10
Nagi Luna
La moneda brilló tanto, de pronto, que despertó a Seth. Momentáneamente desorientado, frotándose los ojos de sueño, gateó a ciegas en busca del origen de aquella refulgente luz. Cuando sus dedos se cerraron alrededor de la moneda, el brillo se atenuó y le llegaron a la mente unas palabras.
«¡Ahí estabas! Acaban de alertarme de que la Esfinge está bajando a nuestra sección de la mazmorra. Teniéndolo todo en cuenta, es probable que venga a por ti. No te relajes con él. Mantén alta la guardia. Yo apagaré la moneda».
—Gracias —dijo Seth en un susurro, tratando de enviarle a Bracken la réplica telepáticamente.
«De nada. Y no hace falta que te concentres con tanto ahínco, simplemente deja que tus pensamientos fluyan hacia mí. Después hablaremos».
La moneda se oscureció y la conexión con el pensamiento de Bracken se esfumó. Después de la brillante luminosidad de hacía un instante, la celda parecía negra como la pez. Seth se relamió los labios para intentar quitarse de la boca el sabor de la somnolencia. Poco a poco fue enfocando la vista. La moneda seguía en su mano. Al concluir su encuentro con Bracken se la había regalado. Normalmente no solo actuaba como fuente de luz, sino que además funcionaba como walkie-talkie mágico.
Aún no confiaba plenamente en el supuesto unicornio, pero en el fondo se habría llevado un auténtico chasco si hubiera descubierto que su nuevo amigo era un impostor. Bracken no había intentado sonsacarle información y, según todos los indicios, había estado planificando intensamente un levantamiento junto a Maddox y otros compañeros.
Seth frotó distraídamente la moneda extranjera con el pulgar.
Tenía un tacto agradable, y era un poco más grande y más gruesa que un cuarto de dólar, más bien como una de medio dólar. Acuñada en un metal semejante a la plata, la bruñida moneda presentaba la imagen de un grifo enmarcado en una serie de glifos indescifrables. Si venía la Esfinge, debía esconder la moneda. Fiándose del tanteo de sus manos tanto como del sentido de la vista, Seth levantó el camastro y metió la moneda debajo de una de las patas.
¿Qué querría tratar la Esfinge con él? ¿Habría organizado algún tipo de intercambio de presos? ¿Sería esperar demasiado? ¿Quería la Esfinge interrogarle para sacarle información? ¿Torturarle?
El sonido de unas pisadas que se acercaban incrementó su angustia. A lo mejor la Esfinge tenía otros asuntos que tratar allí abajo. Bracken no podía saber con certeza si la Esfinge venía a por Seth.
Una antorcha cuya llama alumbraba con luz parpadeante apareció en la mirilla de la celda. Se oyó el ruido metálico de una llave en el cerrojo. La puerta se abrió. La Esfinge entró y repasó la celda con la mirada.
—No es el alojamiento más espléndido del mundo —dijo la Esfinge.
—Pero tiene un retrete fabuloso —respondió Seth.
—Al fin y al cabo, eres un prisionero —dijo la Esfinge—. Acompáñame. Hay alguien que desea hablar contigo.
—Hoy no estoy yo muy parlanchín —soltó Seth—. ¿Lo dejamos para otro momento?
—No es un buen día para chistes —repuso la Esfinge—. No lo hagas menos agradable de lo que tiene que ser.
Parecía hablar en serio. Seth decidió que prefería ir por su propio pie a que lo llevaran a rastras hasta donde fuera, así que siguió a la Esfinge fuera de la celda. Iban acompañados por un par de porteadores de antorchas, unos grandullones vestidos con armadura de cuero con tachuelas de hierro. O mucho se equivocaba, o iban hasta los niveles más profundos de la mazmorra.
—¿Adónde vamos? —preguntó Seth.
—Nagi Luna desea conocerte en persona —dijo la Esfinge.
Seth ralentizó la marcha.
—Eso no suena bien.
La Esfinge se encogió de hombros.
—Yo no le encuentro mucho valor al ejercicio, pero ella insistió.
—¿Sigue encerrada en el mismo sitio? —preguntó Seth—. ¿En la celda más profunda?
—Allí ha tenido su residencia desde hace mucho tiempo —contestó la Esfinge.
