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Abdel reconoció el hogar abisal de Bhaal guiándose por una innata familiaridad. Tal vez su propia esencia inmortal se sentía atraída hacia aquel lugar, o tal vez se debía simplemente a que había estado muchas veces allí. Fuera cual fuese la explicación, instintivamente Abdel supo que se hallaba de nuevo en el reino de su padre.

Pero había cambiado mucho. Cada vez que visitaba aquel rincón de Bhaal en el Abismo había reparado en sutiles cambios. De un vacío absoluto había pasado a ser un desierto agostado y luego una tierra fértil empapada de lluvia. Abdel había sido el testigo de la evolución de un mundo muerto y olvidado. Pero en aquella ocasión no daba crédito a sus ojos.

Se encontraba en una selva —enferma, en estado de putrefacción y moribunda— pero selva al fin y al cabo. Retorcidos árboles del color de madera muerta crecían hasta desaparecer en un dosel de anchas hojas con manchas amarillas. De los árboles colgaban enredaderas de un mórbido gris, y pútridas flores marrones se abrían en la infecta flora.

Un pesado y opresivo silencio reinaba en aquella maraña de árboles y follaje atestada de plagas. Abdel sentía aquel silencio como una presencia tangible, como un muro que se fuera cerrando sobre él. Pero lo más abrumador era el acre y empalagoso olor de pútrida vegetación que flotaba en el aire como una nube tóxica. Cada vez que respiraba tenía que luchar contra las náuseas.

La corrompida jungla que lo rodeaba era tan espesa que Abdel apenas podía ver a metro y medio por delante, pero sabía que la puerta que buscaba estaba en algún lugar de aquel oscuro y mohoso bosque. Pese al asco que le daba tocar siquiera aquellas plantas enfermas, tendría que abrirse paso a machetazos entre la floresta si quería hallar la puerta.

El mercenario dio un vacilante paso hacia adelante y se hundió casi tres centímetros en una alfombra de líquenes negros y hongos. Sus pies desnudos chapoteaban sobre el musgo en descomposición, formando entre los dedos una pasta color verde oscuro de líquido y materia vegetal. Como en respuesta a sus movimientos, de las ramas superiores le llovieron sobre cabeza y hombros enredaderas cubiertas de limo.

Abdel se las sacudió, asqueado, pero enseguida descubrió que de la tierra que hollaba habían brotado unos gruesos hierbajos deformes que se le enroscaban alrededor de las piernas desnudas. Sus tallos estaban enfermos por falta de nutrición por lo que resultó sencillo sacudírselos moviendo las piernas. Reprimiendo las náuseas por el fétido olor de descomposición que emanaba del suelo que pisaba, Abdel siguió adelante.

Se iba abriendo paso arrancando ramas y rompiendo las gruesas hojas de aquella selva, estremeciéndose de repugnancia cada vez que algo le rozaba la piel desnuda. De tener un arma su progreso hubiese sido mucho menos desagradable, pero Abdel iba desarmado. Una y otra vez sus manos le abrían camino entre la densa floresta. La hedionda savia que goteaba de las plantas que lo rodeaban le manchó los dedos y se los dejó pegajosos.

No le costó mucho tiempo darse cuenta de que la vegetación crecía en torno a él para impedirle que avanzara. Las hojas lo rozaban como las suplicantes manos de los leprosos agrupados frente al templo de Ilmater. De arriba le seguían cayendo encima enredaderas que lo cubrían con sus fibrosos y enmarañados zarcillos. Raíces y hierbajos lo acosaban a cada paso, enroscándose alrededor de sus piernas y pies como si trataran de ponerle la zancadilla.

La agobiante y asfixiante selva de enferma vegetación se convirtió en más que una pequeña molestia. Abdel a duras penas conseguía mantener el equilibrio bajo la pesada lluvia de mórbidas y húmedas enredaderas. La maligna maleza se hacía cada vez más insistente, tiraba de sus pies y tobillos, y si Abdel mantenía el pie más de un segundo en el mismo sitio rápidamente se le enroscaba hasta la altura de la rodilla.

El reino de Bhaal se le oponía, trataba de impedirle que atravesara aquella jungla en busca de la puerta que había cruzado Melissan. Y lo estaba consiguiendo. El mercenario perdió la calma, daba manotazos y propinaba furiosos puntapiés para tratar de alejar a las agresivas plantas, pero por mucho que lo intentara no conseguía librarse de ellas.

