Jordan se sentía muy cómodo estando solo en cualquier circunstancia. Cuando se hallaba trabajando, pensando sobre el trabajo o pensando acerca de no trabajar, le gustaba aislarse en la soledad de su ático del Soho.
En esos casos, la vida, el ruido, el movimiento y el color que había en la calle y que podía ver desde su ventana se transformaban en una especie de película que podía mirar o ignorar según su estado de ánimo.
Le gustaba ver todo a través de los cristales, mucho, mucho más de lo que le gustaba tomar parte en la función.
Nueva York lo había salvado, en el sentido literal de la palabra. Le había obligado a sobrevivir, a cambiar, a vivir como un hombre, y no como el hijo o el amigo de alguien, un estudiante más, sino como un hombre que solo podía confiar en sí mismo. Lo había empujado y pinchado con sus dedos impacientes y finos, recordándole todos los días durante el primer año de residencia que no le importaba un bledo si se hundía o nadaba.
Había aprendido a nadar.
Había aprendido a apreciar de la ciudad el ruido, la acción, el empuje de su humanidad.
Le gustaba su egoísmo y su generosidad, y su propensión a asombrar al resto del mundo.
Cuánto más aprendía, observaba y se adaptaba, más se daba cuenta de que en el fondo era un joven pueblerino.
Siempre le estaría agradecido a Nueva York.
Cuando el trabajo lo abrumaba, podía refugiarse en ese mundo. No en el que se agitaba fuera de sus ventanas, sino en el que bullía dentro de su propia cabeza. Entonces no era en absoluto una película, sino tan real como la vida misma, durante el tiempo que estaba escribiendo.
Había aprendido la diferencia entre esos dos mundos, había llegado a apreciar sus sutilezas y territorios de una manera que sabía que nunca hubiera conseguido si no se hubiera despojado de las redes de seguridad del viejo y se hubiera arrojado de cabeza en el nuevo.
La escritura nunca había supuesto una rutina para él, sino que seguía siendo una sorpresa constante. Siempre le sorprendía lo divertida que era, una vez que se comenzaba su camino. Y nunca dejaba de sorprenderse ante su terrible dificultad. Era como mantener un romance intenso y frustrante con una mujer caprichosa, estupenda, y a menudo fatal.
Disfrutaba de cada momento en el que escribía.
Con la escritura había superado lo peor de su pena cuando perdió a su madre. Le había proporcionado una dirección, un propósito, y la motivación suficiente para salir de la ciénaga.
Le había proporcionado alegrías y amarguras, y una gran satisfacción personal. Además, le había dado una seguridad económica que nunca había conocido ni esperado conocer.
Quien diga que el dinero no es importante es porque nunca ha tenido que andar contando las monedas que se pierden entre los cojines del sofá.
En ese momento se encontraba solo, con el eco de las palabras de Dana todavía sonando en el aire. No podía disfrutar de su soledad ni podía refugiarse en ella, ni en su trabajo.
Un hombre nunca se siente más solo que cuando lo rodea su pasado.
No tenía sentido salir a dar un paseo. Lo conocía demasiada gente que se detendría para hablarle, hacerle preguntas y comentarios. No podía perderse en el valle, como hacía en Nueva York.
Era una de las razones por las cuales se había ido. Y una de las razones por las que había vuelto.
Más bien prefería salir en el coche y alejarse de los ecos que todavía rebotaban en las paredes. «Te amaba». ¡Dios! ¡Dios! ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿No había comprendido las señales o Dana se había mostrado demasiado tímida?
Salió de la casa, se montó en su Thunderbird y encendió el motor. Necesitaba la velocidad, hacer un recorrido largo y veloz a cualquier parte.
Encendió el equipo de música y subió el volumen. No le importaba lo que sonara, siempre que lo hiciera muy fuerte. La guitarra frenética de Clapton viajó con él hasta salir de la ciudad.
