Marpenoth, 1368 CV
—Silencio, Ravia —advirtió Gerdon a su esposa—. Despertarás al niño. Lo asustarás.
—Tiene motivos para estar asustado, Gerdon. Yo lo estoy —replicó Ravia, al borde del llanto—. Ya sabes lo que se comenta: ejecuciones, gente quemada en público…
—¡No, Ravia! —Gerdon golpeó con el puño la recia mesa situada en el centro de la pequeña habitación que la familia usaba como cocina. Él mismo había construido aquella mesa, al igual que las sillas colocadas alrededor o la cama del cuarto de al lado. Gerdon incluso había levantado con sus propias manos las paredes de madera de su hogar y el tejado de barda que lo cubría—. ¡No dejaré que esta locura me obligue a abandonar mi tierra, mi hogar!
Ravia sacudió la cabeza.
—¿Prefieres morir, Gerdon? ¿Y contigo, tu hijo? Por las venas de Terrel también corre sangre corrompida.
En vez de replicar, Gerdon empezó a dar vueltas por la diminuta cocina. Cada noche se repetía aquella discusión con su esposa. Gerdon estaba enfadado con Ravia, con el mundo e incluso consigo mismo. Pero, sobre todo, tenía miedo. Miedo de que Ravia estuviera en lo cierto. No obstante, una parte de él se negaba a huir.
—Son historias que vienen del norte, de Amn. ¡Los amnianos son bárbaros! Allí se matan unos a otros por un puñado de monedas. Sólo están buscando una excusa.
Ravia se levantó, cruzó la cocina y detuvo a su marido, que no cesaba de dar vueltas como un león enjaulado. No iba a permitir que la diera de lado ni que descartara sus palabras sin antes sopesarlas.
—Cada semana se oyen más historias, esposo. No pasa una semana sin que nos lleguen rumores de ciudades y aldeas cada vez más cercanas. Ya no es sólo Amn. Ya sabes lo que está ocurriendo en Tethyr y Calimshan. ¡No puedes hacer caso omiso!
—Esas ciudades no son como la nuestra —protestó Gerdon, que atrajo a su esposa hacia sí y le dio un abrazo tranquilizador aunque tal vez trataba más de convencerse a sí mismo que a ella—. Nuestros vecinos son sencillos campesinos como nosotros y nunca nos harían ningún daño. Los conocemos.
Ravia nada replicó. Sintiéndose incómodo por el opresivo silencio, Gerdon siguió tratando de aplacar los temores de su mujer.
—Sea como sea, nunca creerían lo que otros les dijeran. Sólo nosotros lo sabemos. Ni siquiera Terrel está al corriente.
—Pues tal vez debería —susurró Ravia.
«Corre. No preguntes; no esperes respuestas; no dudes; no busques explicación. Corre. Echa a correr».
Durante todo el mes anterior su padre le había inculcado esa lección. Terrel tenía sólo diez años y todavía no entendía muchas de las palabras que su padre usaba —como persecución, linchamiento, genocidio, legado, engendro de Bhaal—, pero era suficientemente mayor para entender el mensaje principal.
—Si ves forasteros en la granja, Terrel, echa a correr. Corre lo más rápido que puedas y no te pares. Corre.
Al regresar de los campos donde ayudaba a la familia, Terrel los oyó mucho antes de verlos. El viento vespertino llevaba hasta él el sonido de iracundos gritos de muchas voces. La turba avanzaba por los campos, pisoteando sin ningún miramiento los cultivos de Gerdon. Las antorchas que llevaban resplandecían en la creciente penumbra de la tarde iluminando a la gente con luz anaranjada. No se percataron de la presencia de Terrel, pues tenían toda la atención puesta en la diminuta granja que se alzaba en la lejanía y no en la pequeña figura que, de haber desviado la mirada hacia el extremo más alejado de los campos, hubieran entrevisto recortada en la oscuridad.
Pero Terrel sí los vio iluminados por las antorchas. Incluso a aquella distancia pudo reconocer a muchos de los hombres que acudían periódicamente a la granja para cerrar tratos con sus padres. Pero al ver los extraños uniformes de los soldados que los acompañaban obedeció las instrucciones de su padre y echó a correr.
La cabaña quedó rodeada. Los soldados y los mercenarios fueron lentamente cerrando filas en torno a la casa, apretando cada vez más la soga alrededor del abyecto Hijo de Bhaal. Más allá, una entusiasta multitud de lugareños se esforzaban por ver pero sin ser vistos, por miedo. El jefe de los soldados, oculto en la sombra y cubierto con un manto provisto de capuz, vigilaba la escena a distancia segura.
