7

Los soldados los rodearon menos de un minuto después de que salieran de las alcantarillas. A Abdel no le extrañó. Ya había amanecido. Se habían pasado toda la noche recorriendo el laberinto de las cloacas.

A la luz del día unos guerreros del tamaño de Sarevok y él mismo no podían pasar inadvertidos, y los residuos que empezaban a secarse sobre sus ropas no dejaban lugar a dudas de cómo habían entrado en la ciudad. Tratándose de una ciudad asediada era natural que los nerviosos ciudadanos hubieran alertado enseguida a la milicia.

—¡Tirad las armas o los arqueros dispararán!

Una docena de hombres protegidos con cota de mallas y armados con largas lanzas habían formado un amplio círculo a su alrededor. Más allá media docena de arqueros tenían los arcos flechados y prestos. Lentamente Abdel desenvainó el sable que llevaba a la espalda, teniendo que contenerse para no descargar su furia contra los hombres que lo amenazaban. En vez de eso arrojó la espada al suelo. Sus compañeras lo imitaron.

—Eh, tú —gritó el capitán de la guardia—, el de la armadura. Quítatela. No quiero que cortes en pedazos a mis hombres.

Sarevok no obedeció.

—No puedo hacer eso.

—No tienes elección —replicó el capitán—. Quítatela o mis hombres dispararán.

—Hemos venido en son de paz —intervino Jaheira, tratando de cambiar de tema—. Venimos en busca de una mujer llamada Melissan.

Al oír aquel nombre varios soldados volvieron la cabeza para escupir en el suelo, pero el capitán se limitó a poner ceño.

—El nombre de Melissan no te hará ganar puntos entre nosotros. Dile a tu amigo que se quite la armadura.

—No es amigo nuestro —protestó Jaheira.

El capitán se encogió de hombros y dio una escueta orden:

—Disparad.

De un salto Abdel se puso delante de la semielfa con la intención de interceptar con su cuerpo los mortales proyectiles que volaban hacia el pecho de Jaheira. Mientras lo hacía se dio cuenta de que no podría protegerla al mismo tiempo a ella y a Imoen.

Pero sus miedos no estaban justificados, pues los disciplinados arqueros dispararon solamente contra Sarevok. Media docena de flechas surcaron el aire de la mañana e impactaron contra el guerrero de la armadura. Varias de las saetas rebotaron contra el hierro de la coraza sin causarle daño alguno, pero una de ellas penetró en la vulnerable juntura entre un hombro y el cuello, y se clavó en la carne varios centímetros.

Sarevok alzó una mano con aire de desdén y rompió la flecha por el asta, dejando poco más de un centímetro de recortada madera sobresaliendo de la juntura. El resto lo arrojó al suelo.

Los arqueros se quedaron en silencio, anonadados, y en el rostro del capitán apareció una expresión de comprensión.

—Es un maldito hijo de Bhaal —susurró.

Uno de los lanceros que los rodeaban bajó el arma y arremetió contra Sarevok con la intención de atravesarlo.

El guerrero descargó su pesado guantelete contra la lanza con tal velocidad que su puño no era más que una mancha borrosa, y con tal fuerza que hizo pedazos la gruesa vara de madera.

Llevado por el impulso de la carrera el soldado, ya desarmado, se puso al alcance del otro puño de Sarevok, que ya describía un arco dirigido contra la desprotegida cabeza de su rival. Abdel se temía que Sarevok girase el brazo de modo que la hoja que le sobresalía del brazal decapitara al infortunado atacante.

En vez de eso Sarevok golpeó a su rival en la sien con la parte plana de la palma. El soldado se desplomó por efecto del cruel golpe y de su boca salió una lluvia de dientes que rebotaron contra los adoquines de la calle. El cuerpo del desafortunado se estremeció una sola vez y luego se quedó quieto. De su boca desdentada brotó un charco de sangre, mientras que un hilo le manaba de la nariz y del oído.

