3

Las posibilidades de encontrar una llave mágica escondida en uno de los miles de libros de la biblioteca de Pleasant Valley eran mínimas y se requería tiempo e ingenio; pero Dana decidió que valía la pena echar un vistazo.

En todo caso, le gustaba estar entre las estanterías, rodeada de libros. Con la disposición de ánimo adecuada, podía oír las palabras que le murmuraban al oído. Todas esas voces de personajes que vivían en mundos tanto fantásticos como cotidianos. Con la simple acción de coger uno de esos libros de su estante, Dana se podía deslizar dentro de uno de esos mundos y convertirse en alguien que vivía en su interior.

«Llaves mágicas y hechiceros que roban almas», pensó Dana. Tan increíbles como podían parecer, para ella no tenían mayor relevancia que el poder de las palabras escritas en una página.

Pero no se encontraba allí para jugar, se recordó a sí misma mientras comenzaba a ordenar prolijamente las estanterías al mismo tiempo que vigilaba el mostrador de información, que se hallaba a unos pasos. Era un experimento. Quizá pudiera poner su mano sobre un libro y sentir algo: un hormigueo, una sensación de calor. ¿Quién sabe?

Sin embargo, recorrió todos los estantes dedicados a la mitología sin sentir ningún estremecimiento.

Sin desanimarse, se dirigió a la sección de libros sobre civilizaciones antiguas. «El pasado», se dijo. Las Hijas de Cristal habían surgido de la Antigüedad. ¿Y qué no lo había hecho?

Trabajó diligentemente un rato poniendo en su sitio los libros que estaban mal colocados. Sabía que no debía coger el volumen de la Bretaña antigua, pero de repente apareció en sus manos abierto por la sección de los círculos de piedra, y se trasladó a los páramos azotados por el viento a la salida de la luna.

Druidas y salmodias, piras funerarias y el murmullo que constituía la respiración de los dioses.

—Hola, Dana. No sabía que librabas hoy.

Apretando los dientes inconscientemente, Dana trasladó su mirada del libro que tenía en la mano a la cara abiertamente alegre de Sandi.

—No libro. Estoy ordenando los libros.

—¿De verdad? —Los grandes ojos azules la miraron con asombro. Las largas pestañas doradas aletearon—. Me había parecido que estabas leyendo. Pensé que quizá estabas en tu tiempo libre y seguías con tus investigaciones. Últimamente has estado investigando mucho, ¿no es cierto? ¿Terminarás tu doctorado por fin?

Con un movimiento lleno de malhumor, Dana volvió a colocar el libro en su lugar. Se preguntó si no sería divertido coger las grandes tijeras plateadas del cajón de su escritorio y cortar de una vez esa detestable coleta móvil. Estaba dispuesta a apostar que si lo hacía desaparecería esa sonrisa brillante y dentuda de la cara de Sandi.

—Has logrado un ascenso y un aumento de sueldo, así que ¿cuál es tu problema, Sandi?

—¿Mi problema? No tengo ningún problema. Todos sabemos que no se puede leer en horas de trabajo. Así que estoy segura de que solo parecía que estabas leyendo en lugar de ocupar tu puesto en el mostrador.

—Mi trabajo en el mostrador está garantizado. —«Cuando se te ha acabado la paciencia, debes terminar», pensó Dana—. Pasas mucho tiempo preocupándote por lo que hago, acechándome por las estanterías a mi espalda y escuchando a escondidas cuando hablo con un cliente.

La sonrisa alegre de Sandi se convirtió en un gesto de desdén.

—No suelo escuchar a escondidas.

—¡Chorradas! —replicó Dana en un tono tranquilo y agradable que hizo que los ojos de muñeca de Sandi brillaran por el impacto—. Me has estado dando pisotones durante semanas. Has conseguido el ascenso y yo que me recortaran las horas de trabajo; pero no eres mi supervisor ni eres mi jefa. Por tanto, vete a tomar por saco.

Aunque no le resultó tan gratificante como hubiera sido cortarle la coleta, se sintió estupendamente bien al alejarse y dejar a Sandi farfullando.

Se puso detrás del mostrador y atendió a dos clientes con tan buena voluntad y alegría que ambos se fueron radiantes. Cuando contestó al teléfono, pareció que cantaba al decir:

—Biblioteca de Pleasant Valley. Servicio de información. ¿En qué le puedo ayudar? Hola, señor Foy. Llama temprano. ¡Ja, ja, ja! Es una buena pregunta. —Rio mientras anotaba la pregunta de las banalidades del día—. Me llevará un minuto. Lo llamaré.