Durante todos esos años sabía que le había hecho daño a Dana; pero suponía que era un golpe a su ego, exactamente adonde pensó que había apuntado. Sabía que la había hecho enfadar —Dana lo dejó muy claro—; pero suponía que era una cuestión de orgullo.
Si hubiera sabido que lo amaba, habría encontrado la forma de cortar con más suavidad. ¿O no? ¡Diablos, esperaba que sí! Habían sido amigos. Hasta en los momentos de mayor ardor, habían sido amigos. Nunca heriría deliberadamente a un amigo.
No había sido bueno para ella, en resumidas cuentas. No había sido bueno para nadie en ese momento de su vida. Había sido mejor para Dana que hubieran terminado.
Se dirigió a las montañas y comenzó el abrupto y sinuoso ascenso.
Sin embargo, ella lo había amado. Ahora era muy poco, casi nada, lo que podía hacer al respecto. Tampoco estaba seguro de que pudiera haber hecho algo en su momento. Entonces no estaba preparado para el gran amor. No hubiera sabido definirlo ni tener una opinión al respecto.
¡Diablos! En lo referente a Dana, no había sido capaz de pensar en absoluto. Después de mirarla un día al volver de la universidad, todo lo que había reflexionado antes desapareció bajo el impacto del deseo.
Lo dejó aterrorizado.
Ahora podía sonreír ante aquel recuerdo. Ante la conmoción que sintió cuando constató su reacción y la sobrecogedora culpa que lo invadió cuando se dio cuenta de sus fantasías con la hermana de su mejor amigo.
Se había sentido horrorizado, fascinado, y al final obsesionado por la alta y curvilínea Dana Steele, con su lengua puntiaguda, su risa sonora, su mente inquisitiva y su carácter endiablado.
Todo lo que era Dana lo atraía.
¡Maldición, todavía lo atraía!
Cuando la había visto nuevamente en esta vuelta al valle, cuando le había abierto la puerta de la casa de Flynn y se quedó allí gruñéndole, se había sentido traspasado por el deseo de poseerla.
Igual que había enloquecido al enterarse de que lo odiaba tanto.
Si ambos pudiesen elaborar un método para ser amigos otra vez, para encontrar esa conexión, ese afecto que siempre había existido entre ellos, quizá pudieran conseguir algo más.
No podía definir qué sería ese algo más; pero quería tener a Dana de nuevo formando parte de su vida.
Tampoco había razones para negar que la quería de nuevo en su cama.
Se habían acercado a algo parecido a la amistad yendo de compras. Se habían sentido cómodos el uno con el otro durante un momento, como si los años no hubieran pasado.
Pero, como es natural, ese momento había pasado. Y tan pronto como él y Dana recordaron aquellos años, el acercamiento había girado bruscamente y se había evaporado.
De manera que Jordan decidió que ahora tenía una misión. Tenía que encontrar la manera de ganársela. Amiga o amante, en el orden que les viniera mejor a los dos.
La búsqueda de la llave, entre otras posibilidades, le proporcionaba una oportunidad. Tenía intención de utilizarla.
Cuando se dio cuenta de que había conducido hasta el Risco del Guerrero se detuvo y aparcó en la cuneta.
Recordó haber escalado ese alto muro de piedra con Brad y Flynn cuando eran adolescentes. Habían acampado en el bosque con un paquete de seis botellas que ninguno de los tres tenía edad para beber.
Entonces el Risco estaba deshabitado y era una mansión grande, fantástica y atemorizadora. El lugar perfecto para fascinar a tres chicos que habían ingerido un par de cervezas.
Mientras salía del automóvil recordó que aquella noche había una enorme luna llena sobre un cielo como de cristal negro y suficiente viento como para mover las hojas y hacerlas susurrar.
Ahora podía verlo todo con tanta claridad como entonces. «Quizá más claramente», pensó divertido. Era mayor, estaba absolutamente sobrio y había añadido unos cuantos detalles a la historia.