Abdel recogió el sable del suelo sin ánimo de atacar sino sólo de defenderse. Pero el movimiento fue tan súbito que uno de los arqueros le disparó una flecha contra el pecho. El fornido mercenario lanzó un grito mientras se arrancaba la cabeza del proyectil de la carne. La herida se cerró casi al instante pero el recuerdo del dolor permaneció. En lo más profundo de sí sintió cómo las enfurecidas llamas alimentadas por la sangre de su padre cobraban vida.

Enemigos moribundos, soldados masacrados, civiles asesinados; una imparable avalancha de imágenes violentas enterraron toda razón y todo pensamiento consciente. ¡Saradush pagaría muy caro haber osado atacar al hijo de un dios!

Avanzó medio paso hacia los lanceros que, siguiendo las órdenes de su capitán, se empeñaban neciamente en mantener sus posiciones. Jaheira le puso una mano encima del hombro, ante lo cual Abdel reaccionó violentamente dándose media vuelta y mirándola con odio.

Pero la imagen de la atribulada faz de la semielfa lo calmó de inmediato. La tranquilizadora caricia de la mujer a la que amaba tuvo la virtud de apagar el fuego de Bhaal que ardía en su interior.

Al echar un vistazo a un lado le sorprendió comprobar que también Sarevok había conseguido dominar su cólera y se mantenía de pie, implacable, junto al soldado inconsciente a sus pies.

—¡Deteneos! —gritó Imoen a los arqueros, prestos a lanzar otra andanada de flechas. Sorprendentemente prestaron oídos a su súplica y no dispararon.

El capitán fulminó con la mirada a Sarevok y a Abdel con ojos en los que ardía el resentimiento. A una señal suya los arqueros tensaron las cuerdas pero no dispararon, a la espera de que su capitán diera la orden.

—Nos matarán a todos —dijo Imoen, señalando con la cabeza a Sarevok y luego a Abdel. El capitán frunció el entrecejo y bajó la mano. Los arqueros bajaron sus arcos al unísono.

Un pequeño destacamento de soldados dobló la esquina a todo correr, con los sables ya desenvainados. Los refuerzos llevaban uniformes del ejército de Calimshan, algo que a Abdel se le antojó muy extraño, pues Saradush pertenecía al reino de Tethyr.

El capitán de los saradushos sacudió la cabeza con aire resignado al ver a los recién llegados.

—¡Capitán! —gritó el líder de los espadachines, mientras sus hombres tomaban posiciones detrás de los lanceros—. ¡Exijo saber qué ocurre aquí!

—Invasores, Garrol. Son hijos de Bhaal.

El mayor Garrol enarcó una ceja e inquirió:

—¿Todos ellos?

—Bueno, no… Al menos, no creo.

—Hay hijos de Bhaal entre nosotros —los interrumpió Jaheira—, pero no queremos haceros ningún daño. Estamos buscando a una mujer de nombre Melissan.

Garrol hizo caso omiso de las palabras de la semielfa y siguió dirigiéndose únicamente al capitán.

—Debemos informar al general Gromnir. Reúne a tus hombres y regresad a vuestros puestos en la muralla.

El capitán nada respondió pero, a una seña suya, dos de los lanceros bajaron sus armas y se aproximaron cautelosamente al cuerpo de su camarada inconsciente. Sarevok retrocedió para que pudieran recoger al caído sin tener que ponerse al alcance de sus temibles puños.

—Esto… ¿Qué pensáis hacer con la reja arrancada y con la alcantarilla? —preguntó Imoen.

Finalmente Garrol centró su atención en los cuatro forasteros.

—¿De qué estás hablando? —quiso saber.

—De la alcantarilla en el muro occidental. Por ahí es por donde entramos. Es lo bastante grande para que un soldado vestido con armadura se arrastre por ella. Si queréis impedir que el enemigo entre en la ciudad, os sugiero que apostéis algunos soldados.

—El enemigo ya está dentro —murmuró el capitán, pero Garrol fingió no haberlo oído.

—Capitán, te sugiero que te tomes en serio las palabras de esta dama y que te ocupes enseguida de la brecha en nuestras defensas. Informaré de la situación al general Gromnir cuando lleve a estos hijos de Bhaal a su presencia para ser juzgados.