Fue a buscar el libro adecuado, lo hojeó rápidamente y luego se lo llevó hasta el mostrador para devolver la llamada.

—Lo tengo. —Recorrió la página con el dedo índice—. La golondrina de mar del Ártico migra anualmente y recorre las distancias más largas. Hasta veinte mil millas, ¡guau!, entre el Ártico y el Antártico. Hace que te preguntes qué tiene dentro de su cerebro de ave, ¿verdad? —Movió el auricular cuando percibió que Sandi avanzaba, como una maldita majorette, hacia el mostrador—. No, lo lamento, señor Foy, no ha ganado hoy el conjunto completo de maletas American Tourister. La golondrina de mar del Ártico le saca al Stercorarius de cola larga un par de miles de millas por año. Mejor suerte la próxima vez. Lo llamaré mañana. —Colgó, cruzó las manos y luego levantó las cejas para mirar a Sandi—. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Joan quiere verte. —Elevó la barbilla y su mirada se deslizó por la nariz, pequeña y perfecta—. Inmediatamente.

—Muy bien. —Dana se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja mientras estudiaba a Sandi—. Apuesto a que tenías una sola amiga en el colegio, y era tan repugnante como tú.

Se bajó de la banqueta.

A propósito del colegio, Dana, mientras cruzaba la planta principal y subía las escaleras hacia la administración, pensó que se sentía como si la hubieran mandado a hablar con la directora. Una sensación denigrante en una mujer adulta. Decidió que estaba harta de experimentar lo mismo.

A la puerta del despacho de Joan, Dana respiró hondo y alzó los hombros. Podía sentirse culpable como una niña de seis años, pero no lo iba a parecer.

Golpeó con fuerza con los nudillos en la puerta y después abrió sin esperar respuesta.

—¿Querías verme?

Detrás de su mesa, Joan se reclinó. Su pelo entrecano estaba sujeto en un moño estricto que, por extraño que parezca, le sentaba bien.

Llevaba una chaqueta oscura sobre una blusa blanca abotonada hasta el cuello. La tela estaba muy planchada y apenas se apreciaba un leve abultamiento que indicaba que debajo había pechos.

De una cadena dorada que le rodeaba el cuello colgaban unas gafas de leer sin montura. Dana sabía que usaba unos zapatos de tacón bajo tan resistentes y formales como el peinado.

La joven juzgó que su aspecto era descarnado y soso, idéntico a la imagen tópica que mantenía alejados a los niños de las bibliotecas.

Puesto que la boca de Joan ya formaba un gesto de desaprobación, Dana no esperaba que la entrevista fuera agradable.

—Cierra la puerta, por favor. Dana, parece que sigues teniendo dificultades para adaptarte a las nuevas normas y al protocolo que he establecido.

—Así que Sandi ha venido corriendo a contarte que estaba leyendo un libro, el peor de todos los horrores que se pueden cometer en una biblioteca pública.

—Tu actitud rebelde es solo uno de los problemas con los que tengo que lidiar.

—No voy a defenderme por hojear un momento un libro mientras estaba ordenando las estanterías. Forma parte de mi trabajo estar informada sobre los libros que hay para no limitarme a señalar a los clientes una zona y desearles buena suerte. Cumplo con mi tarea, Joan, y las evaluaciones que realizó el anterior director sobre mi trabajo nunca resultaron menos que sobresalientes.

—Yo no soy el anterior director.

—Tienes toda la razón. En menos de seis semanas desde que te has hecho cargo, has recortado mis horas de trabajo y las de dos antiguas empleadas, lo que ha significado que nuestro sueldo se ha reducido a la mitad. Y tu sobrina ha obtenido un ascenso y un aumento.

—Me han contratado para sacar a esta institución de un deterioro financiero, y es lo que estoy haciendo. No se me exige que te explique mis decisiones administrativas.

—No, no tienes que hacerlo. No te gusto, y tú no me gustas; pero no me tiene que gustar toda la gente para quien trabajo ni toda con la que trabajo. A pesar de ello, puedo cumplir lo mismo con mi tarea.

