En el pozo situado en el centro del templo ardían llamas bajas que bañaban la sala con un inquietante resplandor rojo. A la tenue luz de la lumbre apenas se distinguía el símbolo grabado en cada uno de los seis muros que componían la cámara central del pequeño edificio: una sonriente calavera con ojos resplandecientes situada contra un fondo de lágrimas. El símbolo de Bhaal.
Dos figuras embozadas esperaban en la sala, en silencio. Aunque ocultaban su identidad bajo la ropa, las pesadas capas que llevaban no los cubrían por completo. De vez en cuando sus sutiles movimientos permitían entrever fugazmente su verdadera forma. El mayor de ambos rebulló con impaciencia, revelando fugazmente un trozo de escamosa y ruda piel apenas visible debajo de las sombras de la capucha. Al dar un paso arrastrando los pies sonó como una serpiente que se deslizara ásperamente sobre el suelo, y una lengua bífida se agitó en el aire en busca de la presencia de los demás, que aún no habían llegado.
La segunda figura, femenina, más delgada y de menor estatura, alzó una mano para tranquilizar a su inquieto compañero, moviéndose con grácil languidez. Tenía unos dedos largos y finos tan delicados como los de cualquier elfo de Faerun, pero del color de ceniza quemada. Solamente la piel de alguien que no había visto nunca la luz del mundo de la superficie podía mostrar aquella oscura palidez, la piel de una criatura de la Antípoda Oscura, la piel, en definitiva, de un drow.
El de mayor tamaño volvió rápidamente la encapuchada cabeza hacia la única puerta, y su ojo de reptil reflejó las ascuas del fuego.
Apareció una tercera figura igualmente embozada y con la capucha echada sobre el rostro para ocultarlo. No era tan alta como la primera, pero sí más fornida que la segunda. Al igual que la drow sus poderosas manos apenas asomaban por los puños de las largas mangas, aunque era imposible siquiera adivinar cuál era el color original de la piel de aquel hombre, pues estaban completamente cubiertas con intrincados tatuajes y minuciosas marcas.
—Os he llamado porque los acontecimientos se están precipitando —anunció el recién llegado.
La figura de mayor tamaño silbó entre dientes y luego apuntó una garra acusadora hacia el tercero en llegar.
—¡Tú no eres el líder de los Cinco! ¿Por qué no nos ha llamado el Ungido de Bhaal?
—¿Y dónde están los otros? —añadió la drow. Su voz sonó como un susurro en la cámara en penumbra.
—Uno dirige el sitio de Saradush. Y el quinto ha muerto a manos del hijo adoptivo de Gorion.
—¿Illasera ha muerto? —En la voz del reptil sonó un deje de pesar.
—Así es —replicó el hombre tatuado—. Pero la venganza no se hará esperar. El destino de Abdel Adrian ya está sellado. Ya ha caído en la trampa.
Los Cinco estaban acostumbrados a expresarse de modo velado. El Ungido de Bhaal los había entrenado bien; todas sus discusiones se desarrollaban utilizando oraciones crípticas y una compleja sintaxis. Tratándose de un culto nacido en torno al secreto y las sombras que rodearon la muerte de Bhaal, las referencias vagas eran más que un hábito. Eran una herramienta de supervivencia. Al principio el mundo no conocía la existencia de los Cinco. Pero a medida que prole de Bhaal iba cayendo los ojos más poderosos de los reinos del sur se habían posado en ellos y en sus planes.
Los Cinco todavía no estaban listos para aceptar tal examen. Su misión era como un frágil recién nacido que podía ser una víctima fácil. Los ojos y los oídos de los espías representaban una amenaza constante para su existencia y para la consecución de su objetivo final. Así pues, tenían muy presente el peligro de ser observados por magos con sus bolas de cristal o por hechiceros clarividentes, incluso cuando se reunían en su sanctasanctórum. Ningún lugar era realmente seguro, ninguno estaba a salvo de las infiltraciones de un astuto enemigo o por los poderes de un hechicero metomentodo. Incluso allí, en aquel templo del Dios de la Muerte tiempo atrás abandonado, una sola palabra en falso, un nombre revelado en un descuido o un plan expuesto tontamente podría proporcionar a los enemigos de los Cinco la información necesaria para destruirlos.