Le gustaba imaginar la escena con una capa de niebla que se levantaba del suelo y una luna tan redonda y blanca que parecía grabada en el cristal del cielo; estrellas tan puntiagudas como la punta de unos dardos; el ulular suave y evocador de un búho y el sonido de animales nocturnos ocultos por la hierba. En la distancia, con un eco que resonaba a través de la noche, el ladrido de un perro.
Añadió esos detalles cuando utilizó la mansión y esa noche en su primer libro importante.
En cambio, cuando escribió El vigía fantasma hubo un elemento que no había tenido que imaginar. Porque sucedió. Porque lo había visto.
Incluso ahora, que era un hombre de más de treinta años, sin nada de la ingenuidad del chico que fue, lo creía.
La mujer había caminado a lo largo del parapeto bajo la luz fría y blanca de la noche. Entraba y salía de las sombras como un fantasma y su pelo flotaba en el aire, lo mismo que su capa.
Poseía la noche. Jordan lo pensó entonces y lo pensaba ahora. Ella era la noche.
Jordan recordó, mientras caminaba hacia la verja de hierro forjado, que ella lo había mirado, como ahora él miraba la mansión de piedra en lo alto de la colina. No había podido ver su cara, pero se dio cuenta de que la mujer lo miraba directamente a los ojos.
Había sentido su fuerza, su poder, como un golpe que no tenía la intención de herir, sino de despertar.
Su mente había chisporroteado ante la visión y nada —ni la cerveza, ni su juventud, ni siquiera la conmoción— fue capaz de desvanecer su encanto.
Lo había mirado, recordó Jordan de nuevo mientras oteaba el parapeto. Y lo había conocido.
Flynn y Brad no la vieron. Cuando su cerebro volvió a la normalidad y les gritó que miraran, la aparición ya había desaparecido.
Los había asustado, por supuesto. Con gran deleite…, de la manera que lo suelen hacer las apariciones de fantasmas y criaturas fantásticas.
Aunque años más tarde, cuando escribió sobre ella, la describió como un fantasma, supo entonces, como lo sabía ahora, que estaba tan viva como él.
—Seas quien seas —murmuró—, me has ayudado a dejar huella, a distinguirme. Gracias.
Permaneció de pie con las manos en los bolsillos, mirando a través de las rejas. La mansión ya formaba parte de su pasado, y, por extraño que parezca, había pensado hacer que también formara parte de su futuro. Había estado considerando la idea de visitarla para ver si se encontraba disponible algunos días antes de que Flynn lo llamara para preguntarle por el retrato del joven Arturo de Bretaña. Llevado por un impulso, había comprado ese cuadro cinco años antes en la galería en la que trabajaba Malory, aunque entonces no la había conocido a ella. No solo se convirtió en un elemento primordial en la búsqueda de Malory, sino que habían descubierto que Rowena había pintado ese cuadro varios siglos antes, junto al de las Hijas de Cristal y otro que Brad había adquirido por su cuenta.
Nueva York, su presente, le había ayudado a cumplir con sus propósitos. Ya estaba preparado para un cambio; preparado para volver a casa. Flynn se lo había facilitado mucho. Antes de volver, le había dado la oportunidad de probar la temperatura del agua y de sus propios sentimientos. Tan pronto como vio la mole majestuosa de los Apalaches supo, esta vez lo supo enseguida, que quería tenerlos cerca.
¡Sorpresa!, esta vez volvía para quedarse.
Adoraba esas colinas. Su color rojo en el otoño, el verde lustroso en el verano. Quería quedarse y ver cómo se cubrían de blanco, tan tranquilas y solemnes, o florecían en la primavera.
Amaba el valle, con sus calles limpias y sus turistas. La familiaridad de las caras que lo habían conocido desde la infancia, el olor de las barbacoas en los patios traseros y el rumor de los cotilleos locales.
Quería a sus amigos, sentirse cómodo con ellos y disfrutarlos. Una pizza en una caja, una cerveza en el porche, bromas antiguas de las que nadie se reía igual que un viejo amigo de la infancia.