—Es tu tarea acatar las normas. —Joan abrió una carpeta—. No lo es hacer ni recibir llamadas privadas. Tampoco usar los materiales de la biblioteca para propósitos personales. Ni pasar veinte minutos cotilleando con un cliente mientras descuidas tus deberes.

—Espera —la rabia contenida subía por su garganta como un géiser—, espera un minuto. ¿A qué se dedica Sandi? ¿A realizar informes diarios sobre mis actividades?

Joan cerró la carpeta.

—Eres una engreída.

—Ahora lo comprendo. No me espía solo a mí. Es tu topo personal, y anda investigando por todos lados buscando infracciones. —Dana pensó que cuando estás harta es mejor terminar de una vez por todas—. Quizá el presupuesto de este lugar tenga sus variaciones, pero la biblioteca siempre ha sido un lugar agradable y familiar. Ahora es solo un rollo administrado por un comandante de la Gestapo y su sabandija personal. Por tanto, te haré un favor a ti y otro a mí: me voy. Tengo derecho a una semana por enfermedad y otra por vacaciones. Las consideraremos el plazo de dos semanas para avisar de que me voy.

—Muy bien. Puedes dejar tu dimisión sobre mi mesa al final de tu jornada.

—¡A la porra! Dimito ahora. —Respiró profundamente—. Soy más lista que tú, y soy más joven, más fuerte y más guapa. Los clientes de siempre me conocen y les caigo bien. La mayoría no te conoce, y el resto no te quiere. Esas son algunas de las razones por las cuales me persigues desde que te hiciste cargo de la biblioteca. Me voy de aquí, Joan, pero lo hago por mi voluntad. Apuesto a que no tardando mucho te irás tú también, solo que a ti te echarán los de la junta.

—Si esperas que dé referencias…

Dana se detuvo en la puerta.

—Joan, Joan, ¿quieres terminar nuestra relación con lo que te diga de por dónde te puedes meter tus referencias?

Su enfado la condujo directamente escaleras abajo al vestuario, donde cogió su chaqueta y un puñado de objetos personales. No se detuvo a hablar con ninguno de sus compañeros. Si no se iba, si no se iba muy rápido, temía que estallaría en sollozos histéricos o que acabaría dando puñetazos contra la pared.

Cualquiera de las dos opciones fortalecería a Joan.

Salió sin volver la cabeza. Siguió caminando. Se negaba a permitirse pensar que esa era la última vez que caminaría desde el trabajo a casa. No era el final de su vida, solo se trataba de doblar una esquina.

Cuando sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas de ira, buscó sus gafas de sol. No iba a humillarse llorando en la maldita acera.

Pero su respiración era entrecortada cuando llegó a la puerta del piso. Cogió las llaves, entró a trompicones y se sentó en el suelo.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Qué he hecho?

Había quemado sus naves. No tenía empleo. Y pasarían semanas antes de que pudiera inaugurar su librería. ¿Por qué pensaba que podría regentar una librería? Su inteligencia y su amor por los libros no la convertían en comerciante. Nunca había trabajado en el comercio en toda su vida, ¿y de repente iba a dirigir una tienda?

Había creído que estaba preparada para dar ese paso. Ahora, enfrentada a la cruda realidad, Dana se dio cuenta de que no lo estaba en absoluto.

En un ataque de pánico, se levantó de un salto y se precipitó sobre el teléfono.

—¿Zoe? Zoe…, acabo de…, tengo que… ¡Mierda! ¿Puedes encontrarte conmigo en la casa?

—De acuerdo. Dana, ¿qué pasa?

—Acabo de…, he dejado mi trabajo. Creo que tengo un ataque de ansiedad. Necesito… ¿Puedes conseguir las llaves? ¿Puedes localizar a Malory para reunirnos las tres?

—Muy bien, cariño. Respira hondo. Vamos, respira. Toma un poco de aire. Así. Veinte minutos, estaremos allí en veinte minutos.

—Gracias. De acuerdo. Gracias, Zoe.

—Limítate a seguir respirando tranquila. ¿Quieres que pase a buscarte?

—No. —Se enjugó las lágrimas de rabia—. No. Me reuniré con vosotras.

—Veinte minutos —repitió Zoe, y colgó.

Se sentía más calmada, al menos aparentemente, cuando entró en la calle de dos sentidos en la que estaba la bonita casa de madera que había comprado con sus amigas. En cuestión de semanas, firmarían el contrato. Entonces las tres empezarían…, bueno, lo que fuera.

