8

Había al menos una docena de celdas en los calabozos, todas vacías excepto por las cuatro que ocupaban Abdel y sus compañeros. Incluso los soldados se marcharon después de encerrarlos.

—Supongo que tendrás un plan —dijo Jaheira cuando los soldados se hubieron ido.

—Sí, hermano mayor —metió baza Imoen—. ¿Qué está pasando? Nunca te había visto rehuir una pelea.

Abdel vaciló antes de responder. No quería explicar los motivos de sus acciones a las únicas dos personas que le importaban en el mundo. No quería decirles que si desenvainaba el sable en un ataque de ira, era posible que no lo volviera a guardar de nuevo hasta que ambas hubieran quedado reducidas a cuerpos sangrientos, salvajemente asesinados. No quería que supieran que tenía miedo del monstruo que llevaba dentro.

Pero Imoen y Jaheira habían confiado en él, por lo que no podía negarles una respuesta. Por mucho que lo odiara tendría que mentir a su hermana y a la mujer a la que amaba. Y a Abdel nunca se le había dado bien mentir.

Afortunadamente para él no tuvo oportunidad de hablar.

—Tal vez tu fornido amigo ha aprendido que la violencia no es la única solución —dijo una voz femenina. Una figura alta y esbelta salió de las sombras y descendió por la escalera que conducía a los calabozos.

La mujer que había hablado llevaba una camisa de malla formada por finos anillos de acero, y del cinto le colgaba una maza con púas. Asimismo, llevaba guanteletes de plata y botas también de plata que le llegaban hasta las rodillas. Las mangas y los pantalones eran de tela negra. De debajo de la armadura le nacía un alto y suave cuello que le llegaba hasta la línea de la mandíbula. Cada centímetro de su piel estaba cubierto bien por la armadura o bien por la ceñida tela negra, exceptuando el rostro. Su tez poseía la blancura del reluciente mármol y contrastaba poderosamente con sus ojos negro azabache, sus labios de un rojo subido y las largas trenzas morenas que le caían sobre los hombros.

—Melissan —la saludó Sarevok.

La mujer dirigió una inclinación de cabeza al guerrero de la armadura.

—Sarevok. Creí que habías muerto.

—Y así fue. Debería haber hecho caso a tus advertencias. Pero me han dado una segunda oportunidad.

Melissan posó su penetrante mirada en Abdel.

—Y tú no puedes ser otro que Abdel Adrian, el hijo adoptivo de Gorion.

—¿Cómo conoces a Abdel? —preguntó Jaheira—. ¿Y cómo conoces a Sarevok?

—Hace mucho tiempo que conozco a Sarevok —respondió Melissan sin apartar los ojos de Abdel—. De antes que se le pusiera en la cabeza la loca idea de desencadenar una guerra entre Nashkel y Puerta de Baldur.

»En cuanto a Abdel —prosiguió—, su nombre es conocido por todos aquellos que están interesados en los hijos del Dios de la Muerte, y encaja en la descripción. No puedes esconderte entre la multitud, Abdel.

—No —replicó el mercenario tímidamente—, me temo que destaco allí adónde voy.

Hasta ese momento Abdel dudaba de las promesas de Sarevok. Se resistía a creer que su hermanastro conociera realmente a alguien capaz de ayudarlo a librarse del estigma de su inmortal padre. Pero la mirada confiada de Melissan lo ponía nervioso. Los ojos negros de la mujer taladraban su alma, y el mercenario estaba seguro de que podía ver el malvado poder que latía en su interior. No obstante, al entrever el impío fuego de Bhaal que mantenía enjaulado no retrocedió como hubiese hecho la mayoría. No. Melissan parecía comprender y aceptar su monstruosa naturaleza, como si ya hubiera sabido que aquel fuego estaría allí.

—Me han dicho que puedes ayudarme —dijo Abdel, cautivado por la inmutable mirada de Melissan—. Sarevok afirma que puedes ayudarme a librarme de la impía lacra de Bhaal.

—Antes de ahondar en el legado de mi hombre —intervino Jaheira, poniendo especial énfasis en la última parte—, ¿no creéis que deberíamos hallar el modo de salir de aquí?

La voz de Jaheira arrancó a Abdel se su estado de embeleso. Se sonrojó, avergonzado, y lanzó una mirada contrita a la semielfa.