Y todavía quería esa maldita mansión, se confesó Jordan con una sonrisa que nació con lentitud. La quería ahora con la misma fuerza que cuando era un muchacho soñador de dieciséis años con mundos enteros por explorar.
Así es que esperaría el momento propicio —ahora era más cauteloso que a los dieciséis años—. Descubriría lo que Rowena y Pitte pensaban hacer con la casa cuando se mudaran.
A donde fuese que se mudaran.
Quizá la mansión fuera tanto su pasado como su futuro.
Analizó algunas partes de la pista que Rowena le había dado a Dana. Él era parte del pasado de Dana y, le gustara o no, también formaba parte de su presente. Muy probablemente, de una manera u otra, sería parte de su futuro.
Entonces, ¿qué tenían que ver él y el Risco del Guerrero con la búsqueda de la llave?
¿No resultaba increíblemente egocéntrico pensar que él tenía algo que ver en aquel asunto?
«Quizá sí —se dijo—, pero de momento no veo nada de malo en ello».
Con una última mirada a la mansión, se dio la vuelta y se subió al coche. Volvería a casa de Flynn y pasaría algún tiempo reflexionando y sopesando todos los puntos de vista. Luego presentaría sus conclusiones a Dana, aunque ella no le quisiera escuchar.
Brad tenía sus propios planes. Zoe lo dejaba perplejo. Quisquillosa y peleona en algunas ocasiones, y escrupulosamente amable en otras. Golpeaba a su puerta y obtenía acceso a su vida. Podía detectar destellos de humor y dulzura, pero luego recibía un portazo en la cara con una ráfaga de aire frío.
Nunca le había pasado que una mujer sintiera aversión hacia él a primera vista. Le molestaba especialmente que con la primera que le sucedía fuera con aquella por la que sentía una atracción tan enorme.
Durante tres años no había podido sacarse su cara de la cabeza, desde que la había visto por primera vez en Después del hechizo, el cuadro que había comprado, el segundo de las Hijas de Cristal de los que Rowena había pintado.
La cara de Zoe en la diosa que llevaba durmiendo tres mil años en un ataúd de cristal. A pesar de ser ridículo, Brad se había enamorado a primera vista de la mujer del cuadro.
En la realidad, esa mujer era un hueso muy duro de roer. Sin embargo, a los Vane se los conoce por su tenacidad. Y por su voluntad de victoria.
Si Zoe hubiera ido a la tienda a comprar la pintura esa tarde, Brad hubiera cancelado sus compromisos y la hubiera acompañado. Le habría dado la oportunidad de pasar un rato juntos amigablemente y con una finalidad práctica.
Cuando el coche de Zoe se estropeó y él pasaba casualmente por allí, se ofreció a llevarla. También podría pensarse que habrían pasado un rato como amigos y con un objetivo práctico.
Ocurrió al contrario: la mujer se enfadó porque Brad le llevó la contraria explicándole los inconvenientes de intentar arreglar el coche cuando ya estaban vestidos para la cena, por lo que se negó, justificadamente, a revisar el motor.
Se había ofrecido para llamar a un mecánico, ¿no es cierto? Brad se irritó al evocar ese recuerdo. Había estado junto al coche averiado discutiendo con ella durante diez minutos, por lo que los dos llegaron tarde al Risco del Guerrero.
Cuando por fin aceptó, a regañadientes, que la llevara, se quedó todo el tiempo enfurruñada.
Brad estaba absolutamente loco por ella.
«Enfermo —murmuró mientras doblaba la esquina de la calle donde vivía Zoe—. Eres un enfermo, Vane».
La casita de la mujer se asentaba a cierta distancia de la calle, sobre un cuidado terreno cubierto de hierba. Había plantado flores otoñales en la parte más soleada de la izquierda. La misma casa ostentaba un alegre color amarillo con detalles blancos. La bicicleta roja de un muchacho se encontraba en el patio delantero, lo que le recordó que Zoe tenía un hijo al que debería conocer.