Zoe y Malory ya tenían ideas sobre qué ambiente crear y sobre la elección de colores, pinturas y plantas. Ya se habían reunido y hojeado folletos de pintura para elegir el color del porche y del vestíbulo. Y sabía que Zoe había estado recorriendo mercadillos para conseguir los trastos que milagrosamente convertía en tesoros.

No es que Dana no tuviera ideas. Las tenía. A grandes rasgos, podía imaginar el aspecto que tendría su sección de la planta principal cuando la hubiera transformado en una pequeña librería y cafetería. Confortable y hogareña, quizá con algunas sillas cómodas y unas pocas mesas. Pero no podía ver los detalles. ¿Qué aspecto tendrían las sillas? ¿Qué tipo de mesas conseguiría?

Había al menos una docena de detalles que no había tomado en consideración cuando se entusiasmó con el sueño de poseer su propia librería. Se vio obligada a admitir ante sí misma que también había aspectos que no había tenido en cuenta cuando le dijo a Joan que se fuera a hacer puñetas.

«Arrebatos, orgullo y mal carácter», pensó con un suspiro. Una combinación peligrosa. Ahora tendría que vivir con el resultado de haber sucumbido a ella.

Salió del coche. Su estómago todavía le molestaba, de manera que se lo frotó con una mano mientras observaba la casa.

Era un buen lugar. Resultaba importante recordarlo. Le había gustado desde el primer momento en que había traspasado la puerta con Zoe. Ni siquiera la terrible experiencia que habían sufrido en su interior —por cortesía de su enemigo, Kane— apenas una semana antes, cuando Malory consiguió encontrar su llave mágica, había echado a perder la sensación que le producía aquel lugar.

Nunca había poseído una casa, ni ninguna otra propiedad. Debería concentrarse en esa sensación tan adulta de poseer un tercio de un edificio de verdad, junto con el terreno sobre el cual se levantaba. No temía la responsabilidad; era bueno saberlo. No temía el trabajo, ni mental ni físico.

Sin embargo, se dio cuenta de que temía mucho el fracaso.

Caminó hacia el porche, se sentó en el escalón y se regodeó en sus problemas.

Estaba tan sumergida en ellos que no pudo hacer nada más que quedarse sentada hasta que llegaron Malory y Zoe. Malory salió del coche y giró la cabeza.

—Un día chungo, ¿eh?

—Uno de los peores. Gracias por venir. De verdad.

—Hemos hecho algo más.

Hizo un gesto apuntando a Zoe y a la caja blanca de pastelería que esta llevaba. Asombrada, Dana olfateó.

—¿Chocolate?

—Somos chicas, ¿no es cierto? —Zoe se sentó a su lado, le pasó el brazo por los hombros apretando con fuerza y abrió la caja—. Relámpagos de chocolate. Hay uno para cada una, grande y con mucho relleno.

Esta vez casi se le caen las lágrimas de la emoción.

—Sois las mejores.

—Dale unos bocados, espera el efecto y luego cuéntanos todo.

Malory se sentó al otro lado y les dio servilletas. Dana se consoló con el pastelito de chocolate y nata y contó la historia entre bocado y bocado.

—Quería que me fuera. —Con las cejas fruncidas, se pasó la lengua por la comisura de los labios y lamió un poco de crema bávara—. Entre nosotras hubo una animosidad visceral desde el momento en que nos conocimos. No lo sé, pero como si hubiéramos sido enemigas mortales en una vida pasada. O como si, ¡Dios santo!, hubiéramos estado casadas o algo así. No se trata solo de que maneje la biblioteca como si fuera un campamento militar —lo que ya es malo de por sí—, sino que además iba a por mí, personalmente me refiero. Lo mismo que su perrito faldero: Sandi.

—Sé que es muy triste, Dana. ¡Vaya si lo sé! —Malory acarició el hombro de su amiga con un gesto cariñoso—; pero de todos modos pensabas dimitir dentro de unas semanas.

—Lo sé, lo sé, pero quería irme de buena manera: hacer una pequeña fiesta de despedida con los compañeros y que todo terminara cordialmente. Además es que, a pesar del recorte del salario, ese dinero me venía muy bien. Mejor que muy bien. Podría haberme gastado las pagas extra antes de irme.