Llegaron a una puerta de hierro cubierta de mugre. Uno de los porteadores metió una llave. Los goznes gimieron al abrirse.
—¿Bajas aquí con frecuencia? —preguntó Seth.
—Cuando me encuentro en Espejismo Viviente, puedo hablar telepáticamente con Nagi Luna, así que no hay mucha necesidad.
—¿Ella siempre está en tu pensamiento?
—Solo en la medida en que yo lo permito.
Descendieron por una larga escalera y recorrieron un pasillo, doblaron una esquina y cruzaron una formidable puerta de hierro con tres cerrojos. Tras otro tramo de escalera, el pasillo se tornó estrecho y serpenteante. Pasaron por un gran número de complejas intersecciones, con el suelo siempre en pendiente de bajada. Por fin llegaron a una sórdida estancia que tenía una reja en el suelo.
—Dejadnos —dijo la Esfinge a los guardianes, al tiempo que tomaba de uno de ellos la antorcha que le ofrecía. Los dos centinelas estaban pálidos. Uno de ellos temblaba. Los dos hombres se retiraron a toda prisa por el pasillo hasta perderse de vista.
—¿Es aquí? —preguntó Seth.
La Esfinge habló en voz queda y grave.
—Por tu bien, sé cortés y no digas nada más que lo estrictamente necesario. Estás a punto de dirigirte a una criatura ancestral dotada de poderes que escapan a nuestra comprensión. Pese a que llevo siglos tratando con ella, jamás aparezco en su presencia a la ligera.
Seth asintió. No habría necesitado aquel aviso para sentir ya cierta aprehensión. Mientras la Esfinge abría el candado de la reja, el chico hizo esfuerzos por reprimir una mezcla de mareo y nervios.
La Esfinge levantó la pesada reja y desenrolló una escala de cuerda. Empezó a bajar por ella, con la antorcha en una mano. Le costó un poco colocarse bien en la escala, pero en cuanto empezó a bajar, el descenso continuó sin problemas. Cada vez que apoyaba un pie se levantaba una nube de polvo. La fresca habitación olía a moho. Múltiples juegos de esposas oxidadas colgaban de las paredes de rugosa piedra.
La caja silenciosa atrajo la vista de Seth. Aunque parecía más vieja que la de Fablehaven (con la madera sin barnizar ni ornamentar, por lo que se veían todas las vetas y nudos), el armario parecía macizo. En el piso de losas, un círculo de metal, medio tapado por el polvo, creaba un perímetro a su alrededor.
—¿Dónde está? —susurró Seth, barriendo la celda con la mirada.
La Esfinge señaló la caja silenciosa con la cabeza. Una mujer menuda y arrugada apareció por detrás del mueble arrastrando los pies, con un chal de lana sobre los hombros encorvados. No parecía exactamente humana. Su piel, cubierta de manchas, era de color morado y granate. Sus escuálidos lóbulos le colgaban flácidos casi hasta los hombros. Sus manos retorcidas estaban rematadas con unas uñas grises como garras, y sus ojos amarillos tenían una forma extrañamente oblicua.
Nagi Luna se acercó tambaleándose hasta el filo de su confín circular. Solo entonces clavó sus fieros ojos en Seth.
—¿Qué nombre te dan, chico? —preguntó con una voz cascada que era un susurro áspero.
—Seth.
Ella succionó sus labios marchitos contra las encías, lo que produjo un desagradable sonido húmedo.
—¿Te doy miedo?
—Algo así.
Ella sonrió, enseñando unas encías irregulares e inflamadas. Sus ojos se dirigieron rápidamente a la Esfinge.
—Teníamos razón, por supuesto. Es de lo más inusual, esta criatura.
Lanzó una intensa mirada a Seth, arrugando la nariz y torciendo la boca.
«¿Con qué derecho haces de encantador de sombra?».
Aquel grito cargado de veneno le taladró la mente con una fuerza desconcertante.
—Fue un accidente —dijo Seth.
«¡Fue blasfemo! ¡Fue una locura!».
Seth dio un paso atrás. Lamentó no poder bloquear sus horribles gritos telepáticos. Aquellas palabras como gruñidos le impedían pensar con claridad.