Brad detuvo su Mercedes nuevo detrás del viejo coche de Zoe. Se dirigió al maletero y sacó un regalo que esperaba que cambiara las cosas a su favor.
Lo llevó a la puerta de entrada, y entonces se dio cuenta de que continuamente se estaba pasando una mano por el pelo para calmar los nervios.
Las mujeres nunca lo ponían nervioso.
Enfadado consigo mismo, golpeó la puerta.
El chico fue quien le abrió, y por segunda vez en su vida Brad se vio deslumbrado por una cara. Se parecía a su madre: pelo negro, ojos castaños, rasgos bonitos y marcados. El pelo estaba despeinado y los ojos miraban con recelo, pero eso no estropeaba su exótica belleza.
Brad tenía los suficientes primos y sobrinos como para calcular que el chico tendría ocho o nueve años. Pensó que el muchacho con diez años más tendría que espantar a sus compañeras de curso con un palo.
—¿Simon, verdad? —Brad le ofreció una sonrisa que decía que era inofensivo y que se podía confiar en él—. Soy Brad Vane, un amigo de tu madre. O algo así. ¿Está en casa?
—Sí está. —A pesar de que el chico solo le echó un rápido vistazo, Brad tuvo la sensación certera de que lo había estudiado con esmero y rigurosidad, y que no había llegado a un veredicto todavía—. Debes esperar aquí, porque no me permite que deje entrar a nadie si no sé quién es.
—No hay problema.
Le cerró la puerta en la cara. «De tal madre tal hijo», pensó Brad, y luego escuchó el grito del muchacho.
—¡Mamá, hay un tipo en la puerta! Parece un abogado o algo así.
—¡Oh, Dios mío! —musitó Brad, y elevó los ojos al cielo.
Un momento después la puerta volvió a abrirse. La expresión de Zoe mudó desde perpleja a sorprendida y luego a levemente irritada, en tres etapas bien definidas.
—Oh, eres tú. Hum… ¿Qué puedo hacer por ti?
«Para empezar, puedes dejar que te mordisquee el cuello hasta llegar a la parte posterior de la oreja», pensó Brad, pero mantuvo su cordial sonrisa.
—Dana ha estado en la tienda esta tarde y se ha llevado algunos artículos.
—Sí. Lo sé. —Se colgó un trapo de cocina en la cintura de los vaqueros dejando que le cayera por la cadera—. ¿Se ha dejado algo?
—No exactamente, pero he pensado que podríais utilizar esto.
Levantó el regalo, que había apoyado contra la pared de la casa. Inmediatamente tuvo el placer de ver que la mujer parpadeaba sorprendida un instante antes de echarse a reír.
Reía con ganas. Le gustó cómo sonaba su risa y la forma en que bailaba por su cara y sus ojos.
—¿Me has traído una escalera de mano?
—Una herramienta esencial para un proyecto de mejoras en el hogar o el comercio.
—Es verdad. Ya tengo una. —Se dio cuenta enseguida de que sonaba muy descortés, se sonrojó y se apresuró a agregar—: Pero es muy vieja. Seguro que podemos utilizar otra. Te agradezco que lo hayas pensado.
—Nosotros, en Reyes de Casa, apreciamos vuestro trabajo. ¿Dónde quieres que la ponga?
—Oh, bien… —Miró a su alrededor y luego pareció suspirar—. ¿Por qué no la dejas por aquí? Más tarde pensaré dónde ponerla.
Dio un paso atrás y chocó con el niño, que estaba detrás de ella.
—Simon, este es el señor Vane. Es un viejo amigo de Flynn.
—Dijo que era amigo tuyo.
—Pronto lo seré. —Brad dejó la escalera dentro de la casa—. Hola, Simon. ¿Cómo te va?
—Muy bien. ¿Por qué vas con traje si estás repartiendo escaleras?
