6

—¿Eso es Saradush? —Fue Imoen quien formuló la pregunta que todos tenían en la mente—. ¿Y cómo se supone que vamos a entrar?

Sarevok se encogió de hombros.

—Yo sólo os prometí que os traería hasta aquí para que conocierais a Melissan. Si Abdel quiere encontrar respuestas a sus preguntas tendrá que hablar con ella. Y ella está dentro.

Durante casi una semana Abdel y sus compañeras habían seguido a Sarevok. Tras abandonar el refugio que les ofrecía el bosque de Tethir, habían recorrido una agotadora distancia a pie, azuzados por los enemigos que les iban a la zaga y por su antiguo enemigo convertido en guía. Sarevok los había conducido en dirección este y sur cruzando el río Sulduskoon para llevarlos luego a pocos días de marcha de la legendaria garganta del Ídolo Caído. Por fin habían llegado a las estribaciones noroccidentales de las montañas Omlarandin, que en realidad no eran más que redondeadas colinas cubiertas de hierba, pero de mayor tamaño.

La ciudad de Saradush se hallaba justo al otro lado del borde occidental de la pequeña cadena montañosa, y después de viajar durante días hacia el sur atravesando las onduladas colinas, finalmente Abdel y sus compañeras avistaron su meta. Y lo que vieron no les gustó ni pizca.

Saradush estaba sitiada.

A Abdel la escena le resultó muy familiar. Desde poco más de un kilómetro de distancia Saradush parecía una villa de reducidas dimensiones rodeada por altas murallas de piedra más bien blancas que grises. Desde la atalaya que representaban las colinas, donde se dominaban los campos y las llanuras que conducían a las puertas de la ciudad, el mercenario contó hasta un centenar de grandes tiendas. El sol estaba cerca de su cenit, por lo que costaba distinguir el resplandor de las hogueras del campamento, pero Abdel vio miles de delgadas columnas de humo que ascendían en el aire inmóvil y se unían para formar una pesada nube de ceniza que flotaba sobre las llanuras. Alrededor de las tiendas pululaba un número incontable de diminutas figuras, incluyendo a soldados que trataban de abrir un boquete en las murallas. No se movían como quien tiene prisa, sino con una denodada e implacable determinación. Muchos soldados se agrupaban en torno a objetos muy grandes.

Aunque desde la distancia no podía distinguir los detalles de aquellos objetos, supuso qué eran: enormes torres de madera alzadas sobre plataformas de quince metros de altura que permitían a los invasores mirar por encima de las murallas y analizar las defensas de los sitiados. Los atacantes tenían preparados trabuquetes y catapultas con los que lanzar por encima de las murallas barriles llenos de brea ardiendo. Asimismo tenían prestos arietes con los extremos de acero situados a cierta distancia de las murallas, fuera del alcance de las flechas incendiarias y del aceite hirviendo.

Muchos de los soldados habían formado en hileras y, pese a que no podía ver la lluvia de flechas, Abdel sabía que los arqueros se dedicaban a disparar una andanada continua de flechas para mantener ocupados a los soldados de dentro de la ciudad. Mientras los defensores recibían una interminable lluvia de flechas emplumadas, los atacantes podían maniobrar libremente sus máquinas de guerra y sus artefactos de asedio sin temor a represalias. Durante sus años de mercenario Abdel se había encontrado en numerosas ocasiones tanto en el bando de los sitiadores como en el de los sitiados, por lo que sabía que pese a lo costoso de los sitios tanto en el aspecto material como en el de vidas humanas, normalmente tenían éxito.

Dentro, el número de defensores iría disminuyendo por el incesante bombardeo con proyectiles incendiarios, los efectos del hambre y la inevitable aparición de epidemias debida a la acumulación de porquería y residuos. Los invasores no cejarían, irían mermando la voluntad del enemigo y de vez en cuando un puñado de ellos se lanzaría a la conquista de las murallas armados con escaleras y ganchos, con la vana esperanza de escalar los muros y acabar con los soldados que defendían las almenas. Desde luego, los sitiados retirarían inmediatamente los ganchos y las escalas, por lo que la mayoría de los invasores moriría al estrellarse contra el suelo. Los pocos que tuvieran la fortuna de alcanzar las almenas serían masacrados por los soldados defensores, muy superiores en número, y sus cadáveres serían arrojados por la muralla en gesto de mudo desafío dirigido a los atacantes.