«Salta a la vista que ha sido obra de Graulas. Llevas su señal encima. El muy zoquete mostró siempre un desequilibrado interés por los humanos».
—Deja de chillarme —exigió Seth.
«¿O qué?».
—O te tiraré piedras.
Seth oyó que la Esfinge se sobresaltaba y contenía la respiración. Nagi Luna rio socarronamente, con una brillante hebra de saliva conectando el labio superior al inferior. La risotada de loca, salvaje y gutural, reverberó por la enorme habitación.
«Tienes coraje, eso sí he de reconocerlo».
Aquellas palabras seguían siendo desagradables, pero las recibió con menos fuerza. El demonio hizo un gesto hacia la Esfinge.
«Ese de ahí me da asco. Su miedo manifiesto me pone enferma. Ven, aquí los dos somos cautivos, corre hacia mí. Entra en el círculo y nos uniremos contra él».
Seth negó con la cabeza.
«Dame permiso para leerte el pensamiento. Forjaré un vínculo de modo que podamos conversar en privado».
—Ni hablar.
«¿Te negarías a que te ayude?».
Aquellas últimas palabras le llegaron con más fuerza que las demás. El chico se tapó las orejas con las manos, pero no sirvió de nada para amortiguar la retahíla mental. Pareció que las tinieblas se condensaban alrededor de Nagi Luna.
«¡Algunos de los personajes históricos más excelsos se han arrodillado ante mí! ¡He hecho naufragar armadas enteras! ¡He desatado plagas! ¡He derrocado monarquías! ¿Quién eres tú para negarte a mí?».
—Soy un niño que está fuera de tu círculo —dijo Seth, reprimiendo el impulso de agacharse para ponerse a juntar piedras para tirárselas.
La voz que oía mentalmente se tornó amable y poco de fiar.
«Muy bien, tienes tu propia voluntad, eso puedo respetarlo. ¿Cómo está Graulas? Pensé que a estas alturas habría perecido ya».
—Se está muriendo.
«En sus tiempos gloriosos, era bastante poderoso. Qué desperdicio. Luego se volvió patético. Menudo blandengue. Una vergüenza para su progenie, fascinado por una especie inferior, dedicado a estudiar sus estúpidas filosofías. Adoraba a sus mascotas humanas, ¡en ocasiones las favorecía frente a otros demonios! Ese debilucho se merece una muerte miserable, —Nagi Luna lanzó una mirada a la Esfinge—. No quiero que nuestro captor se entere de lo que estamos hablando. Ahora no puede oír mis pensamientos. Puedo abrir o cerrar mi mente para él. Respóndeme solo con un sí o un no. Deja a Nagi Luna que hable».
—No entiendo de qué podríamos hablar tú y yo —replicó Seth, observándola con cautela.
«Tal vez no deberíamos conversar. Tal vez debería hablar con nuestro captor y contarle una historia de pasadizos y monedas que brillan».
Seth trató de evitar que se le notase la preocupación.
—No.
«Cuando accedo a hablar con un mortal, más le vale a este escucharme. Especialmente si es un desventurado mocoso como tú. Yo convertí a nuestro captor en todo lo que es. Por ti podría hacer mucho más. Tú podrías eclipsarle. Tienes más potencial innato. Dentro de ti hay un gran poder, pero no sabes usarlo. Tú quieres salir de aquí. Igual que yo. Podemos trabajar codo con codo para derrocar a nuestro carcelero».
—¿Y después qué?
«Un mundo sin fronteras ni jaulas. Tú podrías ser el señor de ese mundo. Gobernarlo».
—No me interesa.
«Podrías liberar a tu familia. Protegerlos. Podrías mantener Zzyzx cerrada por siempre jamás».
Seth arrugó el ceño. Miró hacia la Esfinge, quien tenía la vista fija en el suelo y las manos detrás de la espalda.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza. ¿Por qué querrías ayudarme de ese modo?
«¿Crees que me importa un pimiento abrir la prisión? ¡Ja! ¡Eso es lo que sueña nuestro captor! ¿Sabes lo que hay dentro de esa prisión? ¡La competencia! Si yo tuviese mi libertad, ¡sería el demonio más poderoso del mundo! ¿Cómo iba yo a querer echar a perder semejante ventaja?».
—Serías mi peor enemigo —dijo Seth.