—Simon…
—Buena pregunta. —Brad ignoró a Zoe y se concentró en el chico—. He tenido un par de reuniones antes. Los trajes intimidan más.
—Es un asco llevarlos. Mamá me hizo ponerme uno para la boda de la tía Joleen el año pasado. Con una corbata. Horrible.
—Gracias por el informe sobre lo que se lleva con el traje. —Zoe enganchó un brazo alrededor del cuello de Simon y le hizo reír.
Luego los dos sonrieron y los ojos de Brad quedaron deslumbrados.
—¿Los deberes?
—Hechos. Tiempo para videojuegos.
—Veinte minutos.
—Cuarenta y cinco.
—Treinta.
—¡Qué amable!
Se soltó y salió corriendo hacia el televisor.
Ahora que sus manos estaban libres del muchacho, Zoe no supo qué hacer con ellas. Puso una sobre la escalera.
—Es una escalera de mano verdaderamente bonita. Las de fibra de vidrio son tan livianas y prácticas para trabajar…
—«Calidad con valor», el lema de Reyes de Casa.
Los sonidos del ambiente de un estadio de béisbol llenaron abruptamente el pequeño salón que se veía detrás de Zoe.
—Es su juego favorito —alcanzó a decir Zoe—. Simon preferiría jugar al béisbol, virtual o en la vida real, antes que respirar. —Se aclaró la garganta y pensó en qué diablos hacer a continuación—. Ah…, ¿puedo traerte algo para beber?
—Sí. Lo que tengas a mano.
—De acuerdo. —¡Maldición!—. En fin, siéntate. Volveré en un minuto.
Mientras se dirigía deprisa a la cocina, se preguntó qué podía hacer con Bradley Vane. En su casa. Como caído del cielo en su salón con sus zapatos caros. Una hora antes de la cena.
Se detuvo y se apretó los ojos con las manos. Estaba bien, estaba perfectamente bien. Brad había hecho algo muy considerado y ella se lo agradecería ofreciéndole algo de beber y dándole unos minutos de conversación.
Nunca sabía lo que se suponía que tenía que decir. No comprendía a los hombres que eran como Brad. La clase de hombres que provenían de un entorno con mucho dinero. Alguien que había hecho cosas y que tenía cosas y había ido a otros lugares para conseguir más cosas.
Y la ponía tan estúpidamente nerviosa y a la defensiva…
¿Le llevaría un vaso de vino? No, no, tenía que conducir, y de todos modos no tenía ningún buen vino. ¿Café? ¿Té?
¡Joder!
Desesperada, abrió la nevera. Tenía zumo, tenía leche.
«Bradley Charles Vane IV, de los realmente ricos e importantes Vane de Pensilvania, bebe un buen vaso de zumo de vaca y luego vete».
Lanzó un suspiro y después sacó una botella de ginger-ale de un armario. Buscó su vaso más bonito, se fijó en que no tuviera manchas y echó hielo. Agregó el ginger-ale con cuidado, llenándolo hasta dejarlo a unos centímetros del borde.
Se colocó la camiseta que llevaba sobre los vaqueros y miró con resignación los gruesos calcetines grises que se había puesto en lugar de zapatos. Confió en no oler al limpiador de metales que había estado usando para sacar brillo a un paragüero que había comprado en un mercadillo.
Trajeada o no, pensó mientras elevaba los hombros, no se dejaría intimidar en su propia casa. Le llevaría la bebida, conversaría cortésmente, era de esperar que durante poco tiempo, y luego lo despediría.
Sin duda alguna Brad tendría cosas más interesantes que hacer que estar sentado en su salita bebiendo ginger-ale y viendo a un chico de nueve años con un videojuego de béisbol.
Llevó el vaso por el pasillo, se detuvo y observó asombrada.
Bradley Charles Vane IV no estaba viendo cómo jugaba Simon. Para su sorpresa, estaba sentado en el suelo, con su lujoso traje, jugando con su hijo.