Entonces buscó en lo más profundo de sí para tratar de despertar de nuevo al Aniquilador. Tal vez Balthazar hubiese vencido al gigantesco demonio, pero Abdel sabía que el Aniquilador podía abrir sin ninguna dificultad un camino a través de la vegetación. Las llamas de la cólera de Bhaal empezaron a arder con fuerza y Abdel se preparó para la terrible transformación.

Que nunca se produjo. El mercenario sentía en su alma un infierno desatado, pero no tenía ningún efecto sobre él. No obstante, la selva respondió con entusiasmo. Como si fuese una enorme serpiente se fue enroscando en espiral alrededor del guerrero. Los árboles se inclinaban para rodear con sus ramas los brazos y las piernas de Abdel, acariciándolo y abrazándolo como un enamorado recién reencontrado después de una larga separación.

Abdel se dio cuenta de que el mundo de Bhaal estaba vivo pero que no lo atacaba ni trataba de impedirle el avance. Lo que ocurría es que se sentía atraído hacia él. Reconocía la esencia inmortal que albergaba su alma, y deseaba adularlo y acariciarlo. En su intento por despertar al Aniquilador solamente había logrado aumentar el anhelo de la jungla hacia él.

La comprensión le proporcionó la solución. Abdel dejó de resistirse a las plantas y se concentró en moldearlas. Se imaginó cómo la espesa vegetación se retiraba y se echaba atrás como unos respetuosos sirvientes a los que su amo despide. Obedeciendo la voluntad de uno de los vástagos de Bhaal las enredaderas, las raíces y las ramas que le aprisionaban retrocedieron.

Abdel se imaginó que la selva se abría ante él y le despejaba un sendero que conducía a la puerta por la que había cruzado Melissan, y nuevamente bastó con desearlo para conseguirlo. Ante él se abría un camino despejado, un estrecho corredor que cortaba la densa vegetación y que conducía directamente a la última puerta, de madera, que el bosque había respetado.

Las hojas susurraban a su paso como súbditos que saludan a su nuevo rey en la ceremonia de coronación. Libre de obstáculos Abdel marchó hacia la puerta y la abrió sin vacilar.

El reino de Bhaal se desvaneció, y nuevamente el mercenario se encontró en el vacío. Pero había alguien allí. Melissan se sostenía en el aire, su cuerpo revestido por una columna de glorioso poder. Los extremos de la reluciente columna se extendían hasta el infinito en ambas direcciones, pero su anchura apenas bastaba para contener a una sola persona.

Abdel supuso que aquella figura bañada por la luz tenía que ser Melissan. La espigada y atractiva mujer que él recordaba ya no existía; en su lugar flotaba un ser sin vello y de piel muy fina, que no era ni hombre ni mujer. Melissan ya no tenía edad ni sexo. Se había desprendido de todos sus rasgos identificativos y se hallaba en un proceso de renacimiento y regeneración que la convertiría en un ser inmortal.

La nueva Melissan reparó en la presencia de Abdel, que flotaba en el vacío junto a ella. Al hablar, a Abdel no le sorprendió que su voz hubiese empezado a adoptar la infinita profundidad de un inmortal.

—Así pues, el avatar de Bhaal ha vencido a Balthazar. Estoy impresionada.

Pese a sus palabras Abdel supo que se mofaba de él.

—¿Has venido a detenerme, Abdel? ¿Quieres arrebatarme mi destino?

Abdel no respondió, sino que se limitó a asentir con la cabeza. Melissan salió de la columna de poder y dio una pequeña boqueada como si llevara mucho tiempo sin respirar.

—Si quieres el poder de Bhaal tendrás que venir a quitármelo —se burló.

Mediante pensamientos de ira y venganza Abdel se desplazó velozmente por el vacío. Sus manos se cerraron con fuerza alrededor del cuello de Melissan. Pero la mujer se desintegró en una nube de reluciente polvo, para volver a materializarse a pocos metros de distancia.

—Tu ignorancia resulta de lo más divertida. No puedes matarme aquí, Abdel. Éste es el mundo de Bhaal, y yo ahora formo parte de él. No sólo eso sino que ahora yo soy este mundo. Y este mundo soy yo. Me he fundido con la esencia inmortal.

Abdel recordó que en el Abismo tampoco había podido infligir ningún daño a Sarevok. Tal vez era cierto que no podía matar a Melissan en aquel mundo, pero se juró que las muertes de Jaheira y de Imoen no quedarían impunes.