—Mandar al diablo a Joan merece perder esas pagas. Es una zorra, y la odiamos —dijo Zoe con espíritu de compañerismo—. Cuando hayamos abierto ConSentidos y esté a plena producción, cuando la librería sea la comidilla del valle, Joan se cocerá en su propio jugo de envidia.

Reflexionando sobre estas palabras, Dana frunció los labios.

—Es una buena idea. Me parece que me había entrado un ataque de pánico. Siempre he trabajado en una biblioteca: en la biblioteca del instituto, en la biblioteca de la universidad y luego en esta. De repente me he dado cuenta de que este trabajo se terminaba y que voy a ser la propietaria de una tienda. —Se secó las manos húmedas en las rodillas—. Ni siquiera sé cómo funciona una caja registradora.

—Te enseñaré —prometió Zoe—. Estamos juntas en esto.

—No quiero estropear nuestro futuro. Tampoco quiero estropear el asunto de la llave. Todo esto se me ha venido encima de repente.

Malory ofreció a Dana el último trozo de su relámpago de chocolate.

—Toma un poco más de chocolate. Luego entraremos y empezaremos a hacer algunos planes en serio.

—Tengo dos horas antes de tener que volver a casa —dijo Zoe—. Cuando nos dio las llaves, le pregunté al agente inmobiliario. Me dijo que podíamos comenzar con los arreglos, si queremos arriesgar tiempo y dinero. Podríamos pintar el porche, bueno, a menos que nos preocupe que no nos salga la compra.

Dana terminó el relámpago de chocolate.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo más animada—. Entremos y miremos los folletos de pinturas.

Después de discutirlo un poco, se pusieron de acuerdo en pintar de color azul océano. Pensaban que el color haría que la casa resaltara entre las otras y le daría un toque de clase.

Ya que estaban de humor, se dirigieron a la cocina para hablar de la decoración y el espacio.

—Nada demasiado rústico —apuntó Zoe mientras tamborileaba con los dedos sobre la cadera—. Queremos que sea cómoda y hogareña, pero también lujosa, ¿verdad? Entonces, que no sea aparatosa y tampoco demasiado simple.

—Como tu elegante y al mismo tiempo rústica cocina. —Afirmando con la cabeza, Malory intentó imaginársela—. Quizá un verde menta para las paredes: es un color agradable y cordial. Los armarios, de blanco crema. Dana, tú serás quien más utilice este cuarto.

—Estoy de acuerdo, seguid. Vosotras sois mejores que yo en estos temas.

—Bien. ¿Y si pintamos de rosa los mostradores? No digo rosado, sino algo más fuerte. Después decoraremos todo con objetos artísticos. Estos tienen que venir de la galería. Luego estableceremos algunas de las pautas sobre las que habló Zoe para organizar su salón de belleza. Los productos de aromaterapia, las velas. Y haremos algo como lo que hizo Dana en la cocina de su piso.

—¿Lo llenaremos de comida basura?

Malory miró a Dana y se rio.

—No, de libros. Vamos a poner una estantería y colocaremos libros, algunas piezas de artesanía de mi galería y algunos productos del salón de belleza —cremas para las manos y jabones con bonitos envoltorios—. Unificará el espacio común.

—Eso está muy bien. —Dana lanzó un suspiro—. Me siento animada otra vez.

—Será estupendo. —Zoe deslizó un brazo por la cintura de Dana—. Podríamos poner esos botes de tés y cafés exóticos sobre el mostrador.

—Quizá podamos poner una mesa —apuntó Dana—. Una de esas mesas pequeñas y redondas, con un par de sillas. Bien. Apuntemos las pinturas que tenemos hasta ahora y veamos si podemos decidirnos por las que faltan. Me acercaré hasta Reyes de Casa y compraré todo.

—Creo que la pintura estará de oferta la semana que viene —comentó Zoe.

—¿Sí? —Los hoyuelos de Dana se acentuaron—. Bueno, por casualidad tengo un contacto en Reyes de Casa. Llamaré a Brad y conseguiré un descuento hoy.

La ayudó tener una meta, un objetivo. Aunque consistiera en conseguir unos litros de pintura.

Dana pensó que si en ese momento la biblioteca y su trabajo eran su pasado, ConSentidos y el local eran su presente. En cuanto al futuro, no tenía ni la menor idea; pero tenía la intención de pensar en ello e intentar encontrar una conexión con el paradero de la llave.