—Dos strikes, tío. Estás perdido.
Con una risita, Simon meneó su trasero y se preparó para el próximo lanzamiento.
—Sigue soñando, chico. ¿Ves a mi hombre en la tercera base? Le falta un pelo para hacer una carrera.
Zoe avanzó unos pasos, pero ninguno de los dos se dio cuenta, porque la pelota ya había salido zumbando y el bate golpeaba el cuero.
—Lo tienes, lo tienes, lo tienes —dijo Simon en una especie de sonsonete susurrado—, sí, sí, machaca a ese idiota.
—Y el corredor sigue en la pista —dijo Brad—. Mira cómo vuela hacia el plato. Aquí viene lanzado…, se desliza, y…
«¡Carrera!», decretó el arbitro principal.
—¡Oh, sí! —Brad le dio a Simon un leve codazo—. Uno más y te gano.
—No está mal, para un anciano. —Simon rio—. Ahora prepárate para la humillación.
—Perdonad, te he traído un poco de ginger-ale.
—Se terminó el juego. —Brad se volvió y sonrió—. Gracias. ¿Te importa que juguemos otro poco?
—No. Por supuesto que no. —Dejó el vaso sobre una mesita baja y se preguntó qué podía hacer—. Estaré en la cocina. Necesito empezar a preparar la cena.
Los ojos de Brad la miraron con tanta confianza y sinceridad que escuchó, algo horrorizada, como su boca pronunciaba las siguientes palabras:
—Quédate si quieres. Hay pollo.
—Estupendo.
Se dio la vuelta para seguir jugando.
«Toma nota —se dijo Brad—: Olvida las rosas y el champán. Las herramientas para la mejora del hogar son la llave para abrir la cerradura de esta dama en concreto».
Mientras Zoe estaba en la cocina preguntándose cómo diablos convertiría su humilde pollo en algo digno de un paladar más sofisticado, Dana consolaba su ego con una pizza que había comprado ya preparada.
No había pensado decírselo. Nunca. ¿Por qué proporcionarle un dato más para que se riera de ella?
Sin embargo, mientras bajaba la pizza con un trago de cerveza fría, admitió que Jordan no se había burlado. En realidad dio la impresión de que Dana había acertado con un tiro en plena frente.
Tampoco podía decir que pareciera complacido ni engreído al saber que Dana había estado enamorada de él. Realmente pareció conmocionado, y luego triste.
¡Oh, Dios, eso era peor!
Comió la pizza de mal humor. Aunque su libro estaba abierto sobre la mesa, a su lado, no había leído ni una palabra. Se dijo que tendría que arreglar esa situación. No podía permitirse estar obsesionada por Jordan. No solo porque tenía otros asuntos para ocupar su tiempo y sus pensamientos, sino porque no era saludable.
Puesto que era evidente que él iba a quedarse en la ciudad unas cuantas semanas y no había forma de eludirlo, a menos que también evitara a Flynn y a Brad, se verían con cierta asiduidad.
Si aceptaba todo lo que había pasado en el último mes, todo lo que había aprendido, iba a tener que aceptar que algo había hecho volver a Jordan. Formaba parte de todo el proceso.
¡Maldición, Jordan podía ser útil!
Tenía una mente superior, que seleccionaba y archivaba los detalles. Esa habilidad era una de las que lo habían hecho tan buen escritor. Dana odiaba admitirlo. Esperaba que su lengua se secara antes de confesárselo.
Jordan tenía mucho talento. Había elegido su talento antes que a ella, y eso todavía le dolía. Pero si podía ayudarla a encontrar la llave, tendría que olvidar ese dolor. Al menos durante un tiempo.
Siempre podría darle una patada en el culo después.
Más serena, comió otro poco de pizza. Al día siguiente comenzaría de nuevo. Tenía el día entero, la semana entera, el mes entero para hacer lo que sentía que debía hacer. No era necesario poner el despertador ni vestirse para ir a trabajar.
