19

De pie en el plano de Abismo que otrora fue el hogar de Bhaal, Abdel recordó haberse convertido en el Aniquilador, recordó la sensación de su cuerpo que se transformaba en el demonio, recordó haber corrido como un poseso por el bosque para dar caza a la drow, recordó haber desmembrado el blando y suave cuerpo de Sendai con sus garras así como el glorioso sabor de la muerte en los dientes y la lengua. Eran recuerdos lejanos y desdibujados, como si no fuesen suyos. Él no había hecho esas cosas. Abdel Adrian no era el responsable de aquella sangrienta carnicería. Había sido el Aniquilador.

—Pero tú liberaste al Aniquilador. —El ser que en otras ocasiones ya se le había aparecido se materializó ante él una vez más, y su voz infinita respondía a pensamientos que el mercenario no había formulado en voz alta.

Sin hacer caso del ser que tenía delante, Abdel fijó la atención en las puertas que le permitirían regresar al plano mortal donde seguir buscando venganza por la muerte de Jaheira. Solamente quedaban dos puertas.

—Cada vez que matas a uno de los Cinco van disminuyendo los potenciales destinos para ti y los de tu sangre.

Interesante, pero no lo suficiente para que Abdel decidiera quedarse a escuchar.

—Ten cuidado, Abdel Adrian —le advirtió la molesta criatura—. Corres el peligro de perderte en el Aniquilador. Es un demonio incontrolable. Te devorará desde dentro del mismo modo que devora a tus enemigos.

El fornido mercenario giró sobre sus talones para encararse con aquel ser que lo sermoneaba.

—¡No me importa! —le espetó, enfadado—. ¡Mientras pueda matar a los Cinco, me da exactamente igual lo que me suceda a mí!

El ser sobrenatural meneó la cabeza.

—Abdel, temo por tu futuro y por el futuro de Abeir-Toril. Hay muchas cosas que ignoras. Si el poder al que sirvo no me lo prohibiera, podría contarte muchas cosas.

—Nada de lo dijeras podría afectarme ahora —aseguró Abdel a su anfitrión con desdén—. No puedes devolverme a Jaheira, ni a Imoen ni a Gorion. La sangre de Bhaal que corre por mis venas únicamente ha traído dolor y muerte. Ya no me queda ninguna esperanza, ninguna posibilidad de ser feliz. Sólo me queda la venganza.

—Tu amargura es comprensible, Abdel. Pero el dolor y la muerte forman parte de la existencia, tanto de la mortal como de la inmortal. Tus palabras no deshonran el recuerdo de quienes caminaron a tu lado por el camino de tu destino. Aprende de su ejemplo.

—¿Aprender? ¿Aprender qué? —Abdel no hizo ningún esfuerzo por ocultar el desprecio que sentía.

—Sarevok te enseñó que es posible redimirse.

—Y ahora está muerto.

—Jaheira te salvó por el poder de su amor.

—Y ahora está muerta.

—Gorion se sacrificó para que pudieras alcanzar tu destino.

—Y también él está muerto. ¿Es ésa la lección que quieres que aprenda? ¿La muerte? Conozco perfectamente esa lección, mi sobrenatural amigo, y pienso enseñársela a todos y cada uno de los miembros de los Cinco.

Su adversario cambió de táctica.

—Sólo queda uno de los Cinco. Mátalo y la sangre de Bhaal solamente sobrevivirá en ti.

Abdel se encogió de hombros.

—En ese caso me falta poco para completar mi trabajo. —Con estas palabras se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.

Mientras el plano de Bhaal se disolvía, oyó la voz infinita que le gritaba:

—El destino que te espera es más elevado que la venganza, Abdel. Rezo para que estés a la altura.

Melissan se topó con Abdel caminando por la única senda que atravesaba el brazo meridional del bosque de Mir, a poco más de un kilómetro de distancia del borde occidental del bosque. El fornido mercenario llevaba únicamente una túnica con capucha que le iba al menos dos tallas pequeña. En una mano sujetaba un pesado sable, y en la otra la daga de Sendai, fácilmente reconocible por los símbolos arcanos grabados en su superficie. Tenía el cuerpo cubierto de sangre y otros fluidos, iba descalzo y viajaba a pie.

