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Melissan inspiró profundamente el aire frío y rancio mientras caminaba lentamente hacia el templo abandonado. Olía a decadencia vacía y a pútrida muerte, un olor que después de treinta años ya le era muy familiar. Bajo aquel hedor añejo y fétido flotaba una insinuación de algo más: humo y fuego. El aroma de odio consumiéndose, el perfume de la cólera violenta, viva, palpable. La mujer sonrió.

Después de entregar a Abdel su caballo, había tenido que seguir hasta el templo a pie. Habían sido varios días de marcha, pero ¿qué era ese inconveniente sin importancia después de décadas de paciente espera? Por fin su paciencia tendría su recompensa. Al cruzar la puerta el cálido resplandor de las llamas bañó su cuerpo. Alzó la mirada y contempló la sonriente calavera, símbolo de su dios. Melissan sentía el calor de las llamas que le lamían la piel, acariciándosela con un hormigueo, del mismo modo que Bhaal había hecho cuando caminaba por la faz del mundo antes de la Época de Tumultos.

Las furiosas llamas que ardían en el pozo se avivaron cuando Melissan se acercó, como si la esencia del dios muerto contenida en ellas la reconociera: Melissan, Suma Sacerdotisa del Dios de la Muerte, Ungida de Bhaal. Mucho tiempo atrás ella había sido la encargada de llevar a cabo los sacrificios y los truculentos rituales que alimentaban las ansias de su dios. Ella dirigía las sanguinarias oraciones de los seguidores de Bhaal, durante las cuales asesinaba a enemigos y a víctimas por igual, y luego arrojaba sus cuerpos y sus almas al malvado fuego eterno que ardía en el centro del templo.

Por su fe Bhaal la había recompensado revelándole los secretos de la ascensión, de modo que tras su inevitable muerte pudiera resucitarlo. Había llegado el momento de realizar el ritual. Los Cinco habían recogido la esencia de la prole de Bhaal tras una guerra de sangrientos sacrificios. Todo estaba a punto para el regreso a la vida del dios.

Pero Melissan tenía otros planes. Lentamente la espigada mujer se despojó de la delgada cota de malla que llevaba sobre la ropa y la dejó caer al suelo. A continuación se quitó los guantes plateados, las botas, las largas mangas negras y los ajustados pantalones. Finalmente se desprendió de la ajustada ropa interior negra que se le pegaba a las curvas de su bien moldeado cuerpo, dejando al descubierto una piel horriblemente desfigurada. Treinta años atrás había sido ungida por Bhaal en un bautismo de fuego que le dejó su marca en cada centímetro de la piel, menos en el rostro. Desde entonces su carne era una horrible y deforme masa de tejido cicatricial que jamás sanaría.

Melissan se había sometido voluntariamente a aquella transformación, pues sabía que cuando llegara la hora del castigo, el premio la compensaría por todo el sufrimiento. Y la hora casi había llegado.

Desnuda y desprotegida entró en la rugiente hoguera que ardía en el centro del templo de Bhaal. El tormento era soportable. Unas temperaturas mucho más altas de lo que un mortal pudiera ni imaginar le abrasaron el espíritu, aunque su cuerpo mutilado y repulsivo no sufrió daño alguno. Los chillidos de las torturadas almas de los hijos de Bhaal atrapados en el fuego inundaron sus oídos, le rompieron los tímpanos y se le clavaron en el cerebro.

La mujer dio la bienvenida al dolor. Lo abrazó, y el infernal fuego la abrazó a ella. Dedos anaranjados fueron subiendo por su piel, se le metían dentro de la boca y la nariz como un ser vivo que quisiera devorarla por dentro. Las llamas la envolvieron. Lenta y dolorosamente fueron purgando su existencia mortal, al tiempo que le abrían el camino de su ascenso a la inmortalidad.

—¡Detente!

Instintivamente Melissan había cerrado los ojos al entrar en el fuego sagrado. Al oír el sonido de lo que parecía una multitud de voces hablando al unísono, los abrió de repente.

A través del brumoso velo anaranjado de las danzantes llamas vio una enorme figura que descollaba sobre ella. Su cabeza casi rozaba el techo del templo de Bhaal. La figura extendió su inmensa túnica negra celestial, empequeñeciéndola. Melissan lo reconoció: era un solar, un servidor y mensajero de Ao, el extraño ser que regia incluso los destinos de los mismos dioses.