—¿Juzgados? —exclamó Jaheira, indignada—. ¿Por qué vamos a ser juzgados exactamente?

Nadie le respondió. El capitán y sus tropas ya se habían puesto en movimiento, mientras que la patrulla de Garrol los rodeaba.

—Por vuestra propia seguridad y la de la ciudad, os insto a que me acompañéis sin causar más problemas. —La voz del mayor era brusca pero educada. Hablaba como alguien que se limita a hacer su trabajo.

Antes de que ni Jaheira ni Imoen pudieran protestar, Abdel expresó su aquiescencia.

—No queremos problemas. Os acompañaremos.

El mercenario recordaba muy vívidamente que había estado a punto de descargar la despiadada violencia de su padre contra las tropas de Saradush. Se estremecía interiormente al imaginarse la terrible carnicería que podría causar el Aniquilador si era liberado dentro de las murallas de la ciudad sitiada. Abdel estaba dispuesto a casi cualquier cosa para evitar otra confrontación y arriesgarse a sentir de nuevo aquella insaciable sed de sangre a la que sucumbió en el claro del bosque, cuando mató con sus propias manos a la Cazadora. Sólo podía confiar en que sus compañeros, especialmente Sarevok, se plegaran a su decisión.

Nadie se opuso a él.

Garrol le dirigió una brusca inclinación de cabeza antes de añadir:

—Muy bien. El general Gromnir querrá hablar con vosotros enseguida.

Mientras los soldados de Calimshan —totalmente fuera de lugar en Saradush— los escoltaban, Jaheira fue recordando por qué no le gustaban las ciudades.

No era únicamente porque el pavimento de piedra impidiera todo contacto entre sus pies y la tierra viva, y tampoco porque en él no creciera ni hierba ni árboles, ni tampoco por los fríos y duros edificios que se alzaban por todas partes y le tapaban la visión del cielo, confinándola y produciéndole una sensación de ahogo.

La ciudad poseía un olor peculiar formado por los efluvios que inevitablemente generaban las personas cuando se reunían en gran número. El viciado y agrio hedor de sudor, el empalagoso aroma de la comida transportada desde las granjas de la periferia y que justo empezaba ya a pudrirse, los caballos, los orinales, el leve tufo de las cloacas que ahora tan bien conocía y que percibía cada vez que pasaban cerca de una rejilla. Y encima de todo ello los empalagosos perfumes y jabones con los que las masas «civilizadas» trataban de camuflar tal fetidez. Era el olor de la civilización.

Jaheira arrugó la nariz, asqueada. Lo peor era el olor, aunque era algo que ya se esperaba cada vez que se aventuraba en una ciudad, un pueblo o una villa. Pero había otras cosas en Saradush que le disgustaban, cosas que la diferenciaban de la mayoría de los núcleos urbanos en los que había estado. Las calles se veían desiertas; no eran un hervidero de vida como sería de esperar. Había poca gente y estaba diseminada. Jaheira se dio cuenta de que esas pocas personas se la quedaban mirando con una inconfundible expresión de resentimiento e incluso odio en sus ojos. Pero lo que más llamaba la atención era la ausencia de animales en las calles: ni perros, ni gatos, ni siquiera ratas.

—¿Dónde están los animales? —preguntó, deseosa de romper el opresivo silencio—. ¿Acaso los habitantes de Saradush no tienen mascotas?

Desde su posición al frente de la comitiva Garrol ni siquiera volvió la cabeza para responder:

—Las tenían. Pero después de un mes de asedio las provisiones empezaron a escasear y cuesta mucho conseguir comida. —Aunque el mayor trató de mantener el decoro propio de su deber, Jaheira detectó en su voz un leve atisbo de repugnancia.

—¡Puag! —La reacción espontánea de Imoen demostraba que había oído la conversación—. ¡Qué asco!

