Salió por la puerta y se encontró nuevamente rodeado por la espesa vegetación enferma. Con un ademán y un solo pensamiento borró su existencia. En la distancia vislumbró una cadena de impresionantes montañas afiladas, y también a ellas las hizo desaparecer de un plumazo.
—Muy bien hecho, Abdel Adrian.
A Abdel no le sorprendió oír la voz infinita del ser celestial. De hecho, pasaría mucho, mucho tiempo antes de que algo pudiera sorprenderlo de nuevo.
—¿Y ahora qué? —preguntó. Su voz delataba el cansancio que le pesaba en el alma.
—Te hallas al borde de la divinidad. Eres el último heredero de la inmortalidad de Bhaal. Si la deseas, tuya es.
Abdel negó con la cabeza.
—No es mía. Nunca lo fue.
El ser ladeó ligeramente la cabeza.
—Podrías hacer muchas cosas con ese poder —le recordó—. Podrías lograr tus mayores deseos en un solo instante.
—¿Podría recuperar a Jaheira, a Imoen, a Gorion?
—No —admitió la entidad—. Incluso un dios debe aceptar que determinados acontecimientos son irrevocables. Pero podrías hacer muchas cosas siendo inmortal, Abdel.
—Y también siendo un mero mortal.
—No esperaba tanta sabiduría de un hijo de Bhaal.
Abdel se encogió de hombros.
—Soy más que el hijo de Bhaal.
—Supongo que entiendes que si rechazas este destino perderás la esencia de otros que absorbiste. Ya no serás un avatar sino un humano normal y corriente, vulnerable y con todas sus debilidades.
—Lo sé. Y lo deseo —replicó el mercenario, esbozando una triste sonrisa—. No estoy hecho para ser un dios, ni tampoco un avatar. No es eso lo que soy.
—Entonces te liberaré de esa carga.
En lo más profundo de su ser Abdel notó como un débil tirón. No duró más que un instante y fue completamente indoloro. Al contemplar su alma descubrió únicamente una diminuta ascua del espíritu de Bhaal. Era una minúscula porción de esencia inmortal que era parte de él desde el momento de su nacimiento, y que seguiría formando parte de él cuando muriera. Pero no era más que eso: una parte de él. Una pieza pequeña, casi insignificante de un rompecabezas mucho mayor.
—Pareces decepcionado.
—Decepcionado no, solamente sorprendido. Aquel a quien sirvo había previsto este giro del destino, pero no lo esperaba.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Dispersaré la esencia de Bhaal por todo el mundo —prometió el ente celestial—. El Dios de la Muerte desaparecerá para siempre.
Aquellas palabras deberían haber llenado a Abdel de gozo pero había perdido demasiado, el precio había sido demasiado alto para poder sentir algo semejante a la alegría en su alma. Gorion —su padre adoptivo—, Imoen —su hermana—, Jaheira —su verdadero amor. Incluso la muerte del resucitado Sarevok se añadía a la lista casi infinita de personas que en algún momento habían estado junto a él y que habían muerto.
—Tú no eres responsable de esas muertes, Abdel —le aseguró el mensajero divino—. Tus manos no están manchadas con su sangre.
—¿Y la pena? Aunque no sea culpa mía, la pena continúa ahí.
—Tus heridas son profundas —admitió el ser—, pero con el tiempo las cicatrices desaparecerán, Abdel Adrian.
Abdel asintió, sabiendo que era verdad. Pero aún quería saber una cosa más.
—¿Y qué pasará conmigo ahora? ¿Cuál será mi destino?
La gran figura que se alzaba ante él se desvaneció. El reino de Bhaal se disolvió y Abdel se encontró en un camino que había transitado en muchas ocasiones. A un kilómetro hacia el norte el camino conducía al alcázar de la Candela, donde había crecido. Y hacia el sur confluía con las rutas comerciales que recorrían toda la Costa de la Espada hasta llegar a las tierras del sur y todo el continente de Faerun.
«Tu destino está en tus manos», la voz infinita resonó en la cabeza de Abdel, respondiendo a su pregunta.
Abdel suspiró al darse cuenta de que, por enésima vez, iba completamente desnudo. Tras un instante de vacilación tomó el camino que conducía a la silueta del alcázar de la Candela que se recortaba sobre la cima de una montaña, apenas visible a la luz del crepúsculo.