—Pues claro —repuso Melissan—. Voy a buscar las llaves que guarda Gromnir.

—Pero si Gromnir es el loco que nos ha encerrado aquí —objetó Imoen.

—Gromnir no está tan loco como parece —le aseguró Melissan—. Actúa de manera excéntrica pero no ha perdido la razón. Es sólo extremadamente cauto.

—Yo diría más bien paranoico —bufó Imoen sin dejarse convencer.

—Es cauteloso porque ha sufrido muchos atentados contra su vida —le explicó Melissan—, y está todo lo cuerdo que puede estar en las presentes circunstancias. Un general calimshita que gobierne una ciudad de Tethyr tiene buenas razones para ser cauteloso.

—Pero ¿qué hace un general loco de Calimshan gobernando esta ciudad? —Jaheira no hizo ningún esfuerzo por enmascarar el tono acusador de su voz.

Melissan lanzó un suspiro, y sus impecables rasgos adoptaron una expresión pesarosa y sombría.

—Creí que el general y sus tropas podrían ayudarnos a defender Saradush y a todos los hijos de Bhaal que acudieron a esta ciudad en busca de refugio. Gromnir y sus hombres vinieron porque yo se lo pedí.

Abdel asintió, recordando que los soldados de Saradush habían escupido ante la sola mención del nombre de Melissan. De repente el resentimiento de los soldados era perfectamente comprensible.

—Al principio el conde Santele, señor de la ciudad, dio la bienvenida a Gromnir y a sus hombres —explicó Melissan—. Pero cuando llegaron noticias de que un ejército se dirigía a la ciudad, el conde ordenó a las tropas de Gromnir y a todos los hijos de Bhaal que habían buscado amparo dentro de las murallas de Saradush que se marcharan. Él pensaba que si expulsaba a los hijos de Bhaal salvaría la ciudad.

—Déjame adivinar —intervino Jaheira—. Gromnir se negó a marcharse y sus hombres se hicieron con el control de la ciudad.

—Exactamente. El conde Santele tuvo que huir para salvar su vida. La milicia de Saradush no estaba preparada para hacer frente al golpe de Gromnir y antes de que se pudieran organizar empezó el asedio a la ciudad.

»A los capitanes y a los soldados calimshitas no les quedó otro remedio que aceptar de momento la autoridad de Gromnir, pues el único modo de defenderse contra los invasores que sitiaban la ciudad era trabajando juntos.

—¿Y los refuerzos? —quiso saber Imoen—. ¿Por qué el rey y la reina de Tethyr no han enviado tropas para romper el sitio y de paso deshacerse de Gromnir?

—Myratma, la capital del reino, se encuentra a muchos kilómetros de distancia —explicó Melissan—, y toda la región está infestada de fuerzas hostiles. Supongo que ya habréis oído los rumores que hablan de ejércitos que están devastando ciudades en los reinos meridionales.

»Saradush no es la única que libra esta guerra. El rey y la reina deben primero afianzar la seguridad de su propio patio trasero antes de acudir en ayuda de Saradush.

—No me extraña que Gromnir esté paranoico —comentó Abdel—. Apuesto a que tanto los sitiados como los sitiadores querrían verlo muerto.

—Llevas parte de razón —admitió Melissan—. No obstante, la mayoría de los habitantes de esta ciudad han aceptado que su única esperanza de sobrevivir al asedio es apoyar la dictadura de Gromnir… por el momento.

La mujer sacudió la cabeza en gesto de cansina decepción antes de añadir:

—Me temo que la presente situación no es la única razón del comportamiento de Gromnir. Sospecho que la maldición de ser uno de los vástagos de Bhaal le está pasando factura.

—¿Ese horrible ser peludo es hijo de Bhaal? —Imoen no daba crédito a sus oídos.

—Los hijos del Dios de la Muerte adoptan muchas formas. —Melissan arqueó las cejas y lanzó a Imoen la misma mirada penetrante que antes había recibido Abdel—. Como sin duda ya sabes, muchacha.

»Si Gromnir está aquí, en una Saradush asediada, es solamente por la sangre inmortal que corre por sus venas. De no haber sabido que el general tenía un interés personal en el destino de la prole de Bhaal, nunca lo hubiera llamado ni a él ni a sus leales tropas.

