Eres hermosa como la piedra,
oh difunta;
oh viva, oh viva, eres dichosa como la nave.
Esta orquesta que agita
mis cuidados como una negligencia,
como un elegante biendecir de buen tono,
ignora el vello de los pubis,
ignora la risa que sale del esternón como una gran batuta
Unas olas de afrecho,
un poco de serrín en los ojos,
o si acaso en las sienes,
o acaso adornado las cabelleras;
unas faldas largas hechas de colas de cocodrilos;
unas lenguas o unas sonrisas hechas con caparazones de cangrejos.
Todo lo que está suficientemente visto
no puede sorprender a nadie.
Las damas aguardan su momento sentadas sobre una lágrima,
disimulando la humedad a fuerza de abanico insistente.
Y los caballeros abandonados de sus traseros
quieren atraer todas las miradas a la fuerza hacia sus bigotes.
Pero el vals ha llegado.
Es una playa sin ondas,
es un entrechocar de conchas, de tacones, de espumas o de dentaduras postizas.
Es todo lo revuelto que arriba.
Pechos exuberantes en bandeja en los brazos,
dulces tartas caídas sobre los hombros llorosos,
una languidez que revierte,
un beso sorprendido en el instante que se hacía «cabello de ángel»,
un dulce «sí» de cristal pintado de verde.
Un polvillo de azúcar sobre las frentes
da una blancura cándida a las palabras limadas,
y las manos se acortan más redondeadas que nunca,
mientras fruncen los vestidos hechos de esparto querido.
Las cabezas son nubes, la música es una larga goma,
las colas de plomo casi vuelan, y el estrépito
se ha convertido en los corazones en oleadas de sangre,
en un licor, si blanco, que sabe a memoria o a cita.
Adiós, adiós, esmeralda, amatista o misterio;
adiós, como una bola enorme ha llegado el instante,
el preciso momento de la desnudez cabeza abajo,
cuando los vellos van a pinchar los labios obscenos que saben.
Es el instante, el momento de decir la palabra que estalla,
el momento en que los vestidos se convertirán en aves,
las ventanas en gritos,
las luces en ¡socorro!
y ese beso que estaba (en el rincón) entre dos bocas
se convertirá en una espina.
que dispensará la muerte diciendo:
Yo os amo.
Allá en el fondo del pozo donde las florecillas,
donde las lindas margaritas no vacilan,
donde no hay viento o perfume de hombre,
donde jamás el mar impone su amenaza,
allí, allí está quedo ese silencio
hecho como un rumor ahogado con un puño.
Si una abeja, si un ave voladora
si ese error que no se espera nunca
se produce,
el frío permanece;
El sueño en vertical hundió la tierra
y ya el aire está libre.
Acaso una voz, una mano ya suelta,
un impulso hacia arriba aspira a luna,
a calma, a tibieza, a ese veneno
de una almohada en la boca que se ahoga.
¡Pero dormir es tan sereno siempre!
Sobre el frío, sobre el hielo, sobre una sombra de mejilla,
sobre una palabra yerta y, más, ya ida,
sobre la misma tierra siempre virgen.
Una tabla en el fondo, oh pozo innúmero,
esa lisura ilustre que comprueba
que una espalda es contacto, es frío seco,
es sueño siempre aunque la frente esté cerrada.
Pueden pasar ya nubes. Nadie sabe.
Ese clamor… ¿Existen las campanas?
Recuerdo que el color blanco o las formas,
recuerdo que los labios, sí, hasta hablaban.
Era el tiempo caliente. —Luz, inmólame—.
Era entonces cuando el relámpago de pronto
quedaba suspendido hecho de hierro.
Tiempo de los suspiros o de adórame,
cuando nunca las aves perdían plumas.
Tiempo de suavidad y permanencia;
Los galopes no daban en el pecho,
no quedaban los cascos, no eran cera.
Las lágrimas rodaban como besos.
Y en el oído el eco era ya sólido.
Así la eternidad era el minuto.
