2

Illasera presentía el fin de la caza. Se lamió las yemas de los dedos, anhelante, y cogió el arco que colgaba de su tenso y musculoso hombro. Sin dejar de caminar a largas y gráciles zancadas preparó en silencio una única flecha negra de las que llevaba en la aljaba, que pendía de su delgada cadera. Sus presas habían dejado un rastro aún fresco de matorrales pisoteados y ramas rotas; no le llevaban más que unas horas de ventaja. Las débiles huellas en el duro suelo del bosque, invisibles para cualquiera que no fuese un experto rastreador, manifestaban una constante disminución de la longitud del paso, lo que era un evidente signo de fatiga. Illasera estaba segura de que el trío al que acechaba se habría detenido para pasar la noche, pero ella, la Cazadora, seguiría adelante y pronto los atraparía.

Se detuvo y gracias a sus aguzados sentidos de depredadora localizó otra indicación de la cercanía de sus presas. Illasera ya las olía. En el aire inerte atrapado entre la espesura del bosque de Tethir flotaba pesadamente el olor almizcleño a sudor. Pero eso no era todo. Illasera era uno de los Cinco y, como tal, los sentía. La sangre que corría por las venas de los hijos de Bhaal la llamaba, la instaba a seguir adelante. Así pues reemprendió la marcha a pasos anhelantes, cada vez más rápidos, deslizándose entre los árboles tan silenciosamente como una sombra.

Por el rabillo del ojo captó un leve movimiento. La Cazadora disparó una sola flecha que atravesó al pequeño pájaro que acababa de posarse en un árbol. Mientras pasaba junto a él Illasera bajó la vista hacia el diminuto cuerpo cubierto por plumas empalado por la flecha, que todavía se agitaba débilmente en un inútil esfuerzo por escapar. La criatura había tratado de advertir a su presa.

La Cazadora se apartó un largo mechón de pelo del rostro y se rió suavemente para sí, mientras seguía andando. Una de sus tres presas era capaz de hablar con los animales del bosque y comunicarse con ellos de modos que la mayor parte de la gente ni siquiera sospechaba. Una de sus presas era una hija del bosque, una sirvienta de la naturaleza, una druida.

Eran estúpidos si creían que tales centinelas emplumados los protegerían. Cada uno de los Cinco poseía poderes profanos. En ellos el legado de su corrompido padre inmortal se manifestaba de formas distintas. En el caso de Illasera ese poder la vinculaba a la tierra. Al igual que la druida, Illasera podía comunicarse con las criaturas del bosque, podía usar su poder para alterar el orden natural. No obstante, la suya no era una relación simbiótica. Cuando Illasera usaba su poder era para obligar a la naturaleza a doblegarse ante su corrompida voluntad.

La Cazadora vaciló y consideró las consecuencias de sus acciones. Si lanzaba una llamada a los espíritus más oscuros que moraban en el bosque sin duda la druida la oiría. Pero si los hijos de Bhaal se encontraban tan cerca como ella sospechaba, tan cerca como los sentía, aunque la druida supiera de su presencia no tendrían tiempo para huir.

Quieta, inclinó la cabeza hacia atrás y alzó los brazos hacia el negro cielo. En sus ojos ardía un oscuro fuego. Mientras Illasera reunía su poder en forma de viento frío, las hojas susurraron y las ramas temblaron. Los animales que se hallaban cerca huyeron despavoridos, aterrorizados al notar el gélido viento, o se encogieron en el suelo del bosque paralizados por el terror.

El suelo tembló a medida que la oscura arquera acumulaba magia. Una gran bandada de aves abandonó el refugio de las ramas vecinas y tapó la luna al remontar el vuelo. El sonido de miles de alas batiendo el aire no podía acallar los discordantes chillidos de terror que proferían. La Cazadora se unió al coro con un grito que desató una oleada de magia maligna que retumbó por el suelo del bosque. Illasera estaba enviando impías llamadas que nadie podía desoír.

Todos los moradores del bosque —animales de pelo, de pluma e incluso los mismos árboles— quedaron envueltos en la magia negra de la sacrílega llamada. Las hojas se marchitaron y murieron al instante, las ramas se retorcieron, las raíces se pudrieron y se enmarañaron, e incluso los troncos de los grandes robles se deformaron y se convirtieron en una abominación de su forma original. Las criaturas más pequeñas del bosque cayeron muertas al instante, destruidas por la necromancia de Illasera mientras que las más fuertes sufrían transformaciones y mutaciones, convirtiéndose en morbosas versiones de ellas mismas. Corrompidas por la pérfida lacra de una de los Cinco, las mentes de las indefensas criaturas caían bajo el dominio de la malvada conciencia de Illasera.