Probablemente Melissan hubiera añadido algo más, pero el carraspeo de Jaheira la interrumpió. Abdel no pudo evitar sonreír ante aquel modo tan poco sutil de su amada de recordarle a la otra lo que era verdaderamente importante.

—Pero claro, todo eso puede esperar hasta que salgáis de vuestras jaulas. Estoy seguro de que el general Gromnir os liberará si yo se lo pido.

A Jaheira le desagradaba la mujer. Había algo en el modo en que miraba a Abdel, con ansia. A Jaheira no le gustaba que ninguna mujer mirara a Abdel de aquel modo, ninguna excepto ella. Y tampoco le gustaba la avidez con la que Abdel bebía sus palabras, como un chico enamorado de su hermosa maestra.

Para sorpresa de Jaheira, Melissan cumplió su palabra y regresó menos de cinco minutos después con un juego de llaves.

—Estoy segura de que tienes muchas preguntas que hacerme, Abdel. Podrás hacerlo tan pronto como te saque de aquí. Y a tus compañeras también, por supuesto —añadió, como si acabara de ocurrírsele.

La druida se mordió el labio para evitar una áspera réplica. Sabía perfectamente que se estaba comportando de un modo estúpido al sentirse amenazada por Melissan. Abdel la amaba y daría la vida por ella.

Pero Melissan era realmente hermosa y además podía revelar secretos acerca de la sangre de Bhaal, cosa que Jaheira no podía hacer. La semielfa sabía que en el pasado Abdel se había quedado prendado de una mujer muy similar, la vampiresa Bhodi. Jaheira ya le había perdonado aquella falta, pues conocía muy bien el poder de encantamiento que los vampiros ejercían sobre los humanos, y se negaba a creer que en circunstancias normales Abdel pudiera serle infiel. No obstante, le quedaba un leve asomo de duda que le decía que la lacra de Bhaal consumía a Abdel y que éste haría cualquier cosa para librarse del legado de su padre. Cualquier cosa.

Melissan abrió primero la celda de Abdel y a continuación la de Sarevok. Acababa de girar la llave en la cerradura de la puerta de la celda de Jaheira cuando sonaron tres fuertes toques de cuerno, que resonaron en las paredes del calabozo.

—¡Una brecha en la muralla! —exclamó Melissan—. Los invasores han logrado pasar. Tres toques significa la muralla meridional.

La mujer giró sobre sus talones y echó a correr hacia la escalera. Su larga melena volaba tras ella mientras corría hacia la salida del calabozo. Con las prisas dejó colgando la llave en la cerradura de la puerta que encerraba a Jaheira.

—¡Tenemos que ir a ayudar a los hombres de la muralla y cerrar la brecha, o Saradush caerá! —gritó Melissan por encima del hombro, mientras subía los escalones de dos en dos.

Jaheira tuvo que admitir a regañadientes que su rival se movía con una velocidad y una gracia asombrosas.

—Vamos, id —los animó Jaheira, al tiempo que se acercaba a la llave que colgaba de la cerradura de su celda—. Yo abriré las puertas. Imoen y yo nos uniremos a la batalla enseguida.

Probablemente Abdel no la oyó, porque corrió hacia su celda.

—Vete, amor mío —insistió la semielfa—. Enseguida me reuniré contigo. —Para demostrar que Abdel no tenía por qué preocuparse de su seguridad, Jaheira deslizó un brazo entre los barrotes y justo alcanzaba la llave cuando Abdel llegó a su celda.

El hombretón deslizó a su vez una mano entre los barrotes, colocó la palma sobre el pecho de la semielfa y la empujó. Jaheira se tambaleó hacia atrás antes de caer al suelo.

—¡Abdel! —gritó, más por el asombro que por el dolor.

En lugar de responder, el mercenario cogió la llave con su manaza. Entonces flexionó los músculos del brazo y rompió la llave de metal en la cerradura, dejando atrapada a Jaheira dentro de la celda.

La druida se levantó apresuradamente, se lanzó hacia él y extendió un brazo entre los barrotes para cogerle de la camisa, pero Abdel saltó hacia atrás.

—Abdel, ¿qué estás haciendo? —preguntó. Desde la celda vecina Imoen le preguntó lo mismo.

Abdel se dio media vuelta antes de que Jaheira pudiera ver la expresión de sus ojos.