Como druida que era Jaheira comprendía el orden natural: muchos animales servían de comida a otros para que pudieran sobrevivir. Era lo natural. Pero comerse una mascota, un animal de compañía leal y cariñoso, era una idea aborrecible. La semielfa tenía una razón más para odiar las ciudades.

—¿Lleváis así un mes? —inquirió Abdel—. ¿Dónde están los refuerzos? ¿Por qué el rey y la reina de Tethyr no han acudido en ayuda de Saradush?

Garrol rebulló incómodo. Él era un oficial de un ejército extranjero que ocupaba una ciudad sitiada por otro ejército. Jaheira comprendía perfectamente su incomodidad.

—Antes de que el asedio se iniciara hubo muchos informes de bandas de mercenarios que se dedicaban al saqueo y el pillaje por toda la zona occidental de Tethyr. Las fuerzas reales están demasiado ocupadas limpiando de bandidos y malhechores los alrededores de Myratma y las rutas comerciales. No pueden enviar los ejércitos al este para salvarnos el pellejo.

—Seguro que si supieran lo feas que se han puesto las cosas… —empezó a decir Imoen.

—Pero no lo saben —la atajó Garrol—. Ni uno solo de nuestros mensajeros ha logrado atravesar las fuerzas que rodean las murallas. Y aunque alguno lo consiguiera, podría pasar hasta un mes hasta que llegara la ayuda. Estamos muy, muy lejos de las sedes del poder.

—Bueno, considerando la situación en la que se halla, me extraña que Saradush no nos dé la bienvenida. Quiero decir que podríamos ser los únicos refuerzos que lleguen. Pero los soldados de Saradush nos miraban como si quisieran matarnos —dijo Imoen.

—La última cosa que quieren ver los ciudadanos de Saradush son más forasteros —le explicó Garrol—. Aquí los de nuestra especie no están bien vistos. Nos echan la culpa del asedio.

—¿Los de nuestra especie? ¿Te refieres al linaje de Bhaal? —quiso saber Jaheira.

—Los ciudadanos de Saradush ofrecieron su ciudad como refugio —respondió el mayor—. Querían ayudar a proteger a los perseguidos. A instancias de Melissan ofrecieron asilo a los hijos de Bhaal. Y mira qué tienen a cambio. Y lo de Gromnir fue el colmo.

Uno de los soldados de la escolta tosió significativamente y Garrol enmudeció de golpe, apretando con tanta fuerza la mandíbula que los dientes le chasquearon. Se sonrojó abochornado y Jaheira se dio cuenta de que se había excedido al revelar tanta información.

El resto del trayecto transcurrió en silencio. Aunque los edificios que la rodeaban afectaban su sentido de la orientación, la semielfa sentía que Garrol los conducía al corazón de la ciudad. A medida que se aproximaban al centro fue apareciendo ante sus ojos un impresionante castillo de piedra. Garrol los condujo directamente hacia las puertas, que se abrieron para dejarles paso y se cerraron con estrépito a su espalda.

Atravesaron rápidamente el patio y la estructura principal de lo que en otro tiempo debió de ser el castillo de la nobleza local. Dentro, una infinidad de soldados, todos ellos ataviados con el uniforme de Calimshan, flanqueaban los corredores de la fortaleza. Al ver a Garrol abandonaban su posición de firmes para saludarlo, pero Garrol no se molestaba en devolverles el saludo.

El mayor los guiaba por los pasillos del castillo a tal velocidad que, pese a sus largas piernas, Jaheira tenía dificultades para mantener el paso, e Imoen tuvo que echar a correr varias veces para no ser arrollada por la escolta de soldados que marchaban tras ellos.

A aquel ritmo no tardaron mucho en llegar a la cámara de audiencias. Alrededor de la gran sala abierta se habían apostado estratégicamente soldados de Calimshan bien armados así como una docena de civiles. En el extremo más alejado de la cámara, sentado en el trono, los esperaba el hombre más mugriento, adusto y peludo que Jaheira hubiese visto en toda su vida. Tenía el rostro oculto tras una poblada y descuidada barba negra, y del flequillo le colgaban largos mechones de pelo enmarañado que le tapaban los ojos casi por completo. Sus ropas estaban tan manchadas y asquerosas que la semielfa tardó un segundo en comprender que llevaba el mismo uniforme que Garrol y el resto de soldados calimshitas.