Todas se fueron reuniendo alrededor de ella. Una manada de lo que antes habían sido lobos rodearon a su cruel ama.

Con una única orden silenciosa Illasera ordenó a sus servidores que exploraran el camino y la guiaran hasta sus presas.

Cerca, una mujer gritó.

El angustioso grito de Jaheira despertó a Abdel, arrancándolo del extraño sueño que tenía. Un momento después ya estaba de pie con el sable presto y recorriendo la espesura con la mirada en busca de signos de peligro.

Pero no vio nada. Sus ojos no lograban atravesar la oscuridad de la noche.

—Jaheira —susurró—. ¿Qué pasa, amor mío?

La druida pronunció una única palabra mágica, y la arboleda quedó bañada en una suave y cálida luz. Gracias a la mágica iluminación Abdel pudo ver con claridad. Jaheira ya estaba de pie, agarrando con firmeza el bastón que usaba a modo de arma. Imoen seguía tumbada en el suelo, pugnando lentamente por incorporarse, buscando a ciegas la pequeña daga que llevaba al cinto.

Abdel apenas se fijó en sus dos compañeras, pues toda su atención estaba centrada en el desconocido entorno. Entonces comprendió la reacción de horror de la druida. Lo que al dormirse era una vegetación lozana y palpitante se había convertido en una arboleda moribunda en descomposición. Los imponentes árboles ahora no eran más que madera muerta que se pudría, con los troncos retorcidos y reformados. A su alrededor las hojas muertas caían lentamente al suelo desde ramas igualmente sin vida, y cubrían el claro con un enfermizo manto amarillento.

El penetrante olor a vegetación en descomposición inundó su nariz. Por debajo de aquel olor dulzón y asqueroso le pareció que olía algo más; algo hediondo e impuro.

—¿Qué es esto? —preguntó Imoen en un susurro chillón e inquieto.

—Magia maligna —replicó Jaheira—. Una abominación del orden natural.

—En guardia —ordenó Abdel, haciéndose cargo de la situación. Estaba seguro de que el ataque sería inminente y no tenía ningún deseo de que algo oculto en los árboles que rodeaban el calvero se le abalanzara por detrás. Los tres formaron un estrecho círculo, espalda contra espalda, cerca del centro del pequeño claro.

Al notar que el pelo de Jaheira le rozaba el brazo desnudo, un estremecimiento de nostalgia le recorrió la columna vertebral, pero luchó por deshacerse de aquella sensación. Tenía que concentrarse en el impenetrable muro gris de árboles retorcidos que se alzaba ante él.

No tuvo que esperar mucho.

El ataque se produjo simultáneamente desde todos los lados. Abdel sabía que así sería, aunque albergaba esperanzas de equivocarse. Un grupo formado por cinco criaturas de forma conocida y, no obstante, extraña y alterada abandonaron el refugio del bosque, abalanzándose temerariamente sobre los tres humanos.

Un gran lobo se lanzó contra la garganta de Abdel e instintivamente una parte de la mente del mercenario retrocedió ante lo que vio. La bestia tenía los ojos de un blanco lechoso, cuyas pupilas se perdían en el turbio pus que supuraba de sus ojos medio ciegos dejando por el morro del animal un reguero de podredumbre pegajosa y brillante. Por las fauces abiertas lanzaba salpicaduras de espuma gris. Tan espesa era la espuma que le brotaba de la garganta que los colmillos apenas eran visibles. El denso pelaje del lobo se veía enmarañado y apelmazado, además de infectado por la sarna. La carne que asomaba por las numerosas placas de sarna estaba amarillenta y cubierta de pústulas. El pelo le latía como si millones de gusanos hirvieran en él. Pero lo peor era el olor que despedía; el hedor dulzón y enfermizo de carne gangrenada que produjo un ataque de náuseas a Abdel y a punto estuvo de dejarlo fuera de combate.

Pero sólo una pequeña parte de la mente de mercenario era lo suficientemente refinada para sentir repugnancia ante aquella abominable perversión. La mayor parte de su cerebro funcionaba a un nivel más básico, más primario. Abdel blandió el sable a la velocidad de sus pensamientos y hendió el pecho del corrompido lobo. El acero atravesó el pelaje y la caja torácica, cubriendo al mercenario de sangre caliente.

