El mercenario cargó contra el monje. Balthazar esperó hasta que tuvo al enemigo casi encima para girar el cuerpo a un lado. Con la mano izquierda empujó hacia abajo la punta del sable de Abdel, alejándolo de su cuerpo, mientras que con el antebrazo derecho daba un golpe a la muñeca izquierda de Abdel, con lo que desvió la trayectoria descendente de la daga de Sendai. Al mismo tiempo le puso la zancadilla, de modo de que el fuerte impulso que llevaba Abdel hizo que se tambaleara y fuera a estrellarse contra la dura piedra del muro más alejado.
Ileso pero ardiendo de ira y vergüenza por su ataque fallido, Abdel giró sobre sus talones para enfrentarse una vez más con su enemigo. Balthazar seguía de pie en el mismo centro de la habitación, esperando con toda la calma del mundo el siguiente movimiento de su rival.
—¿Comprendes por qué es preciso que mueras? —preguntó en tono casual.
—Sé que tú quieres resucitar a Bhaal, pero no es eso por lo que estoy aquí.
Tras pronunciar aquellas palabras Abdel se lanzó de nuevo contra el monje, se agachó y separó los pies, acercando así su centro de gravedad al suelo. Estaba seguro de que esa vez el monje no podría desviar su impulso con un simple giro del cuerpo.
Balthazar también se agachó y cuando Abdel se aproximó saltó y dio una voltereta en el aire sobre la cabeza de su asombrado adversario. Con el talón izquierdo golpeó al mercenario en la parte de atrás de la cabeza, dejándolo momentáneamente aturdido, mientras que con el pie derecho le propinaba un fuerte puntapié en la parte central de la espalda, lanzándolo de bruces contra el duro suelo.
Abdel se desplomó sobre el estómago y se quedó sin respiración. La cabeza y la espalda le dolían por los puntapiés recibidos. Notaba que ya le empezaban a salir moretones y que los lugares en los que había encajado los despiadados golpes se le hinchaban. A diferencia de los monjes guerreros entre los cuales se había abierto paso en el patio, Balthazar le infligía un daño muy real.
Era por los tatuajes. Al igual que las runas grabadas en las armas de los otros miembros de los Cinco, los dibujos y símbolos que cubrían los brazos y las piernas de Balthazar le daban el poder de causar daño al cuerpo de Abdel. El saberse vulnerable lo obligó a cambiar de táctica; tendría que actuar con mayor cautela. Lentamente se levantó y se encaró con el monje.
Tras su maniobra que desafiaba la gravedad, Balthazar había aterrizado ágilmente de pie y nuevamente aguardaba en el centro de la habitación. El monje prosiguió la conversación como si nada hubiera pasado.
—No tengo ninguna intención de resucitar a Bhaal. Es preciso eliminar para siempre de Faerun la maldad de Bhaal. Su estigma debe ser borrado de la faz de Abeir-Toril. Por eso debes morir.
La amarga risa de Abdel reverberó en los muros de piedra que los encerraban.
—¡Sé que eres uno de los Cinco! ¡Has asesinado a tus hermanos de sangre para robarles la esencia y así resucitar a nuestro padre!
—Sí, era uno de los Cinco —reconoció Balthazar, mientras Abdel se aproximaba cautelosamente trazando con sus dos armas hipnóticos dibujos en el aire—, aunque nunca compartí sus ideas. Ellos querían devolver a la vida a Bhaal, mientras que yo deseo asegurarme de que permanezca muerto para siempre. Matar a los poseedores de nuestra misma sangre contaminada servía tanto a sus propósitos como a los míos, por lo que los ayudé a dar caza a la descendencia del Dios de la Muerte. Pero siempre he tenido la intención de traicionarlos al final, Abdel.
El mercenario apenas prestaba atención a las mentiras que brotaban de los labios de su enemigo. No iba a permitir que su palabrería lo distrajera de su objetivo. Si el monje quería parlotear mientras él se le iba acercando, no sería él quien le mandara callar. Ya lo silenciaría rebanándole el pescuezo.
Aunque muy pocas veces luchaba con un arma en cada mano, Abdel sabía cómo sacar ventaja de ello al atacar. Empezó con una serie de estocadas y tajos ofensivos con el sable destinados a obligar al monje a retroceder y hacerle perder el equilibrio. A continuación dirigió la daga hacia los riñones de su enemigo, obligándolo a alejarse de la pequeña arma blanca, lo que le puso justo en la trayectoria del recio filo del sable.
