El sol aún no asomaba por encima de los muros de mármol del monasterio cuando Melissan se levantó. Balthazar todavía no había hecho acto de presencia, pese a que sus seguidores no dejaban de asegurarle que lo esperaban de un momento a otro. Lo había buscado por todos los rincones del monasterio sin dar con él. La mujer guerrera empezaba a recelar.
Mucho tiempo atrás aprendió a no confiar en nadie. En el pasado, muchos de los descendientes de Bhaal a los que había querido salvar la habían traicionado. Conocía a Balthazar desde hacía mucho tiempo, desde que los Cinco nacieron. El monje había sido su aliado más poderoso durante todo ese tiempo. Por ello había consentido que la separaran de Imoen al llegar al monasterio. Pero ahora, con Balthazar ausente, albergaba dudas.
El descubrimiento de los monjes muertos a los pies de la torre, aún de pie y rígidos, confirmó sus sospechas. La espigada mujer subió los escalones de dos en dos, sabiendo perfectamente lo que encontraría cuando llegara arriba.
A Imoen le habían seccionado la garganta y cortado la cabeza. Su asesina, Sendai, le había dejado en la frente su marca. Observando el truculento cadáver Melissan se dio cuenta de que ni los más poderosos sacerdotes de Tethyr podrían resucitarla. Sendai había profanado el cuerpo sin vida de la joven, había contaminado sus restos con viles ponzoñas y había absorbido la ínfima parte de esencia de Bhaal que le quedaba en el alma.
Y todo eso lo había hecho delante de sus mismísimas narices. Melissan sabía que Sendai ya estaría lejos. La drow nunca permitiría que la pillaran en la superficie a la luz del día. Sintió que un escalofrío le recorría el espinazo. Ni siquiera se había dado cuenta de que Sendai las acechaba. Nada había augurado aquel final, lo cual solamente podía significar una cosa.
Balthazar y Sendai se habían confabulado contra ella.
La mujer masculló una maldición por no haberlo previsto. Se había confiado, había creído que de todos sus aliados Balthazar sería el último que la traicionaría. Tontamente había creído que los monjes podrían proteger a Imoen hasta que Abdel regresara tras vencer a Abazigal. Imoen había pagado las consecuencias de su ingenuidad.
Con Imoen muerta el siguiente objetivo de Sendai sería Abdel. Tras acabar con él, la misión de los Cinco habría concluido o casi, pues el último paso que darían antes de intentar resucitar a Bhaal sería matarla a ella.
Oyó alboroto en el patio. Algún monje había descubierto los cuerpos sin vida de sus compañeros. De pronto Melissan comprendió que corría un peligro inminente. No era muy probable que Balthazar hubiese corrompido a toda la orden. Los monjes nunca lo ayudarían voluntariamente de saber que estaba aliado con una asesina drow.
Pero sin una prueba incontestable de la traición de Balthazar los monjes cuestionarían el liderazgo de su iluminado prior. Creerían sin dudar cualquier mentira de Balthazar. Si el prior les decía que Melissan trabajaba con los Cinco, los monjes lo aceptarían como un hecho probado sin plantearse siquiera la implicación de Balthazar en la muerte de Imoen. Si los monjes la encontraban allí, junto al cadáver mutilado de la muchacha a la que habían jurado proteger…
Melissan oyó el sonido de muchos pies que subían cautelosamente por la escalera. Ya no era la única que había reparado en los rígidos cadáveres de los hermanos Regund y Lysus.
Los monjes se movían con recelo, como si esperaran encontrar dentro de la torre al asesino de sus dos hermanos.
La mujer oía su lento y pesado avance. Se movían sin prisas, conscientes de que en el primer piso no había ninguna ventana y que el único modo de salir era por la escalera protegida por una docena de monjes guerreros.
Maldiciéndose por no haber previsto la traición de Balthazar, Melissan murmuró un rápido hechizo. Su cuerpo tembló y desapareció, haciéndose etéreo al igual que sus ropas y todo lo que llevaba encima. El incorpóreo espíritu de la mujer, libre ya de las ataduras del mundo mortal, atravesó el suelo de la torre hasta llegar abajo. Luego cruzó sin ser vista el patio, dejó atrás los muros de mármol y recorrió las casi desiertas calles de Amkethran. No disipó el hechizo hasta haber dado con una montura con la que cruzar velozmente el desierto.
No tenía poder suficiente para enfrentarse al mismo tiempo a Balthazar y Sendai, pero Abdel sí, si es que seguía con vida.
La mujer estaba resuelta a preservar la vida del mercenario casi a cualquier precio. Tenía que advertirle que Sendai trataría de asesinarlo. Seguramente la elfa oscura estaría preparándole ya una emboscada en algún lugar entre Amkethran y las montañas Alimir, donde Abazigal tenía su guarida. Si Abdel seguía con vida se estaría dirigiendo hacia Amkethran, es decir, iría de cabeza hacia la trampa de Sendai.