Abdel aprovechó el impulso que llevaba para seguir girando y enfrentarse a las bestias que atacaban a Jaheira e Imoen. Cuando el cuerpo del primero de los lobos muertos tocó el suelo, el sable de Abdel ya destripaba a un segundo, que había saltado sobre Imoen.

Por el rabillo del ojo vio que Jaheira había detenido el ataque de un tercer lobo estrellándole el bastón en la cabeza, lo que le rompió el cráneo de un solo golpe. Pero, aunque ya muerta, el impulso que llevaba la bestia era imparable. El infecto lobo tumbó a Jaheira y la enterró bajo una masa de carne y de asqueroso pelaje lleno de bichos.

Abdel no podía acudir inmediatamente en su ayuda. Estaba demasiado ocupado propinando a Imoen una patada en la espalda con su pesada bota, lo que hizo perder a la muchacha el equilibrio y tambalearse, alejándose así de los colmillos del cuarto atacante. El lobo, privado de su blanco inicial, giró para enfrentarse a la nueva amenaza, tomó impulso hacia arriba con sus poderosos cuartos traseros y se lanzó contra la garganta desprotegida de Abdel. Los colmillos se hundieron profundamente en la tráquea del mercenario y le desgarraron la garganta.

El peso de la bestia arrojó a Abdel sobre la dura tierra.

Pero mientras caía levantó hacia arriba la punta del acero y la hundió en un pliegue de piel situado entre dos costillas.

El lobo estaba demasiado cerca para poder hacer palanca con la espada, pero cuando los rivales aterrizaron en el suelo el lobo quedó empalado en el acero de Abdel debido a su propio peso y al impulso que llevaban ambos.

La herida en la garganta hubiese sido mortal de necesidad para cualquier mortal de Abeir-Toril, pero ya hacía tiempo que Abdel no era mortal. Mientras hundía más y más la punta del sable en su enemigo, Abdel sentía ya cómo la carne de su desgarrada garganta empezaba a regenerarse. El mercenario se quedó momentáneamente atrapado bajo el peso del lobo, pero torció el sable, rompiendo cartílago y rompiendo hueso, para abrir en el pecho de la bestia un orificio del tamaño de un puño. El corrompido animal murió al instante y en el escaso segundo que tardó Abdel en quitarse de encima al animal, su herida sanó.

Empapado en sangre y otros fluidos, Abdel se levantó de un salto presto a enfrentarse al siguiente atacante, pero se encontró con que el quinto y último lobo se agitaba débilmente en el suelo. Tenía clavada entre las ancas la daga de Imoen. La muchacha había acabado con él de un sólo golpe perfectamente dirigido a la base del cerebro.

Junto a él, Jaheira había logrado salir de debajo del asqueroso cuerpo del lobo al que había matado. De rodillas la druida vomitaba incontrolablemente, asqueada por haber estado en contacto con la monstruosa criatura. Pero aparte de eso, Abdel vio que no había sufrido daño alguno.

Pero entonces se fijó en que Imoen, acurrucada cerca del cadáver del primer lobo abatido, se agarraba un brazo, tratando débilmente de detener el flujo de sangre. Abdel cruzó el claro de una zancada y se arrodilló junto a su medio hermana, al tiempo que alzaba la mirada hacia Jaheira.

—No es nada, Abdel —dijo Imoen, tratando de sonreír valientemente, pero el dolor era tan intenso que únicamente consiguió que los dientes le rechinaran. Suavemente Abdel la cogió por la muñeca y le giró el brazo para examinar la herida. Tenía un profundo tajo en la cara interna del antebrazo que iba desde la muñeca al codo. Por la herida asomaban tendones y músculos.

Al verlo Imoen se estremeció y palideció.

—Yo no me recupero tan deprisa como tú, hermanito —susurró con voz trémula.

Jaheira se arrodilló junto a ellos, mientras se limpiaba los últimos restos de vómito de los labios.

—Qué horror —dijo simplemente—. Esas bestias antes eran animales y algo las convirtió en esas… abominaciones de la naturaleza. Deberíamos quemar sus cuerpos.

Ni Abdel ni Imoen replicaron, y de pronto Jaheira se dio cuenta de la terrible herida que tenía la joven en el brazo.

—Lo siento, pequeña —se disculpó, examinando rápidamente el daño—. Me sentía tan indignada por esa profanación de la naturaleza que no te he atendido con la necesaria celeridad.