Pero algo salió mal. Balthazar no reculó ante la primera salvaje arremetida, sino que paró la espada con la mano izquierda desnuda, giró la muñeca de modo que su palma se encontró con la parte plana del sable, y lo desvió sin que le causara ningún daño. Del mismo modo paró la segunda estocada. Presa de la desesperación, Abdel llevó la daga hacia arriba, pero el monje le propinó un fuerte golpe en el codo con la pierna, arrancándole la daga de la mano que débilmente la asía.
Balthazar se agachó y eludió lo que Abdel había esperado que fuese el golpe de gracia. El impresionante sable hendió el aire a poco más de dos centímetros de su cabeza.
Antes de que Abdel lograra invertir el impulso de su ataque, un rodillazo en la ingle lo hizo doblarse. Un instante después se enderezó bruscamente al recibir otro rodillazo en el mentón.
Cegado por el dolor, ni siquiera vio la veloz ráfaga de puñetazos en el pecho, aunque sí que sintió cómo varias costillas se rompían en rápida sucesión. Seguidamente sintió un par de firmes manos que lo agarraban con firmeza por una muñeca, lo levantaban y lo arrojaban por el aire. Fue a aterrizar pesadamente de espaldas.
—Mientras una sola gota de la contaminada sangre de Bhaal fluya por las venas de un ser vivo, existe la posibilidad de que alguien encuentre el modo de resucitarlo —explicó tranquilamente Balthazar, que ni siquiera respiraba más agitadamente después de aquel asalto—. Al igual que todos los vástagos de Bhaal, tú posees la lacra de Bhaal, y debes morir por el bien del mundo.
Lentamente la visión de Abdel se fue despejando y enfocó el techo. Tenía la mano izquierda paralizada. Ni siquiera podía cerrar el puño. Cada respiración le causaba un terrible dolor, pues la caja torácica rota se expandía y se contraía. Tosió y casi se ahogó cuando la garganta se le llenó de sangre. Notaba cómo su cuerpo luchaba por recuperarse, por vencer a la poderosa magia contenida en cada puñetazo y cada puntapié recibido de Balthazar. Su cuerpo se estaba recuperando, pero lentamente.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó con voz ronca, tratando de ganar tiempo—. Tú también eres hijo de Bhaal. ¿Debes también morir por la sangre que corre por tus venas?
—Yo he aprendido a controlar el mal que alberga mi alma, Abdel. Estas marcas en mi cuerpo contienen mi malvada esencia gracias a una poderosa magia. Toda mi vida ha estado dedicada a alcanzar la disciplina mental que me permite mantener aprisionada en mi cuerpo y mi alma la cólera de Bhaal. Pero mientras viva habrá personas que tratarán de liberar aquello que yo tanto me he esforzado por enjaular. Las oportunidades de que venzan son infinitesimales, pero incluso así el riesgo es demasiado grande. Cuando tú hayas muerto yo también moriré, Abdel. Nosotros dos somos los últimos. Tras tu muerte y mi suicidio ritual el mundo se verá por siempre libre de la amenaza del regreso de Bhaal.
Las costillas de Abdel se estaban juntando de nuevo, y notaba cómo los dedos de la mano izquierda recuperaban la sensibilidad y la fuerza. Pese a la tremenda paliza recibida no había soltado en ningún momento el pesado sable, pero necesitaba unos segundos más.
—Estás loco, Balthazar.
—Es una consecuencia inevitable de quiénes y qué somos. La esencia de Bhaal lleva consigo locura y muerte. Por mucho que tratemos de evitarlo, por buenas que sean nuestras intenciones, no podemos evitar poner de manifiesto los rasgos más oscuros heredados de nuestro padre. Y todos quienes nos rodean sufren.
Su cuerpo se había recuperado por completo, pero Abdel no se lanzó al ataque inmediatamente. Algo en las palabras de Balthazar sonaba a verdad. ¿Acaso Abdel no había sido siempre un heraldo de la muerte y el sufrimiento? ¿A cuántos hombres y a cuántas mujeres habría matado a lo largo de su carrera como soldado de fortuna? ¿A centenares? ¿A miles?
Algunas personas habían tratado de apartarlo de aquella vida de violencia; quienes lo amaban pese a su naturaleza salvaje. ¿Qué había sucedido a Gorion y a Jaheira? Estaban muertos, al igual que Imoen y Sarevok y cualquiera que entrara en contacto con él.
