4

—¡Gracias a los dioses!

Abdel oyó la voz de Jaheira una fracción de segundo antes de que la faz de su amada se materializara ante él. Las lágrimas de alivio borraron de inmediato la expresión de temor e inquietud en sus ojos violeta.

—¡Abdel! —gritó la semielfa, atravesando el claro a todo correr para abrazarlo.

En respuesta, Abdel rodeó los hombros de Jaheira con sus poderosos brazos y la estrechó contra su musculoso pecho, al tiempo que hundía los dedos en su espesa mata de pelo oscuro. El brazo izquierdo, herido, le colgaba inútil a un lado.

—Jaheira —musitó. No dijo nada más, sino que se dejó embargar por el delicado aroma de la semielfa.

Un segundo más tarde Imoen se unió a ellos, saltó y rodeó con sus delgados brazos los anchos hombros y el macizo cuello de su compañero de infancia.

—¡Bienvenido de vuelta, hermano mayor! —exclamó, colgándose de la espalda de Abdel, aliviada y gozosa.

El mercenario siguió estrechando a Jaheira contra su cuerpo un momento más antes de soltarla. Entonces se encogió ligeramente, e Imoen se soltó de su cuello, cayó y aterrizó suavemente sobre sus diminutos pies.

Al verlas revivió el terrible recuerdo de cómo había estado a punto de matarlas a ambas, cómo en su último duelo casi había sucumbido a la esencia de Bhaal que llevaba en su interior, convirtiéndose en el Aniquilador. Abdel se juró que haría todo lo humanamente posible para no dejarse llevar de nuevo por la cólera de su padre. Solamente recurriría a la violencia en último extremo, cuando la situación fuese desesperada. Estaba dispuesto a morir antes que volver a convertirse en el Aniquilador.

Seguro ya de que ni Jaheira ni Imoen habían sufrido daño alguno, inspeccionó rápidamente la escena. El calvero aparecían aún bañado por la luz conjurada por Jaheira, pero al alzar los ojos comprobó que aún era noche cerrada. El claro estaba rodeado por árboles muertos y retorcidos, y el suelo tapizado con hojas en descomposición. Los hediondos cuerpos de los repugnantes lobos seguían esparcidos por el suelo. Abdel se limitó a observarlos brevemente y a alejar la vista del cuerpo sangriento y roto de la Cazadora, desplomado cerca del borde del claro.

—¿Cuánto tiempo he estado fuera? —preguntó.

Jaheira retrocedió un paso y ladeó la cabeza para mirarlo directamente a los ojos. La pregunta la había pillado por sorpresa.

—No más que unos segundos, Abdel. Estabas aquí y un momento después habías desaparecido. ¿Qué ha ocurrido?

Abdel no respondió de inmediato, sino que puso en orden sus pensamientos antes de decir:

—Fui… fui transportado a otro plano. Creo, creo que he estado en el Abismo.

La semielfa lo miró con ojos curiosos pero fue Imoen quien planteó la cuestión.

—¿El Abismo? ¿Quién o qué te llevó allí?

Abdel inspiró hondo y respondió:

—Sarevok.

Jaheira ahogó un grito y se tapó la boca con una mano.

—¿Sarevok? —inquirió Imoen—. ¿Por qué me suena familiar ese nombre?

Se hizo el silencio. Ni Jaheira ni Abdel deseaban hablar de los crímenes de Sarevok y abrir viejas heridas. Al fin fue Jaheira quien tomó la palabra.

—Él también era hijo de Bhaal, Imoen. Hizo que mataran a Gorion y a Khalid, mi esposo. Sarevok trató de iniciar una guerra en Puerta de Baldur. Centenares de inocentes sufrieron por su culpa. Hasta que Abdel lo mató.

—¿Él fue quien asesinó a Gorion? —susurró Imoen con voz que reflejaba una profunda impresión y simpatía hacia Abdel—. Debe de haber sido horrible volver a verlo.

Fue Jaheira quien formuló la siguiente pregunta, la que Abdel tanto se temía.

—¿Qué quería?

Abdel rebulló inquieto y se forzó a contestar.

—Quería que lo hiciera resucitar.

Imoen no pudo evitar echarse a reír.

—¡Eso es imposible! ¡Cómo si tú fueras un clérigo!

El fornido mercenario fijó la mirada de Jaheira, tratando de leer sus pensamientos, mientras replicaba:

—Sí que es posible. Él me dijo el modo, a cambio de revelarme cómo regresar a este mundo. Jaheira tendría que ayudarme.

—¡No! —La semielfa volvió la cabeza y escupió despectivamente en el suelo—. ¡No! Yo haría eso. Ni se me pasaría por la cabeza volver a liberar tal profunda maldad en el mundo. Dejemos que su alma siga atrapada allí por toda la eternidad. Se lo merece.