«No, no, no. No lo entiendes. Antes de que alguno de nosotros saliese en libertad, yo te formaría. Conforme vayas desarrollando tus poderes, irás viendo que no soy ninguna amenaza. Nos protegeremos recíprocamente, uniremos nuestro destino. Te convertirás en el héroe más importante que haya conocido el mundo».
—Puede usted ahorrárselo, señora. Seré joven, seré, incluso, un estúpido, pero no soy tan estúpido.
«¡Imbécil! ¡Ingrato! —Aquellas palabras mordaces le azotaron la mente, estaban cargadas de rencor—. ¡Hombres cien veces superiores a ti darían lo que fuera a cambio de una oferta como esta! ¡Tú imaginas que cuentas, que tu hermana cuenta, que tu familia y tus amigos cuentan! Sois intrascendentes, y estáis condenados a seguir siéndolo. ¡Vete! ¡Desaparece de mi vista! ¡Llévate todo el petulante orgullo que seas capaz de reunir para negarte a unirte a mí! ¡Has sentenciado a muerte a tu familia…, y al fracaso a vuestra causa!».
Seth mantuvo la compostura. No dijo ni una palabra más. Nagi Luna era peligrosa. No era como una de esas personas a las que uno puede provocar más de la cuenta. La idea de tener a semejante personaje como socia o maestra le llenaba de espanto. No podía soportarla en su mente unos cuantos minutos, y menos aún una vida entera. Por contraste, hacía parecer a Graulas un oso de peluche gigante. Miró a la Esfinge, el cual a su vez observaba impertérrito a la marchita mujer demonio. Ella le sostenía la mirada con una maldad pura. Seth dio por hecho que estaban comunicándose.
El chico intentó imaginarse a sí mismo como un desgraciado esclavo sin opciones en la vida. Bajo semejantes circunstancias, ¿habría aceptado el ofrecimiento de Nagi Luna? Esperaba que no.
—No —dijo la Esfinge en tono tajante. Se volvió hacia Seth—. La entrevista ha terminado.
Nagi Luna agitó su mano frustrada en dirección a la Esfinge, como deseándole buen viaje. Habló entre dientes y farfulló con sonidos guturales, y acabó escupiendo en el suelo. La Esfinge subió por la escala el primero. Seth le siguió.
Una vez arriba, ayudó a la Esfinge a cerrar la reja.
—Quería que la ayudaras a derrocarme, ¿verdad? —le preguntó la Esfinge.
—Me hizo toda clase de ofertas —contestó Seth—. No entiendo cómo es posible que no te haya vuelto loco.
—Nagi Luna es una manipuladora —dijo la Esfinge—. Recurre a toda táctica posible. Lo que más ansiaba era poder tener acceso a tu pensamiento.
—¿Y tú querías que lo consiguiese? —preguntó Seth.
—Si hubieses sido tan tonto de dejarle acceder a tu mente, habría aprovechado la oportunidad.
—Parecía estar furiosa contigo.
—Tiene sus motivos.
—¿Como cuáles?
La Esfinge se cambió la antorcha de mano.
—Quería que te obligase a entrar en su círculo de contención.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Ese no era mi propósito. Ella pensaba que al conocerte podría obtener información útil. Yo estaba dispuesto a darle la oportunidad de estudiarte, pero no de acabar contigo.
—¿Tengo que volver a mi celda?
—Me temo que sí.
Seth no dijo nada más. La Esfinge llegó hasta los porteadores de antorchas, y fueron todos en pelotón hasta su celda otra vez. Uno de los guardianes abrió la pesada puerta y Seth entró.
—Hogar, dulce hogar —dijo el chico, frotándose las manos—. Ha sido divertido, a ver si repetimos.
—No te metas en líos —añadió la Esfinge. Hizo una señal con la cabeza y el guardián cerró la puerta.
El chico se acercó a la mirilla mientras las antorchas se alejaban. Se puso una mano junto a la boca para hacer bocina.
—Eh, no sé quién será el encargado de mantenimiento, pero aquí dentro tenéis un techo que gotea. —No hubo respuesta—. A lo mejor os interesa comunicarlo. —Otra vez sin respuesta—. No estoy seguro de dónde viene el agua. Es como si hubiese una reserva interminable, no para.
