—Melissan te ha estado utilizando, Abdel —explicó pacientemente Balthazar a su indefenso oponente—. Tal vez sospechó que los Cinco ya no la consideraban necesaria y conspiraban contra ella. O tal vez se enteró de mi deseo de traicionar su causa. O quizá simplemente se dio cuenta de que los Cinco se estaban volviendo demasiado peligrosos para poder controlarlos.
»Sea cual fuere la razón, nos enfrentó los unos contra los otros. Cuando llegaste a Saradush te manipuló para que mataras a Yaga Shura, y engañó a Gromnir para que abriera las puertas de la ciudad sitiada. De un plumazo logró así acabar con casi todos los hijos de Bhaal aún con vida y consiguió enemistarte con los Cinco.
El monje hizo una pausa para juzgar la reacción de Abdel. El mercenario sacudió la cabeza.
—No —dijo, haciendo rechinar los dientes—. No te creo.
—No importa qué creas. Una vez que tanto tú como yo hayamos muerto no quedará ningún vástago de Bhaal al que Melissan pueda manipular, nadie que escuche sus promesas de gloria. Y le será imposible resucitar a Bhaal.
El dolor que sentía en sus destrozadas articulaciones impedía a Abdel pensar coherentemente. Balthazar tenía que estar mintiendo, pero ¿por qué? ¿Qué podría ganar el monje inventándose aquel cúmulo de engaños? El fornido mercenario sacudió la cabeza, tratando de librarse de su indecisión. No era el momento para desenmarañar el papel que había desempeñado Melissan en los acontecimientos recientes de su vida.
Abdel enterró su confusión debajo de pensamientos más simples y claros.
Los Cinco habían matado a Jaheira. Balthazar era uno de los Cinco. Ergo, Balthazar debía morir.
Abdel sabía que era inferior a su rival. El monje era demasiado hábil para que pudiera vencerlo en combate. Deseaba vengar a Jaheira con sus propias manos, pero al contemplar el brazo derecho destrozado y el hueso que le sobresalía de la pierna, supo que no podría. No obstante, todavía podía vengarse.
Las llamas de Bhaal prendieron en su interior y Abdel se abandonó a la maldad de su padre. Su cuerpo explotó, lanzando fragmentos de carne por toda la habitación. El Aniquilador volvía a ser libre.
El techo del edificio era demasiado bajo para que el demonio pudiera mantenerse erguido, pero la bestia se limitó a encorvarse y apoyó dos de sus garrudos brazos en el suelo. El otro par lo extendió ante él y corrió inclinado hacia el pobre monje.
A Balthazar no lo sorprendió la transformación de Abdel en aquella horrible manifestación de la maldad de Bhaal. De hecho lo esperaba y estaba preparado.
Tuvo que agacharse para esquivar los zarpazos de su enemigo. A continuación giró sobre sí mismo para alejarse de las fauces que trataban de cerrarse sobre él y propinó una serie de fuertes puntapiés y puñetazos a una de las patas traseras del monstruoso demonio. Pero sus golpes rebotaron contra el duro exoesqueleto del Aniquilador sin causarle daño alguno.
El Aniquilador dio una patada con tanta rapidez que Balthazar ni siquiera vio venir el ataque. Un gigantesco pie golpeó al monje en pleno pecho con la fuerza suficiente para convertir sus huesos en polvo. Pero el cuerpo de Balthazar absorbió el golpe y dio una voltereta hacia atrás. En vez de destrozar todos los huesos del tronco, la patada simplemente lanzó al monje hacia atrás en una serie de saltos mortales hasta pararse poco antes de llegar al muro de piedra.
La bestia se volvió de nuevo hacia el monje y con su enorme tamaño lo acorraló en un rincón. Entonces se lanzó contra él con las cuatro garras al mismo tiempo, cada una de ellas atacando desde diferente altura y diferente ángulo.
Balthazar se agachó y las eludió. Si cualquier otro hombre hubiese tratado de doblar el cuerpo y retorcerlo como él, sin duda se habría roto el espinazo. El Aniquilador atacaba sin dar tregua. Sus zarpas no eran más que una imagen borrosa de una muerte horrible y desgarradora. Pero el monje lograba esquivar las mortales zarpas; desviaba, paraba y redirigía media docena de arremetidas en un sólo segundo.
El Aniquilador era más veloz y más fuerte que ninguna otra criatura con la que Balthazar se hubiera enfrentado, pero no era más que una bestia, un animal sin entendimiento. Así pues atacaba usando la fuerza bruta y la furia, sin ninguna idea de táctica ni de estrategia. Gracias a décadas de estudio de las artes de combate el monje podía prever cada ataque y defenderse.