La druida se sacó un puñado de bayas rojas de una bolsa que le colgaba del cinto y las sostuvo en el puño encima de la desgarrada carne de Imoen. Entonces las estrujó, de modo que el zumo carmesí goteara en la herida. Imoen gruñó por efecto de la impresión y quiso apartar el brazo bruscamente, pero Jaheira la tenía cogida con fuerza.

—¿Te duele mucho?

Imoen asintió, sin poder responder. Apretaba los dientes.

—He notado cómo la herida empezaba a infectarse. No quiero ni pensar en las enfermedades que podrían haberle contagiado esas horribles bestias. Esto desinfectará la herida.

Tras asegurarse de que Jaheira atendía a Imoen, Abdel pudo centrar de nuevo su atención en las amenazas que aún podrían ocultarse en el bosque. Aún quedaba algo allí fuera vigilándolos.

Illasera llegó al borde del pequeño calvero poco después que sus exploradores, pero el combate ya había acabado. Eso no la sorprendió. Ya había calculado que los lobos, aunque se tratara de lobos transformados por su poderosa magia, no serían rivales para dos hijos de Bhaal. Pero sus servidores habían cumplido con su misión; ahora la Cazadora tenía a sus presas a la vista.

El trío del claro todavía no se había percatado de su presencia. La arquera retrocedió silenciosamente medio paso con la intención de camuflarse entre las ramas muertas y sin hojas. Desde allí, bien oculta, inspeccionó la situación.

Tal como le habían dicho, y como las huellas indicaban, eran tres: dos mujeres y un hombre muy alto y musculoso. Illasera sabía que solamente dos de ellos eran hijos del Dios de la Muerte. El Ungido de Bhaal, el líder de los Cinco, había sido muy claro al respecto: dos estaban contaminados por la esencia divina y uno era mortal. Aunque, desde luego, los tres caerían bajo su mano.

Illasera supuso que el hombre pertenecía a la prole de Bhaal. Su estatura, sus enormes y abultados músculos, la gracia natural depredadora con la que se movía lo delataban. Al contemplar a aquel espécimen físicamente asombroso Illasera casi veía su cuerpo como manifestación física de la divina furia de Bhaal.

Pero las mujeres no eran tan fácilmente identificables. No todos los hijos y las hijas de Bhaal eran tan inmediatamente reconocibles como el fornido guerrero. Muchos eran personas humildes de aspecto corriente: campesinos, granjeros y comerciantes. Sus vidas eran insignificantes, pero su muerte era importante para los Cinco.

La Cazadora vaciló, sopesando cuidadosamente cuál sería su próximo movimiento. Contaba con una buena provisión de flechas normales y fiables. Podría lanzar una andanada contra el trío y ahogarlo bajo una lluvia de proyectiles. Pero el Ungido había insistido en que las armas convencionales nada podrían contra esos dos hijos de Bhaal.

El legado de su inmortal padre se manifestaba de modos muy distintos en cada uno de sus descendientes. Algunos, muy pocos, poseían poderes milagrosos que los hacían casi invulnerables. Los Cinco habían aprendido mucho tiempo atrás la forma de contrarrestar la invulnerabilidad con la que contaba parte de la progenie del Dios de la Muerte.

Sin hacer ningún ruido la Cazadora sacó una flecha de la aljaba, una de las especiales. Eran proyectiles provistos con runas mágicas. Eran muy valiosas y solamente tenía unas pocas. Puesto que no tenía modo de decidir cuál de las dos mujeres era descendiente de un dios, tendría que suponer que ambas poseían la sangre contaminada. Cuidadosamente apuntó a la mujer que atendía a la herida. Illasera conocía el oficio de matar y sabía que primero tenía que eliminar a la sanadora.

Abdel no llegó a ver a la figura femenina camuflada que alzaba un arco, pero el movimiento del proyectil que disparó le llamó la atención. El mercenario extendió inmediatamente su brazo desnudo para interceptar la flecha, que volaba directa hacia la garganta de Jaheira. Fue una acción puramente instintiva, basada en el innato conocimiento de que, debido a su sangre divina, era inmune a todo daño físico.

El proyectil se le clavó en el antebrazo izquierdo y fue desgarrando tendones y músculos hasta que la punta metálica sobresalió un par de centímetros por el otro lado.

Imoen lanzó un grito de sorpresa y miedo, mientras que Jaheira se lanzaba sobre la vulnerable muchacha para protegerla con su cuerpo. Abdel actuó a modo de escudo humano y se colocó dentro de la línea de fuego del invisible arquero. Se creía a salvo de las mortales flechas gracias a sus poderes sobrenaturales de recuperación.

