11

Jordan durmió con un brazo enlazado a la cintura de Dana y una pierna enganchada a las suyas, como si quisiera mantenerla en aquel lugar. A pesar de que no había sido ella quien se había marchado, Jordan esta vez no tenía ninguna seguridad de que le permitiera permanecer junto a ella.

En su cama o en su vida.

Se aferró a ella mientras exploraba sus sueños. A través de la noche iluminada por la luna, con un fuerte calor estival donde todo olía a madurez, verdor y secreto.

Los bosques estaban sumidos en sombras y el vuelo de las luciérnagas los sembraba de resplandores dorados en las negras profundidades. En sus sueños Jordan supo, de alguna forma, que era un hombre en lugar de aquel muchacho que había sido cuando caminaba por las altas hierbas que crecen en el borde de esos bosques. Su corazón latía con… ¿miedo?, ¿anticipación?, ¿conocimiento?, mientras miraba la mansión oscura recortada majestuosamente contra la luna que surcaba el cielo.

Sus amigos no estaban cerca, como había ocurrido en aquella calurosa noche de verano de su pasado. Flynn y Brad no se encontraban allí con sus cervezas y cigarrillos de contrabando, el equipo de acampada o el valor y la imprudencia juveniles que conjuraban tres adolescentes juntos.

Estaba solo y los dos guerreros del Risco cuidaban la puerta que había a su espalda. La casa estaba tan exenta de vida y silenciosa como una tumba.

«No, no está vacía», pensó. Era un error creer que las casas, las casas viejas, estaban vacías. Estaban llenas de recuerdos y del lejano eco de voces. Gotas de llanto, gotas de sangre, el sonido de risas, el filo de los disgustos que habían fluido y refluido entre las paredes a través de los años.

Después de todo, ¿no era eso una especie de vida?

Y sabía que había casas que respiraban. Llevaban en sus maderas y piedras, en sus ladrillos y argamasa, una especie de ego que parecía en gran medida humano.

Había algo, algo que necesitaba recordar acerca de esa mansión, de ese lugar. Esa noche. Algo que sabía pero que por alguna razón no podía ver claro. Aparecía y desaparecía, como una canción recordada a medias. Se burlaba de él, y eso lo molestaba.

Era muy importante, casi vital, que enfocara lo que pasaba por su mente, como si estuviera enfocando la lente de una cámara hasta que la imagen apareciera con nitidez.

En el sueño cerró los ojos y respiraba con lentitud y profundidad mientras intentaba vaciar su mente para que se presentara lo que debía presentarse.

Cuando abrió los ojos, la vio. Estaba caminando a lo largo del parapeto bajo el blanco fulgor de la luna. Estaba tan sola como lo estaba el muchacho. Quizá soñando, como él mismo.

Su túnica flameó, a pesar de que no había viento. A Jordan le pareció que el aire contenía el aliento y que todos los sonidos de la noche —el roce sobre el suelo de los cuerpos de los animales, las aves que piaban y ululaban— habían cesado de repente y reinaba un silencio terrible.

En su pecho, el corazón empezó a latir con fuerza. Sobre el parapeto, la mujer comenzó a darse la vuelta. «En un instante», pensó Jordan, en un instante se verían las caras.

Por fin…

El sol emitió unos rayos violentos que conmocionaron su cerebro y lo cegaron. Trastabilló al pasar de golpe de una noche oscura como la tinta a un día brillante.

Los pájaros cantaban con una especie de alegría desesperada y su música sonaba como miles de arpas, flautas y violines juntos. Jordan escuchó el ruido atronador que hace el agua cuando cae desde una gran altura y se une al caudal.

Luchó por orientarse. Aparecían algunos bosques, pero no podía reconocerlos. Las hojas eran verdes, con matices amarillentos, brillantes y azulados, y las ramas estaban cargadas de frutos del color de los rubíes y los topacios. El aire despedía una fragancia a ciruelas maduras, como si también se pudiera coger y saborear.