A medida que Balthazar fue reconociendo un ritmo y una pauta en los ataques del monstruo, lentamente fue adoptando una actitud más ofensiva. Entre los movimientos elusivos y las paradas empezó a intercalar crueles contraataques, puñetazos y puntapiés dirigidos a los ojos saltones del demonio, semejantes a los de un insecto. La bestia no parecía acusar las heridas que Balthazar le causaba. Era como si el dolor no significara nada para él.
Pero a medida que el monje arreciaba sus ataques a los órganos oculares del demonio, los asaltos del Aniquilador empezaron a hacerse más brutales y frenéticos, y menos precisos. Al poco rato el monstruo golpeaba ya a lo loco y daba zarpazos a ciegas, con la ferviente esperanza de toparse por casualidad con su enemigo y hacerlo pedazos.
Los enloquecidos y caóticos esfuerzos del cegado Aniquilador eran tan poco efectivos como cuando aún podía ver. Desesperada, la bestia fue a estrellarse contra el muro en un salvaje intento de aplastar a su esquivo enemigo.
Pero Balthazar presintió aquel desesperado movimiento y pasó fácilmente por debajo de las patas que el Aniquilador había separado mucho preparándose para el salto. El demonio se arrojó contra la pared reforzada mágicamente, causando enormes grietas que llegaron hasta los cimientos de la indestructible torre.
Un segundo después de estrellarse contra la piedra, el monstruo ya volvía a estar de pie, daba media vuelta y agitaba furiosamente los brazos para tratar de localizar al monje. Balthazar lo contemplaba imperturbable desde el otro extremo de la torre, acumulando todo su poder en una mano.
El demonio ciego lo olió, lo oyó o quizá simplemente presintió la posición del guerrero tatuado, e inmediatamente arremetió contra él. Balthazar se mantuvo inmóvil y dejó que el monstruo se le acercara. Luego se agachó debajo de la garra con la que el Aniquilador pretendía degollarlo y saltó por encima de otra garra dirigida a sus piernas. Balthazar se aproximó muy tranquilo a la bestia y le estampó la palma de la mano en su enorme pecho.
El Aniquilador se tambaleó hacia atrás, chillando frustrado y confuso, al tiempo que agitaba furiosamente los brazos en un vano intento por recuperar el equilibrio. Había recorrido la mitad de la habitación cuando se desplomó. Todo su cuerpo temblaba con las vibraciones producidas por la palma de Balthazar, como un diapasón golpeado por un martillo.
Chillando aún por rabia e impotencia, el demonio se puso penosamente en pie, aunque de modo vacilante. Su cuerpo seguía temblando y agitándose a medida que las vibraciones se intensificaban. Resonó un terrible crujido cuando en la coraza quitinosa que formaba la piel del Aniquilador apareció un millón de fisuras delgadas como hilos de una telaraña. El monstruo sufría violentas convulsiones. Las finas líneas se fueron extendiendo y ampliando, y de ellas empezó a rezumar un líquido verde viscoso.
El Aniquilador lanzó un último chillido, tras el cual se desplomó en silencio sobre su espalda, mientras que grandes pedazos de su cuerpo se le desprendían y caían al suelo con un ruido empalagoso. Una fisura fue ascendiendo por todo el torso del monstruo, y la coraza se le abrió en dos mitades.
El corpulento Abdel Adrian se liberó de la sustancia mucosa y babosa que lo aprisionaba. Balthazar se fijó en que el brazo y la pierna heridos del guerrero habían sanado en la transformación, pero él no parecía darse cuenta de ello. El mercenario agitaba manos y pies con profunda repugnancia, pugnando por liberarse de la coraza partida y de la sustancia pegajosa y viscosa pegada a su cuerpo como un asqueroso almíbar.
Balthazar contempló fascinado cómo Abdel emergía desnudo de la cáscara que había sido el Aniquilador. Entonces dio un paso adelante y, aprovechando que Abdel se estaba limpiando aquella repugnante baba de los ojos, le propinó un tremendo puntapié en pleno pecho. El golpe del monje lo levantó en el aire y lo arrojó contra el muro de piedra de la torre. El impacto le aplastó la parte posterior del cráneo y le pulverizó el cerebro.
Entonces Balthazar se fue aproximando lentamente hacia él para descargar el golpe. Aunque ya podía considerarse muerto Abdel seguía agitándose. Pero se detuvo en seco cuando una alta figura etérea se materializó ante él.
—Balthazar, he venido para advertirte de los planes de Melissan. —La voz de aquel ser parecía proceder de todas partes al mismo tiempo como si un coro invisible hablara al unísono con su voz.
Recelando alguna traición de Melissan, el monje retrocedió un paso.