—General Gromnir, estas personas han venido a ver a Melissan —dijo Garrol a aquella suerte de salvaje.

—¡Ja! —espetó el general a modo de respuesta, y ladeó la cabeza para fijar en Sarevok su torcida mirada—. ¡Gromnir sabe que solamente los hijos de Bhaal buscan a Melissan! ¡Ja, ja! ¡Han llegado más hijos de Bhaal para morir aquí! ¡Qué divertido!

—Que Mielikki nos asista —susurró Jaheira, esperando que solamente Abdel la oyera—. Está loco.

Abdel coincidió con la valoración de su anfitrión que Jaheira había expresado a media voz. Definitivamente el modo en que Gromnir hablaba no parecía el de alguien cuerdo, y el brillo de sus ojos que atisbaban por detrás de los largos y grasientos mechones de pelo que le caían sobre la frente resultaba perturbador. Pero Abdel estaba decidido a no perder la calma. No tenía ninguna intención de volver a liberar accidentalmente el espíritu destructor del Dios de la Muerte.

—General Gromnir —dijo, esperando que su voz sonara calma y tranquilizadora—. Sí, soy un hijo de Bhaal, pero no he venido a causar ningún mal.

—¡Ja! Los hijos de Bhaal causan daño allí adónde van. ¡Siempre llevan sangre y violencia! ¡Gromnir lo sabe! ¡Ja, ja!

—Sólo quiero hablar con Melissan —prosiguió Abdel, tratando no demostrar la inquietud que despertaba en él el demente comportamiento del general—. Busco…

—¡Refugio! —lo interrumpió Gromnir—. ¡La prole de Bhaal acude a Saradush en busca de refugio! Gromnir lo sabe. ¡Ja! ¡Melissan les promete protección pero ellos solamente hallan la muerte! ¡Ja, ja! Qué divertido, ¿verdad?

Sacudiendo la cabeza Abdel hizo un nuevo intento.

—No, no buscamos refugio. Solamente queremos…

—¿No queréis refugio? ¿Pues qué buscáis entonces? ¡Ja! ¿Tal vez la muerte de Gromnir?

Sarevok se le adelantó antes de que a Abdel se le ocurriera una respuesta que no agitara aún más a su alterado anfitrión.

—No he venido a matarte, Gromnir. De haberlo querido lo habría hecho mucho tiempo atrás.

El general volvió tan bruscamente la cabeza al reconocer a quien había hablado, que los enmarañados mechones se le levantaron dejando al descubierto unos ojos desorbitados por la sorpresa.

—¡Gromnir te conoce! ¡Ja! ¡Gromnir oyó que Sarevok había muerto! ¡Ja, ja!

—Sarevok, ¿conoces a ese loco? —preguntó Jaheira sin tratar de reprimir el tono acusatorio de su voz.

—Sarevok conoce a Gromnir —replicó el general— y Gromnir conoce a Sarevok. ¡Encerradlos en los calabozos!

Por el rabillo del ojo Abdel vio cómo sus compañeros se aprestaban para la lucha. Imoen deslizaba una mano hacia la daga que llevaba al cinto, Jaheira agarró con fuerza la vara, lista para empuñarla a modo de arma, e incluso la figura de Sarevok revestida por una coraza pareció encogerse, preparándose. Pero ante una rápida sacudida de la cabeza de Abdel todos se relajaron.

Los soldados se acercaron cautelosamente y los desarmaron. Abdel trató de tranquilizar con la expresión las interrogadoras miradas de sus compañeras. A lo largo de su vida había escapado de muchas prisiones y apostaría cualquier cosa a que la de Saradush no sería distinta. Prefería jugársela contra barrotes y una celda a arriesgarse a librar otra batalla en su interior contra el fuego de Bhaal, que podía poseer su alma y transformarlo en el demonio de cuatro brazos: el Aniquilador.