Caminó a través de los árboles sobre un suelo elástico de un marrón profundo y pasó por un salto de agua de un increíble azul donde pececillos dorados bailaban aprovechando el estanque que se formaba en su base.

Con curiosidad, hundió la mano en el agua. Sintió la humedad y el frescor. Cuando dejó que el agua cayera de su mano abierta, vio que no era más clara, sino que seguía teniendo el mismo color azul profundo.

Los sentidos casi no podían soportarlo. La belleza era demasiado intensa, demasiado vivida para que su mente la pudiera asimilar. Una vez contemplada, después de haberla experimentado, ¿cómo iba nadie a sobrevivir sin ella, en la pálida y sombría realidad?

La fascinación hizo que se inclinara nuevamente sobre el agua, cuando percibió un ciervo que bebía al otro lado del estanque.

El ciervo macho era enorme, con un pelo lustroso y dorado y los cuernos de plata brillante. Cuando levantó su gran cabeza, miró a Jordan con sus ojos verdes y tan profundos como los bosques que los rodeaban.

Alrededor de su cuello había un collar de piedras preciosas que captaban el brillo del sol y lo devolvían en prismas de colores.

Pensó que el ciervo le hablaba, aunque no hubo ningún movimiento ni más sonido que los que se formaban en su cabeza.

—¿Los protegerás?

—¿A quiénes?

—Ve a ver.

El ciervo se dio la vuelta y se marchó hacia los bosques andando sobre unos cascos plateados que no hacían ruido.

«Esto no es un sueño», pensó Jordan. Se enderezó, rodeó el estanque y siguió al ciervo.

Pero no, no había dicho «ven a ver», sino «ve a ver». Confiando en su instinto, Jordan cogió el sendero opuesto.

Salió de los árboles y llegó a un mar de flores tan saturadas de color que conmocionaban los sentidos. Escarlata, zafiro, amatista y ámbar brillaban bajo el radiante sol como si cada pétalo fuera una versión individual perfectamente tallada de cada gema. En el centro de ese mar, como las más preciosas de las flores, estaban las Hijas de Cristal, encerradas en sus ataúdes transparentes.

—No, no estoy soñando.

Habló en voz alta para comprobar que podía hacerlo y poder escuchar el sonido de su voz. Para concentrarse antes de atravesar el mar de flores y contemplar esos rostros que ya conocía.

Parecían dormir. Su belleza no sufría merma, pero era fría. Jordan contempló esa fría belleza que no podría cambiar nunca, que estaba atrapada para siempre en un instante del tiempo.

Sintió lástima e indignación y, mientras miraba la cara que se parecía tanto a la de Dana, un dolor desgarrador que no había experimentado desde la muerte de su madre.

—Esto es el infierno —dijo en voz alta—. Estar atrapado entre la vida y la muerte, sin pertenecer a ninguna de las dos instancias.

—Sí. Lo has expresado con exactitud. —Kane se hallaba al otro lado del ataúd de cristal. Elegante con sus ropas negras y una corona enjoyada sobre la melena oscura, sonreía a Jordan—. Tienes una agudeza mental de la que tristemente carecen muchos de tus iguales. El infierno, como tú lo llamas, consiste meramente en la ausencia sin fin de todo.

—Al infierno hay que ganarle.

—Pura filosofía. —Su voz poseía un deje de diversión y de cálculo astuto—. Estarás de acuerdo conmigo en que en ocasiones el infierno se hereda. En este caso, su padre y su perra mortal las condenaron. —Señaló los ataúdes—. Solo fui un instrumento, por así decirlo, que… —levantó la mano y dobló la muñeca— giró la llave.

—¿Para conseguir la gloria?

—Sí. Por la gloria y el poder. Por todo esto. —Abrió los brazos como si quisiera abarcar todo su mundo—. Por todo esto que nunca puede ser, ni será, de ellas. Los corazones tiernos y las fragilidades mortales no tienen lugar en el reino de los dioses.