Pero al final la ciudad se vería forzada a rendirse debido al hambre y a la pestilencia. O quizás una roca lanzada por uno de los trabuquetes desmoronaría una gran sección de la muralla y el enemigo se introduciría por ese boquete. O un ariete lograría demoler las puertas, arrancando la madera de sus goznes, y dejaría un orificio demasiado grande para defenderlo con éxito mucho tiempo. A veces, aunque no solía ocurrir, los temerarios intentos por escalar las murallas tenían éxito, si es que milagrosamente eran muchos los soldados que lograban llegar arriba y eran capaces de mantener la posición el tiempo necesario para recibir refuerzos de sus compañeros.

Lo que no variaba nunca era el final: sin ayuda exterior Saradush caería.

—Me mentiste, Sarevok —esperó airadamente a su hermanastro—. Nos has conducido a una trampa.

A lo largo de la semana larga de viaje Abdel apenas había intercambiado una docena de palabras con el espectral guerrero. Muy prudentemente Sarevok no había tratado de entablar conversación ni con Abdel ni con Jaheira. Sólo de vez en cuando dirigía la palabra a Imoen, pero ante las gélidas miradas de sus compañeros la joven respondía muy brevemente, por lo que al fin Sarevok se había resignado al silencio.

Por la noche Abdel, Jaheira e Imoen montaban guardia por turnos para velar el sueño de los otros dos. Sarevok no les inspiraba la confianza suficiente para dormir tranquilamente estado él cerca, sin nadie que vigilara. Por su parte, Sarevok se pasaba toda la noche de pie e inmóvil, ocultando el rostro debajo de su oscuro visor. Muchas veces Abdel se preguntaba si era la armadura la que lo sostenía en aquella posición y le permitía dormir de pie, o si la forma física que había adoptado en su regreso al mundo mortal no necesitaba dormir. Y tampoco comía, o al menos no lo hacía en presencia de los demás, y no se desprendía nunca de su armadura.

—No te he mentido, hermano —se defendió Sarevok—. No tengo ninguna intención de traicionar a quien me ha dado otra oportunidad de vivir.

—Entonces ¿por qué nos has traído hasta esta ciudad sentenciada? —quiso saber Jaheira.

—No sabía que Saradush estuviera sitiada. Si tenéis miedo de que sea una trampa, no tenéis por qué entrar en la ciudad. —Tras una breve pausa, el guerrero añadió—: Pero entonces no averiguarás los secretos que guarda Melissan, Abdel; los secretos de nuestro padre. Melissan tiene las respuestas.

—¡Aunque digas la verdad no hay modo de entrar! —exclamó Jaheira.

—Eso no es verdad, semielfa. Si lo quisiera, mi hermano podría atravesar las puertas principales sin resultar herido. Podría incluso masacrar a todo el ejército invasor y salvar la ciudad.

—No —replicó Jaheira—. ¡Mientes de nuevo! Ignoramos hasta dónde llegan los poderes de regeneración de Abdel, y no pondrá su vida en peligro enfrentándose contra todo un ejército para averiguarlo.

—Además, no es invulnerable. La arquera consiguió herirlo —apostilló Imoen.

Abdel guardaba silencio. Sabía que tanto Jaheira como Imoen estaban en lo cierto, que sus objeciones eran válidas. Pero dentro de sí también sabía que Sarevok tenía razón, que si descargaba toda su furia contra el ejército reunido en la llanura que se extendía a los pies de las colinas, nadie podría impedirle cruzar las puertas de la ciudad. Y cualquiera que lo intentara perdería la vida.

Si los defensores trataban de impedirle que entrara, también ellos morirían, y si esa tal Melissan se negaba a ayudarlo, probablemente también la mataría a ella. Después de todo, era el hijo de un dios, el vástago de Bhaal. Sí, podría entrar en la ciudad si quisiera. Todo lo que tenía que hacer era liberar la esencia de su padre y sumergirse en una orgía de sangre y asesinato. Pero sabía que si lo hacía, estaría perdido. La parte de él que era Abdel Adrian desaparecería para siempre, consumida por la bestia destructora que era el Dios de la Muerte reencarnado.