—Lo siento —fue todo cuanto dijo antes de subir la escalera, dejando a Jaheira y a Imoen atrapadas.

La mirada de horror y de traición que había visto en los ojos de Jaheira se le clavó en el corazón como una daga. De haber tenido tiempo se lo hubiera explicado, y también a Imoen. En sus días como mercenario Abdel había participado en muchos asedios, por lo que podía imaginarse la cruenta batalla que debería de estar librándose en aquellos instantes en las almenas, entre los defensores y los invasores que escalaban el muro. Abdel sabía que el único lugar en el que Jaheira e Imoen estarían seguras si perdía el control de su Furia asesina era lo más lejos posible de la batalla.

Le costó menos de un minuto recorrer la distancia desde lo alto de la escalera que conducía a los calabozos hasta las puertas del castillo. Sarevok y Melissan ya habían desaparecido en las calles de Saradush para ayudar a los soldados que defendían la muralla. Los gritos y chillidos de quienes corrían a unirse a la batalla le indicaron el camino.

Al doblar una esquina se encontró justo debajo de la refriega. Alzó la vista y vio que docenas de invasores habían logrado escalar la muralla, arrollando a los soldados de Saradush y de Calimshan apostados en las almenas. Y a cada segundo eran más los invasores que subían por las escalas para unirse a sus camaradas y obligaban a retroceder a los desesperados defensores. No había ninguna esperanza de conseguir refuerzos, pues los soldados que guardaban el resto de la muralla estarían defendiendo con denuedo sus posiciones ante ataques similares de los invasores con escalas.

No se habían dado más alarmas, lo que indicaba que únicamente había una brecha en el muro meridional. Si las tropas de Saradush lograban reconquistar las almenas, el ataque se detendría.

Abdel corrió junto a la base del muro en dirección a la puerta abierta a los pies de la torre más próxima, una de las muchas que bordeaban las fortificaciones de la ciudad. Al llegar a la escalera de caracol la subió a toda prisa e irrumpió en la almena.

Melissan y Sarevok ya estaban allí, luchando junto con la media docena de defensores que resistían aún contra el mar de invasores. La espigada mujer blandía la maza con ambas manos de un lado al otro, desarmando primero a un enemigo para enseguida cambiar la trayectoria del arma y estrellarla contra el cráneo de otro rival, atravesando con sus púas el yelmo de hierro. Para cuando el moribundo cayó al suelo rodeado por el charco de sangre que manaba de la sien en la que había recibido el impacto, Melissan ya luchaba con el próximo enemigo.

Fue, entonces cuando Abdel cayó en la cuenta que se había lanzado a la batalla desarmado. Había dejado que los soldados de Gromnir le quitaran el sable cuando lo escoltaban hacia los calabozos. Sin detenerse, el mercenario se arrojó al suelo y aprovechando el impulso que llevaba ejecutó un salto mortal adelante. Mientras rodaba sobre sí mismo recogió la espada de uno de los muchos defensores de Saradush que habían caído, y se levantó justo a tiempo de parar el ataque de una pesada hacha de guerra.

Sin perder velocidad cargó con todas sus fuerzas contra el soldado rival, que era mucho más menudo que él. Aprovechando su superioridad física lo obligó a retroceder. El hombre dejó caer el hacha y dibujó un molinete en el aire con los brazos para conservar el equilibrio mientras retrocedía tambaleante contra el borde de la muralla. Abdel dio un paso atrás, apoyó una bota contra el pecho del soldado y empujó. El soldado se cayó hacia atrás, sobre el parapeto, y fue a estrellarse gritando contra el duro suelo.

Junto a él Abdel vio cómo Sarevok abría un camino de destrucción entre sus enemigos. Al igual que el mercenario, Sarevok se había metido en la batalla sin empuñar una espada, pero a diferencia de su hermanastro Sarevok no se había molestado en conseguirse una.

Con sus manoplas de metal aplastaba cráneos y dejaba los rostros de sus enemigos convertidos en pulpa. Gracias a las placas de hierro reforzado de la armadura recibía una lluvia de golpes sin sufrir daño alguno, y respondía con los pinchos que sobresalían de los codos o daba tajos con las afiladas hojas forjadas encima de los brazales de su armadura negra, cortando indiscriminadamente metal, carne y hueso. A quienes tenían la fortuna de eludir sus mortales brazos, Sarevok los dejaba lisiados o moribundos en el suelo después de hacer picadillo sus extremidades inferiores con el filo incorporado a las canilleras.

