3

Los rostros de Imoen y Jaheira se fundieron en el vacío gris que súbitamente lo rodeó, y la entidad que amenazaba con apoderarse de su cuerpo y su alma se desvaneció con ellas. Abdel Adrian había regresado al vacío, y el Aniquilador se había marchado.

Instintivamente se llevó una mano al hombro para tranquilizarse tocando la empuñadura del sable sujeto a su espalda, como en su sueño. Pero en esta ocasión el plano abisal era distinto. Para empezar eso no era ningún sueño. Abdel estaba consciente y totalmente despierto cuando sintió que el mundo mortal se desvanecía. ¿O acaso había sido él quien se había desvanecido? Además, el brazo izquierdo aún le sangraba por las heridas infligidas por las flechas de la Cazadora en el claro. Pero lo que diferenciaba aquel vacío de la última vez que había estado allí no era solamente que estuviera consciente.

El mercenario sentía el suelo bajo sus pies. Al menos, era como si pisara algo sólido, aunque al bajar la vista no vio nada. El interminable gris que lo rodeaba también era distinto; en vez de hallarse en un lóbrego plano vacío desprovisto de cualquier existencia, Abdel se sentía perdido dentro de una niebla que todo lo oscurecía. Algo se ocultaba en la niebla. A diferencia del mundo de su sueño, no se encontraba en un vacío absoluto; era un plano lleno de secretos.

Como para darle la razón, la niebla se disipó ligeramente para revelar los contornos de varias puertas situadas entre las nubes. Tras un instante de vacilación Abdel se aproximó. En su mente sonaron de nuevo las palabras del ser embozado que le había hablado en el sueño: aquel lugar era el reino de Bhaal, un plano del Abismo regido en otro tiempo por el Dios de la Muerte, moldeado por la voluntad de su malvado padre inmortal.

No obstante, Abdel sintió que nada tenía que temer de examinar una puerta, aunque abrirla sería muy distinto.

¿Cómo podría abrir una puerta que no estaba sujeta a nada? Las puertas colgaban en el aire, sin marco, sin paredes, sin bisagras. Sólo estaban las puertas; cinco en total. Eran de roble de aspecto fuerte y resistente, y nada tenían de extraordinario en cuanto a su tamaño ni forma. Eran puertas sencillas, solamente adornadas con un funcional picaporte. De hecho, eran puertas normales y corrientes, excepto por su entorno o, mejor dicho, por la falta de un entorno.

Abdel desenvainó el sable y rodeó cautelosamente las puertas, buscando algo. Pero no halló nada.

—¿Hola? —gritó al fin, sin saber si esperaba que el ser de su sueño se le apareciera y le respondiera. Su voz resonó en la niebla gris.

»¿Hay alguien ahí? —volvió a preguntar.

La voz que brotó de la bruma no era el coro de voces que esperaba, sino una voz que reconoció perfectamente.

—Estoy aquí, hermano. Como tú.

De la niebla surgió una figura, un hombre del pasado de Abdel. Iba cubierto de los pies a la cabeza con una armadura de metal negra. Gran parte de las pesadas piezas de hierro se veían adornadas con hojas afiladas como cuchillos, lo que convertían aquella armadura en un instrumento tanto de defensa como de ataque. El temible guerrero medía más de dos metros de estatura y era uno de los pocos humanos que habían sido capaces de mirar a Abdel directamente a los ojos. Nada tenía de sorprendente su similar estatura, pues se trataba de su hermanastro, del hombre al que había matado en Puerta de Baldur: Sarevok.

Sarevok no había abandonado la protección que le ofrecía la oscura niebla como habría sido de esperar, sino que se había materializado de repente a apenas tres metros de distancia de Abdel. El mercenario no daba crédito a sus ojos.

Meneó la cabeza y agarró con más fuerza el sable, sin hacer caso de la llamarada de dolor que le subía por el brazo izquierdo herido y le llegaba hasta el hombro.

—Te maté —dijo a media voz—. Estás muerto.

Su hermanastro lanzó una risa grave que nada tenía de alegre.

—¿Acaso tu amada Jaheira no murió también, hermano? Pero los sacerdotes de Gond la resucitaron. La muerte no siempre es el fin.

Al menos no iba armado, comprobó Abdel. No había ni rastro de la espada negra que Sarevok utilizara en el duelo que ambos libraron en los túneles bajo Puerta de Baldur.