Nuevamente se abalanzó sobre ella, pero Melissan simplemente alzó una delicada mano y repelió el ataque con un giro de la muñeca. Abdel fue lanzado dando volteretas hacia la refulgente columna situada en el centro de aquel universo vacío.

Melissan observó muy interesada cómo el fornido mercenario era absorbido por el pilar. Abdel se sintió invadido por la euforia del poder infinito, percibía las ilimitadas posibilidades de la inmortalidad, el potencial incalculable de ser un dios. Se estaba ahogando en la esencia de Bhaal.

La euforia se trocó en pánico. Abdel notaba cómo se disolvía. Se estaba volviendo incorpóreo, su forma desaparecía en el río de energía que rugía a través de él. La devoradora identidad de lo inmortal lo despojaba de su manifestación física. Al igual que Melissan se estaba fundiendo con la suma de la esencia de Bhaal pero, a diferencia de Melissan, él no estaba preparado para ello.

—Perfecto —susurró Melissan—, abandónate al poder de Bhaal. Funde tu esencia con la de tu padre y tus hermanos, para que así yo pueda devoraros a todos.

Abdel trató de liberarse de la refulgente columna, pero era como nadar para alejarse del ojo de un remolino. Las corrientes que lo arrastraban indefectiblemente hacia el centro eran demasiado fuertes para resistirse.

—No luches, Abdel —le aconsejó Melissan—. Así es como debe ser. Todos los hijos de Bhaal nacisteis de la misma semilla, y todos debéis regresar a la misma energía. Todos sois una misma cosa: hijos de Bhaal, vástagos del Dios de la Muerte. Eso es lo que eres, Abdel. Es lo que te define.

—No —protestó Abdel débilmente, notando que su voluntad de resistirse se iba desvaneciendo, así como su identidad y su sentido del yo. También los recuerdos se le borraban pese a que él trataba de aferrarse a ellos; se le escapaban de entre los dedos como granos de arena.

Imoen, Gorion. Aquellos nombres ya no tenían ningún significado para él, y un instante después incluso los nombres desaparecieron, arrastrados por las irresistibles corrientes de la identidad colectiva infinita que lo rodeaba. Todo lo que había sido desapareció, hasta que solamente le quedó la esencia de su padre. Ya ni siquiera recordaba su propio nombre. Lo único que recordaba era el rostro de una mujer con orejas ligeramente puntiagudas y ojos color violeta que traicionaban su herencia elfa.

Jaheira. Abdel se aferró a aquel recuerdo, negándose a perder la última brizna de individualidad. Jaheira. Sacaba fuerzas de aquel nombre. Poco a poco logró evocar recuerdos no sólo de su rostro sino también de su voz. Jaheira. Abdel notó que su cuerpo recuperaba sustancia. Ya podía oír la risa de su amada y sentir la calidez de su piel. Jaheira.

—Ríndete a la esencia colectiva. Es inútil resistirte —declaró Melissan—. Eres hijo de Bhaal.

Jaheira. Ahora la recordaba claramente; la druida semielfa que lo había apoyado durante su época más oscura. La mujer que había desoído incluso la llamada de la muerte para pasar una última noche a su lado. Lo recordaba todo de ella: su suave piel, la fragancia de su larga melena, el sonido de su risa.

Y también lo que le dijo: «Recuerda quién eres». Entonces lo entendió. Todos se equivocaban, Gorion, Sarevok, Melissan, los Cinco, Balthazar. Incluso Jaheira se había equivocado, aunque habían sido sus palabras y su amor los que lo habían salvado y le habían mostrado la verdad.

—¡No! —la voz de Abdel resonó con nueva fuerza—. ¡Soy más que una gota que flota en este todo infinito! ¡No soy solamente hijo de Bhaal!

»¡Soy Abdel Adrian, héroe de Puerta de Baldur, salvador del Árbol de la Vida, hijo adoptivo de Gorion, amado de Jaheira!

Por fin lo entendía. No podía seguir negando la parte de él que había heredado de su padre. Llevaba en su interior el estigma de Bhaal, era una parte más de lo que era. Gorion y Jaheira habían tratado de suprimir aquella parte de él mismo, y Abdel había tratado de complacerlos. Balthazar había vencido donde Abdel había fracasado; el monje se había separado por completo de su lacra inmortal, enterrándola tan hondo que cuando la necesitó no pudo recuperarla. Ésa no era la solución. Negando aquella parte de su alma, Abdel había creado un vacío en su identidad.

