no dejó de mover las piernas rítmicamente en ningún momento. ¿Cuánto le faltaba para llegar a la casa si mantenía ese ritmo? ¿Diez minutos? ¿Más?
A uno de los lados de la pista apareció algo gigantesco abriéndose paso por entre los arbustos. Seth frenó un poco, pues estaba seguro de haber reconocido qué era lo que se le acercaba. Un instante después, Hugo apareció trotando de entre los árboles.
—¡Seth! —bramó el golem, levantando los dos brazos.
—¡Hugo! —exclamó Seth.
El golem cogió al chico en brazos, lo lanzó por los aires hacia arriba hasta una altura alarmante y volvió a cogerle delicadamente.
—¡Seth no apresado!
—¡Eyyyy! —rio Seth—. ¡Yo también me alegro de verte! Hugo, tenemos una emergencia. Graulas anda suelto y se dirige a la casa.
—¿Graulas?
—Fui a verle y me engañó. ¡Hay que darse prisa!
El golem agarró a Seth con un brazo, como acunándolo, y se metió por el bosque dando saltos, para avanzar a campo traviesa. El chico, que jadeaba aún de tanto correr, trató de calmarse. Gracias a que Hugo le había recogido, llegaría mucho más deprisa a la casa. Pero, una vez allí, ¿qué haría? ¿Podría Hugo derrotar a Graulas? Probablemente no. El demonio era más grande y tenía unos poderes desconocidos. ¿Y si el golem podía por lo menos arrebatarle el Translocalizador? Merecería la pena intentarlo. Si el intento fracasaba, tendrían que intentar escapar de alguna manera con el Cronómetro. ¿Adónde podrían ir?
Seth oyó un rugido feroz delante de ellos, a cierta distancia. Unos fogonazos interrumpieron la oscuridad cada vez más negra del anochecer.
—¿Ves eso, Hugo? —preguntó Seth.
—Demonio ataca casa —respondió Hugo, avanzando pesadamente por el bosque.
El golem iba creando un camino entre el exuberante follaje de la primavera, partiendo ramas y apisonando los matojos a su paso. Los minutos parecían horas. Unos resplandores fugaces acompañaron a unos gruñidos salvajes y a unos lejanos sonidos de demolición. Al darse cuenta de que no iba armado, Seth lamentó no llevar encima su kit de emergencia.
Cuando el jardín apareció ante su vista, el granero era ya pasto del fuego. Unas llamas que lo devoraban todo cubrían casi por completo una de las paredes y gran parte de la cubierta. Mugiendo como la sirena de un barco, poniendo los ojos en blanco de puro pánico, la inmensa silueta de Viola, la vaca, salió en estampida por el jardín, de tal manera que sus pezuñas gigantes dejaban en la hierba unas huellas muy profundas. A la espeluznante luz del granero en llamas, Seth pudo ver que la mitad de la vivienda se había derrumbado, aplastada como por obra de algún desastre natural. A Graulas no lo vio, pero podía oír dentro de la casa el estrépito de unos cristales haciéndose añicos y de la madera partiéndose.
—¡A la casa! —gritó Seth.
Hugo echó a correr a través del jardín dando unas zancadas que más parecían saltos. Dentro de la casa se oyó un gran estruendo. El golem subió de un salto en lo que quedaba del porche trasero y entró en la casa en ruinas, cruzando con sus enormes piernas por encima de los restos de las paredes derribadas.
—Coulter —dijo Hugo con su murmullo pedregoso, esta vez matizado de preocupación.
El golem vadeó entre los escombros que cubrían las habitaciones, hasta llegar al vestíbulo, donde encontraron a Coulter apresado bajo una viga. Su cabeza, prácticamente calva, estaba cubierta de polvo. Su pequeña mata de pelo gris estaba manchada de sangre. Murmuraba algo entre dientes, semiinconsciente.
—¡Quítale de encima esa viga! —gritó Seth.
El golem agarró la pesada viga y al levantarla movió los cascotes de alrededor. El chico asió a Coulter por las axilas y lo arrastró para sacarlo de debajo de la viga. El hombre giró bruscamente la cabeza hacia Seth.
—¡Corre! —le urgió débilmente.
—Demonio ido —dijo Hugo.
Coulter se aferró a Seth.
—¿Seth? Lo tiene. Graulas se llevó el Cronómetro. También tenía el Translocalizador. Ha destruido el tratado fundacional. Utilizó un hechizo para llamar a la caja fuerte en la que estaba guardado. La caja corrió hacia él como un perro adiestrado. Destruyó la documentación y deshizo la magia. No pude detenerle. Acabó con las defensas en un abrir y cerrar de ojos.
—Es culpa mía —admitió Seth, abatido—. Estaba cautivo en Espejismo Viviente, cuando alguien me dejó furtivamente en la celda el Translocalizador y las Arenas de la Santidad. Le había prometido a Graulas que le curaría si podía, por lo que al volver aquí pasé antes por su cueva. Nada más curarle, me robó los objetos mágicos sin que me diera tiempo a reaccionar. ¡Fue tan rápido!