—Yo frustraré los planes de la Ungida de Bhaal —aseguró a aquel ser que tanto podía ser amigo como enemigo—. Cuando Abdel haya muerto yo mismo pondré fin a mi vida y así acabaré de una vez para siempre con la amenaza del regreso de Bhaal.
Para sorpresa de Balthazar, el glorioso ser de pronto se mostró nervioso.
—No debería decirte esto… Ni siquiera debería estar aquí. El Oculto lo desaprobaría… pero Melissan ha ido más allá de lo previsto y me ha obligado a romper mi juramento de no interferencia.
El monje meneó la cabeza.
—Si no te explicas mejor…
—Lo que Melissan desea no es resucitar a Bhaal sino suplantarlo. Ahora mismo se encuentra en el plano abisal del Dios de la Muerte. Si averigua el modo de fundirse con la esencia inmortal de Bhaal, se convertirá en diosa.
Balthazar consideró en silencio las implicaciones de lo que decía el mensajero. Se había jurado que impediría el regreso de Bhaal, pero permitir que Melissan se convirtiera en la Diosa de la Muerte era igualmente indeseable.
—Yo la detendré —declaró al fin—. Llévame junto a ella.
—Puedo abrir un portal al reino de Bhaal —explicó el magnífico ser—, pero una vez allí deberás seguir tú solo a Melissan por la puerta final.
Balthazar asintió para indicar que lo comprendía, tras lo cual esperó que el portal se abriera ante él. Transcurrido casi un minuto el angélico ser retomó la palabra.
—¿Por qué vacilas, Balthazar? El tiempo es esencial.
—Estoy listo —replicó el monje, algo confuso—. Muéstrame el camino para que pueda emprender el viaje.
—El camino está despejado. —La infinita voz del ser expresaba una profunda inquietud—. Solamente tienes que cruzar el portal para entrar en el reino de Bhaal. Una vez allí sigue a Melissan por la última puerta.
Balthazar miró a su alrededor, buscando.
—¿Dónde? No veo ningún portal. No veo nada.
El etéreo ser empezaba ya a desvanecerse.
—Melissan se encuentra en el reino de Bhaal y ha cruzado la última puerta. Entra en el reino de tu padre y síguela. Yo mantendré el portal abierto el mayor tiempo posible.
El ser desapareció. Consciente de que el tiempo era de máxima importancia, Balthazar recorrió frenéticamente la habitación vacía tratando de hallar el portal que según el ser estaba allí. La paz interior que el monje había cultivado en una larga vida de estudio y contemplación se desintegraba rápidamente, se ahogaba en la inútil busca de un portal que era incapaz de ver. Sentía que el propósito de su misma existencia se le escapaba de entre los dedos. Melissan estaba a punto de convertirse en la Diosa de la Muerte, y si él no lograba impedírselo todos sus esfuerzos para evitar el regreso de Bhaal habrían sido inútiles. Pero no sabía cómo llegar al reino de su padre en el Abismo.
Poco a poco fue comprendiendo. Su mente se resistía a aceptar la verdad y trataba de encerrarla en una inexpugnable fortaleza de voluntad y disciplina mental, del mismo modo que se había resistido a la esencia de Bhaal y la había sepultado durante tantos y tantos años. Balthazar ya no podía negar la verdad, no si de verdad quería detener a Melissan. Obligado a asumir su impotencia, fijó los ojos en su hermanastro, tirado en el suelo en estado comatoso.
Abdel abandonó su existencia gris y vacía mientras iba recuperando lentamente la consciencia. Podía sentir la calidez de la magia curativa que se extendía por todo su cuerpo con un agradable hormigueo, reforzando su propia capacidad de regeneración. Alguien le apoyó la cabeza en el regazo y entonó las suaves palabras de un hechizo curativo.
Abrió los ojos esperando ver a Jaheira, pero lo que vio fue la faz oscura y tatuada de Balthazar.
Antes de que pudiera reaccionar el monje encajó los dedos de la mano derecha a un lado del cuello de Abdel, justo bajo la línea de la mandíbula. Con la mano izquierda agarró con firmeza el otro lado de la mandíbula, como si estuviera a punto de torcerle la cabeza hasta desnucarlo.
—Si te mueves, me veré obligado a matarte —le advirtió.
Abdel supo que no se trataba de una amenaza vana. No estaba familiarizado con la maniobra que Balthazar había realizado, pero no dudaba que los resultados serían fatales para él.
—¿Por qué no me matas de una vez y acabamos con esto? —Los leves movimientos al hablar le provocaron pinchazos de dolor en el cuello y el cráneo. Seguramente Balthazar lo notó, porque aflojó ligeramente la presión.