—Sin embargo, los dioses aman, odian, ambicionan, luchan, ríen, lloran. ¿Fragilidades mortales?

Kane ladeó la cabeza.

—Me interesas. ¿Quieres discutir conmigo, sabiendo quién y qué soy? ¿Sabiendo que te he traído aquí, detrás de la Cortina del Poder, donde no eres más que una hormiga que se puede aplastar con un dedo? Te puedo matar con el pensamiento.

—¿Lo harías? —Deliberadamente, Jordan caminó alrededor del ataúd de cristal. No quería tener ni la imagen de Dana entre los dos—. ¿Por qué no lo has hecho? Quizá sea porque prefieres acosar y ofender a las mujeres. Es algo distinto cuando se trata de un hombre, ¿no es cierto?

El golpe lo desplazó a tres metros de distancia. Sintió el gusto de la sangre en la boca y escupió sobre las flores aplastadas antes de levantarse. Notó que había algo más que altanería en la cara de Kane. Había furia. Y donde había cólera, había una debilidad.

—Humo y espejos, pero no tienes agallas para luchar como un hombre. Con los puños. Un solo asalto, hijo de puta. Un solo asalto a mi manera.

—¿A tu manera? No puedes imponer tus condiciones aquí. Conocerás el dolor.

Las garras heladas con uñas afiladas lo cogieron por el pecho. La agonía indescriptible lo hizo caer de rodillas y le arrancó un grito de la garganta que no pudo evitar.

—Suplica. —El placer se traslucía en la voz de Kane—. Suplica misericordia. Arrástrate por el suelo.

Con la energía que le quedaba, Jordan levantó la cabeza y fijó su mirada en los ojos de Kane.

—Bésame el…

Su vista se hizo turbia. Escuchó gritos por encima del clamor de sus oídos, sintió una ola de calidez sobre el frío espantoso.

Y la furia de la voz de Kane pareció gritar a través de su mente:

—¡No he terminado contigo!

Jordan se quedó inconsciente.

—¡Jordan! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios, Jordan, vuelve!

El hombre pensó que quizá estuviera en un barco que se mecía a trompicones en el mar. Suponía que podía haberse ahogado. El pecho le ardía, la cabeza latía embotada. Pero alguien lo rescataba y posaba unos labios tibios sobre los suyos. Lo devolvía a la vida, le gustara o no.

Pero ¿por qué había un perro ladrando como un loco en medio del mar?

Parpadeó, abrió los ojos y vio a Dana.

Estaba pálida como una muerta, pero le alegró verla. Le pasaba una mano temblorosa por la cara y por el pelo antes de cogerlo en sus brazos y acunarlo.

Fuera del dormitorio, Moe ladró y se arrojó contra la puerta cerrada.

—¿Qué diablos? —alcanzó a decir, y miró sin comprender cuando Dana se echó a reír.

—Has regresado. Bien, ya estás de vuelta. —En el pecho de la chica quedaban algunos restos de histeria—. Te sangra la boca. Te sangran la boca y el pecho, y estás muy…, estás muy frío.

—Dame un minuto.

No intentó moverse, todavía no, porque había descubierto que el solo gesto de girar la cabeza le provocaba una horrible oleada de dolor y náuseas.

Pero lo que veía le causaba un bendito alivio. Estaba en el dormitorio de Dana, tumbado sobre la cama y con parte de su cuerpo apoyado en el regazo de la joven, que lo apretaba contra su pecho como si fuera un bebé.

Si no se sintiera como si le hubiera pasado por encima un camión, aquello no estaría nada mal.

—Estaba soñando.

—No. —Dana juntó su mejilla con la de él—. No soñabas.

—Al principio…, o quizá no. Stretch, ¿tienes un poco de whisky por aquí? Necesito un trago.

—Tengo una botella de Paddy.

—Te daré mil dólares por tres dedos de Paddy.