—¡Gracias a los dioses que sigues vivo! —exclamó Melissan al verlo—. He venido a avisarte de que una asesina te busca. Es una de los Cinco.

—La drow está muerta —declaró simplemente Abdel—. Y también el hombre dragón.

—Abazigal y Sendai están ambos… —murmuró Melissan, pero se corrigió en el último momento y cambió de tema en medio de la frase—. Hemos sido traicionados, Abdel. Imoen ha muerto.

—Lo sé. —Abdel se sorprendió de lo mucho que seguían doliendo aquellas palabras. Bastaba con mencionar la muerte de su hermanastra para que sintiera que una daga se le clavaba en el corazón—. Cuéntame lo ocurrido.

—Buscamos refugio en el monasterio de Amkethran. Los monjes nos dieron la bienvenida, nos invitaron a entrar y nos prometieron protección. Se llevaron a Imoen a la torre central, para protegerla mejor, pero por la mañana estaba muerta.

—Fue la asesina drow, ¿verdad?

—Exactamente. Se llamaba Sendai. Pero me temo que tras el asesinato de Imoen se esconde algo más siniestro. Sospecho que el prior del monasterio, un monje llamado Balthazar, estaba confabulado con Sendai. Creo… creo que él es el último de los Cinco, Abdel.

»No sé si los demás monjes conocen su secreto, pero lo dudo mucho. Sirven a su superior con absoluta devoción, sin tener ni idea de quién es.

El corpulento mercenario se mordió un labio con tanta fuerza que se hizo sangre. Presentía que Melissan no se lo había contado todo. Aún se callaba algo, guardaba secretos. Era evidente que era consciente de la amenaza que suponía Sendai y no había avisado ni a Abdel ni a Imoen. Pero al mercenario ya no le importaba cuál era el juego que la mujer se traía entre manos. Le había dicho más que suficiente.

—Dame tu caballo. Quiero estar fresco cuando llegue a Amkethran.

Pensó que Melissan trataría de disuadirlo o sugerirle otro plan que no fuera un ataque frontal, o que al menos le brindaría ayuda. Pero lo único que hizo fue desearle buena suerte.

Al llegar a las chozas de barro y a las tiendas de Amkethran, Abdel desmontó de un salto y se despojó de la túnica que llevaba, pues no quería que nada entorpeciese sus movimientos cuando se enfrentara a Balthazar. La visión de un hombre musculoso de más de dos metros de estatura, desnudo, cubierto de sangre reseca y blandiendo un pesado sable en una mano y una inquietante daga grabada con runas en la otra, ahuyentó a las pocas personas con las que se topó en el camino.

Las grandes puertas de hierro del monasterio estaban cerradas, pero Abdel las arrancó de sus goznes. Con cada muerte de uno de los Cinco había ganado más fuerza y poder, tanto que poco lo separaba ya de su inmortal padre. Abdel creía que hubiese sido capaz incluso de atravesar por la fuerza los muros de mármol.

Al cruzar las puertas destrozadas fue inmediatamente atacado por un ejército formado por los guardianes del monasterio. Los monjes guerreros luchaban sin armas, descargaban contundentes puntapiés contra las rodillas del mercenario, dirigían una lluvia de puñetazos contra su garganta y estrellaban sus rodillas contra la entrepierna de Abdel. Tal ataque hubiese quebrado los huesos de cualquier mortal.

Pero Abdel se iba quitando de encima a los monjes como quien ahuyenta moscas. Los obligaba a retroceder blandiendo el sable y la daga de Sendai. Los monjes esquivaban algunas de sus estocadas, o caían al suelo, heridos. Nada más lejos de la intención de Abdel que enzarzarse con ellos en una lucha, pues su único objetivo era abrirse paso entre ellos. Las muertes de los fanáticos seguidores de Balthazar nada significaban para él, por lo que no estaba dispuesto a perder un tiempo precioso persiguiendo a los heridos para rematarlos.