Suavemente Abdel posó la mano herida sobre un hombro de Jaheira. Comprendía perfectamente qué sentía, pues aquélla había sido también su reacción inicial. Pero después de escuchar la oferta de Sarevok tenía que comunicársela.

—Él afirma que ha cambiado. Afirma que su alma se ha liberado de la lacra de Bhaal, y yo creo que… —Abdel tuvo que hacer una pausa para recuperar la respiración antes de continuar— …creo que podría mostrarme cómo hacer lo mismo.

La semielfa clavó la mirada en el suelo y sacudió la cabeza en signo de muda negativa. Abdel abarcó una de las mejillas de la joven con su enorme palma y la obligó a alzar la cabeza para mirarla a los ojos. Jaheira lloraba.

La muerte de Khalid había reunido a Abdel y a Jaheira, y el mercenario sabía que la semielfa no había conseguido aún librarse del sentimiento de culpa y pena por las circunstancias que acompañaron la muerte de su esposo. Él se había cuidado mucho de no presionarla, de no forzarla a que se reconciliara con la contradicción que representaba el amor que sentía por él y el hecho de que ese amor fuese el resultado de una tragedia. Ahora estaba pidiendo a Jaheira que perdonara al hombre que había matado a su marido por el bien del hombre que había reemplazado a Khalid en su corazón. Por mucho que Abdel anhelara verse libre de la lacra de Bhaal, no tenía ningún derecho a poner entre la espada y la pared a la mujer a la que amaba.

Asqueado por su propio egoísmo, Abdel la soltó y se volvió.

—Lo siento, Jaheira —se disculpó—. No debería habértelo pedido. No volveré a hablarte de ello.

Jaheira sabía que la lucha con los lobos y con la arquera había acabado con la energía de los tres. Cuando se disipara la exaltación del combate, estarían más agotados que antes, cuando había insistido en hacer un alto para descansar. Pese a que ya no se sentía cómoda en la naturaleza corrupta del calvero, sería una tontería seguir adelante.

Aunque Abdel hubiera acabado con la arquera, todos sabían que aún quedaban muchos enemigos que los perseguían. Sus días de fugitivos estaban lejos de haber acabado. Tendría que enviar a Imoen en busca de más hojas de menta, pues el hechizo de corrupción había estropeado las que había recogido antes.

—Tienes que aventurarte más allá de los árboles muertos —explicó a Imoen—, hasta que encuentres plantas vivas y frescas. Busca hojas como éstas, pero de un verde brillante —añadió, poniendo en la menuda mano de la muchacha una única hoja muerta.

Imoen asintió. Los ojos aún le brillaban por la agitación del último encontronazo.

—No te preocupes. Me aseguraré de que nadie me vea.

Una vez que la hermanastra de Abdel se hubo marchado, Jaheira puedo dedicar toda su atención a las heridas en el brazo de su amado. Durante los meses pasados había sido testigo en numerosas ocasiones de los extraordinarios poderes de regeneración del mercenario. Abdel había recibido casi sin pestañear heridas que hubieran lisiado o incluso muerto a cualquier hombre. Aunque las graves heridas infligidas por los lobos se habían esfumado casi al instante, por alguna razón las flechas de la Cazadora le habían desgarrado la carne de tal modo que no sanaba.

—Esas flechas estaban marcadas con poderosas runas y con símbolos —le explicó, mientras le vendaba el brazo y susurraba un sencillo encantamiento de curación—. Es como si esa mujer conociera tus capacidades y también cómo anularlas.

Abdel se estremeció al notar el roce de las manos de la semielfa en la delicada capa más profunda de la carne.

—Tal vez existen otros hijos de Bhaal como yo, con poderes especiales. Y tal vez algunos hayan sido capturados y se ha experimentado con ellos hasta encontrar algún punto débil.

Jaheira movió afirmativamente la cabeza.

—Quizá tengas razón, amor mío. Es posible que otros de tu misma estirpe hayan sido bendecidos con poderes de regeneración similares a los tuyos.

—¿Bendecidos? —musitó Abdel, sorprendido—. Nada que tenga que ver con el estigma de Bhaal es una bendición.

La semielfa acabó de vendarle el brazo en silencio mientras reflexionaba sobre las palabras de Abdel. ¿Qué derecho tenía ella a negarle una oportunidad de librarse de la maldición de su sangre? Si Abdel e Imoen tenían una posibilidad de sustraerse al terrible legado del Dios de la Muerte, ¿quién era ella para negársela?

—¿Cómo tendría que hacerse? —susurró. No era preciso explicar más; Abdel sabría a qué se refería.

El corpulento guerrero cambió de posición para mirarla a los ojos. Jaheira esperó que leyera en ellos una resolución inquebrantable. Por su parte, en los ojos de Abdel vio duda, luego gratitud y alivio.