La drow le llevaba media noche de ventaja, por lo que Melissan espoleó a su caballo y se alejó a galope tendido de las chozas de Amkethran y de los impresionantes muros de mármol del monasterio.
Abdel se sentía vacío y entumecido. Lleno de dolor, se deslizó al suelo y empezó a golpearlo. La pena brotó de él en forma de lágrimas y gemidos de angustia, hasta que ya nada le quedó dentro. Su espíritu estaba vacío, y su cuerpo desnudo no era más que un recipiente sin nada dentro.
Abdel lo llenó con lo único que le quedaba: pensamientos de venganza. Ya no le importaba el destino de sus hermanos de sangre. Por lo que a él respectaba, Bhaal podía resucitar y asolar el planeta, o permanecer muerto para siempre más. La muerte de Jaheira lo había liberado de la confusión y del embrollo moral que conllevaba estar en el centro de tan épicos sucesos. Su vida se había vuelto muy simple. Mataría a los Cinco para vengar a Jaheira. Más allá de eso nada importaba.
Pero no podría vengarla allí, revolcándose en el lodo del reino de Bhaal. Abdel Adrian se levantó y atravesó la más próxima de las tres puertas restantes.
Al salir se encontró en la cima de la montaña, justo delante de la entrada del cubil de Abazigal. Por la posición del sol supuso que debía de haber estado ausente varias horas, aunque en el Abismo había transcurrido toda una noche. A su alrededor vio claros signos de una encarnizada batalla, la que Sarevok había librado contra la horda de dragones de Abazigal.
Junto al cuerpo sin cabeza de Abazigal vio desperdigadas por el suelo cubierto de sangre media docena de cuerpos de grandes dragones. Estaban llenos de cicatrices y profundos tajos que los desfiguraban causados por las hojas forjadas en las piernas y los brazos de Sarevok, u horriblemente mutilados y corneados por los terribles pinchos que sobresalían de las rodillas y los codos del oscuro guerrero.
En cuanto a Sarevok, había desaparecido. Entre los restos de dragón se veían diseminados trozos de su armadura, partidos en dos por poderosas garras, o chamuscados y ennegrecidos por el fuego y el ácido que lanzaban por la boca sus alados enemigos. A los pies de mercenario yacía el yelmo con visor del guerrero casi partido en dos. Del cuerpo de Sarevok, ni rastro.
No lo sorprendió. Seguramente los dragones victoriosos habrían devorado la carne del enemigo vencido, si es que había algo que devorar. Tras su encuentro con el espíritu de Jaheira no podía evitar preguntarse si Sarevok había sido algo más que una armadura animada por un espíritu incorpóreo. Fuera lo que fuese Sarevok, hombre o fantasma, las pruebas de su horrible final eran muy evidentes.
Los varios cuerpos sin vida de la horda de reptiles hablaban de una legendaria batalla. Sarevok se había batido como un héroe antes de sucumbir ante un enemigo que le sobrepasaba ampliamente en número. Si la muerte de Jaheira no lo hubiera dejado sin capacidad de sentir emociones, Abdel habría derramado una lágrima por el noble sacrificio de su hermanastro. Sarevok le había salvado la vida al batirse solo con los dragones, mientras Abdel se refugiaba en el mundo abismal del Dios de la Muerte.
No obstante, los actos heroicos ya no lo conmovían. Lo único que veía al contemplar el sangriento campo de batalla era que Sarevok había muerto y que los dragones, privados de su amo, se habían marchado.
Pero él seguía vivo. Tembló cuando una ráfaga de viento frío azotó la cumbre, y se dio cuenta de que estaba desnudo, pues la abrasadora magia de Abazigal le había reducido la ropa a cenizas. Registró el campo de batalla buscando algo con que cubrir su desnudez. Al final se vio obligado a arrancar del cuerpo decapitado de Abazigal su túnica manchada de sangre.
La holgada prenda apenas le llegaba a las rodillas, y las mangas le quedaban muy cortas. Pero era mejor llevar aquella túnica con capucha que ir totalmente desnudo. Armado únicamente con el pesado sable que rescató de la carnicería final de Sarevok, emprendió el largo descenso de la montaña.
Al llegar abajo descansó muy brevemente antes de ponerse en marcha hacia Amkethran. Solamente tenía una meta: encontrar a Melissan y pedirle que lo condujera hasta el resto de miembros de los Cinco para hacerles pagar cara la muerte de Jaheira.
Guiándose por las indicaciones de Melissan, Abdel calculó que Amkethran debía de encontrarse a unos diez días de marcha o más en dirección oeste. Allí, en un monasterio dirigido por un hombre llamado Balthazar, lo esperaban Melissan e Imoen. Para llegar hasta ellas tendría que atravesar el brazo meridional del bosque de Mir. Eso o dar un largo rodeo hacía el norte o hacia el sur para sortear el vasto bosque. Antes de despedirse en Saradush Melissan le había aconsejado que tomara una de las rutas más largas pero también más seguras y que evitara la peligrosa floresta.