—¿No hay modo de librarnos del estigma de Bhaal? —inquirió Abdel, rezando para que Balthazar le diera al menos una brizna de esperanza antes de acabar con él.
—No podemos evitar la maldición de nuestro padre —el monje habló con voz apagada y pesarosa—. Muchos de nuestros hermanos simplemente sucumbieron ante ella y dejaron que la esencia los consumiera, por ejemplo Sarevok y los demás miembros de los Cinco. Otros trataron de resistirse a la oscuridad del Dios de la Muerte, como tú y yo. Pero estamos condenados al fracaso. Pese a todos nuestros esfuerzos vamos dejando una estela de muerte, dejamos un rastro de sangre, Abdel. Ni siquiera yo, con todo mi entrenamiento, he podido resistir los impulsos asesinos de Bhaal.
Lo que las palabras de Balthazar implicaban eran demasiado para que Abdel pudiera soportarlo. Si el monje estaba en lo cierto, él era el culpable de la muerte de Jaheira.
La semielfa estaba condenada desde el mismo momento que se asoció con alguien de su impura herencia. Abdel no iba a aceptarlo. No podía aceptarlo. ¿Cómo vengar su muerte si él era el culpable?
Abdel se aferraba a la idea de venganza como un ahogado se aferra a una cuerda que le lanzan desde la orilla. Era todo lo que le quedaba, lo único que podía llenar su vacío interior. Los Cinco habían matado a Jaheira, no él, y los Cinco pagarían.
Se puso de pie de un salto, tratando de no sumirse en el infierno que ardía en su interior. No quería liberar al Aniquilador si no era estrictamente necesario. Quería darse el gusto de matar a Balthazar él mismo.
Abdel se lo tomó con calma y fue describiendo amplios círculos en torno a su enemigo. En los primeros asaltos él había sido quien atacaba, y cada vez Balthazar había contrarrestado el ataque volviendo contra el fornido mercenario su agresividad y su impulso. Durante varios segundos que se hicieron muy largos Abdel mantuvo la posición, era del alcance del monje. Aguardaba, esperaba atraer a su rival.
Balthazar pasó a la ofensiva y se lanzó contra él muy rápidamente. Atacó desde abajo, con la idea de levantarle las piernas y hacerlo caer. Pero Abdel dio un salto hacia atrás y descargó un mandoble destinado a partir en dos el cráneo del monje. Pero éste había girado ya el cuerpo y se había alejado del arma.
El mercenario trató de retroceder y ponerse nuevamente en guardia. Balthazar se le había acercado tanto que le había impedido usar el sable con eficacia, y el monje seguía acosándolo, negándole el espacio que Abdel necesitaba. Con un directo contra la mandíbula, un codazo contra la garganta y un puntapié en la sien propinado tras un giro completo, Abdel cayó sobre una rodilla, aturdido. El monje le estrelló una rodilla en la cara, y la nariz de Abdel explotó con un chorro de sangre.
Daba tajos a ciegas con el sable, con la esperanza de acertar por casualidad. Balthazar le agarró una muñeca, se apoyó en el brazo de Abdel y tiró de él bruscamente hacia atrás, a la altura del codo, rompiéndole la articulación. Abdel lanzó un grito de dolor y trató de rodar sobre sí mismo para alejarse del monje. Se levantó justo cuando Balthazar le propinaba un tremendo puntapié contra un lado de la rodilla, dislocándole la articulación y rompiéndole ligamentos y tendones del hueso, que acabó sobresaliéndole justo bajo el muslo.
Balthazar reculó, dejando a su lisiado oponente retorciéndose de dolor en el suelo.
—Incluso ahora mismo gozo con el dolor que te estoy causando —dijo casi como si se disculpara—. No podemos negar qué somos Abdel, por mucho que nos esforcemos. Supongo que por eso el Ungido de Bhaal te reclutó para eliminar a los Cinco. Triunfara quien triunfase, la maldad de Bhaal reinaría en el alma del vencedor. Cuando todo esto haya acabado el Ungido de Bhaal podría usar esa maldad para resucitar al Dios de la Muerte.
Abdel sacudió la cabeza, tratando de olvidar el agónico dolor que sentía en los dos miembros que Balthazar le había dejado inútiles, luchando por comprender el significado de las palabras de Balthazar.
—¿El Ungido de Bhaal? —preguntó haciendo rechinar los dientes por el dolor.
El monje le dirigió una sonrisa compasiva.
—No tienes ni idea, ¿verdad? No eres más que un peón, Abdel, una marioneta. Melissan te ha estado manipulando desde el principio.