—Hecho. —Su risa era demasiado parecida a un sollozo para que Jordan se sintiera tranquilo—. Bueno, túmbate. Ya lo traigo. Tienes que taparte, estás temblando. —Lo arropó con las mantas como si fuera un insecto en su capullo—. ¡Virgen santa! —La recorrió un escalofrío y puso su frente al lado de la del hombre.

—Dos mil si lo traes dentro de los próximos cuarenta y cinco segundos.

Dana salió corriendo del cuarto y Jordan pensó que no estaba tan mal si todavía podía apreciar la belleza de una Dana desnuda a la carrera.

Un instante después Moe saltó sobre la cama y multiplicó los dolores que sentía por todo el cuerpo. Jordan empezó a maldecir y después prefirió suspirar cuando el perro gruñó por lo bajo, olisqueó las mantas y le lamió la cara.

—Sí, eso nos enseñará a volver a echarte del dormitorio cuando queramos hacer el amor en privado.

Moe gimió, golpeó un hombro de Jordan con el hocico, lo rodeó tres veces por completo y se echó a su lado.

Dana apareció pronto con una botella en una mano y un vaso en la otra. Después de servir una cantidad de whisky que excedía en mucho los tres dedos, colocó un brazo detrás de la cabeza de Jordan y le acercó el vaso a los labios.

—Gracias. Ya me arreglo solo.

—Está bien.

Le puso la cabeza con cuidado sobre la almohada antes de coger la botella y tomar un buen trago.

Se imaginó que el calor invadía el estómago de Jordan con la misma intensidad que ella sentía. Más tranquila, se dirigió al armario y cogió una bata.

—¿Tienes que ponértela? Me gusta mirarte.

Dana no quería decirle que tenía la sensación de que le habían frotado la piel con hielo.

—No teníamos que haber dejado al perro fuera del dormitorio.

—Sí, Moe y yo lo estábamos discutiendo en este momento. —Puso una mano sobre el ancho lomo de Moe—. ¿Es lo que te despertó?

—El perro y tus gritos. —Se estremeció y luego se sentó en un lado de la cama—. Jordan, tu pecho.

—¿Qué? —Se miró el cuerpo cuando Dana le quitó las mantas. Había cinco surcos definidos, como hechos con una garra, sobre el corazón. Notó que no eran muy profundos y dio gracias a Dios; pero sangraban profusamente y le dolían mucho.

—Te estoy manchando las sábanas.

—Las lavaré. —Tragó con esfuerzo—. Será mejor que me ocupe de esos cortes. Mientras lo hago, me puedes contar qué demonios te ha hecho.

Fue al baño a buscar antisépticos y vendajes, puso sus manos en el lavabo y se ordenó respirar profundamente hasta que lo pudo hacer sin sentir hojas de afeitar raspándole la garganta.

Ahora sabía lo que era el miedo. Ya lo había sentido cuando la tormenta asoló la isla y el mar negro había querido atraparla; pero se dio cuenta de que ese terror profundo era una sombra del que había sentido cuando la terrible agonía del grito de Jordan la arrebató del sueño.

Se esforzó por contener las lágrimas. Cuando lo que se necesitaba era actuar, constituían un lujo inútil. Cogió lo necesario y volvió para curar las heridas de Jordan.

—Te he traído unas aspirinas. No tengo nada más fuerte.

—Será suficiente. Gracias. —Se tomó tres con el agua que Dana le ofrecía—. Mira, puedo arreglármelas solo. Recuerdo que la sangre te impresiona.

—No actuaré como un bebé si tú no lo haces. —Ignorando el malestar, se sentó para lavarle las heridas—. Si me hablas, será más difícil que me desmaye. ¿Qué ha pasado, Jordan? ¿Adónde te ha llevado?

—Todo ha comenzado en otro lugar. Me resulta difícil precisarlo, así que puede ser que estuviera soñando. Caminaba. Estaba oscuro, pero había luna llena. Creo que estaría por el Risco. No recuerdo con claridad. Está borroso.