No le resultó difícil que Brad le hiciera un treinta por ciento de descuento. Mientras Dana deambulaba por los amplios salones de Reyes de Casa, reflexionó sobre qué más podría comprar con el visto bueno de su viejo amigo.

Brochas, naturalmente, y rodillos. O quizá pudieran probar esas pistolas para pintar. Examinó una de ellas y se arrodilló para estudiar sus ventajas.

¿Sería difícil de usar? Seguro que les ahorraría tiempo y trabajo, comparado con la antigua manera de pintar con brocha.

—A menos que estés pensando en convertirte en una pintora profesional, creo que es demasiado para ti.

«Jordan Hawke», pensó mientras un músculo de su mentón se contraía. También pensó que ese día no podía ser peor.

—¿Así que Brad ha tenido piedad de ti y te ha dado trabajo? —preguntó sin elevar la vista—. ¿Vas a tener que usar uno de esos uniformes azules con una casita estampada en la pechera de la camisa?

—Estaba en su oficina cuando le has llamado para hacerle la pelota y que te hiciera un descuento. Brad me ha pedido que viniera y te echara una mano, porque está ocupado con una llamada telefónica.

Dana se puso hecha una furia.

—No necesito ayuda para comprar pintura.

—La necesitas si estás considerando seriamente comprar esa pistola para pintar.

—Solo la estaba mirando. —Su boca hizo un mohín cuando señaló el aparato con un dedo—. Además, ¿tú qué sabes de esto?

—Lo suficiente como para saber que si te explico su funcionamiento la comprarás solo para molestarme.

—Me tienta la idea, pero resistiré —contestó.

Jordan se agachó y le colocó una mano bajo el codo para ayudarla a levantarse.

—Parece que por un día ya has tenido demasiado. Me he enterado de que has dejado tu trabajo.

Había solidaridad en sus ojos. Ni engreída ni pegajosa, sino una comprensión tranquila que consolaba.

—¿Qué ocurre? ¿Sandi te pasa información a ti también?

—Lo lamento, pero ese nombre no está en mi lista de amigos. —Acarició distraídamente el brazo de Dana, con un gesto inconsciente que ambos reconocieron al momento. Y los dos dieron un paso atrás—. Aquí se sabe todo, Stretch. Ya sabes cómo son las cosas en el valle.

—Ya. Lo sé. Me sorprende que te acuerdes.

—Recuerdo muchas cosas. Una de ellas es cuánto te gustaba trabajar en la biblioteca.

—No quiero que seas amable conmigo. —Se giró y miró la pistola para pintar—. Me exaspera.

Jordan asintió, porque sabía que la joven soportaría mejor su pena si estaba enfadada u ocupada.

—De acuerdo. ¿Por qué no me permites que te ayude a aprovechar el descuento que has obtenido como amiga del dueño? Siempre me divierte arrancarle los cuartos a Brad. Después me puedes insultar todo lo que quieras. Eso siempre te pone de buen humor.

—Sí, así es. —Frunció un poco las cejas y golpeó la pistola con la punta del zapato—. Este aparato no parece tan imponente.

—Déjame enseñarte otras opciones.

—¿Por qué no estás en casa de Flynn construyendo una historia rancia con personajes acartonados?

—¿Lo ves? Ya te sientes mejor.

—Tengo que admitirlo.

—Aquí tenemos un sistema de pintura con rodillo automático —comenzó a explicarle mientras la llevaba hacia el aparato que Brad le había recomendado—. Es pequeño, fácil de usar y eficiente.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cuando Brad me dijo que te lo mostrara usó esos mismos adjetivos. Personalmente, solo he pintado un cuarto, y fue con brocha, a la antigua. De eso hace… —vaciló un momento—, mucho tiempo.

Dana se acordaba. Había pintado el cuarto de su madre la primera vez que estuvo hospitalizada. Dana le había ayudado: había cuidado los detalles y lo había animado. Pintaron las paredes con un azul suave y cálido para que el dormitorio pareciera fresco y tranquilo.

Menos de tres meses después, su madre murió.

—Le gustó mucho —dijo Dana con suavidad—. Le gustó mucho lo que hiciste por ella.

—Ya. —Como el recuerdo era muy doloroso por diferentes motivos, volvió al tema principal—. Bien, Brad posee una lista de productos y herramientas prácticas que harán más divertido vuestro proyecto de mejoras.

