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Un último deseo
Seth sabía que no debía estar allí. Sus abuelos se enfurecerían si se enteraban. La lúgubre cueva apestaba a rancio más que nunca, como a un banquete nauseabundo de carne y fruta echado a perder. El aire, tan húmedo que casi formaba neblina, le obligaba no solo a percibir el pestilente aroma, sino también a notar ese sabor dulzón a putrefacto. Le daban arcadas cada vez que inhalaba aire.
Graulas estaba tendido de lado. El pecho se le hinchaba y se le volvía a contraer con una respiración trabajosa y entrecortada. Su cara infectada yacía contra el suelo de piedra, aplastada su carne inflamada como si fuese una masa pegajosa. A pesar de que el demonio tenía cerrados los rugosos párpados, cuando Seth se acercó, gruñó y se rebulló. Gruñendo y tosiendo, el corpulento demonio despegó la cara del suelo, de modo que uno de sus cuernos curvos de carnero rascó el piso. El demonio no se levantó del todo, pero se las apañó para apoyarse en un codo. Un ojo se abrió apenas. El otro tenía los párpados pegados por un engrudo espeso.
—Seth —dijo Graulas con su voz ronca, que antes retumbaba atronadora y ahora sonaba débil y cansada.
—He venido —dijo Seth a modo de saludo—. Dijiste que era urgente.
La pesada cabeza se movió apenas en un gesto afirmativo.
—Me… estoy… muriendo —consiguió decir.
Desde que Seth le conocía, el anciano demonio había estado siempre enfermo y moribundo.
—¿Estás peor que otras veces?
El demonio resolló, soltando un pitido, y tosió; de su corpachón amorfo se levantó una polvareda. Escupió un bulto espeso de flema y tomó de nuevo la palabra, su voz convertida en poco más que un susurro:
—Tras… largos años… apagándome…, se acerca… mi última hora.
Seth no estaba seguro de cómo responder. Graulas nunca había pretendido ocultar su espantoso pasado de maldad. Casi todas las personas de bien se alegrarían al enterarse de su desaparición. Pero el demonio le había cogido cariño a Seth. Le habían llamado mucho la atención las insólitas hazañas y éxitos del chico, y entonces le había ayudado a descubrir la manera de detener la plaga de sombra, y después le había brindado aún más ayuda para enseñarle a utilizar sus recién halladas dotes de encantador de sombra. Fueran cuales fueran los crímenes que hubiese cometido Graulas en el pasado, el moribundo demonio siempre había tratado bien a Seth.
—Lo siento —dijo, un poco sorprendido al notar que realmente le daba pena.
El demonio tembló y entonces se le resbaló el codo y cayó con todo su peso contra el suelo. El ojo se cerró.
—El dolor —gimió en voz baja—. Un dolor intensísimo. Los de mi especie… morimos… muy, muy despacio. Creía que… había probado… todas las formas posibles de agonía. Pero ahora penetra en mi interior cada vez más…, se retuerce…, me roe por dentro…, se extiende. En lo más profundo. Implacable. Consumiéndome. Antes de que pueda dominarlo…, va a más el dolor…, hasta alcanzar nuevas cotas de tormento.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó Seth, dudando de si alguno de los medicamentos del botiquín daría algún resultado.
El demonio resopló.
—No creo —jadeó—. Tengo entendido… que partís mañana.
—¿Cómo lo sabías? —Su misión del día siguiente era un secreto, supuestamente.
—No les cuentes nada… sobre ningún plan… a Newel o a Doren.
Seth no había dado detalles a los sátiros. Solo les había contado que estaría una temporadilla fuera de Fablehaven. Llevaba más de tres meses en la reserva, desde que había vuelto de Wyrmroost junto con los demás. En el intervalo, había corrido multitud de aventuras con Newel y Doren, por lo que sentía que les debía una despedida. El abuelo solo les permitía hablar de la misión en su despacho, y con hechizos para evitar que alguien pudiera espiarlos, por lo que Seth no había compartido con ellos ningún dato concreto. Pero tal vez no debía haberles dicho nada de nada a los sátiros.
—No les di ningún detalle —dijo a Graulas.
—No…, pero les oí mencionar vuestra partida… mientras cruzaban el bosque. Aunque yo… no puedo ver el interior de vuestra casa…, deduzco que… vais a por otro objeto mágico. Stan solo pondría… en peligro tu seguridad… por una misión semejante.
—No puedo hablar de ello, de verdad —se disculpó Seth.
Graulas tosió con flemas.
—Los detalles no son relevantes. Pero si yo me he enterado y he deducido…, puede haber llegado a oídos de otros. Aunque no tengo poder… para ver… al otro lado de la reserva…, sí que percibo que hay mucha atención puesta en ella. Poderosas voluntades tratando de espiar, con todas sus fuerzas. Estate alerta.