—Tengo que hablar contigo, Abdel —dijo el monje. Todavía aguantaba la cabeza de Abdel en el regazo, manteniéndolo inmovilizado con las manos—. Dime si ves un portal o una puerta en esta habitación.
Consciente de que se hallaba a merced de su enemigo, Abdel poca cosa podía hacer excepto responderle con sinceridad. Aunque no podía girar la cabeza recorrió con la mirada la planta baja circular de la torre. La entrada seguía sellada, y la única salida era la escalera que conducía al primer piso.
—No veo ningún portal ni puerta.
—Lo que me temía —murmuró el monje—. He esperado demasiado. El poder del mensajero ya se ha desvanecido y el portal se ha cerrado.
Balthazar lanzó un suspiro de descorazonada resignación. Entonces, como si acabara de ocurrírsele, preguntó:
—¿Has visitado alguna vez el plano de nuestro padre?
Abdel seguía sin comprender cuáles podían ser las intenciones del monje, por lo que no encontró razón para mentir.
—Sí, he estado en el reino de Bhaal, en el Abismo.
La presión sobre su cuello aumentó momentáneamente, haciéndole estremecerse de dolor.
—¿Cómo? —inquirió Balthazar incapaz de ocultar la agitación en su voz—. ¿Cómo entraste en ese plano?
Abdel vaciló antes de responder. Si le revelaba el secreto de cómo acceder al reino de Bhaal, era posible que lo matara para abrir un portal de acceso. Pero si no respondía, Balthazar lo mataría sin dudarlo. En último término poco importaba. Incluso si lograba salir de la comprometida situación en la que se encontraba, nunca podría vengar la muerte de Jaheira. Balthazar era un rival sin parangón. Abdel no podría vencer al tatuado guerrero.
—No es algo que pueda controlar —respondió el mercenario cuidadosamente, resignándose a su inevitable destino—. Me ha ocurrido cada vez que he matado a uno de los Cinco. Cuando morían me encontraba de pronto en el plano en el que antes habitaba Bhaal.
—Pues claro —susurró Balthazar—. La esencia de Bhaal debe regresar a su hogar en el Abismo. Y si la cantidad es grande, como sucede con los Cinco, tu propia esencia es arrastrada hacia allí.
De pronto el monje movió las manos y Abdel se preparó para morir. Pero en vez de retorcerle el cuello, el monje lo soltó. Abdel sintió que algo frío y duro le golpeaba en la palma de la mano derecha. Al bajar la vista vio que era la daga de Sendai. Instintivamente sus dedos se cenaron en torno a la empuñadura.
—Tienes que matarme, Abdel —declaró Balthazar—. Mátame y entra en el mundo de nuestro padre.
Abdel vaciló. Podía tratarse de algún tipo de truco o de prueba.
—¿Por qué?
—Melissan se encuentra ya allí —explicó el monje rápidamente—. Pretende convertirse en la Diosa de la Muerte. Debes entrar en el plano de Bhaal y cruzar la última de las puertas para detenerla.
Tumbado aún de espaldas y con la cabeza apoyada sobre el regazo de Balthazar, Abdel apretó la punta de la daga contra la garganta del monje. Ignoraba si Balthazar le había dicho la verdad sobre Melissan, pero tampoco tenía ninguna razón para mentirle. Y por fin tenía su oportunidad de vengar a Jaheira. Sin embargo, por alguna razón su mano se negaba a rebanar el pescuezo de su enemigo con el filo de la daga cubierto de runas.
—¿Por qué yo? —preguntó—. ¿Por qué no me matas y lo haces tú mismo?
—Porque no puedo. —El monje parecía casi avergonzado—. He enterrado tan profundamente en mi interior la esencia de Bhaal que ya no puedo entrar en el reino de nuestro padre. Los símbolos mágicos que cubren mi cuerpo impiden que esa malvada esencia salga, y los años de disciplina mental refuerzan los barrotes de la prisión que es mi alma. Ya no tengo acceso al poder de mi propia sangre contaminada.
»Tienes que ser tú, Abdel. Tú eres el último de nuestro linaje. Solamente tú puedes seguir a Melissan.
El monje inclinó la cabeza hacia atrás, dejando la garganta totalmente a merced de la daga de Sendai. Minutos antes Abdel hubiese dado cualquier cosa por tener aquella oportunidad, pero de pronto se descubría reacio a matar a Balthazar.
—El tiempo es esencial —le recordó el monje con voz plácida y serena.
Abdel pasó el filo por la garganta del monje. La sangre manó a borbotones de la irregular herida, cubriendo la mano y la muñeca del mercenario, y salpicándole la cara y el pecho. El cuerpo de Balthazar se desplomó sobre el de Abdel.