—De acuerdo. Dejémoslo pelado.

Dana tuvo que admitir que la presencia de Jordan añadía diversión e interés a la expedición. Y resultaba fácil, un poco demasiado fácil, recordar que una vez habían sido amigos, que habían sido amantes.

Poseían la cualidad de adaptarse fácilmente, de comprenderse con pocas palabras y expresiones que provenían de toda una vida en común, así como de los dos años de intimidad física que habían compartido.

—¿Este es el color? —Jordan se acarició el mentón mientras miraba la lista de Dana—. ¿Isla? ¿Qué clase de color es el isla?

—Azul verdoso, o algo parecido. —Le pasó la muestra de pintura—. ¿Ves? ¿Qué tiene de malo?

—No he dicho que tuviera nada de malo. Solo que es un color que no me hace pensar en una librería.

—No será solo de una librería, será… ¡Joder! —Levantó la muestra, la bajó. La examinó atentamente, y sin embargo no pudo imaginar el color en las paredes de su local—. Lo ha escogido Malory. Yo prefería este blanco roto, pero ella y Zoe se me han echado encima.

—El blanco siempre queda bien.

Dana suspiró con un silbido.

—Mira, han dicho que yo pensaba como un hombre. Los hombres no eligen el color: temen el color.

—No es así.

—¿De qué color es el salón de tu casa en Nueva York?

Jordan le echó una mirada anodina.

—Eso no tiene nada que ver.

—A mí sí que me lo parece. No sé por qué, pero me lo parece. Elegiré este azul verdoso. Es una pintura, nada más. No es un compromiso de por vida. Malory dijo que eligiera un marrón y un amarillo para los detalles.

—¿Marrón y amarillo? Cariño, quedará muy feo.

—No, el conjunto tiene un color rosado profundo. Una especie de rosa, un rojo pardusco…

—Rosa, rojo pardusco —repitió Jordan con una sonrisa—. Muy descriptivo.

—Cállate. El otro es una especie de crema. —Ojeó las muestras que Zoe y Malory habían marcado—. ¡Ostras, no lo sé! Creo que también temo un poco el color.

—No eres un hombre, eso seguro.

—¡Doy gracias a Dios! Mal quiere este tono, el panal de miel. El de Zoe es el begonia, y no lo entiendo, porque las begonias son rosas o blancas, y este color tiende más al púrpura.

Se tapó con la mano el ojo derecho.

—Creo que todos estos colores me dan dolor de cabeza. De todos modos, Zoe ya ha calculado los metros cuadrados y los litros que necesitamos. ¿Dónde está mi lista?

Jordan se la entregó.

—Brad se preguntaba por qué Zoe no ha venido contigo.

—¿Hum? Ah, tenía que volver a su casa porque ya había llegado Simon. —Estudió la lista, comenzó a hacer cálculos y luego levantó la vista del papel—. ¿Por qué?

—¿Qué?

—¿Por qué se lo preguntaba Brad?

—¿Tú por qué crees?

Miró la lista por encima del hombro de Dana y se sorprendió cuando le dio la vuelta y vio que continuaba por el otro lado.

—¡Dios, necesitarás un camión! Bueno, Brad ha tenido una regresión a sus tiempos del instituto y me ha pedido que te preguntara si Zoe había dicho algo sobre él.

—No, no lo ha hecho, pero puedo pasarle una notita de su parte mañana en el recreo.

—Se lo haré saber.

Cargaron la pintura, los materiales y el equipo. Dana bendijo a Brad cuando tuvo que pagar, porque aun con el descuento el importe de la factura la dejó helada. Cuando se encontró fuera se dio cuenta del verdadero problema.

—¿Cómo diablos voy a meter todo esto en mi coche?

—Espera, llevaremos una parte en el mío.

—¿Por qué no me has avisado de que estaba comprando más de lo que podría llevar?

—Porque lo estabas disfrutando. ¿Dónde quieres dejar todo esto?

—¡Caray! —Confundida, se pasó una mano por el pelo—. No lo había pensado. Me he hecho un lío. —Jordan pensó que había sido todo un placer verla meterse en un problema, y así olvidar que lo odiaba—. No puedo guardar todo esto en mi casa, y no he previsto quedarme con unas llaves para llevarlo al nuevo local. ¿Qué diablos voy a hacer ahora?