Protegiendo a sus compañeras con su propio cuerpo, el mercenario cogió el asta negra de la flecha alojada en su antebrazo izquierdo y tiró de ella con la mano diestra, sin fijarse apenas en las extrañas runas de color rojo pintadas en la madera negra. Al arrancarse el proyectil, aumentó los daños de la herida. Una oleada de dolor atroz se adueñó de su alma, cegándolo momentáneamente. El fornido mercenario gruñó y trató de superarlo.

Para Abdel el dolor era algo a lo que no daba importancia, una consecuencia inútil de su vida mortal, un mecanismo evolutivo que advertía a organismos inferiores de un daño que podría ser letal. Pero para Abdel aquel aviso no tenía ningún propósito, pues todo dolor era transitorio y cualquier daño que sufriera temporal.

El mercenario fijó la vista en su herida para contemplar el proceso de regeneración. Aún lo fascinaba la instantánea capacidad regenerativa de su propio cuerpo. Pero en esta ocasión algo extraño ocurrió o, mejor dicho, no ocurrió. El abundante flujo de sangre que manaba del irregular orificio en su brazo no cesó. Los jirones de piel que le colgaban de los bordes de la herida no habían empezado a curarse, y el tejido muscular seguía desgarrado. Abdel se quedó mirando fijamente la sangrante herida, perplejo ante aquella prueba de vulnerabilidad.

Entonces oyó el débil pero inconfundible sonido de una cuerda de arco y giró el cuerpo a la derecha al tiempo que se agachaba. El proyectil dirigido contra su ojo le pasó rozando la oreja, y el dirigido contra su corazón fue a clavarse en su hombro izquierdo.

Lo único que evitó que el mercenario cargara a ciegas contra el sotobosque en persecución de su invisible atacante, pese a la flecha alojada en el hombro, fue la voz de Imoen que dijo:

—Espera, Abdel.

El tono de confianza de su voz cogió por sorpresa a Abdel, y vaciló unas milésimas de segundo. Aquella vacilación le salvó la vida. Otra flecha surcó el aire, volando hacia la garganta desnuda de Abdel cubierta de sangre seca. Pero a apenas treinta centímetros del guerrero la flecha cambió de dirección y fue a estrellarse en la vegetación.

Asombrado, Abdel se volvió para mirar a su joven hermana. Jaheira le había vendado el brazo y la esbelta muchacha se había puesto en pie. Imoen esbozó una fugaz sonrisa.

—Un hechizo menor que aprendí mientras estudiaba en el alcázar de la Candela. Si nos mantenemos unidos las flechas no nos harán ningún daño.

Abdel asintió y alzó el sable. Un instante después Jaheira estaba de pie junto a él y le arrancaba delicadamente del hombro el asta del proyectil. El mercenario se estremeció cuando otra flecha emplumada rebotó a pocos centímetros de su rostro, y luego se echó a reír por su reacción.

—¡Si me quieres tendrás que venir a buscarme! —gritó hacia el bosque.

Se oyó el sonido de un arma al ser desenvainada, y una mujer alta, morena y toda vestida de gris entró en el claro.

En cada mano balanceaba un estoque. Abdel reparó en que las delgadas espadas no reflejaban la luz mágica que Jaheira había conjurado, sino que parecían absorberla. Las manchas rojas que las cubrían solamente confirmaron lo que ya sabía: al igual que las extrañas flechas, aquellos estoques podrían producirle daños permanentes.

—He matado a hijos de Bhaal más impresionantes que tú —dijo la mujer entre dientes, avanzando lentamente—. Soy una de los Cinco y tu sangre será mía.

Por cómo sostenía las armas —extendidas ante ella, una arriba y otra abajo— Abdel supo que sus habilidades guerreras no se limitaban al uso del arco. Deseoso de mantener a Jaheira y a Imoen fuera de peligro, Abdel se adelantó para hacer frente a su rival. Ya no necesitaba el escudo de Imoen que lo protegiera de las flechas.

El brazo izquierdo le pendía a un lado, inútil. Seguía sangrando, por lo que se sentía lento y débil. La mujer giró una muñeca, y uno de los estoques abrió un profundo tajo en la mejilla del mercenario.