El tiempo sólo una tremenda mano
sobre el cabello largo detenida.
Oh sí, en este hondo silencio o humedades,
bajo las siete capas de cielo azul yo ignoro
la música cuajada en hielo súbito,
la garganta que se derrumba sobre los ojos,
la íntima onda que se anega sobre los labios.
Dormido como una tela
siento crecer la hierba, el verde suave
que inútilmente aguarda ser curvado.
Una mano de acero sobre el césped,
un corazón, un juguete olvidado,
un resorte, una lima, un beso, un vidrio.
Una flor de metal que así impasible
chupa de tierra un silencio o memoria.
Esa mentira o casta.
Aquí, mastines, pronto; paloma, vuela; salta, toro,
toro de luna o miel que no despega.
Aquí, pronto; escapad, escapad; sólo quiero,
sólo quiero los bordes de la lucha.
Oh tú, toro hermosísimo, piel sorprendida,
ciega suavidad como un mar hacia adentro,
quietud, caricia, toro, toro de cien poderes,
frente a un bosque parado de espanto al borde.
Toro o mundo que no,
que no muge. Silencio;
vastedad de esta hora. Cuerno o cielo ostentoso,
toro negro que aguanta caricia, seda, mano.
Ternura delicada sobre una piel de mar,
mar brillante y caliente, anca pujante y dulce,
abandono asombroso del bulto que deshace
sus fuerzas casi cósmicas como leche de estrellas.
Mano inmensa que cubre celeste toro en tierra.
Un alma, un velo o un suspiro,
un rápido paso camino de la luz,
un entrever difuso (luz, espérame),
esa esperanza ahogada por la prisa.
Este ancho mar permite la clara voz nacida,
la desplegada vela verde,
ese batir de espumas a infinito,
a la abierta envergadura de los dos brazos distantes.
Oh horizonte de viento quieto, lejanía.
Sospechas de dos mariposas de virgen
aquí donde las ondas son kilómetros
Una dulce cabeza, una flor de carbón navegan solas.
Solo faltaría una pluma, una pluma compuesta
hecha de dedos ciegos,
de abandonados ya propósitos de anteayer distante.
Así para tocarse, para comprobar la frente o el cuello,
la carencia de sangre,
ese reflejo verde parado por las venas,
mientras cercados por la densa ojera
están hundidos dos besos morados.
La flor en el agua no es un gemido.
No quemada, no ardida, boga callando,
reservando su perfume implacable
para correr como loco por las arterias ausentes.
La embriaguez de entonces, la belleza serena,
la voz naciente,
el mundo que adviene;
abrázame mientras tanto,
que al fin me entere yo cómo sabe una piel que sorprende.
Quién sabe si estas dos manos,
dos montañas de pronto,
podrán acariciar la minúscula pulpa
o ese dientecillo que sólo puede tocarse con la yema.
Si abandono mi mano sobre tu pecho,
oh, no mueras como un suspiro aplastado,
no disimules tu calidad de onda al fin opresa.
Pervive, oh mía, aquí sobre la playa ahora en fin que no vivo,
que puedo tenderme en forma de espuma y bañar unos pies no presentes
para retirarme a mi seno donde extremos navegan.
Anteayer distante.
Un día muy remoto
me encontré con el vidrio nunca visto,
con una mariposa de lengua,
con esa vibración escapada de donde estaba bien sujeta.
Yo había llorado diez siglos
como diez gotas fundidas
y me había sentido con la belleza de lo intranscurrido
contemplando la velocidad del expreso.
Pero comprendí que todo era falso.
Falsa la forma de la vaca que sueña
con ser una linda doncellita incipiente.
Falso lo del falso profesor que ha esperado
al cabo comprender su desnudo.
Falsa hasta la sencilla manera con que las muchachas
cuelgan de noche sus pechos que no están tocados.
Pero me encontré un tiburón en forma de cariño;
no, no: en forma de tiburón amado;
escualo limpio, corazón extensible, ardor o crimen,
deliciosa posesión que consiste en el mar.