—Flynn tiene bastante espacio en su casa.

—Ya. —Suspiró—. Sí, así es. Supongo que esa será la solución. No creo que se enfade, porque Malory movería sus largas pestañas y lo convertiría en un muñeco.

Se repartieron los bultos y los cargaron en los coches. El camino de ida a la casa de Flynn le dio tiempo para preguntarse cómo habían conseguido estar juntos casi una hora sin reñir.

Concluyó que Jordan no se había comportado como un imbécil, lo que era bastante extraño. Se vio obligada a admitir que ella también había estado amable, lo que era doblemente extraño cuando Jordan estaba de por medio.

Quizá, apenas quizá, pudieran lograr coexistir, incluso cooperar en el corto plazo. Todos repetían que Jordan formaba parte de la búsqueda, y si era así lo necesitaba cerca.

Además, tenía una fina inteligencia y una imaginación fluida. Podría usarlas, y él dejaría de ser una molestia. Hasta podría llegar a ser una ventaja.

Cuando llegaron a la casa de Flynn, tuvo que admitir que era una ventaja tener un hombre a su lado dispuesto a hacer de burro de carga con unos cuantos litros de pintura y los demás artículos.

—Al comedor —dijo, resoplando un poco por la carga que llevaba—. Nunca lo utiliza.

—Lo utilizará. —Jordan se abrió camino a través de la casa y se dirigió al comedor—. Malory tiene grandes planes.

—Siempre los tiene. Le hace feliz.

—No lo cuestiono en absoluto. —Volvió para buscar el resto de la pintura—. Lily le hizo unos cuantos agujeros en su ego —añadió, refiriéndose a la antigua novia de Flynn.

—No solo le destruyó el ego. —Dana sacó una bolsa llena de rodillos, pinceles y brillantes recipientes de metal—. Lo hirió. Cuando alguien te deja y huye, duele.

—Es lo mejor que podría haberle pasado.

—Esa no es la cuestión. —Podía sentir el resentimiento, el dolor y la ira que comenzaban a formarse en su vientre. Luchó por ignorarlos, y cargó con más botes—. La cuestión es dolor, traición y pérdida.

Jordan no dijo nada mientras llevaban el resto de los materiales al comedor. Nada hasta que los colocaron, entonces se dio la vuelta para mirarla.

—Yo no te abandoné.

Dana pudo sentir cómo se le erizaban los pelillos de la nuca, y no figuradamente.

—No todas las afirmaciones que hago tienen que ver contigo.

—Tuve que irme —siguió diciendo el joven—. Tú tenías que quedarte. Todavía estabas en el instituto, ¡por el amor de Dios!

—Eso no te detuvo cuando me metiste en tu cama.

—No, es cierto. Nada podría haberme detenido. Tenía hambre de ti, Dana. Había veces en las que pensaba que moriría de inanición si no podía darte un bocado.

Dana dio un paso atrás y lo miró de arriba abajo.

—Parece que has estado comiendo bien estos últimos años.

—Eso no quiere decir que haya dejado de pensar en ti. Significaste algo en mi vida.

—¡Oh, vete a la mierda! —No lo dijo de forma explosiva, sino monótona, lo que le dio más énfasis—. ¿Signifiqué algo para ti? Un maldito par de zapatos podrían significar algo para ti. Yo te amaba.

Si le hubiera asestado un puñetazo en la cara, Jordan no se hubiese sentido tan conmocionado.

—Tú… nunca me lo habías dicho. Nunca me dijiste que me amabas.

—Porque se supone que tú debías decirlo primero. Se supone que es el hombre el primero en decirlo.

—Espera un minuto, ¿es una norma? —El pánico se deslizaba por su garganta como si fuera un ácido—. ¿Dónde está escrita?

—Simplemente lo es, estúpido, imbécil. Te amaba y hubiera esperado, o me hubiera ido contigo. Pero tú apenas me dijiste: «Escucha, Stretch, estoy apostando fuerte y me voy a Nueva York. Ha sido divertido salir juntos».

—Eso no es cierto, Dana. No fue así.

—Bastante parecido. Nunca nadie me ha hecho tanto daño. Nunca tendrás la posibilidad de herirme otra vez. ¿Sabes qué, Hawke? He hecho un hombre de ti.

Se dio la vuelta y salió.