Puesto que había muerto, el nombre de Illasera ya no podía perjudicar a la causa. Pero la identidad de los demás componentes de los Cinco y de su líder, el Ungido de Bhaal, debían conservarse en secreto.
—Una de los nuestros ha caído —anunció el hombre tatuado—. No podemos esperar a los demás. Debemos cumplir el ritual antes de que la esencia de Illasera se pierda.
Los tres alzaron en perfecta armonía los brazos hacia el tejado en ruinas del templo abandonado de Bhaal. Con la mirada fija en el suelo, sus voces entonaron un antiguo salmo que quedó ahogado bajo las capuchas y el pesado aire viciado que flotaba en el santuario de Bhaal. De sus labios brotaron mágicas palabras. En respuesta al encantamiento las chisporroteantes llamas del pozo que se abría en el centro de la sala revivieron y se alzaron hacia el techo.
Lenguas de fuego lamieron las esquinas de la sala, convertida ahora en un ardiente infierno, bañando el templo en una cegadora luz naranja. Insectos y alimañas pagaron con sus vidas la estupidez de haberse refugiado en aquellas ruinas desiertas, consumidos por la abrasadora intensidad de la magia de un dios muerto desatada por los Cinco.
Pero las palabras de su impía letanía protegían del fuego a los tres componentes de los Cinco. Ajenos al calor y a las llamas siguieron con el antiguo ritual que el Ungido les había enseñado, y que él había aprendido del mismo Bhaal.
Del pozo situado en el centro de la sala se alzó el hedor de la muerte. Por debajo de las altas llamas las brasas empezaron a agitarse y a inflamarse. El lamento de una banshee hendió la noche; la irresistible necromancia de los Cinco atrajo al santuario maldito de Bhaal el torturado chillido de los espíritus. Las almas de los recientemente fallecidos se elevaron del pozo cual volutas de humo.
Al principio eran muy pocas las almas que flotaban en el techo, solas o en parejas, pero a medida que el ensalmo fue avanzando se convirtieron en legión: fantasmas de quienes aún no habían pasado a los reinos situados más allá del mundo material, apariciones de aquellos a los que les estaba vedada la entrada en la otra vida así como espectros de personas cuya muerte era tan reciente, que todavía no eran conscientes de haber dejado de existir. El fuego de Bhaal que ardía en el pozo —el fuego del Abismo— los consumió a todos por igual, borrando su existencia y abrasándolos. Las llamas se fueron alimentando de su esencia hasta que sólo quedó el eco de sus angustiosos gritos.
El ritual acabó tan de repente como había empezado. El calor abrasador y la cegadora luz se desvanecieron para ser reemplazados una vez más por el frío húmedo y las opresivas sombras del templo abandonado. Las llamas chisporrotearon y titilaron, dejando únicamente los rescoldos como últimos vestigios de la presencia en el mundo de los vivos de un dios muerto.
—Illasera no estaba. —Pese a sus esfuerzos, la drow no pudo evitar que su voz traicionara la sorpresa y la confusión que sentía.
—La Cazadora mató a muchos hijos de Bhaal —aventuró el ser con apariencia de reptil—. Es posible que, al no estar todos reunidos y no contar con la presencia del Ungido, no nos bastemos para invocar la esencia de alguien tan poderoso como Illasera.
—No. El ritual ha sido poderoso. No hemos tenido nosssotros la culpa. La esencia de Illasera ha… desaparecido. —El hombre tatuado habló lentamente como si al mismo tiempo reflexionara sobre las implicaciones de lo que decía—. Alguien ha absorbido su alma.
»El hijo adoptivo de Gorion essstá acumulando demasssiado poder —dijo el escamoso ser, tan nervioso que apenas se le entendía. Su lengua se agitaba en el aire con rabia contenida, y sus palabras quedaban casi ahogadas por su colérico siseo.