—Tiene que hacerse con las primeras luces del alba —dijo al fin—. Esperaremos a que Imoen regrese.

Pronto amanecería. Abdel sentía los delgados dedos de la semielfa enlazados con firmeza en torno a los suyos, mucho más gruesos. Ambos se encontraban de pie en el centro de un círculo dibujado en la tierra. Siguiendo las instrucciones de Sarevok Imoen había trazado el círculo con la hoja de un cuchillo mojada en la propia sangre de Abdel.

Alrededor del círculo se veían muchos otros símbolos arcanos muy complejos que la misma Imoen había dibujado con la punta de su daga, también con sangre de Abdel, con esmerada precisión. La muchacha observaba con preocupación a sus dos amigos, manteniéndose algo apartada.

Abdel lanzó una mirada de interrogación a Jaheira, que lo tranquilizó con una inclinación de cabeza. Inmediatamente la druida empezó a entonar una salmodia. Aquellas palabras no significaban nada para Abdel, pues nunca había aprendido el lenguaje de la magia. Pero notaba cómo el ensalmo de Jaheira reunía el poder del bosque que los rodeaba.

De las ramas muertas brotaron yemas verdes y los árboles renacieron gracias a la energía elemental que Jaheira conjuraba a partir de los elementos naturales que había a su alrededor.

Los primeros rayos del sol empezaban a brillar en el horizonte. Abdel fijó la vista en el sol naciente que se disponía a iluminar una mañana más el mundo. De pronto, cegado por la luz, empezó a sentir que flotaba por encima de la tierra, aunque seguía notando el duro suelo del calvero bajo sus pies.

Ya no sentía la mano de Jaheira apretándole la suya. De hecho, no sentía ya ni su propia mano. Pero aún oía el mantra que la druida desgranaba y con el que apelaba a Mielikki, la Señora del Bosque, implorándole su ayuda.

Mientras apretaba con fuerza los ojos para protegerse del resplandor, Abdel se abrió a la magia de Jaheira. Entonces sintió que algo tiraba dentro de él, y un segundo tirón estuvo a punto de hacerlo caer. Notó una cálida sensación en la zona genital seguida por un calor abrasador en el pecho.

El mercenario abrió la boca para gritar de dolor, pues sentía que la sangre le empezaba a hervir, pero el terrible poder de la magia que fluía por sus venas acalló su voz. Entonces fue como si algo le arrancara un pedazo de su alma, como si algo le extirpara su misma esencia.

Por fin pudo lanzar su grito hasta entonces acallado, que resonó en el claro, al tiempo que Abdel caía de manos y rodillas.

Lentamente fue recuperando la visión. Por el rabillo del ojo vislumbró a Jaheira, también caída en el suelo junto a él, que se movía. Aún de rodillas el mercenario se apoyó sobre los talones y paseó la vista por el claro.

Allí estaba Sarevok en toda su gloria. La oscura armadura metálica del vástago de Bhaal reflejaba los brillantes rayos del sol que incidían en el negro hierro, mientras que los aguzados bordes de las hojas que sobresalían del espaldarón, las hombreras, los brazales y también las canilleras reflejaban la luz del alba, dando testimonio de lo afiladas que estaban.

Allí, en el mundo mortal la única arma de Sarevok era su armadura al igual que en el plano abisal. Abdel se puso trabajosamente en pie y desenvainó el sable.

—Aún no confías en mí, hermano —comentó Sarevok con ligero deje de ironía en una voz por lo demás monótona.

Jaheira extendió una mano y la posó sobre uno de los sólidos muslos de Abdel. El mercenario miró la faz cansada y suplicante de la semielfa y guardó el arma para ayudarla.

—Tú debes de ser Imoen —dijo Sarevok al reparar en la presencia de la esbelta muchacha situada al borde del claro—. Abdel no mencionó que tuviéramos una hermana tan atractiva.

Imoen miró desdeñosamente a la figura cubierta con la armadura, a la que esperó:

—Ahórrate los cumplidos. ¡Yo no soy tu hermana!

Tras el visor del yelmo de Sarevok se oyó un profundo suspiro.

—Como quieras. Sólo trataba de ser amable. Sea como sea, ya no queda mucho en común entre nosotros. Puedo sentir que casi todo el poder de nuestro padre ha sido purgado de tu alma.

—Abdel me rescató de la maldad de Bhaal —declaró la muchacha con vehemencia, estremeciéndose al recordar que por un breve tiempo había sido el avatar del Dios de la Muerte en Faerun.

—Y también me ha rescatado a mí. Ahora Abdel soporta en su alma el peso de nuestra lacra, por lo que ambos le estamos muy agradecidos.