—Si masacrar a todo un ejército es el único modo de entrar, entonces tendré que aprender a vivir sin respuestas —decidió el fornido mercenario.

El familiar chirrido de la armadura de Sarevok cuando éste se encogía de hombros puso una vez más los pelos de punta a Abdel.

—Yo no he dicho que ése fuese el único modo de entrar. Simplemente mencionaba la primera solución que se me ha ocurrido. —Había un matiz de pesar en la monótona voz del guerrero—. Tal vez tales pensamientos explican por qué yo me perdí en el espíritu de nuestro impío padre, mientras que tú hasta el momento has conseguido resistirte a su llamada.

—Creo que yo puedo hallar el modo de entrar —intervino Imoen con un asombroso tono de determinación en su aguda voz.

—¿Cómo? —preguntó Abdel.

—En nuestra infancia en el alcázar de la Candela, yo entraba y salía de allí cuando me apetecía —le explicó, y se echó a reír ante la horrorizada expresión de incredulidad que se pintó en la faz de Abdel—. Todas las casas, todos los castillos, todos los alcázares y todas las ciudades amuralladas tienen una entrada trasera, una entrada que casi nadie conoce porque no se usa. Sólo había que encontrarla.

—Olvídalo. Es demasiado peligroso.

—Si esa Melissan tiene respuestas a tus preguntas, Abdel, tal vez también las tenga a las mías.

El mercenario se quedó momentáneamente desconcertado por el enfado que traslucía la voz de la muchacha.

—Tú no eres el único al que esta maldita sangre de Bhaal ha arruinado la vida. Tú no eres el único que debe luchar y enfrentarse al hecho de que su padre fue un dios. Quiero conocer a esa mujer, Abdel, y para lograrlo estoy dispuesta a correr algunos riesgos.

Abdel iba a responder pero Jaheira alzó una mano para acallarlo.

—Imoen tiene razón, amor mío. —La semielfa apoyó una de sus finas manos en el musculoso brazo del mercenario y lo miró directamente a los ojos—. Por suerte el fatal legado de Bhaal no me afecta, pero tú no eres el único que soporta esa carga, Abdel. Yo no tengo ningún derecho a rechazar la decisión de Imoen, pero tú tampoco. Es posible que tenga éxito. A veces, cuando la fuerza bruta no sirve, hay que recurrir al sigilo.

Antes de replicar Abdel observó los rostros de sus compañeras. Jaheira exhibía una expresión de frustración e impotencia que ya le era familiar. En sus bellos rasgos se reflejaba claramente tanto el deseo de eliminar el estigma de Bhaal de la torturada alma de su amado, como su incapacidad para hacerlo. Y en Imoen vio algo muy distinto: pese a su juventud mostraba ya en su faz las arrugas y las marcas causadas por la carga de ser el vástago del Dios de la Muerte. Los ojos de Imoen reflejaban el mismo deseo que el suyo por verse libre de aquel legado maldito o, al menos, hallar el modo de aceptarlo. Bajo todo ello Abdel reconoció la misma esperanza desesperada que lo invadió a él cuando acordó con Sarevok devolverle la vida a cambio de la promesa de algunas respuestas.

—Muy bien —consintió al fin—. Intenta encontrar un modo de entrar, pero al menos espera a que anochezca.

—Y entonces el halfling dice: «¡Ésa no es mi espada!». ¿Lo coges? ¡Ésa no es mi espada! ¡Ja, ja, ja!

Era evidente que el soldado de voz ronca estaba bebido, pues hablaba en tono demasiado alto para un centinela que se suponía debía vigilar. Y a juzgar por las repelentes risotadas con las que sus compañeros celebraron el vulgar chiste, Imoen supuso que toda la guardia estaba borracha.

Era como si todo el ejército estuviera ebrio. Desde luego Imoen no iba a quejarse por ello, pues le facilitaba mucho las cosas. Amparándose en el manto de la oscuridad la muchacha se había deslizado entre las filas enemigas sin ninguna dificultad, y había pasado tan cerca de los supuestos centinelas, que pudo oler el hedor a alcohol que desprendían y oír sus bromas campechanas.

Los chistes subidos de tono y los comentarios groseros que pudo oír mientras iba avanzando cautelosamente entre las hogueras del ejército que asediaba Saradush confirmaron la baja opinión que le merecía todo el género masculino. El hedor de sus cuerpos sin lavar, las manchas descoloridas en sus ropas y las pilas de desperdicios que dejaban que se fueran acumulando por desidia corroboraban lo que ya sabía: todos los hombres eran unos cerdos.