La imagen de Sarevok abriendo un horripilante camino de muerte y sangre en la batalla obtuvo una respuesta instantánea en el alma de Abdel. La furia de Bhaal respondió a la muda invitación de Sarevok y el mercenario empezó a abatir a sus enemigos como quien siega trigo.

Ni siquiera una división de soldados de elite podrían haber resistido el implacable asalto de Abdel. Pero los soldados que se le enfrentaban no eran más que carnaza, hombres prescindibles que formaban la primera oleada de asaltantes. Su equipo era de ínfima calidad, y no contaban con ningún tipo de técnica ni entrenamiento. Abdel frustraba desdeñosamente sus pobres intentos de parar sus estocadas mortales, y esquivaba fácilmente sus torpes y desequilibradas arremetidas con las espadas. A los que cometían la tontería de cruzarse en su camino los destripaba, les sacaba las vísceras del tronco con un veloz movimiento de la espada. Y quienes tenían la sensatez de dar media vuelta y correr recibían el golpe de gracia por la espalda. El mercenario dejaba a su paso una estela de muerte y destrucción.

En medio de aquella carnicería Abdel sentía cómo las hambrientas llamas que ardían en su interior se avivaban, alimentadas por la continua lluvia de sangre que le cubría por completo manos y rostro. Veía el mundo teñido de color escarlata y nublado por la creciente cólera de Bhaal. El fuego se convirtió en un infierno de llamas, de tal modo que Abdel sentía que sus víctimas podían notar el calor que emanaba de su piel al mismo tiempo que probaban la frialdad de su acero.

Pero en aquella ocasión las llamas no lo consumieron. Incluso en medio de aquella carnicería el mercenario no llegó a perder el control; no llegó a perderse a sí mismo. Con enorme fuerza de voluntad fue capaz de dominar al demonio que llevaba dentro, al Aniquilador.

Con su avance despejó el camino hasta la escala más próxima que los invasores habían usado para escalar la muralla. Abdel tuvo la presencia de ánimo suficiente para empujarla, alejándola del muro, y tirarla al suelo. Con tres rápidas estocadas y tres enemigos menos llegó a la segunda de las escalas, que también volcó, arrastrando con ella a varios soldados que subían por ella.

Las otras dos escalas ya habían sido retiradas una por Sarevok y la otra por Melissan. Abdel giró sobre sus talones para enfrentarse a la refriega, pero ya sólo quedaban en pie soldados con los colores de Saradush o de Calimshan. En su alma ardía aún una abrasadora sed de sangre que lo instaba a descargar su furia contra sus aliados. El mercenario sentía en la piel una sensación de hormigueo y picazón, los primeros síntomas de la horrible transformación que había luchado por evitar a toda costa.

Pero el mercenario sofocó aquel fuego interno al tiempo que dejaba caer la espada al suelo con estrépito, ahogando los oscuros deseos que despertaba en él la contaminada sangre de su padre, tan fácilmente como aplastaría a un insecto bajo la bota. Así pues la transformación terminó antes incluso de haber empezado. Pero Abdel no tuvo tiempo para celebrar su victoria ni siquiera para preguntarse por qué había apagado tan fácilmente las ansias de sangre de Bhaal.

Uno de los supervivientes de las tropas de Saradush recogió un gran cuerno de un camarada caído, mientras otros empezaban a buscar heridos entre los cuerpos. El hombre del cuerno lanzó tres largas y trémulas llamadas para informar a los demás defensores que la muralla sur volvía a ser segura.

En respuesta sonaron en la ciudad sitiada más toques de cuerno.

—Hemos cerrado la brecha —dijo Melissan, situada al lado de Abdel aunque el mercenario no se había percatado de su presencia. La mujer jadeaba ligeramente por el esfuerzo de la lucha mientras explicaba el significado de las señales con el cuerno que se oían—. El resto de la muralla aguanta y los atacantes se han retirado. Por ahora.

Abdel quería preguntarle muchas cosas a aquella mujer, cosas que necesitaba saber. Pero cuando abrió la boca fue para exclamar:

—¡Jaheira!

El mercenario dio media vuelta y corrió hacia los calabozos.