Nubes atormentadas al cabo convertidas en mejillas,
tempestades hechas azul sobre el que fatigarse queriéndose,
dulce abrazo viscoso de lo más grande y más negro,
esa forma imperiosa que sabe a resbaladizo infinito.
Así, sin acabarse mudo ese acoplamiento sangriento,
respirando sobre todo una tinta espesa,
los besos son las manchas las extensibles manchas
que no me podrán arrancar las manos más delicadas.
Una boca imponente como una fruta bestial,
como un puñal que de la arena amenaza el amor,
un mordisco que abarcase toda el agua o la noche,
un nombre que resuena como un bramido rodante,
todo lo que musitan unos labios que adoro.
Dime, dime el secreto de tu dulzura esperada,
de esa piel que reserva su verdad como sístole;
duérmete entre mis brazos como una nuez vencida,
como un mínimo ser que olvida sus cataclismos.
Tú eres un punto, sólo una coma o pestaña;
eres el mayor monstruo del océano único,
eres esa montaña que navegando ocupa
el fondo de los mares como un corazón desbordante.
Te penetro callando mientras grito o desgarro,
mientras mis alaridos hacen música o sueño,
porque beso murallas las que nunca tendrán ojos,
y beso esa yema fácil sensible como la pluma.
La verdad, la verdad, la verdad es ésta que digo,
esa inmensa pistola que yace sobre el camino,
ese silencio —el mismo— que finalmente queda
cuando con una escoba primera aparto los senderos.
Te amo, sueño del viento;
confluyes con mis dedos olvidado del norte
en las dulces mañanas del mundo cabeza abajo
cuando es fácil sonreír porque la lluvia es blanda.
En el seno de un río viajar es delicia;
oh peces amigos, decidme el secreto de los ojos abiertos,
de las miradas mías que van a dar en la mar,
sosteniendo las quillas de los barcos lejanos.
Yo os amo, viajadores del mundo, los que dormís sobre el agua,
hombres que van a América en busca de sus vestidos,
los que dejan en la playa su desnudez dolida
y sobre las cubiertas del barco atraen el rayo de la luna.
Caminar esperando es risueño, es hermoso,
la plata y el oro no han cambiado de fondo,
botan sobre las ondas, sobre el lomo escamado
y hacen música o sueño para los pelos más rubios.
Por el fondo de un río mi deseo se marcha
de los pueblos innúmeros que he tenido en las yemas,
esas obscuridades que vestido de negro
he dejado ya lejos dibujadas en espalda.
La esperanza es la tierra, es la mejilla,
es un inmenso párpado donde yo sé que existo.
¿Te acuerdas? Para el mundo he nacido una noche
en que era suma y resta la clave de los sueños.
Peces, árboles, piedras, corazones, medallas,
sobre vuestras concéntricas ondas, sí, detenidas,
yo me muevo y, si giro, me busco, oh centro, oh centro,
camino, viajadores del mundo, del futuro existente
más allá de los mares, en mis pulsos que laten.
Un coro de muñecas,
cartón amable para unos labios míos,
cartón de luna o tierra acariciada,
muñecas como liras
a un viento acero que no, apenas si las toca.
Muchachas con un pecho
donde élitros de bronce,
diente fortuito o sed bajo lo obscuro,
muerde —escarabajo fino,
lentitud goteada por una piel sedeña.
Un coro de muñecas
cantando con los codos,
midiendo dulcemente los extremos,
sentado sobre un niño;
boca, humedad lasciva, casi pólvora,
carne rota en pedazos como herrumbre.
Boca, boca de fango,
amor, flor detenida, viva, abierta,
boca, boca, nenúfar,
sangre amarilla o casta por los aires.
Muchachas, delantales,
carne, madera o liquen,
musgo frío del vientre sosegado
respirando ese beso ambiguo o verde.
Mar, mar dolorido o cárdeno,
flanco de virgen, duda inanimada.
Gigantes de placer que sin cabeza
soles radiantes sienten sobre el hombro.