Le daban asco con sus cuerpos peludos y sudorosos, así como su comportamiento grosero. Abdel no era como ellos, pero es que se habían criado juntos. Abdel era su hermano y no sólo de sangre. Él no la miraba lascivamente ni la sobaba «accidentalmente» cuando se cruzaban en una multitud. Abdel era diferente. A los ojos de su medio hermana, pese a su musculoso aspecto y sus numerosos devaneos con mujeres a lo largo de su vida, había superado la brutalidad de su condición masculina.

Imoen se quedó paralizada cuando un par de torpes patanes aparecieron a poco más de tres metros de distancia de donde se encontraba ella. Avanzaban trastabillando y tenían que apoyarse el uno en el otro para no caer. Se detuvieron, e Imoen se sintió aterrada. ¿La habrían visto?

Lentamente acercó una mano al cinturón. Sujeto por él llevaba un pergamino mágico que le habían regalado los monjes del alcázar de la Candela. Al menos, ésa era la versión oficial, porque en realidad lo había tomado «prestado» de la impresionante biblioteca del monasterio. Nadie repararía en la desaparición de un insignificante rollo.

Durante sus años en el alcázar de la Candela Imoen había demostrado que tenía talento para las artes arcanas. Gracias a su mente ágil y rápida aprendió fácilmente los sencillos ensalmos que le enseñaron, pero le faltaba el carácter estudioso y disciplinado que le hubiera permitido desarrollar todo su potencial mágico. No obstante, había aprendido lo suficiente para usar el rollo que llevaba encima si la ocasión lo requería.

Se trataba de un hechizo simple pero muy útil capaz de volverla a ella, y a cualquiera que estuviera cerca, invisible. Podría haberlo leído antes de aventurarse en el campamento y de ese modo cruzar incluso por delante de la brillante luz de las hogueras sin temor a ser descubierta, pero se resistía a malgastar el precioso encantamiento. Una vez usado lo perdería para siempre, por lo que se había fiado del manto de la oscuridad y de sus habilidades naturales para no ser descubierta.

Ya era demasiado tarde. Aunque tratara de usar el pergamino, aquellos soldados estaban tan cerca que podrían agarrarla antes de que acabara el hechizo. Silenciosamente su mano se apartó del rollo escondido en el cinturón para dirigirse a la daga que también guardaba en el cinto.

Pero las imprecisas figuras no hicieron ademán de acercarse a ella. Entonces oyó cómo una de ellas murmuraba algo incoherente antes de doblarse sobre sí mismo y arrojar el contenido del estómago en el suelo. El otro rió y le dio palmadas en la espalda. Luego ambos echaron andar pisando los humeantes vómitos.

La muchacha soltó un profundo y silencioso suspiro de alivio. Hasta entonces no había sido consciente de que contenía la respiración, pues conocía las terribles consecuencias si era descubierta. Era joven, sí, pero no tan ingenua como para ignorar qué le sucedería a una atractiva espía que fuese capturada por un ejército de soldados borrachos.

Imoen sabía que Abdel jamás haría una cosa como ésa, ni a ella ni a ninguna otra mujer. Tal vez tenía algo que ver con la sangre que corría por sus venas. Cuanto más pensaba en ello más verosímil se le antojaba aquella explicación. Tal vez lo que lo diferenciaba del resto de los hombres era precisamente la sangre de Bhaal.

También Sarevok era hijo de Bhaal, e Imoen presentía que también él era distinto de los demás hombres. Cuando Sarevok le hablaba o volvía el visor hacia ella Imoen sabía que no la contemplaba con lujuria. Y tampoco desprendía aquel desagradable calor animal que la mayoría de los hombres desprendían en su presencia. Sarevok era tan frío como la muerte.

De hecho, desde que se unió al pequeño grupo el guerrero de la armadura no había mostrado ninguno de los apetitos mundanos. Imoen sospechaba que ni siquiera estaba vivo, no en el verdadero sentido de la palabra. Tal como ella lo entendía, Abdel lo había llevado de vuelta al mundo mortal cediéndole una pequeña parte de su esencia divina. Tal vez Sarevok confiaba en convencer a su hermanastro para que le cediera más, lo que le devolvería de verdad a la vida.