Las antorchas se alejaban cada vez más. Al poco rato oyó que se abría una puerta y se cerraba con estrépito. Solo el fulgor indirecto de una antorcha suelta que no alcanzaba a ver alumbraba algo su celda.
Seth se apartó de la puerta.
—Vuelta a la normalidad —murmuró, mientras se daba unas palmadas en los costados. Se sintió solo—. Hola, celda. ¿Cómo estás? ¿Sigues húmeda, fría y horrible? Cuánto lo siento. ¿Yo? He decidido practicar una nueva afición: hablar con mi habitación. Se parece un montón a hablar conmigo mismo, solo que es ligeramente más patético.
Como si estuviese respondiéndole, la pared del fondo de la celda emitió un retumbo. Un instante después Bracken entró por ella, trayendo con él un resplandor blanco.
—¿Me has oído? —preguntó Seth.
—¿Oír el qué?
—¿Hablar conmigo mismo?
—No —dijo Bracken—. Pero no te preocupes, la mayoría de nosotros acabamos charlando a solas de vez en cuando. Forma parte de la diversión. ¿Qué tal te ha ido?
—Me llevó a conocer a Nagi Luna.
—Me estás tomando el pelo.
—Ojalá.
—¿Estás bien?
Seth se encogió de hombros.
—No me han zurrado ni nada parecido. Ella no paraba de gritarme telepáticamente. Sabe hablar como tú, por telepatía. Se comportó como si quisiese que hiciéramos equipo contra la Esfinge. Lo que de verdad deseaba era meterse en mis pensamientos. Espera un momento.
—¿Qué pasa?
—Cuando uso esa moneda, tú puedes leerme el pensamiento, ¿verdad?
—Sí. Principalmente solo las frases que tú me mandas.
Seth fue hasta el camastro y se dejó caer en él. La cama se balanceó y crujió con su peso.
—¿Cómo sé que es verdad? ¿Cómo sé que no estás fisgando en mi cerebro en busca de algún secreto?
—Supongo que no tienes forma de saberlo —respondió Bracken—. No hace falta que lo uses.
—¿Qué manía le ha dado a la gente aquí con leer la mente?
—Tú podías oírla a ella, pero ella no podía leerte el pensamiento a no ser que tú se lo permitieses.
—Como hice contigo.
—Entiendo tu preocupación.
Seth se recostó en el camastro. Se puso las manos detrás de la cabeza.
—Ahora me siento como si estuviese hablando con un psicólogo.
—Háblame de tu niñez —bromeó Bracken.
—He oído espectros y zombis en mi cabeza —dijo Seth—. Pero nunca había hablado telepáticamente con un amigo. Kendra me contaba qué sensación le producía hablar con la reina de las hadas.
—¿Tu hermana? ¿Hablaba con la reina de las hadas? —Parecía profundamente interesado.
—Huy. A lo mejor no debería seguir por ahí. Supongo que ya no es un gran secreto. La Esfinge sabe que Kendra forma parte de la especie de la hadas.
—Querrás decir que la tocaron.
—No, quiero decir que es una de ellas. La Esfinge fue el primero en diagnosticárselo, de hecho. Creo que no debería hablar de estas cosas. Me da que ni Maddox ni los demás han dicho nada.
Bracken le tendió una mano y aupó a Seth para que se pusiera de pie.
—Tanto si la Esfinge sabe lo de tu hermana como si no, tienes razón en que deberías guardarte este tipo de informaciones. Como unicornio que soy, conozco la relevancia que tiene que un humano se vuelva hada. Es una categoría muy poco frecuente, y demuestra que la reina de las hadas confía muchísimo en ella. Nunca ha otorgado confianza fácilmente.
—¿La conoces?
No sabía muy bien por qué, pero Bracken se sintió incómodo.
—Todos los unicornios conocemos a la reina de las hadas. —Tras una breve pausa, sonrió y propinó una palmada a Seth en el brazo—. Ven conmigo, quiero enseñarte una cosa. Pensé que después de tu paréntesis con la Esfinge, podría venirte bien subir esos ánimos.
Seth siguió a Bracken al pasillo. Se dirigieron en la dirección opuesta a la que habían tomado cuando habían ido a ver a Maddox. Bracken llevó a Seth por una puerta secreta, por unas escaleras rudimentarias, por un espacio que tuvieron que cruzar arrastrándose, por una trampilla oculta y por un pasillo angosto. Cerca del final del pasillo, Bracken se detuvo.