Si quería, podía pasar todo el día en pijama, trabajando en su investigación, esbozando un plan, navegando por la red para obtener datos.
Llamaría a Zoe y a Malory y organizaría otra reunión. Trabajaban bien juntas.
Quizá comenzaran a arreglar la casa que habían comprado. El trabajo físico podía ayudar a su agudeza mental.
La primera llave estaba escondida, es un decir, en esa casa. Malory tuvo que pintar la llave para que existiera antes de poder sacarla del cuadro.
Quizá la segunda, o al menos la pista que llevara a la segunda, estuviera también en la casa.
En todo caso, era un plan. Algo sustancioso con lo que empezar.
Puso la pizza a un lado y se levantó para telefonear a Malory. Cuando concretó un plan para trabajar todo un día pintando la casa, habló con Zoe.
—Hola, soy Dana. Acabo de hablar con Mal. Mañana vamos a comenzar la gran transformación de la casa. A las nueve en punto. Malory votó porque quedáramos a las ocho, pero no hay nada que logre hacerme despertar tan temprano cuando no trabajo a cambio de un salario.
—A las nueve está bien. Dana —su voz se convirtió en un susurro sibilante—, Bradley está aquí.
—Oh, muy bien. Entonces te dejo. Mira…
—No, no. ¿Qué se supone que tengo que hacer con él?
—Vamos, Zoe, no lo sé. ¿Qué quieres hacer con él?
—Nada. —Su voz se elevó un poco antes de volver al susurro—. No sé cómo ha pasado. Está en el salón jugando con Simon, vestido de traje.
—¿Simon tiene un traje? —preguntó Dana con ironía—. Chica, sois muy formales en tu casa.
—No sigas. —Pero se rio un poco—. Él lleva un traje, Bradley. Ha llegado a la puerta con una escalera de mano y antes de que me diera cuenta…
—¿Con una qué? ¿Para qué? ¿Para limpiar tus canalones? Por cierto, no era un eufemismo; pero, ahora que lo pienso, sería muy bueno.
—Me dio la escalera…, la trajo para nosotras —se corrigió rápidamente—. Para pintar, y todo eso. Pensó que nos sería útil.
—Qué considerado. Es un buen tipo.
—¡Ese no es el tema! ¿Qué se supone que puedo hacer con este pollo?
—¿Brad te ha llevado un pollo?
—No. —Se le escapó la risa—. ¿Por qué me iba a traer un pollo?
—Yo me pregunto lo mismo.
—He descongelado unas pechugas de pollo para cenar. ¿Qué puedo hacer con ellas?
—Yo intentaría cocinarlas. Venga, Zoe, relájate. ¡Es Brad! Echa el pollo en una cazuela, prepara algo de arroz y patatas, lo que tengas, añade algo verde y ponlo en un plato. Brad no es nada quisquilloso con la comida.
—No me digas que no es quisquilloso. —Volvió a hablar en un susurro—. En esta casa no se cocina cordón bleu. Ni siquiera sé con exactitud qué significa cordón bleu. Lleva un Audemars Piguet. ¿Piensas que no sé lo que es un Audemars Piguet?
Resultaba fascinante de verdad, pensó Dana, observar cómo su viejo amigo Brad convertía a una mujer sensata como Zoe en una loca de atar.
—De acuerdo, dímelo tú. ¿Qué es un Audemars Piguet? ¿Es realmente sexy?
—Es un reloj. Un reloj que cuesta más que mi casa. O casi. No importa. —Suspiró profundamente—. Me estoy volviendo loca, y es una tontería.
—No te lo discuto.
—Te veré mañana.
Dana sacudió la cabeza y colgó. Ahora había algo más para esperar con impaciencia el día siguiente: oír cómo se las habían arreglado Zoe y Brad en una cena con pollo.
Pero por el momento apagaba el motor. Iba a coger su libro, llevarlo a la bañera y sumergirse en agua caliente y abundante.