Por el contrario Sarevok, los Cinco e incluso Melissan habían dado una importancia exagerada a la esencia del Dios de la Muerte presente en todos sus descendientes. Habían alimentado la pequeña semilla de maldad que llevaban dentro hasta que los devoró y se perdieron en la cólera de su padre. Tampoco ésa era la solución.

Era hijo de Bhaal, sí. Bhaal era parte de él. Pero sólo una parte, nada más. No era su rasgo distintivo, y no iba a permitir que lo fuese. Él era quien era, nada más y nada menos. Él era Abdel Adrian.

—Yo soy Abdel Adrian —declaró nuevamente, afirmando así su individualidad contra la fuerza que lo arrastraba hacia una existencia colectiva.

De repente la corriente que lo atraía hacia el centro de la columna desapareció, y Abdel pudo salir de ella y flotar de nuevo por el vacío para enfrentarse a Melissan.

La mujer observó con asombro cómo Abdel emergía de la reluciente columna de divinidad. Con gesto calmado, el guerrero le estrelló un puño contra el rostro. Como la vez anterior la forma de la mujer simplemente se disolvió y volvió a materializarse sin que el golpe la afectara.

—Tu fortaleza y tu persistencia me sorprenden, hijo de Bhaal —admitió Melissan—. Pero no importa. No necesito tu esencia para completar mi ascensión. Y cuando sea ya una diosa, te aplastaré como quien aplasta una mosca.

—No eres ninguna diosa. Eres Melissan. Nada más.

Nuevamente lanzó un puñetazo a su rival y atravesó su forma insustancial. Pero esta vez sintió un asomo de resistencia. Por la expresión de su cara cuando el espíritu de Melissan recuperó la forma, se dio cuenta que ella también lo había notado.

—Eres Melissan, la Ungida de Bhaal —insistió—. La falsa protectora de los hijos de Bhaal, traidora a los Cinco, manipuladora, mentirosa, impostora. Eres todo eso, pero no una diosa. Eres una intrusa en este reino. No formas parte de él. ¡Eres una extraña!

El puño de Abdel golpeó a Melissan en un mentón sólido, y notó cómo la mandíbula se rompía por la fuerza del puñetazo. La cabeza sin pelo de la mujer se inclinó bruscamente hacia atrás, y su boca se contrajo en expresión de sorpresa y dolor.

Mucho antes de conocer a Melissan o incluso a Jaheira, mucho antes de tener ni la más remota idea de quién era su padre, Abdel era un camorrista, un mercenario, un soldado de fortuna. Por aquel entonces zanjaba todas las disputas con los puños y las armas: todos sus problemas podían resolverse con la fuerza bruta.

Pero saber quién y qué era realmente le había complicado la existencia. Las responsabilidades y los retos que llevaba consigo ser hijo de un dios eran complejas, y no podían resolverse a puñetazo limpio. Pero allí, al borde de la inmortalidad, enfrentado al mayor reto de su vida, Abdel volvió a sus raíces.

—Yo soy Abdel Adrian —declaró, sin dejar de golpear una y otra vez con los puños a Melissan—, y tú no eres ninguna diosa.

Aporreaba el espíritu de Melissan, muy físico y real, con las manos desnudas, le machacaba el cuerpo para someterla, mientras ella trataba débilmente de defenderse. Golpeaba a la mujer que lo había traicionado y manipulado desde que se conocieron hasta que no fue más que una sanguinolenta pulpa machada de existencia física y moral. Entonces cogió por los hombros a quien había aspirado a la divinidad y la arrojó a la refulgente columna que latía con vida propia.

La columna llameó un instante mientras Melissan gritaba al ser consumida por la luz. La esencia de Bhaal que Melissan había robado volvía a fundirse con el todo, y la insignificante parte física que quedaba —la parte de Melissan que seguía siendo Melissan— quedó instantánea y totalmente borrada por el poder divino.

Abdel esperó una eternidad para asegurarse de que realmente había vencido. Una vez seguro de que la existencia de Melissan había sido completamente aniquilada, deseó cruzar de nuevo la puerta que comunicaba el vacío de la verdadera esencia de Bhaal y el plano abisal en el que Bhaal fundara su reino.