—Sigue contando.

Dana se concentró en su voz, en sus palabras. En cualquier cosa que la distrajera de la manera en que la gasa que usaba enrojecía cuando la presionaba contra las heridas.

—Lo siguiente que recuerdo es que era pleno día. Era… el tipo de funcionamiento que siempre he imaginado que posee el transportador de Star Trek. Instantáneo y desorientador.

—No es mi medio de transporte favorito.

—¿Estás bromeando? Tiene una velocidad del demonio… ¡La madre que te parió!

—Lo sé. Lo siento. —Pero apretó los dientes y siguió aplicando el desinfectante sobre los cortes—. Sigue hablando. Queda poco.

Asustado, Moe abandonó la escena: bajó de un salto y se arrastró debajo de la cama.

Jordan hizo esfuerzos para respirar a pesar del dolor.

—Estuve detrás de la Cortina del Poder —dijo, y se lo contó todo.

—¿Le has provocado? ¿Deliberadamente? —Se reclinó y todo el interés y preocupación que había en su cara se transformaron en una impaciencia irritada—. ¿Tienes que comportarte siempre como un machote?

—Sí, siempre. Comprende que Kane estaba decidido a hacer lo que tenía en mente. ¿Por qué no podía atacar yo primero, aunque fuera verbalmente?

—No lo sé. Déjame pensar. —El sarcasmo se filtraba en cada palabra. Se golpeó la cabeza con un dedo—. Quizá porque… es un dios.

—¿Y tú te hubieras quedado tan tranquila, con las manos entrelazadas y manteniendo una conversación amable?

—No lo sé. —Lanzó un suspiro y terminó de vendarle—. Probablemente no. —Viendo que había hecho todo lo que podía, se inclinó y apoyó la cabeza sobre las rodillas—. No quiero tener que hacer esto nunca más.

—Los dos queremos lo mismo. —Agarrotado, todavía dolorido, se colocó de modo que pudiera masajear con su mano la espalda de Dana—. Te lo agradezco.

La mujer hizo un esfuerzo para asentir con la cabeza.

—Cuéntame el resto.

—Acabas de limpiar y vendar el resto. Lo que Kane me ha hecho era tan feo como ahora. En realidad, ha sido peor sufrirlo.

—Has gritado.

—¿Tienes que seguir repitiéndomelo? Me avergüenza.

—Si te hace sentir mejor, te diré que yo también he gritado. Me he despertado y tú estabas…, me dio la impresión de que sufrías una convulsión. Tenías una palidez de muerto, sangrabas y temblabas. Yo no sabía qué mierda hacer. Supongo que me ha entrado un ataque de pánico. Te he abrazado y he empezado a gritar. Se te han ido las fuerzas. Casi en el momento que te toqué, te has quedado como un trapo. He pensado…, por un instante he pensado que estabas muerto.

—Te he oído.

Dana permaneció donde estaba, luchando por contener las lágrimas.

—¿Cuándo?

—Después de caerme al suelo por segunda vez. He oído que me llamabas, y ha sido como volver aspirado al viejo transportador. También he oído a Kane, justo en el momento en que he desparecido. Lo he oído, pero dentro de mi cabeza. «¡No he terminado contigo!». Estaba realmente furioso. No ha podido mantenerme allí. No había terminado conmigo, pero no ha podido impedir que me fuera.

—¿Por qué?

—Te has despertado. —Alargando la mano, Jordan pasó sus dedos por la mejilla de Dana—. Me has llamado. Me has tocado, y eso me ha hecho volver.

—¿El contacto humano?

—Quizá algo tan simple como eso —aceptó Jordan—. Quizá algo tan simple… cuando los seres humanos están conectados.

—¿Pero por qué tú? —Cogió una gasa y le limpió un corte en el labio—. ¿Por qué te ha llevado detrás de la Cortina?

—Eso es algo que tendremos que descifrar. Cuando lo hagamos… ¡Ay!

—Perdón.