Coulter cerró los ojos; tenía un pequeño tic en una mejilla.
—Entiendo. —Cuando volvió a hablar, pareció que se controlaba mejor—. Seth, tienes que escucharme. No tengo mucho tiempo.
—No digas eso —repuso el chico.
—Chis —insistió Coulter—. No soy ningún novato. Tuve en mis tiempos heridas de sobra para saber de qué va esta. Dentro de mí, en lo más profundo, se me han partido algunas cosas. Tengo unos minutos, tal vez unos segundos. Escucha. Mientras Graulas atacaba el granero, yo agarré el Cronómetro. Cuando entró en la casa destrozando las paredes, yo le observaba desde una ventana, tratando de diseñar una estrategia. Al verte a lo lejos con Hugo, en el filo del bosque, usé el Cronómetro.
—¿Cómo lo usaste? —preguntó Seth.
Coulter emitió una tos húmeda.
—Fui a ver a Patton. Le dije que estaban a punto de quitarnos el Cronómetro. Le dije que tú estabas cerca de aquí.
—¡Deberías haber salido corriendo! —dijo Seth.
—Y salí corriendo. La visita a Patton no me llevó nada de tiempo. Pero no llegué ni a la puerta de la casa. No había manera de escapar de lo que estaba pasando. Graulas es demasiado poderoso. Pero escúchame. Como sabíamos que estabas cerca, Patton me prometió que te guiaría de alguna manera. Debajo de la vieja casona hay un pasadizo que comunica con una gruta secreta. En la bodega, debajo de la casona, encontrarás una chimenea en una de las paredes. Entra en ella y pronuncia las palabras: «A todo el mundo le gustan los fanfarrones». Eso te abrirá el camino.
—¿Y después, qué? —preguntó Seth.
Coulter hizo un gesto de dolor y su aliento salió con un silbido de entre sus dientes apretados.
—Esperemos que Patton tenga alguna idea.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Seth con urgencia en la voz—. ¿Dónde está el abuelo?
Coulter negó con la cabeza.
—No están. Si se quedaron sin el Translocalizador, eso implica que fueron capturados todos esta noche en Espejismo Viviente.
—¿Todos? —preguntó Seth sin poder creérselo.
—Stan, Ruth, Kendra, Tanu, Warren…, todos. Yo estaba… cuidando del fuerte. Vanessa está todavía aquí, en la caja silenciosa, abajo. A lo mejor podría ayudarte. Lo dejo a tu criterio. —Coulter boqueó y tosió—. Estoy a punto de irme —gruñó—. Haz todo lo que esté en tu mano.
Unas lágrimas ardientes resbalaron sin control por las mejillas de Seth.
—Lo siento muchísimo, Coulter.
El viejo coleccionista de reliquias le dio unas palmaditas en la mano. Se le despejó la vista unos segundos y clavó la mirada en los ojos del chico. Parecía deseoso de decir algo más, pero las palabras se le resistían.
—No es culpa tuya —balbució finalmente. Agarró con fuerza la muñeca de Seth—. Eres un buen muchacho. Te tendieron una trampa. Fuiste… piadoso. A lo mejor aún podemos vencerlos.
—Lo haré. Te lo prometo, lo haré, de verdad que lo haré.
Coulter echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados. El pecho se le agitó como si tratase de toser, pero solo emitió un leve sonido ahogado. Los párpados le temblaron. Las manos se le tensaron con un espasmo.
Seth alzó la vista hacia Hugo.
—¿Qué hacemos?
Coulter exhaló por última vez y después todo su cuerpo se relajó y se quedó en silencio. Seth comprobó si respiraba acercándose a su boca y trató de encontrarle el pulso en el cuello y en el pecho. No había signos de vida. Tratando de recordar las maniobras básicas de primeros auxilios que conocía, empezó a comprimirle el pecho rítmicamente. A continuación, le cerró la nariz pinzándosela con los dedos y sopló un par de veces en su boca. Repitió el masaje cardíaco y la respiración, pero Coulter siguió inerte.
—Coulter ido —dijo Hugo pesadamente con su peculiar sonido pedregoso.
Seth se apartó del cadáver de su amigo. A pesar de las palabras de consuelo que le había dicho Coulter, no podía evitar tener la convicción de que él había sido el causante de todo aquello. Sin duda, los demonios habían diseñado y habían llevado a cabo aquella estrategia, pero Seth había sido el idiota con el que habían podido hacerlo. Tanto Graulas como Nagi Luna habían sabido que metería la pata, y eso había hecho. Ahora Coulter estaba muerto, Fablehaven había quedado en ruinas y los objetos mágicos habían desaparecido.
El peso del remordimiento amenazó con aplastarle. Gracias a su falta de juicio, la Sociedad del Lucero de la Tarde estaba ahora en posesión de las llaves de la prisión de los demonios.