El guerrero maldijo entre dientes. La rapidez del ataque lo había cogido desprevenido. A duras penas había logrado inclinarse hacia atrás lo suficiente para no perder un ojo. Con su recio sable dibujó un amplio arco en el aire. El largo cabello oscuro empapado de sudor se le pegaba a la cara. Su ágil rival esquivó el ataque con un ágil salto y respondió causándole dos profundas incisiones en el brazo con el que sostenía el sable.

Abdel gruñó de sorpresa y dolor, y dio otro fuerte sablazo. Nuevamente la mujer lo esquivó, pero esta vez Abdel lo había previsto. Su ataque no había sido más que un amago, y cuando la Cazadora giró para eludir su sable, el mercenario la golpeó con una pierna, haciéndole perder el equilibrio.

Inmediatamente descargó el sable para acabar con su rival, pero ella giró sobre sí misma. El acero del mercenario se estrelló contra el duro suelo y las sacudidas le causaron una penetrante punzada de dolor en el brazo herido.

De nuevo la Cazadora estaba de pie con los estoques prestos para descargar una lluvia de golpes contra la piel desnuda de Abdel. El mercenario era consciente que de hallarse en plenas facultades hubiese despachado fácilmente a su rival. La Cazadora era rápida, sí, pero él aún lo era más. No obstante, tenía un brazo inútil, lo que le impedía asir la impresionante arma con las dos manos y responder con los vertiginosos sablazos con los que solía abrumar a sus rivales.

En vez de eso se veía obligado a actuar a la defensiva, trazando amplios arcos en el aire con su arma para mantener a la mujer a raya. Indefectiblemente la Cazadora esquivaba fácilmente las estocadas y, pese a retirarse, sus inquietos ojos buscaban sin descanso la menor indicación de una abertura para poner fin al duelo.

Agotado por la pérdida de sangre el guerrero se tambaleó. Illasera no desaprovechó la oportunidad. Abdel logró parar el primer estoque, dirigido contra sus ojos, pero la punta del segundo le penetró limpiamente en el costado, justo por encima del cinturón. Abdel lanzó un chillido de frustrada ira y de dolor, dejó caer el sable al suelo y liberó toda la cólera de Bhaal.

El estigma que contaminaba su alma estalló en una explosión de loca furia que lo invadió por completo. Aunque no se operó ningún cambio en su apariencia física, la parte de él que era Abdel casi cesó de existir, consumida por el furioso incendio de odio y sed de sangre. El Dios de la Muerte caminaba de nuevo por el mundo.

Pese a tener un brazo destrozado, Abdel agarró mecánicamente a la mujer con ambas manos y la estrechó en un abrazo letal. Los impresionantes brazos musculosos del mercenario envolvían el cuerpo de Illasera y le inmovilizaban los brazos a ambos lados. Abdel apretó, y en el claro resonó el ruido de huesos que se rompían.

La mujer echó la cabeza atrás para gritar, pero únicamente pudo emitir un ahogado gorgoteo. Los ojos se le pusieron en blanco, de la boca y de la nariz empezó a manarle sangre, y por las mejillas le rodaron lágrimas carmesíes.

Atrapado dentro de su propia conciencia Abdel luchó por recuperar su yo, para encerrar a la parte de él que había liberado involuntariamente. Pero se vio reducido al papel de mero espectador mientras el avatar de Bhaal inclinaba la testa hacia adelante, arrancaba a la moribunda mujer un pedazo de carne del cuello y luego devoraba con fruición a su enemiga. La mujer dejó de debatirse, y Abdel arrojó aquella temblorosa masa de carne al suelo, con gesto de desdén.

El monstruo volvió su atención a las dos mujeres situadas a pocos metros de distancia. La esencia de Bhaal trató de empujar al cuerpo que ahora poseía, pero con fuerza de voluntad Abdel se negó a dar ni un paso. Con un pie alzado el mercenario luchó por recuperar el control de su cuerpo, pugnó por apagar el insaciable fuego de Bhaal que quemaba en su alma.

—Abdel, Abdel, ¿qué te ocurre? —preguntó Jaheira con expresión preocupada.

El mercenario quiso gritarle una advertencia, pero necesitaba todas sus fuerzas para impedir que su cuerpo, ahora poseído, diera aquel primer y fatídico paso. Entonces notó que la transformación comenzaba. Pese a todos sus esfuerzos su cuerpo empezaba a cambiar; se estaba convirtiendo en el demonio de cuatro brazos que los mortales conocían con el nombre de El Aniquilador.

—¡Abdel! —chilló Imoen, con una expresión igual a la de Jaheira—. ¡No, Abdel, no!