—Deberíamos habernos ocupado de él hace mucho tiempo —convino la drow, también con voz ronca por el enfado y el temor.
—Tranquilos. Ese estúpido tiene los días contados —les aseguró el hombre tatuado, aunque la voz le temblaba—. El Ungido lo está conduciendo a una muerte segura. Absorberemos el estigma de Bhaal de su alma moribunda y así recuperaremos la esencia de Illasera para nuestro amo inmortal.
El fracaso del ritual lo había afectado profundamente.
Al igual que sus compañeros se sentía indignado, confuso y temeroso, cosa que le hizo expresarse con una temeridad que normalmente no era habitual en él.
—¡El Ungido de Bhaal me ha asegurado que ese Abdel Adrian perecerá en Saradush!
El Ungido de Bhaal, el servidor favorito del Dios de la Muerte, despertó de su pesadilla bañado en sudor. En el último instante logró tragarse los gritos de tormento que pugnaban por salir de sus labios.
La pesadilla era siempre la misma. Fuego. No las dulces llamas expiatorias que durante el glorioso reinado de Bhaal devoraban a sus víctimas, aunque el perfumado aroma de la sangre hirviendo y la carne quemándose siempre aparecía en el sueño.
No, el fuego que ardía en su pesadilla era una hoguera de insoportable tormento, de dolor eterno que no cesaba ni siquiera cuando se despertaba. Eran las llamas de la ceremonia de unción, el imborrable recuerdo del atroz bautismo de fuego que lo mutiló y lo desfiguró. Cada vez que el Ungido de Bhaal tenía aquella pesadilla revivía la tortura del ritual que había convertido al devoto favorito del Dios de la Muerte en su Ungido, en el guardián de las terribles ceremonias destinadas a promover su resurrección.
Mientras esperaba que la pesadilla se desvaneciera en la niebla de unos recuerdos que deseaba olvidar, el Ungido se estremeció, aunque por lo demás se mantuvo inmóvil. Quienes dormían o montaban guardia cerca de él no notaron nada; aquellos idiotas no tenían ni idea de la verdadera identidad de su compañero, ni se percataron de su reacción.
Bhaal estaba muerto y sus seguidores o bien se habían dispersado o perdido o bien se habían unido a las filas del rebaño de Cyric, que crecía rápidamente. Aunque el Dios de la Muerte estuviera muerto, el Ungido de Bhaal sabía que gran parte de él seguía vivo. Muy pronto comenzaría el ritual de ascensión y el Dios de la Muerte renacería. Entonces todo Faerun pagaría por el sufrimiento que su Ungido había tenido que soportar.
Los primeros años tras la muerte de Bhaal habían sido los más duros. Perseguidos por los fanáticos seguidores del loco Cyric —el mortal que había suplantado a Bhaal en el panteón— sus fieles tuvieron que huir. Sus propios sirvientes y seguidores los atacaron y juraron lealtad a Cyric en un desesperado intento por salvar la vida así como para mantener su posición dentro del nuevo orden. Privado de aliados, el Ungido de Bhaal y el resto de sus fieles se vieron forzados a abandonar sus castillos y sus esclavos y vivir como fugitivos. El poder de los adoradores de Bhaal fue barrido de la faz de Faerun.
Muchos se ocultaron y se inventaron una nueva identidad para protegerse de los numerosos enemigos de su dios. Clérigos que en el pasado disfrutaran de la protección y del poder de la magia sacerdotal que les confería su oscuro dios tuvieron que aprender otros medios de supervivencia. Aunque los adoradores de Bhaal ya no podían descargar sobre sus enemigos la cólera de su dios, no estaban del todo indefensos.