La muchacha sacudió la cabeza para tratar de aclararse la mente. Tenía que concentrarse en su misión. Pocos minutos más tarde se aproximaba silenciosamente a las murallas de Saradush, donde ya no había peligro de toparse con ninguno de los patéticos centinelas borrachos del ejército invasor. Sabía que los soldados apostados en lo alto de las almenas estarían más alerta para no dejarse sorprender por una incursión clandestina del enemigo. Pero confiaba en que en la oscuridad una delgada y solitaria figura vestida de negro pasaría inadvertida.

Sus ojos recorrieron la muralla. Ahora que estaba lejos de los fuegos, su visión empezaba a adaptarse a la oscuridad. Las murallas parecían sólidas y no acusaban el paso del tiempo. Pero las murallas del alcázar de la Candela también tenían aquel aspecto y ella había descubierto al menos seis modos de atravesarlas.

Quizás ése era el don que le había legado su padre inmortal, se dijo la muchacha. Abdel y Sarevok eran violentos guerreros, heraldos de la muerte y la destrucción al igual que lo había sido Bhaal. ¿Pero acaso Bhaal no había sido también el dios de los secretos, el engaño y la astucia? Tal vez lo que a ella le faltaba en fuerza muscular lo compensaba con su habilidad para camuflarse en las sombras, moverse sigilosamente y deslizarse sin ser vista en cámaras privadas y en habitaciones cerradas con llave.

Al alzar los ojos hacia las estrellas para orientarse, se dio cuenta de que se hallaba en la cara meridional de la ciudad amurallada. Lentamente fue dando la vuelta al perímetro en el sentido de las agujas del reloj, mientras que con la mano tocaba la piedra en busca de cambios de temperatura o textura que pudieran indicar una entrada secreta practicada en la muralla.

Pero mientras recorría el lado occidental fueron sus ojos y no sus manos los que descubrieron lo que buscaba. A pocos metros de donde se encontraba se había excavado en el desigual suelo una serpenteante zanja paralela al muro. Era una zanja de varios metros de profundidad y casi uno de ancho.

La joven bajó cuidadosamente a la zanja y, pese a ser muy delgada, sintió cómo la húmeda tierra se hundía bajo su peso. Al agacharse aspiró el penetrante y asfixiante hedor de excrementos humanos.

Se incorporó conteniendo apenas un acceso de tos que la hubiera delatado. Tras salir del barro se limpió las botas tan bien como pudo y siguió el conducto subterráneo hasta su origen: una gran cañería de piedra que sobresalía de la muralla y vertía su asqueroso contenido en la zanja de desagüe. La boca de la cañería medía casi un metro y, a juzgar por la fetidez que emanaba de ella, Imoen no tuvo duda que estaba conectada con la red de alcantarillas que recorrían el subsuelo de la ciudad.

Sólo una vez había usado la cloaca del alcázar de la Candela. Aunque los monjes tenían una alta opinión de sí mismos, después de arrastrarse aquella noche por su porquería Imoen podría haberles asegurado que sus heces hedían como las de todo el mundo. Aquella noche se había jurado a sí misma que nunca volvería a arrastrarse de pies y manos por excrementos.

Pero la noche iba avanzando. Si Imoen y sus compañeros querían penetrar en Saradush antes del alba, no podía perder más tiempo buscando una ruta menos desagradable. Consciente de que no tenía elección la muchacha dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia las distantes hogueras del ejército acampado a las puertas de la ciudad.

—No pienso arrastrarme por la porquería. —Jaheira habló en un susurro, pero su tono de voz era tan categórico que Abdel retrocedió.

—No tenemos tiempo para buscar otro modo de entrar —susurró Imoen—. Yo iré primera.

Mientras la muchacha se introducía en la pestilente cañería situada en la base de la muralla, Jaheira se dio la vuelta, asqueada. Abdel guardó silencio. Jaheira había sacrificado tanto por él que ya no podía pedirle más favores. Pero por suerte no fue necesario, pues la semielfa lanzó un cansino suspiro y dijo:

—Supongo que los excrementos son tan parte de la naturaleza como las rosas o las lilas. —Dicho esto se arrodilló y se metió dentro de la alcantarilla.