Pese a ello, el fornido mercenario no bajó la guardia. Si permitía que su medio hermano se acercara demasiado, las crueles hojas que sobresalían de su armadura de hierro podían causarle atroces heridas. Abdel volvía a ser muy consciente de su vulnerabilidad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le espetó.

—Esperándote. Sabía que regresarías a este plano vacío de nuestro padre, Abdel. Así que esperé.

Las palabras de Sarevok lo intrigaron, pero también sabía que su hermanastro era un redomado embustero. Sarevok era la encarnación del mal. Tenía las manos manchadas con la sangre de innumerables inocentes, había tramado la muerte de Abdel, había sido el responsable del asesinato del marido de Jaheira y casi logró matarla a ella.

El guerrero de negra armadura había planeado y organizado una campaña de muerte y terror a lo largo de la Costa de la Espada. Sus maquinaciones habían estado a punto de causar una guerra sin sentido entre las ciudades de Nashkel y Puerta de Baldur; una guerra de sangre y sacrificios humanos con la que Sarevok esperaba revivir a su padre muerto.

Pero todo eso no era de importancia para Abdel. Muerte, guerra, atentados contra su vida y la vida de sus compañeros; toda su vida había girado en torno a eso. Pero Sarevok tenía las manos manchadas con la sangre de Gorion. Él había ordenado el asesinato del mentor y el padre adoptivo de Abdel, la única persona que durante toda su vida había tratado de alejarlo de la violencia y la barbarie a las que le impulsaba su herencia. Pese a todos sus otros crímenes, Abdel había matado a Sarevok por el asesinato de Gorion.

Y ahora no iba a dejar pasar una segunda oportunidad de vengar aquella muerte.

—Has esperado mucho tiempo para que vuelva a matarte —le dijo, dando rápidamente un paso hacia Sarevok al tiempo que alzaba el sable. El mercenario se convirtió en una mancha de furioso movimiento, pero Sarevok se limitó a hacerse a un lado y apartar el sable con su pesado guantelete.

La fría e impasible carcajada que acompañó el gesto hizo que Abdel se tambaleara hacia atrás, anticipándose a un contraataque. Pero Sarevok se quedó quieto.

—Veo que sigues siendo tan impulsivo como siempre, Abdel. Desahoga tu rabia conmigo una vez más si así lo deseas… aunque no servirá de nada. —La voz de Sarevok conservaba la profunda resonancia que Abdel recordaba, y bajo cada palabra sonaba aún una corriente de violencia implícita. No obstante, había cambiado. Le faltaba aquella frialdad maligna, el aliento de pura maldad que en el pasado le causara escalofríos de repugnancia.

Abdel avanzó cautelosamente describiendo con el sable círculos en el aire. Todo lo que necesitaba era una oportunidad, una única abertura para hundir el acero entre las planchas de hierro que formaban la armadura de su hermano.

—Aquí no puedes matarme, Abdel —le advirtió Sarevok, al parecer ajeno al avance de Abdel—. Cuando me diste muerte en el plano mortal pasé a formar parte de ti. Me convertí en parte de este mundo vacío. Aunque me cortes en mil pedazos seguiré estando aquí.

Abdel dejó que su arma hablara por él, propinando un tremendo sablazo a la cintura de su hermano. Sarevok no trató de defenderse, sino que se quedó allí quieto y aguantó el ataque. El acero cortó la negra armadura, se hundió sin ningún esfuerzo en el torso de Sarevok y salió por el otro lado.

El mercenario se apartó para evitar el chorro de sangre que debía brotar de las extremidades inferiores del rival al que acababa de desmembrar, pero no hubo sangre. Tampoco la mitad superior del cuerpo de Sarevok cayó al suelo gris, agitándose, sino que Sarevok simplemente se disolvió y se desvaneció, del mismo modo que había aparecido.

—Avísame cuando acabes con esta payasada. Tengo una oferta que hacerte, Abdel.

La voz sonaba a su espalda. Abdel se dejó caer al suelo y dio una voltereta hacia adelante para evitar que Sarevok lo atacara por la espalda. Al acabar de ejecutar la voltereta, torció el cuerpo de modo que le permitiera encararse con su oponente y se puso de pie de un salto.

Sarevok se había mantenido inmóvil y se veía exactamente igual que antes de que Abdel tratara de partirlo por la mitad.

El mercenario consideró la posibilidad de volver a atacar. Aún tenía que conocer al hombre al que no pudiera vencer con la fuerza bruta, pero era la primera vez que se enfrentaba a un espíritu incorpóreo en el plano infernal que había pertenecido a un dios ahora muerto. De mala gana tuvo que aceptar la idea de que no era una situación que pudiera resolver a punta de espada. Lentamente, sin apartar la mirada de la figura inmóvil de su hermano, bajó el sable.