—Cuando lo hagamos —repitió mientras le retiraba la mano—, habremos obtenido más piezas de este puzzle tan extraño.

Simples o complejas, Dana necesitaba respuestas. Condujo hasta el Risco del Guerrero para conseguirlas, con Moe, que, feliz, sacaba la cabeza por la ventanilla del copiloto. Las investigaciones y las especulaciones estaban bien, pero esta vez se había vertido la sangre de su chico. Ahora quería hechos, los hechos descarnados.

Los árboles todavía reflejaban el sol y su colorido se recortaba contra un cielo gris recorrido por escasas nubes; pero más hojas que otras veces cubrían el camino y el suelo del bosque.

Dana pensó que ya había pasado la mitad de su plazo. El tiempo pasaba con rapidez y sus cuatro semanas se reducían a dos.

¿Qué pensaba? ¿Qué sabía? Examinó todos los elementos que poseía mientras recorría los últimos kilómetros que faltaban y traspasaba la verja.

Rowena estaba en el jardín delantero recogiendo algunas de las últimas flores caídas. Llevaba un grueso jersey azul oscuro salpicado de motas doradas y, para sorpresa de Dana, unos vaqueros muy usados y botas desgastadas.

Tenía el pelo recogido en una coleta que caía entre sus omóplatos.

«La diosa rural en su jardín», pensó Dana, e imaginó que Malory podría verla como si fuera un cuadro.

Rowena levantó una mano para saludarla y después una sonrisa iluminó su rostro cuando descubrió a Moe.

—Bienvenidos. —Corrió hacia el coche mientras Dana aparcaba y abrió la puerta para que bajara el perro—. ¡Aquí está mi niño bonito! —Su risa resonó cuando Moe saltó para lamerle la cara—. Tenía la esperanza de que me hicierais una visita.

—¿Yo o Moe?

—Los dos sois una sorpresa encantadora. Ostras, ¿qué es esto? —Se llevó la mano a la espalda y después la sacó de nuevo. Sostenía una gran golosina para perros que hizo que Moe gimiera de placer—. Sí, es para ti, claro que sí. Ahora, si te sientas y me das la mano como un caballero…

Apenas habían salido estas palabras de su boca cuando Moe apoyó su trasero sobre el suelo y levantó una pata. Intercambiaron un apretón de manos con una larga mirada de admiración mutua. El perro cogió delicadamente la golosina de manos de Rowena y luego se tumbó a sus pies para masticarla.

—¿Es algo como lo que hace el doctor Doolittle? —preguntó Dana, y recibió una mirada perpleja por parte de Rowena.

—¿Perdón?

—Ya sabes. Hablar con los animales.

—Digamos que sí…, de cierta manera. ¿Qué te puedo ofrecer? —preguntó a Dana.

—Respuestas.

—Tan sobria, tan seria. Y tan atractiva esta mañana. Qué conjunto más maravilloso. Tienes una colección tan elegante de chaquetas… —comentó Rowena mientras le pasaba un dedo por la manga, hecha con una tela de tapicería de un dorado opaco—. Quisiera que fuera mía.

—Imagino que puedes hacer aparecer una chaqueta de la misma forma en que has hecho aparecer la golosina de Moe.

—Bueno, pero eso haría desaparecer toda la diversión y la aventura que se vive al ir de compras, ¿verdad? ¿Quieres entrar? Tomaremos el té al lado del fuego.

—No, gracias, no tengo demasiado tiempo. Vamos a hacer la mudanza a la nueva casa a primera hora de la tarde, por lo que tengo que volver pronto. Rowena, hay algunas cosas que necesito saber.

—Te diré lo que pueda. ¿Por qué no caminamos? Se acerca la lluvia —añadió lanzando una mirada al cielo cubierto—; pero falta un poco todavía. Me gusta sentir el aire cargado antes de la lluvia.

Como Moe terminó de dos bocados con la golosina, Rowena abrió la mano y le mostró una pelota de goma de un rojo brillante. La lanzó a través de la hierba en dirección al bosque.