Los soldados se acercaron a una casa en silencio, aunque una luz que brillaba en el interior se filtraba por las pequeñas grietas de los muros. Los soldados se detuvieron y los civiles apostados detrás empujaron a un renuente alcalde.
El hombre se movía inquieto y miraba a su alrededor, buscando consuelo o tranquilidad en los rostros de aquellos a los que representaba. Pero sus conciudadanos se quedaron atrás del círculo de los soldados y miraban al suelo. Los rostros inclinados se veían borrosos a la parpadeante luz de las antorchas y las sombras, y sus auténticos sentimientos eran inescrutables.
Lo que sí distinguía con toda claridad el alcalde era la expresión en la cara de los soldados próximos o, mejor dicho, la absoluta falta de expresión. Todos y cada uno de los hombres armados que cercaban la pequeña granja devolvieron al alcalde su inquisitiva mirada por otra de apatía carente de la menor huella de compasión. Habían sido duramente entrenados para cumplir fanáticamente con su deber y las órdenes de su embozado jefe, que se mantenía casi completamente oculto en las sombras.
El alcalde carraspeó y, al hablar, su voz sonó clara y fuerte pese a todas las reservas que albergaba. Era la voz de un hombre acostumbrado a hablar en público.
—¡Gerdon, quedas detenido por la seguridad de toda la comunidad, para evitar que tu sangre impura nos traiga la destrucción! ¡Si te entregas pacíficamente, serás arrestado y sometido a un juicio justo!
No hubo ninguna respuesta desde el interior de la casa. Sólo se oía el crepitar de una de las antorchas encendidas. El alcalde esperó un tiempo prudencial antes de tomar de nuevo la palabra.
—Si te entregas, Ravia, tu esposa, quedará libre. Pero si te resistes no podré garantizar su seguridad.
De nuevo la única respuesta fue el silencio. El alcalde prosiguió.
—Desde luego, tu hijo, Terrel, también quedará bajo custodia, pues por sus venas también corre la corrompida sangre de Bhaal.
Ésta vez el alcalde dejó que el silencio se prolongara muchos minutos. Ya había pronunciado el discurso cuidadosamente confeccionado que la figura encapuchada le había dictado. Si quería añadir algo, tendrían que ser sus propias palabras. Al hablar, en su voz ya no sonaba el timbre de gravedad propia de una proclamación oficial.
—Gerdon, por favor… sé razonable. Es una situación muy desagradable para todos. Por la seguridad de nuestras familias, y también de la tuya, tú y tu hijo debéis entregaros a la auto…
La flecha se incrustó en el pecho del alcalde; su punta metálica se hundió en la carne, penetró entre los sólidos huesos de la caja torácica y le perforó un pulmón. Las súplicas del alcalde se ahogaron en una espuma sanguinolenta. Mientras se asfixiaba, agarró débilmente el astil que le sobresalía del pecho y lentamente se desplomó, muerto. Gritos de alarma y horror brotaron de la muchedumbre de civiles congregados tras el círculo de soldados que rodeaban la granja.
Todos a una los soldados avanzaron en perfecta formación hacia la casa. Sus rostros no reflejaban ni sorpresa ni conmoción, como si hubieran esperado aquello desde el principio. Una lluvia de flechas salió despedida del ventanuco de la cabaña. Pero los mortales proyectiles rebotaron en los grandes y recios escudos que sostenían los soldados, sin causar ningún daño. Fueron cerrando filas hasta formar un estrecho círculo a menos de cuatro metros de la casa.
—¡Malditos seáis todos, traidores! —gritó una voz familiar desde el interior—. ¡Que vuestras almas ardan en el Abismo!
En respuesta a una señal apenas visible de su embozado jefe, el capitán de los soldados alzó una mano. Al unísono, uno de cada dos soldados que rodeaban la casa levantó su antorcha y la arrojó contra el tejado de barda. El fuego prendió rápidamente y un penacho de denso humo negro se alzó en el violáceo cielo nocturno.
La mitad de los soldados aún sostenía una antorcha; la otra mitad desenvainó metódicamente una cimitarra y esperó. Todos mantenían los escudos en alto para protegerse de otra posible andanada de flechas.