Imoen se había introducido sin ninguna dificultad en la cañería y también Jaheira había podido deslizar por la estrecha abertura su musculoso pero esbelto cuerpo.

—Los túneles principales de la red de alcantarillado están aquí mismo. —La voz de Imoen que salía de la boca del tubo sonaba grave y profunda—. Apenas he avanzado unos metros y ya puedo ponerme de pie.

Abdel hizo una señal con la cabeza a Sarevok, y su hermanastro se puso a cuatro patas y se metió en la cloaca sin protestas. Eran dos los motivos por los que Abdel quería que Sarevok fuese delante: cubierto con su pesada armadura de metal Sarevok abultaba incluso más que él. Si Sarevok pasaba, ya no tendría que preocuparse por si se quedaba atascado.

Y la segunda razón era que aún no confiaba en él lo suficiente para darle la espalda.

El guerrero pasó, con dificultad, pero pasó, aunque para ello tuvo que estirarse boca abajo e irse impulsando con sus impresionantes guanteletes. No obstante, las afiladas hojas que le sobresalían de los hombros y la espalda chirriaban ásperamente contra la piedra de la cañería mientras iba avanzando. Abdel echó un rápido vistazo para comprobar si se producía alguna reacción, pero no oyó ningún grito de alarma y tampoco apareció nadie en la oscuridad.

—Ya he pasado, hermano. —La voz de Sarevok resonaba en el tubo, poniendo a Abdel aún más nervioso que de costumbre.

El mercenario desenvainó el sable que llevaba a la espalda, lo agarró con fuerza con la derecha y descendió a la alcantarilla. La fría y rezumante masa de excrementos se deslizó entre sus dedos y nudillos al arrastrarse. Al igual que Sarevok tuvo que ponerse casi horizontal, apoyándose sobre manos y rodillas, de modo que el pecho y el rostro le quedaban a pocos centímetros del fétido lodo que lentamente fluía por la alcantarilla.

El hedor era casi insoportable, pero Abdel apretó los dientes y se obligó a seguir adelante. Estaba oscuro dentro de la cañería pero delante de él distinguió un débil y familiar resplandor. Seguramente Jaheira había lanzado otro hechizo de iluminación.

Por suerte la tubería medía menos de cuatro metros de longitud, por lo que muy pronto Abdel se encontró de pie junto a sus compañeros en los túneles principales de las cloacas de Saradush. La punta de la vara de Jaheira brillaba con luz mágica y en aquella suave claridad Abdel pudo ver claramente las repugnantes manchas húmedas que empapaban las ropas de sus dos compañeras. En cuanto a Sarevok, tenía toda la parte delantera de la armadura cubierta por el lodo verde pardusco de la cañería, que le iba goteando con un incesante plop, plop, plop, Abdel tenía los brazos y las piernas manchados por el mismo fluido repugnante, pero poco podía hacer por remediarlo allí abajo.

Afortunadamente las náuseas iban desapareciendo lentamente a medida que su nariz se iba acostumbrando al hedor de las cloacas. La altura del túnel era tal que permitía a Jaheira y a Imoen mantenerse erguidas, aunque tanto Abdel como Sarevok tenían que permanecer encorvados si no querían darse contra el techo.

—Muy bien hecho, muchacha —alabó Jaheira a Imoen—. Aunque no puedo decir que tenga ganas de repetir la experiencia en un futuro próximo.

Imoen aceptó el cumplido.

—Bueno, hemos entrado ¿no? ¿Y ahora por dónde?

El túnel se bifurcaba hacia el norte y hacia el sur. Abdel no tenía ninguna duda de que, tomaran el rumbo que tomasen, se ramificaría en todas direcciones. Sin un mapa que los guiara por aquel laberinto, tendrían que fiarse de la suerte.

—Hacia el norte —dijo al fin con una seguridad en la voz que no sentía. Por suerte nadie puso en duda su elección.

Había suficiente espacio para caminar de dos en dos, por lo que Abdel y Sarevok se pusieron en cabeza, chapoteando por el fango que cubría el suelo de piedra y les llegaba hasta los tobillos. El ruido que hacían ahuyentaba a las ratas, y los escarabajos y cucarachas que cubrían muros y techos huían aterrorizados cuando el resplandor mágico que emitía la vara de Jaheira los iluminaba. De vez en cuando Abdel notaba que algo le rozaba un pie; una criatura oculta en el limo que vadeaban. Pero, por suerte, los moradores de aquel pestilente mundo no sentían hacia los extraños invasores ni el interés ni el hambre suficientes para atacarlos.