—Debo advertirte que Moe esperará que le sigas lanzando la pelota durante los próximos tres o cuatro años.

—No hay nada tan perfecto como un perro. —Rowena agarró amigablemente a Dana de un brazo y empezó a caminar—. Es un consuelo, un amigo, un guerrero, una diversión. Solo nos pide que lo amemos.

—¿Por qué no tienes uno?

—Ah, bueno…

Con una sonrisa triste, Rowena palmeó la mano de Dana y se inclinó para recoger la pelota que Moe había dejado a sus pies. Lo acarició y le arrojó la pelota para que fuera a buscarla.

—No puedes. —La idea la sacudió e hizo que se tocara la sien con un dedo—. Bueno, no quiero decir que no puedas, pero siendo realistas… la vida de un perro es mucho más corta todavía que la de un ser humano normal. —Recordó lo que Jordan había dicho acerca de que Rowena y su compañero estaban solos y que su inmortalidad en ese plano era más una maldición que un don—. Una longevidad tan espectacular como la tuya y la brevedad de la vida de un perro común no casan bien.

—Sí. He tenido perros. En casa, constituían uno de mis grandes placeres. —Cogió con sus elegantes manos la pelota, que ya estaba cubierta de marcas de colmillos y de saliva del perro, y se la lanzó al incansable Moe—. Cuando nos echaron, necesité creer que haríamos lo que era menester y volveríamos. Pronto eché de menos mi hogar y me consolé con un perro. El primero fue un lebrel irlandés. Era muy bonito, bravo y leal. Diez años. —Suspiró. Caminaban bordeando el bosque—. Fue mío durante diez años. Un instante. Hay cosas que no podemos cambiar, que se nos niegan mientras vivimos en este mundo. No puedo extender la vida de una criatura más allá de lo prescrito. Ni siquiera la de mi perro adorado.

Levantó la pelota de Moe y la envió en otra dirección.

—Yo también tuve un perro cuando era pequeña. —Como Rowena, Dana observó a Moe correr detrás de la pelota como si fuera la primera vez—. Bueno, en realidad era la perra de mi padre. La trajo un año antes de que yo naciera, de manera que crecí con ella. Murió cuando yo tenía once años. Lloré durante tres días.

—Entonces sabes lo que se siente. —Rowena sonrió un poco cuando Moe se acercó con la pelota en la boca como si fuera una manzana—. Lo lamenté tanto que juré que nunca más tendría uno; pero no cumplí mi palabra; muchas veces. Hasta que tuve que aceptar que mi corazón se rompería si tenía que soportar la muerte de otro perro querido, y tan frecuentemente. Por eso me gusta tanto… —Se inclinó para coger la cabeza de Moe entre sus manos—. Te agradezco mucho que hayas traído al precioso Moe a visitarme.

—Todo no es tan maravilloso como lo pintan, ¿verdad? Ni el poder, ni la inmortalidad.

—En todo hay dolor, pérdidas y precios que pagar. ¿Es lo que querías saber?

—En parte. Hay limitaciones, al menos cuando estás en este mundo. Kane también tiene limitaciones cuando está aquí. Limitaciones cuando se relaciona con nuestro mundo. ¿No es verdad?

—Es una deducción muy exacta. Vosotros sois criaturas con libre albedrío. Así debe ser. Él puede atraer, mentir, engañar; pero no puede obligar.

—¿Puede matar?

Rowena lanzó nuevamente la pelota, esta vez más lejos para que Moe corriera más.

—No hablas de una guerra ni se trata de defenderse, ni de la protección de inocentes o seres queridos. El castigo de quitar la vida a un ser humano es tan terrible que no puedo creer que se arriesgue a hacerlo.

—El fin de la existencia —ratificó Dana—. He investigado. No la muerte, ni el paso a otra vida, sino un final.