—No tiene sentido luchar contra un fantasma.

—¿Un fantasma? —Sarevok pareció burlarse de aquella palabra, aunque su voz seguía siendo igual de fría y monótona—. Sí, supongo que soy un fantasma, aunque no en el sentido usual del término. Podemos ayudarnos mutuamente, Abdel. Los dos tenemos algo que el otro necesita.

Entonces fue el turno de Abdel de echarse a reír amargamente.

—Yo nunca te ayudaré, Sarevok. No puedes ofrecerme nada que pueda interesarme.

—Impetuoso como siempre, Abdel. Es el fuego de nuestro padre que arde en tu interior. A diferencia de ti, hermano, a mí ya no me consumen las llamas del odio y la sed de sangre. Tú mismo limpiaste de mi espíritu la lacra de Bhaal, y te doy las gracias por ello.

Sin saber cómo reaccionar al inesperado pero al mismo tiempo imperturbable agradecimiento del hombre al que había matado, Abdel permaneció en silencio.

—No rechaces mi oferta en un arrebato de pasión y temeridad, Abdel. Yo tengo la información que necesitas. Te aseguro que, a la larga, lo que te propongo te beneficiará mucho más a ti que a mí.

Las palabras de Sarevok le picaron la curiosidad.

—¿Información? ¿Qué tipo de información?

—Para empezar, cómo salir de este mundo muerto de nuestro padre. Pero hay más, Abdel, mucho más.

El mercenario frunció el entrecejo, consciente de que Sarevok le había hecho una oferta que no podía rechazar alegremente. Abdel no tenía ni idea de cómo había llegado a aquel plano gris y vacío, y tampoco tenía ni idea de cómo regresar al mundo mortal junto a Jaheira e Imoen. Pero parte de él seguía recelando de hacer un trato con quien en el pasado fuera su enemigo mortal.

—¿Y qué necesitas tú de mí? —le preguntó.

Sarevok avanzó medio paso y alzó los brazos, con lo que las piezas metálicas de su armadura chirriaron. Instintivamente Abdel aprestó el sable y se agachó en posición de defensa.

Su hermano imitó sus movimientos e hincó rígidamente una rodilla, con los brazos aún extendidos y las palmas hacia arriba. Abdel tardó un segundo en comprender que Sarevok no había adoptado una actitud agresiva, sino que suplicaba.

—Abdel Adrian, te necesito para que me devuelvas a la vida —imploró.

Abdel se quedó tan atónito como si alguien le hubiera golpeado con fuerza en la cara, y volvió bruscamente la cabeza, horrorizado. Era una petición ridícula y ofensiva.

—¡Nunca! —gritó—. Eres un monstruo, Sarevok, un ser todo maldad y muerte. Tendría que estar loco para devolverte a la vida y que pudieras seguir matando.

—Por favor, Abdel —replicó Sarevok sin ningún cambio significativo en el tono de voz, aunque seguía con los brazos extendidos en un patético esfuerzo por despertar la simpatía de aquel medio hermano al que tanto daño había hecho—. Ya no soy el que era. Cuando tú me conociste, yo ya no era humano, no era más que un recipiente, el conducto por el que fluía el horror de Bhaal. La lacra de nuestro padre se había apoderado de mí. El infierno de odio, sed de sangre y locura habían consumido mi identidad. Yo no era Sarevok, sino un demonio con forma humana.

—¡Mientes! ¡Sólo tratas de eludir la responsabilidad de toda la muerte y la destrucción que causaste!

Sarevok negó con la cabeza, se puso lentamente en pie y bajó los brazos antes de seguir suplicando con voz grave y monótona que no reflejaba ninguna emoción.

—Admito que antes de que el estigma de Bhaal se adueñara de mí ya disfrutaba matando. Soy y siempre seré un instrumento de la violencia. Durante toda mi vida, en todos mis viajes, dejé tras de mí una estela de muerte. Pero lo mismo puede decirse de ti, Abdel Adrian. ¿Somos realmente tan distintos?

Involuntariamente Abdel dio un paso hacia atrás, negando las acusaciones de Sarevok. Pero, pese a su reacción, sabía que su hermano decía la verdad. Muchas veces había sentido el mercenario la cegadora furia de la esencia de su padre en su alma; muchas veces había sentido las garras del Dios de la Muerte que se cerraban en torno a su corazón. Conocía la eterna lucha por controlar el mal que moraba en su interior, conocía la guerra que debía librar para mantener su identidad cada vez que se dejaba llevar por la furia y permitía que el océano carmesí de la lacra de Bhaal se apoderara de su mente.