En volandas,
como si no existiera el avispero,
aquí me tienes con los ojos desnudos,
ignorando las piedras que lastiman,
ignorando la misma suavidad de la muerte.
¿Te acuerdas? He vivido dos siglos, dos minutos,
sobre un pecho latiente,
he visto golondrinas de plomo triste anidadas en ojos
y una mejilla rota por una letra.
La soledad de lo inmenso mientras medía la capacidad de una gota.
Hecho pura memoria,
hecho aliento de pájaro,
he volado sobre los amaneceres espinosos,
sobre lo que no puede tocarse con las manos.
Un gris, un polvo gris parado impediría siempre el beso sobre la tierra,
sobre la única desnudez que yo amo,
y de mi tos caída como una pieza
no se esperaría un latido, sino un adiós yacente.
Lo yacente no sabe.
Se pueden tener brazos abandonados.
Se pueden tener unos oídos pálidos
que no se apliquen a la corteza ya muda.
Se puede aplicar la boca a lo irremediable.
Se puede sollozar sobre el mundo ignorante.
Como una nube silenciosa yo me elevaré de mí mismo.
Escúchame. Soy la avispa imprevista.
Soy esa elevación a lo alto
que como un ojo herido
se va a clavar en el azul indefenso.
Soy esa previsión triste de no ignorar todas las venas,
de saber cuándo cuándo la sangre pasa por el corazón
y cuándo la sonrisa se entreabre estriada.
Todos los aires azules…
No.
Todos los aguijones dulces que salen de las manos,
todo ese afán de cerrar párpados, de echar obscuridad o sueño,
de soplar un olvido sobre las frentes cargadas,
de convertirlo todo en un lienzo sin sonido,
me transforma en la pura brisa de la hora,
en ese rostro azul que no piensa,
en la sonrisa de la piedra,
en el agua que junta los brazos mudamente.
En ese instante último en que todo lo uniforme pronuncia la palabra:
ACABA
Voy a cantar doblando;
canto con todo el cuerpo;
por levantar montañas dominadas,
por sonreír cuando la luna puede.
Soy, dicen, un jardín cultivado,
una masa de sueño no exprimido,
esa esperanza amada por lo próspero,
todo lo que se nombra o sonríe.
Así alejar un brazo como designio,
dejar que vaya lejos como no nuestro,
que compruebe el poniente o el dolor,
esos temores últimos tangibles.
La lontananza es una canción distraída;
mientras yo estoy besándote qué importa
que allí por los finales extinguiéndose
cinco, diez, treinta luces se queden mudas.
Tamborilear unos dedos remotos.
Que esa funesta sombra no acaricie,
que sí compruebe la veracidad de occidente
o la de nuestras carnes ya mortales.
Que yo aquí tenga la frente como un árbol,
que yo mismo me asuste. No, no quiero;
quiero besar como el jilguero pálido,
como la cera en que está convertido.
Quiero un bosque, una luna, quiero todo,
¿me entiendes? Todo, todo, hasta lo horrible,
esos cabellos de saliva extensa.
Pero allí, allí, allí lo remoto,
ese aroma que nace de la masa,
esa flor que hacia abajo busca el cielo
o el rostro contraído en el contacto.
No aquí. Aquí está tendido lo más fácil;
voy a inventar un cuento o una espuma;
aquí están las miradas o las aguas.
Dulces corrientes, fáciles promesas,
un rasguear de pérdidas o añoros,
una alabanza que se escucha y gusta
lo mismo que una cara que se borra.
Yo aspiro a lo blanco o la pared, ¿quién sabe?
Aspiro a mí o a ti o a lo llorado,
aspiro a un eso que se va perdiéndose
como diez dedos, humo o lo ya atónito.
Lejos veo el camino o el desprecio,
ese desdén ceñido por la prisa
que se evade si acaso como pájaro,
como si nada ya valiese el vuelo.
Nardo, jazmín o lúcidos rencores;
Luna mordiente o tálamo escupido;
todo es carbón que duele y que solloza
sobre lo falso vegetal que existe.