De haber deseado cometer una matanza, habría sido muy sencillo lanzar al Aniquilador contra sus enemigos. Pero el demonio mataba indiscriminadamente; a él nada le importaba la sed de venganza de Abdel. Si liberaba al Aniquilador, era posible que Balthazar lograra escabullirse en la orgía de muerte que se organizaría. Así pues, aplacó las llamas de la maldad de su padre y siguió adelante con denodada y desapasionada determinación.

Los monjes se lanzaban sobre él, dispuestos incluso a dar sus vidas, a sacrificarse para detenerlo, pero se enfrentaban a un adversario inmune a sus puños y a sus pies. Pese a su abrumadora superioridad numérica, y pese al hecho de que Abdel ni siquiera se molestaba en matarlos, fueron incapaces de frenar su implacable avance hacia la alta torre que se alzaba en el centro del patio.

Sabía que Balthazar estaba dentro de la torre. Sentía el estigma de Bhaal en su presa reluciendo como un faro, apelando a la propia lacra del mal en su alma. Siguió ahuyentando a los molestos mosquitos que descargaban un golpe tras otro sobre su cuerpo invulnerable, mientras él clavaba la vista en la entrada a la torre fuertemente guardada.

Por aquella puerta salieron dos figuras armadas que blandían sus armas formando intrincados dibujos en el aire, al tiempo que entonaban extraños sonidos que resonaban por encima del fragor de la lucha. Eran magos enviados a detenerlo, en vista de la incapacidad de los monjes guerreros para hacerlo. La multitud que rodeaba a Abdel se alejó de él para evitar los efectos de los hechizos que iban a llover sobre él.

En torno a Abdel prendió el fuego y quedó envuelto en llamas. Del cielo caían rayos para hendirle el cráneo, y nubes de humos tóxicos le nublaban la visión. Ante él surgieron muros de hielo. Flechas encantadas brotaron de la nada para dar con certera precisión en su cuerpo, salpicándole la piel con ácido corrosivo allí donde se clavaban.

El mercenario siguió adelante sin vacilar. Abazigal a punto había estado de acabar con él gracias a su magia, pero con la muerte del semidragón y de la drow Sendai, había dado un paso más en su evolución. Ahora, los hechizos de los magos eran tan inútiles contra él como los golpes de los monjes guerreros. Abdel era el imparable mensajero de la muerte. Los magos se hicieron a un lado, y una solitaria figura de piel de ébano apareció en la puerta de la torre. Al igual que Abdel el hombre iba desnudo, aunque costaba darse cuenta pues estaba cubierto de tatuajes de la cabeza a los pies. Los colores y dibujos parecían cambiar y agitarse bajo la oscura carne del hombre, como si aquellos poderosos símbolos estuvieran dotados de vida propia. Aunque era unos treinta centímetros más bajo que Abdel, era igual de musculoso.

—¡Deteneos! —ordenó el hombre tatuado—. Ésta no es vuestra batalla.

Los monjes guerreros y los magos inclinaron respetuosamente la cabeza, retrocedieron y dejaron libre un camino para que pasara Abdel. Sin importarle que pudiera tratarse de una trampa, el mercenario corrió hacia aquel hombre, seguro de que era Balthazar.

El hombre desapareció dentro de la torre y Abdel lo siguió. Apenas había cruzado el umbral de un salto cuando oyó el horrible chirrido de la piedra al deformarse y retorcerse. Al echar un vistazo por encima del hombro comprobó sin ninguna sorpresa que la puerta había sido mágicamente sellada tras él, pues la piedra que formaba los muros de la torre se había cerrado sobre la abertura.

Entonces fijó su atención en el interior de la estructura. Lo único que había en la planta baja era una empinada escalera que conducía al primer piso, situada en el extremo más alejado. La planta baja era como un ruedo o tal vez como un cuadrilátero de entrenamiento. Y en el centro lo aguardaba Balthazar.

—Esto debe acabar aquí —dijo el monje con voz que no era ni amenazante ni temerosa—. Debe acabar aquí y ahora.

Abdel no podría haber estado más de acuerdo.