La impresionante figura se dio lentamente media vuelta para encararse con Jaheira.

—Y también te doy las gracias a ti, druida, por haber ayudado a resucitarme.

—Lo he hecho por Abdel, no por ti —replicó Jaheira entre dientes, lanzándole una furibunda mirada.

Sarevok se encogió de hombros, y las pesadas piezas de su armadura chirriaron al rozarse.

—De todos modos tienes mi agradecimiento.

Las cuatro figuras se quedaron en silencio varios segundos, hasta que Jaheira preguntó con brusquedad:

—¿Eso es todo, Sarevok? ¿No tienes nada más que decir? ¿No vas a pedirnos perdón por la muerte de nuestros seres queridos?

—¿Acaso eso importa ahora? —replicó Sarevok en tono de desafío—. Por mucho que me disculpe no vais a recuperarlos, y dudo que ayude a redimirme a vuestros ojos.

La semielfa giró sobre sus talones y se alejó con aire indignado, poniendo entre ella y Sarevok tanta distancia como le fue posible. Abdel sintió deseos de imitarla e ir a reunirse con ambas mujeres, pero al fin no se movió.

—He cumplido mi parte del trato, Sarevok —dijo, tratando que la amargura y el resentimiento no se reflejaran en su tono de voz—. Eres libre para recorrer de nuevo el mundo mortal. Te he dado de nuevo la vida como te prometí. Ahora dime lo que quiero saber.

—Sí, he regresado al mundo mortal, aunque no estoy verdaderamente vivo, no en ningún sentido real de la palabra. Tengo sustancia y tengo forma; puedo infligir dolor y también sentirlo. Pero no soy un ser de carne y hueso como tú, Abdel. No soy más que un fantasma con forma sólida. Esta armadura es mi cuerpo; el frío roce del metal es lo más cerca que estaré nunca de sentir la calidez de la carne.

—Eso no es de mi incumbencia, Sarevok. Yo he hecho lo que me pediste. Ahora tienes que cumplir tu promesa. Háblame de los demás hijos de Bhaal. Dime cómo puedo librarme de esta lacra.

—No sé cómo puedes expulsar de ti la sangre del Dios de la Muerte, Abdel —replicó Sarevok—. Yo nunca te prometí eso.

—¡Lo sabía! —el estridente grito de Jaheira cortó el tranquilo aire de la mañana—. ¡Sabía que no podías confiar en él! Te ha mentido, Abdel. Nos ha vuelto a engañar.

Sarevok alzó una mano con la palma del guantelete negro hacia fuera, indicando a Jaheira que contuviera su arrebato.

—Te dije la verdad, Abdel; voy a darte lo que te prometí. Te dije que tu destino está ligado al de los demás hijos de Bhaal que siguen en el mundo mortal. Te dije que te ayudaría a encontrarlos. Te prometí que te guiaría hacia tu destino.

Abdel se quedó inmóvil frente a Sarevok. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos parar resistir el impulso de desenvainar la espada.

—¿Y cuál es ese destino, Sarevok?

Nuevamente se oyó el chirrido de metal contra metal cuando el colosal guerrero se encogió de hombros.

—Eso no lo sé. Tal vez es librarte de la pervertida esencia de Bhaal, o tal vez no. Es posible que Melissan lo sepa.

—¿Melissan? ¿Quién es? —quiso saber Abdel.

—Es alguien que sabe mucho más que yo acerca de la prole de Bhaal, Abdel Adrian. Si hay alguien capaz de librarte de esa lacra es ella. Y yo sé dónde encontrarla.

—¡Pues dinos dónde está y luego lárgate! —gritó Jaheira desde el otro extremo del claro.

El grave retumbo que era la triste carcajada de Sarevok resonó en el bosque.

—¿Decíroslo? No, druida. Haré algo mejor que eso; os acompañaré. Mi camino está unido al de tu amado. Estaré a su lado en cada paso que dé en su camino.

Abdel avanzó hacia su hermanastro, acercando involuntariamente una mano a la empuñadura de la espada.

—¡Ése no era el trato, Sarevok!

El guerrero de la armadura no hizo ademán de protegerse.

—Mátame si quieres, Abdel. Yo no pienso defenderme. Pero si lo haces nunca averiguarás mis secretos.

Lentamente la manaza del mercenario se alejó de la empuñadura del arma. Entonces se volvió e intercambió una mirada con Jaheira. Había enojo en los ojos violeta de la semielfa pero Abdel comprendió que pensaba lo mismo que él. Ambos habían resucitado a Sarevok y tendrían que apechugar con él.

Fue Imoen quien al fin rompió el incómodo silencio que reinaba en el calvero.

—Bueno, ¿qué hacemos?

—Vamos a Saradush, en busca de Melissan —contestó Sarevok.