Caminaron durante horas por el subsuelo de la ciudad. Cada vez que llegaban a un cruce de túneles o una bifurcación Abdel escogía al azar, procurando, eso sí, evitar los conductos laterales secundarios. De aquel modo tendrían que llegar al exterior, se decía Abdel.

El hechizo de Jaheira se había agotado y la semielfa lo había conjurado varias veces ya cuando Abdel empezó a dudar de sus habilidades como guía. La espalda y el cuello le dolían por tener que caminar tanto tiempo encorvado, y empezaba a sentirse enfermo por respirar de manera prolongada los efluvios de la inmundicia que iban pisando. Aquella pila de estiércol en la esquina le parecía familiar. ¿Habrían ya pasado por allí?

Ya iba a darse por vencido cuando Imoen exclamó:

—Mirad ahí, en el techo… ¡Una puerta!

Abdel se precipitó hacia allí y descubrió que la muchacha no estaba del todo en lo cierto. Lo que su aguzada vista había distinguido era una reja, una reja de hierro que les bloqueaba el camino. Tenía barras redondas del grosor de las poderosas muñecas del mercenario y no mostraban ningún indicio de corrosión ni oxidación. Justo al otro lado nacía una escalera que conducía a la superficie.

Abdel tiró de las barras, pero éstas no cedieron ni un a ice.

—¿Puedes conjurar los poderes de Mielikki para pasar? —preguntó a la semielfa.

Jaheira negó con la cabeza.

—Aquí, en la ciudad, mi magia es muy débil —le explicó—. Apenas conecto con la naturaleza, pues ésta rehúye las ciudades construidas por la mano del hombre.

—Si hubiera algún tipo de cerradura podría forzarla —se ofreció Imoen—, pero no veo ninguna.

El mercenario suspiró.

—Bueno, en ese caso lo haremos por las malas.

Sin necesidad de que se lo pidiera, Sarevok se colocó junto a su hermanastro y agarró las barras con sus manos cubiertas por la cota de malla. Abdel hizo lo propio.

—A la de tres. Una… dos… y tres.

Los dos gigantes trataron de arrancar la pesada reja con toda la fuerza que les daba su sangre medio inmortal. Abdel apretó la mandíbula, los músculos de la espalda se le marcaron y tanto los brazos como el resto del cuerpo le temblaron por el esfuerzo. Sus impresionantes hombros se le abultaron al tratar de arrancar las barras de hierro del suelo. Por el rabillo del ojo vio que también la armadura de Sarevok temblaba por el esfuerzo que realizaba el guerrero.

La reja se movió casi imperceptiblemente, pero se movió. Abdel se derrumbó contra las barras de hierro, tratando de recuperar la respiración. Sarevok se recostó contra la pared de la cloaca. Aunque no emitía ningún sonido su peto subía y bajaba como si jadeara.

Mientras ellos trataban de recobrar fuerzas, Jaheira se aproximó para inspeccionar el resultado de sus esfuerzos.

—Hay unas débiles grietas en la piedra —les informó—. Un par de tirones más y los soportes de piedra cederán.

Al final les costó más de una docena de agotadores esfuerzos conjuntos arrancar la verja. De no haber sido por los sobrenaturales poderes de recuperación de Abdel, que Sarevok compartía, ambos se habrían desplomado, temblando exhaustos, mucho antes de lograr su objetivo.

La verja cedió tan súbitamente que tanto Abdel como Sarevok perdieron el equilibrio, se tambalearon hacia atrás y dieron con sus traseros en el hediondo líquido que cubría el suelo de la cloaca.

Hay que decir en favor de Jaheira y de Imoen que no se rieron.

La semielfa ayudó a Abdel a ponerse en pie. Imoen vaciló antes de ayudar a Sarevok, pues las hojas que sobresalían de la armadura la atemorizaban. Antes de decidirse, el guerrero de la armadura ya se había levantado solo.

—Tú primero, mi héroe —dijo Jaheira al tiempo que señalaba con un florido ademán la escalera, ahora accesible, que conducía a las calles de la ciudad.