—Estoy a punto de enseñarte mi sitio favorito.
—Vale —dijo Seth, mostrándose intrigado.
—Me refiero a mi sitio favorito de toda la mazmorra.
—Ya lo he pillado.
Bracken apretó y, al mismo tiempo, giró dos piedras, y una sección de la pared se abrió con un movimiento basculante sobre un pivote central. Bracken pasó el primero por aquella entrada, apagando su piedra y palpando la pared al avanzar. Accionó un interruptor y se encendieron unas luces cenitales, junto con unas cuantas lámparas y un par de ventiladores de techo.
—Qué alucine —dijo Seth, atónito.
Cinco máquinas de pinball cubrían a lo largo toda una pared. Tres dianas decoraban otra. Una mesa de billar contribuía a llenar la parte central de la habitación, con las bolas alineadas y listas. Cerca había una mesa de pin pon y un futbolín. En un lateral de la estancia había tres sofás de piel colocados alrededor de una televisión de pantalla plana. Una enorme máquina de hacer pesas dominaba la esquina del fondo de la habitación, flanqueada por una cinta de correr y un soporte lleno de pesas sueltas. A un lado de la entrada secreta había una enorme máquina de discos.
Seth se paseó por el lugar hasta llegar al futbolín. Indios contra vaqueros.
—¿Lo reconoces? —preguntó Bracken.
—¿Por qué?
—Porque has ido derecho a él y, simplemente, se te ha notado un poquito.
Seth asintió.
—Creo que jugué con este mismo futbolín contra la Esfinge, cuando nos conocimos…, o con uno igualito a este. Kendra también jugó.
—Esta sala es nuestra mejor prueba de que la Esfinge sabe que aquí abajo nos movemos de un lado para otro a hurtadillas —dijo Bracken—. De hecho, con lo que acabas de decir sobre el futbolín, podemos estar totalmente seguros de ello. El utiliza esta sala para incentivar la buena conducta. Si damos guerra, las cosas desaparecen. A veces la sala se queda vacía. A medida que vamos portándonos bien, van apareciendo cosas. Nunca se ha reconocido de forma abierta que este lugar existe. Bienvenido al centro recreativo de la mazmorra.
—¿Funciona la tele?
—Funciona todo. La tele pilla un montón de canales.
—¿Cómo lo hizo para que llegara electricidad hasta aquí abajo?
—¿Con cables?
—Claro. —Seth se acercó a la máquina de pinball. Pulsó los botones que accionaban las aletas.
—La tecla amarilla es para empezar la partida —le dijo Bracken.
—¿Quién tiene el récord?
—Yo. En todo.
Seth se volvió para mirar de frente a Bracken.
—Pues yo te voy a derrotar.
—Eso me gustaría verlo —contestó el otro, riendo para sí—. Tengo bastante buenos reflejos, y llevo jugando a estos chismes casi cuarenta años.
Seth arrugó el ceño.
—Apuesto a que eres bastante bueno al billar.
—He podido entrenar un poco.
Seth se encogió de hombros.
—No me importaría que alguien me enseñase. Y, desde luego, siempre será mejor eso que quedarme sentado en mi camastro escuchando gotear el agua.
—Conformes.
El chico pasó una mano por la mesa de billar.
—Si iniciamos un motín, todo esto desaparecerá.
Bracken cruzó la sala hasta un soporte de la pared y eligió un taco.
—Esta sala se quedará vacía durante años. Y harán todo lo posible por sellar todos los pasadizos que sean capaces de encontrar.
Seth escogió un taco para él.
—¿Tenemos alguna probabilidad de éxito?
Bracken entizó la punta de su palo.
—Más bien pocas. Pero no estoy dispuesto a dejar que el mundo se acabe sin plantar pelea, solo con tal de poder seguir jugando al pin pon.
—Entonces creo que deberíamos disfrutar de esta sala mientras la tengamos.
Bracken movió el taco con pericia.
—Totalmente de acuerdo. —Se encorvó sobre la mesa y golpeó con fuerza la bola blanca, que salió disparada contra todas las demás.