De cada lucha contra su mal interior Abdel había salido victorioso. Hasta entonces. ¿Era posible que en otro tiempo Sarevok hubiese sido como él, pero hubiera sucumbido a la contaminación de Bhaal? ¿Se había convertido Sarevok en una manifestación mortal del mismo Bhaal, un ser que no era responsable de sus acciones?

Aprovechando el silencio de Abdel, Sarevok continuó exponiendo su caso.

—Cuando pusiste fin a mi existencia mortal, Abdel, liberaste mi espíritu de los infiernos. Pero en vez de ganar la libertad fui a parar aquí, quedé atrapado en este limbo que en otro tiempo fue el reino de Bhaal.

»Llevo aquí esperando desde el día de mi muerte, pues sabía que un día aparecerías. Mi alma está unida a la tuya, Abdel; estamos unidos por nuestra herencia común y por haber muerto yo a tus manos. Sabía que regresarías, y te he esperado, confiando en tener otra oportunidad, una oportunidad para vivir no como el receptáculo del odio y los deseos de Bhaal, sino como yo mismo.

—Yo… yo no sé si creerte —para su propia sorpresa Abdel pronunció aquellas palabras casi con pesar.

—Lo entiendo. ¿Por qué deberías confiar en mí? Voy a darte una prueba de mi buena fe; te diré cómo puedes salir de aquí y regresar al mundo mortal, junto a quienes has dejado atrás.

Jaheira. Imoen. La sola mención de sus compañeras despertó el apremio de Abdel. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, en ese plano vacío? ¿Y si la mujer a la que había matado no era la única perseguidora? ¿Y si por el bosque merodeaban más lobos mutantes?

—¡Dime cómo regresar!

Al percibir el anhelo de su hermano Sarevok lo tranquilizó.

—Tus compañeras están a salvo, Abdel. No corren peligro inminente. Te diré la forma de regresar. Luego, si lo deseas, podrás marcharte y yo no trataré de detenerte. Lo único que te pido es que escuches el final de mi oferta antes de irte.

—Trato hecho —respondió Abdel inmediatamente. En realidad hubiera dicho cualquier cosa para reunirse cuanto antes con Jaheira.

—La clave son las puertas, Abdel —le explicó Sarevok—. Acércate a una de ellas y concéntrate. Desea estar de nuevo en el mundo mortal.

—¿Qué puerta?

—No importa. Las puertas no son más que símbolos. Representan las posibilidades y el potencial de este plano, y también el tuyo.

Sin dudarlo, Abdel simplemente dio la espalda a Sarevok y fue directo hacia la puerta más cercana, imaginándose que atravesaba el umbral y reaparecía en el claro, donde había dejado a Jaheira y a Imoen.

—Has hecho una promesa, Abdel —le recordó Sarevok. El mercenario se detuvo.

Él no le debía nada a Sarevok. A su modo de ver, el peor de sus crímenes era el asesinato de Gorion, pero no había sido el único. No tenía ninguna razón para quedarse. Debería seguir caminando y dejar que Sarevok se pudriera en el vacío.

—¿Recuerdas las últimas palabras que te dije en los subterráneos de Puerta de Baldur? ¿Recuerdas lo que te dije cuando me atravesaste el corazón con tu espada? Te dije que había más como nosotros, Abdel, más hijos de Bhaal. Si quieres hallar las respuestas, debes encontrarlos.

Las palabras de Sarevok se asemejaban tanto a las del ser sobrenatural de su sueño, que Abdel se volvió y miró a su hermanastro.

—Yo puedo ayudarte a encontrar a los demás hijos de Bhaal —dijo Sarevok—. Puedo ayudarte a hallar las respuestas, pero debes escuchar mi oferta antes de irte.

El mercenario recordó vívidamente cómo la herencia de Bhaal había estado a punto de adueñarse de él en el claro. Recordó la horrible sensación de impotencia que lo invadió cuando su cuerpo se transformó en el receptáculo de la malvada semilla que en otro tiempo formara parte de la esencia inmortal del Dios de la Muerte. Tal vez las respuestas de Sarevok le permitirían librarse definitivamente del legado de su padre. El rostro de Jaheira desfiló fugazmente por su mente, y echó un rápido vistazo de refilón a la puerta que flotaba en la neblina gris.

—Tú eliges, Abdel.