—Me andaré con cuidado —prometió Seth—. ¿Es por eso por lo que me llamaste? ¿Para avisarme?
Uno de los ojos se abrió apenas una rendija y una débil sonrisa rozó los labios resecos del demonio.
—No por algo tan… altruista. Quiero pedirte un favor.
—¿Qué es?
—Puede que… expire… antes de que vuelvas, lo cual hará inservibles… mis deseos. Después de todo este tiempo… tengo realmente los días contados. Seth…, lo que me atormenta… no es solo mi dolor físico. Me da miedo morir.
—Y a mí.
Graulas hizo un gesto de dolor.
—No lo entiendes. En comparación conmigo…, tienes poco que temer.
Seth arrugó la frente.
—¿Quieres decir porque fuiste malvado?
—Si pudiese esfumarme… y desaparecer, no me importaría morir. Pero no es el caso. Seth, hay otras esferas esperándonos. El lugar que nos aguarda a los de mi especie…, cuando abandonamos esta vida…, no es muy agradable. En parte por eso los demonios nos aferramos a esta vida todo lo que podemos. Después de cómo he vivido… durante cientos de años…, tendré que pagar un alto precio.
—Pero no eres el mismo de antes —dijo Seth—. ¡A mí me has ayudado un montón! Estoy seguro de que eso contará para algo.
Graulas arrugó los morros y tosió de una manera diferente a como había hecho antes. Casi sonó como una risita amarga.
—Me inmiscuí en tus dilemas… desde mi lecho de muerte… para entretenerme. Semejantes fruslerías servirán de poco para compensar siglos de maldad deliberada. Seth, yo no he cambiado. Simplemente carezco de poder. Me he quedado sin fuerzas. Por mucho sufrimiento que esté soportando en estos momentos, temo que el más allá… me tenga reservados suplicios mucho peores.
—Entonces, ¿qué puedo hacer yo? —se extrañó Seth.
—Solo una cosa —gruñó Graulas apretando los dientes. El ojo le bizqueó y se le cerró, y los puños se le apretaron. Seth oyó que le rechinaban los dientes. El demonio soltó aire a espasmos bruscos e irregulares—. Un momento —consiguió decir, temblando. Unas lágrimas pastosas le manaron de los ojos.
Seth se volvió. Era demasiado para su vista. Nunca había imaginado un sufrimiento como aquel. Le dieron ganas de salir pitando de la cueva para no regresar jamás.
—Un momento —repitió Graulas casi sin aliento. Al cabo de unos cuantos gruñidos y gemidos, empezó a respirar más hondo—. Puedes hacer una cosa por mí.
—Dime —dijo Seth.
—Desconozco el propósito de vuestra misión…, pero deberíais recuperar las Arenas de la Santidad… Ese objeto mágico podría aliviar inmensamente mis padecimientos.
—Pero estás muy enfermo. ¿No acabaría contigo?
—Estás pensando en… el cuerno de unicornio. El cuerno purifica… y, sí…, su contacto me aniquilaría. Pero las Arenas sanan. No solo eliminarían mis impurezas, además curarían mis enfermedades y ayudarían a mi organismo a sobrevivir al proceso. Yo fallecería de viejo, igualmente, pero el sufrimiento se reduciría y la curación incluso me proporcionaría un poco más de tiempo. Perdóname, Seth. No te lo pediría… si no estuviese desesperado.
El chico se quedó mirando al penoso despojo en que el cuerpo del demonio se había convertido.
—La Esfinge tiene las Arenas —dijo con delicadeza.
—Lo sé —susurró Graulas—. Solo de pensar que… existe una remota posibilidad… me da algo en lo que ocupar la mente…, aparte de…, de…
—Entiendo —dijo Seth.
—No me queda otra esperanza.
—Claro que vamos a intentar recuperar las Arenas —le tranquilizó Seth—. No te puedo decir si esta misión servirá para eso, pero por supuesto que esperamos recuperar todos los objetos mágicos. Si logramos obtener las Arenas de la Santidad, te traeré el objeto mágico aquí y te sanaré. Te lo prometo. ¿De acuerdo?
Unas lágrimas amarillentas brotaron de los ojos del demonio, que apartó la cara.
—Me parece justo. Tienes… mi agradecimiento…, Seth Sorenson. Adiós.
—¿Hay algo más que pueda…?
—Vete. No puedes hacer nada más. Preferiría que no… me viese nadie… como estoy.
—De acuerdo. Aguanta.
Con la linterna en ristre, Seth salió de la cueva, aliviado por dejar atrás el aire pestilente y húmedo, y aquel tormento descarnado.