Los verdaderos creyentes habían aprendido mucho a los pies de Bhaal; sabían cómo sobrevivir. Estudiaron las artes de brujería para suplir la pérdida de los encantamientos divinos con magia arcana. Luego se acercaron con engaños a los líderes y los dirigentes de los reinos del sur y sembraron las semillas de futuras alianzas. Actuando siempre desde las sombras los fieles de Bhaal buscaron acrecentar su influencia política desentrañando los secretos más oscuros del puñado de personas que verdaderamente regían el destino de Faerun, y luego usaron aquellos secretos sin ningún escrúpulo para lograr sus fines.
Nadie era tan hábil en el arte de engañar, mentir y manipular como el Ungido de Bhaal, y nadie lo superaba tampoco en su implacable astucia. En muchos aspectos tales habilidades superaban con creces las pérdidas, rebasaban el temible poder de la sacrílega magia de un malvado dios.
Inevitablemente el Ungido de Bhaal había medrado, aunque siempre se cuidó de ocultar su verdadera identidad a casi todo el mundo. Durante todo ese tiempo también los hijos de Bhaal hicieron fortuna. Impulsados por la esencia divina que guardaban en su interior los vástagos de Bhaal empezaron a ganar prominencia a lo largo de toda la Costa de la Espada, y llegaron a ocupar posiciones de poder e influencia tanto en Amn como en Tethyr. Y su número de seguidores en Calimshan había ido creciendo. El primer paso para el regreso de Bhaal ya se había producido.
El Ungido se estremeció cuando una invisible corriente de aire le enfrió el sudor de terror provocado por la pesadilla. Cada vez tenía sueños con mayor frecuencia, lo cual era un signo más de que el tiempo de la ascensión se aproximaba. Muy pronto el Ungido de Bhaal recibiría su recompensa por tantos años de fiel servicio.
A él le había correspondido identificar a los hijos más poderosos de su inmortal padre y abordarlos, uno a uno, para reclutarlos para la causa. Las promesas de la gratitud inmortal que Bhaal dispensaría tras su resurrección inevitablemente despertaban visiones de una riqueza y un poder sin igual, por lo que ninguno de los descendientes de Bhaal a los que el Ungido se acercó vaciló en aceptar. Así fue como surgieron los Cinco, una alianza secreta entre la progenie del Dios de la Muerte, organizada y dirigida por el Ungido.
Los Cinco aprendieron a actuar como su líder había hecho durante años, aprendieron a trabajar pacientemente desde las sombras más profundas. Su principal arma era el secreto y el anonimato su escudo. Aunque Bhaal estuviera muerto, no podía decirse lo mismo de sus muchos enemigos.
Con el tiempo los Cinco fueron consolidando su posición y extendiendo su invisible red de influencias por todo el país, aunque siempre atentos a que su existencia siguiera siendo un secreto. Y durante todo aquel tiempo el Ungido fue quien guió sus siniestras acciones.
Los Cinco fueron instruidos en los antiguos rituales del Dios de la Muerte y les fue revelado el misterio de cómo capturar la fugitiva esencia de los hijos de Bhaal a los que mataban. Aprendieron a mantener las brasas del impío fuego que ardía en el templo, a las que un día alimentarían con los espíritus de sus hermanos muertos. Y sí empezó el genocidio de los hijos de Bhaal.
Pero la matanza de la prole de Bhaal había tenido consecuencias que el Ungido no había previsto. Los Cinco eran cada vez más independientes y se mostraban menos dispuestos a seguir las órdenes de su malvado mentor, ganando fuerza a costa de la esencia de los hermanos a los que mataban.
Algunos actuaban de modo precipitado y abierto, con lo que se exponían antes de tiempo. Illasera había sido la más terca de los Cinco. El Ungido le encomendó la misión de asesinar a Abdel Adrian sabiendo perfectamente que sería la Cazadora quien perecería en el enfrentamiento. Había sido una lección para el resto de los Cinco, una advertencia para que pusieran freno a su desmesurada ambición y temeridad. Pero no habían hecho caso.
La luz gris del próximo amanecer empezaba a aparecer en el horizonte. Pronto empezaría el nuevo día. El día en el que Abdel Adrian llegaría a Saradush.