—Hasta los dioses tienen miedos. Ese es uno. También lo es la extinción del poder, la prisión entre mundos que no permite la entrada a nadie. A eso se puede arriesgar.

—Ha intentado matar a Jordan.

Rowena se dio la vuelta y agarró a Dana por un brazo.

—Cuéntame exactamente lo que ha pasado.

Dana le relató todo lo que había sucedido en mitad de la noche.

—¿Se lo ha llevado detrás de la Cortina? —preguntó Rowena—. ¿Y allí ha derramado su sangre?

—Así es.

Comenzó a andar de un lado a otro, tan inquieta que Moe se sentó inmóvil con la pelota mordisqueada en la boca.

—Ni siquiera en esas ocasiones se nos permite ver, ni enterarnos de lo que ha pasado. ¿Dices que estaban solos? ¿No había nadie con ellos?

—Jordan dijo algo acerca de un ciervo.

—Un ciervo. —Rowena se quedó inmóvil—. ¿Qué clase de ciervo? ¿Qué aspecto tenía?

—Tenía aspecto de ciervo. —Dana levantó las manos—. Excepto que supongo que era de ese tipo que uno espera encontrarse en los lugares en que las flores parecen rubíes y todo lo demás. Jordan dijo que era de color oro y que tenía unos cuernos plateados.

—Un macho, entonces.

—Sí. Ah, además tenía un collar de piedras preciosas.

—Es posible —susurró Rowena—. Pero ¿qué significa?

—Dímelo tú.

—Si era él, ¿por qué lo permitió? —Agitada, empezó a caminar por el límite que separaba la hierba del bosque—. ¿Por qué lo permitió?

—¿Quién permitió qué? —preguntó Dana mientras le sacudía el brazo a Rowena para llamar su atención.

—Si era el rey —dijo Rowena—, si era nuestro rey bajo la forma de un ciervo macho, si eso es cierto, ¿por qué iba a permitir que Kane llevara a un mortal detrás de la Cortina sin consentimiento? Y menos hacerle daño y derramar su sangre. ¿Qué guerra se está desarrollando en mi mundo?

—Lo lamento, pero no lo sé. El único herido, hasta donde yo sé, es Jordan.

—Hablaré con Pitte —informó Rowena—. Pensaré. ¿No ha visto a nadie más…? ¿Solo a esos dos?

—Solo al ciervo y a Kane.

—No tengo las respuestas que quieres. Kane ha intervenido antes, pero nunca había llegado tan lejos. El hechizo fue obra suya, y sus límites también; pero se los salta y nadie lo detiene. Puedo hacer más, y lo haré. Aunque ya no tengo certeza sobre la extensión de su poder o de su protección. No puedo estar segura de que el rey siga gobernando.

—¿Y si no lo hace?

—Entonces es la guerra —dijo Rowena secamente—. Y seguimos sin volver a casa. Eso me dice que a pesar de lo que esté sucediendo o haya sucedido en mi mundo, mi destino sigue siendo terminar lo que me enviaron a hacer. Tengo que creer que tu destino es ayudarme. —Aspiró profundamente para calmarse—. Te voy a dar un bálsamo para las heridas de tu chico.

—Nos hemos acostado. No sé si eso lo convierte en mi chico.

Con un gesto indiferente, Rowena dejó de lado esa cuestión.

—Debo hablar con Pitte. La estrategia es su tema. Ven. Te daré el ungüento.

—Espera un minuto. Una pregunta: ¿Jordan es esencial para encontrar mi llave?

—¿Por qué preguntas lo que ya sabes?

—Quiero una confirmación.

Como respuesta, Rowena puso sus dedos sobre el corazón de Dana.

—También la tienes.

—¿Forma parte de esto porque yo lo amo?

—Es parte de ti porque lo amas. Y tú eres la llave. —Cogió la mano de Dana—. Ven, te daré el bálsamo para tu guerrero y luego te mandaré a casa. —Echó una mirada al cielo encapotado—. La lluvia está a punto de llegar.