Pese al abrasador calor Melissan se estremeció.

—¡Lo que haces está prohibido! No puedes hacerlo. —Pero la figura no hizo ademán de intervenir. Se quedó inmóvil mientras el ritual de ascensión progresaba, sin interrumpir el sacramento.

Lentamente Melissan fue perdiendo el miedo a medida que comprendía la verdad. No se enfrentaba a un guardián divino del hado y el destino, no era una entidad omnipotente enviada a aplastarla. No. Se trataba de una mera proyección, un espíritu inofensivo procedente de otro plano.

—¡Éste no es tu lugar! —gritó ella para hacerse oír por encima del fragor de las llamas—. ¡No tienes poder aquí!

—A un mortal no le está permitido ascender en lugar de Bhaal —declaró la figura con voz inquietante—. Es un destino reservado a alguien del linaje de Bhaal.

—¿Y qué me dices de Cyric? —le retó Melissan—. ¿Acaso no es un mortal que ascendió al panteón de los dioses?

—Lo de Cyric fue un error —admitió la figura—. Una excepción que no se tolerará una segunda vez.

—Pues descarga sobre mí la ira de tu amo —le desafió Melissan, extrayendo su audacia del conocimiento de la historia de Faerun. Solamente una vez que se recordara había intervenido Ao en los acontecimientos de Abeir-Toril, durante la Época de Tumultos. Pero aquella época ya había pasado y desde entonces Ao se había sumido en las brumas de la leyenda filosófica.

En vista de que nada pasaba, Melissan soltó una carcajada de alivio. Había desafiado el farol del solar y había ganado.

—Tu amo sigue tan desinteresado como siempre. Muy pronto Balthazar matará a Abdel, o tal vez será al revés. Sea como sea no importa. Muera quien muera yo dispondré de la necesaria esencia de Bhaal para iniciar mi transformación.

Impotente para intervenir, ni siquiera para discutir las audaces palabras de Melissan, el solar simplemente se desvaneció.

La triunfante risa de la mujer resonó en los muros del templo abandonado. El fuego sagrado se avivó, y Melissan notó cómo la carne se le empezaba a fundir. Las risas se tornaron gritos cuando su cuerpo quedó reducido a cenizas.

Melissan se halló en el reino abisal de Bhaal. Su cuerpo físico había desaparecido devorado por las llamas que ardían en el centro del templo, en el mundo mortal. Pero en aquel plano del averno nuevamente tenía forma. Volvía a ser hermosa. Las cicatrices y las deformidades sufridas en la ceremonia de iniciación como la Ungida de Bhaal habían desaparecido de su cuerpo. La mujer se acarició maravillada la piel, de nuevo lisa y sin mácula, asombrándose de su propia perfección.

Un grave retumbo le hizo alzar la vista al cielo. Sobre su cabeza hervían furiosas nubes oscuras que cabalgaban a lomos de un frío viento. Hasta donde le llegaba la vista contempló una tierra oscura y fértil. La esencia agrupada de Bhaal había hecho renacer lo que antes había sido un desolado vacío. Ahora aquel plano abisal rebosaba potencial y simplemente esperaba una poderosa mano que le diera forma.

La mujer cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás, alzó los brazos y entonó un suave cántico. En respuesta, el suelo se puso a temblar, la tierra empezó a burbujear y estalló cuando brotes de corrompida vegetación lucharon por la vida, arrastrándose servilmente a los pies de la Ungida de Bhaal. En el horizonte brotaron montañas de roca semejantes a dientes mellados, aislando aquel reino dentro de una imponente e infranqueable frontera.

Melissan abrió los ojos para contemplar la rápida transformación de lo que ya consideraba su propio reino. Su mundo obedecía todos y cada uno de sus antojos y deseos, pero faltaba algo. La mujer sentía el poder de la inmortal esencia de Bhaal que latía a través del suelo que pisaba, y también flotaba en el aire como una carga estática. Podía manejar aquella esencia a su antojo, pero aún no formaba parte de ella. Seguía siendo una mortal en el reino de un dios.

Entonces reparó en la solitaria puerta, sin marco ni paredes al lado, que flotaba en el centro de ese mundo. Con cautela y curiosidad la mortal que aspiraba a la divinidad se aproximó a ella.