Pero mientras el fuego prendía en el tejado de paja y las llamas se iban extendiendo, la única respuesta del interior de la casa fue un desafiante silencio. A los pocos minutos anaranjadas lenguas de fuego lamían ya los muros, quemaban las paredes y se disponían a abrasar los cimientos de la granja así como la tierra sobre la que se alzaba. El humo subió en volutas ante el humilde hogar hasta que la débil brisa que soplaba sobre los campos lo aclaró y lo dispersó.
Gerdon lanzó un intenso gemido de angustia y dolor, un gemido inhumano que impulsó a sus conciudadanos a taparse los oídos por el terror y la vergüenza.
La puerta de la cabaña se abrió de golpe y Gerdon salió en tromba, arrancando la puerta de los goznes. Armado únicamente con la guadaña de hierro que utilizaba para segar, el corpulento campesino arremetió audazmente contra el capitán de los soldados. El capitán, protegido con una armadura, se adelantó tranquilamente para detener el ataque con el escudo y la cimitarra.
Blandiendo su improvisada arma con la pericia de un maestro segador, Gerdon dibujó un arco con la guadaña, dirigiéndola contra las piernas desprotegidas de su oponente. El capitán paró la guadaña con la cimitarra y desvió el golpe, de modo que la hoz se estrelló en el suelo, a pocos centímetros de sus pies.
Rápidamente Gerdon invirtió la dirección del ataque y deslizó las manos por el largo mango de la guadaña con el fin de cambiar el centro de equilibrio, al tiempo que giraba la muñeca y forzaba al máximo los hombros para invertir el impulso del pesado apero. El rápido contraataque tomó por sorpresa al capitán, que apenas logró alzar el escudo para detener el golpe.
Impulsado por la furia surgida de la desesperación y la locura, el golpe de Gerdon abolló el escudo de hierro y lanzó a su oponente hacia atrás. El capitán se tambaleó torpemente, intentando recuperar el equilibrio, pero Gerdon alzaba ya la guadaña con la intención de acabar con él hundiéndosela en el costado, desprotegido.
De pronto el campesino se quedó paralizado, la guadaña se le escapó de las manos y él cayó de rodillas, víctima de un tajo de cimitarra en la espalda. Cegado por el dolor y la rabia, Gerdon no se había fijado en que un soldado se le acercaba por detrás mientras se batía con el capitán.
Gerdon cayó al suelo, moviendo espásticamente brazos y piernas, pues la cimitarra casi le había cercenado la espina dorsal. Trató de pedir ayuda, de apelar a sus vecinos situados detrás de los soldados fuertemente armados, pero de su garganta solamente brotaban gruñidos y gemidos animales.
El capitán envainó su arma y apartó de un puntapié la guadaña fuera del alcance de las manos que Gerdon agitaba incontrolablemente. A un gesto de la cabeza, cuatro de sus hombres corrieron hacia el campesino, lo cogieron cada uno por una extremidad y lo alzaron. Entonces llevaron a Gerdon, que se seguía retorciendo, hasta la cabaña en llamas, donde yacía el cuerpo sin vida de su esposa y lo arrojaron a aquel infierno.
Cuando el cuerpo de Gerdon se estrelló contra los ardientes muros de su casa, la estructura ya debilitada por las llamas cedió y se desplomó, sepultando al hombre bajo los ardientes escombros.
—¡Capitán! —gritó una voz severa que nacía de la multitud—. He encontrado a éste corriendo por los campos, tratando de escapar.
Media docena de soldados se abrieron paso entre los horrorizados civiles para unirse a sus compañeros, que contemplaban con aire impasible los restos en llamas de la casa. Uno de los recién llegados arrastraba a un muchacho, al que agarraba con fuerza por el pelo.
El capitán los observó con mirada desapasionada. El niño fue obligado a avanzar hasta el centro del círculo y uno de los soldados le sujetó los brazos a la espalda. A la luz de las altas llamas todos los reunidos podían verlo claramente.
—¿Cómo te llamas, chico? —preguntó el capitán.
El muchacho guardó silencio.
—¿Cómo se llama? —preguntó el capitán a la multitud.
Durante varios segundos reinó el silencio, pero entonces una voz anónima respondió alto y claro:
—Es Terrel, el hijo de Gerdon.
Con un rápido y elegante movimiento el capitán desenvainó la cimitarra. Varias voces protestaron.
—¡No es más que un niño! —exclamó una de ellas.
—Es un hijo de Bhaal —corrigió el soldado y acto seguido seccionó la garganta del indefenso niño.