En menos de un día se plantó en la linde oriental del bosque de Mir. Más allá de su límite occidental se encontraba Amkethran. Impulsado por la urgencia de derramar la sangre de los Cinco ni siquiera pensó en la posibilidad de ir por el camino más largo, sino que se internó en la densa vegetación sin dudar.
Antes de que acabara el tercer día ya se arrepentía de aquella decisión. El viaje hasta el bosque de Mir había sido coser y cantar, pero una vez dentro del oscuro bosque avanzaba a paso de tortuga. La mayor parte del tiempo se la pasaba rompiendo y partiendo ramas, o abriéndose paso a través de espesos matorrales llenos de pinchos. Tenía suerte si avanzaba quince kilómetros en un día. Empezaba ya a preguntarse si no habría ido más rápido si se hubiera decidido a rodear aquel bosque casi impenetrable.
Al menos los letales moradores que según las leyendas poblaban el bosque de Mir no lo molestaron. Abdel sospechaba que los rumores sobre su existencia no eran más que exageraciones. O tal vez su poder era ahora tan grande que incluso las espeluznantes criaturas que se ocultaban en las sombras instintivamente sabían que era más prudente evitar un enfrentamiento con aquel intruso.
Maldiciendo su lento avance y su estupidez al no seguir el consejo de Melissan, Abdel siguió abriéndose camino por la maleza.
Abazigal fracasaría. Sendai lo sabía, del mismo modo que sabía que la arrogancia del semidragón no era más que una máscara que escondía su yo verdadero: un estúpido mestizo tan asqueado de su existencia que pretendía salvarse tratando de convertirse en lo que no era. La drow estaba al tanto del absurdo plan del mago para unir a todos los dragones de Faerun. También conocía su ridículo sueño de convertirse en un wyrm puro y sabía que alguien tan patético sería incapaz de acabar con el avatar de Bhaal.
Abdel Adrian mataría a Abazigal y luego iría a reunirse con su patética hermanastra en Amkethran, ajeno al hecho de que Sendai ya había devorado el corazón de la joven cuando todavía latía, del mismo modo que devoraría el corazón de Abdel.
La drow había cabalgado velozmente y sin tregua desde que asesinara a Imoen, viajando al amparo de la noche y refugiándose del maldito sol durante el día. Estaba ansiosa por guarecerse en el bosque de Mir antes de que Abdel lograra atravesarlo. Allí, en la reconfortante oscuridad de los árboles pensaba tender la trampa al último de los hijos de Bhaal. No obstante, le costó casi cuatro noches llegar a la linde oriental y encontrar la estrecha trocha llena de maleza que buscaba.
El camino entre el enclave de Abazigal y Amkethran no era muy transitado, pero Sendai sospechaba que Abdel daría con él. Aunque fuese una senda traicionera y estuviera en mal estado era la única ruta posible para atravesar el brazo meridional del bosque de Mir. Si Abdel se encaminaba directamente a Amkethran, en algún momento se toparía con aquella senda.
Ajeno a lo sucedido en el monasterio el mercenario se creería a salvo en su viaje a Amkethran. Si todo salía conforme a los planes de la drow, caería de bruces en su trampa. Tras eliminar al hijo adoptivo de Gorion, ella y Balthazar se desharían de Melissan.
La drow trabajó deprisa, sembró el suelo con lazos y cables trampa y empleó generosamente su arsenal de venenos. Había elegido un lugar situado en los oscuros confines del bosque de Mir donde las densas sombras que proyectaban los árboles, que crecían tan juntos que tapaban el sol, le facilitaban el trabajo. Allí esconder sus trampas era tan sencillo como arrojar un puñado de tierra encima del disparador o enterrar una trampa bajo la hojarasca.
Se pasó casi todo un día preparando la emboscada, tras lo cual se refugió en las ramas que cubrían la trocha y se dispuso a esperar a su víctima.
A través del denso follaje de los árboles que amenazaba con ahogarlo, Abdel no distinguía el sol de mediodía. El bosque de Mir era tan denso, tan oscuro y tan inquietante como las leyendas proclamaban. El día anterior había tenido la buena fortuna de toparse con una trocha que conducía en dirección de Arnkethran.
Tras tres días de lento avance abriéndose paso a duras penas por la maleza, Abdel estaba decidido a recuperar el tiempo perdido. Pero la penetrante penumbra, incluso en aquella senda que alguien había abierto por el bosque, le entorpecía la marcha. Mientras corría por la estrecha vereda tropezaba constantemente con raíces ocultas en la opresiva oscuridad.
Concentrado en tratar de atravesar la negrura con los ojos, no reparó en el cable tendido de un lado al otro del camino.
Notó un leve tirón cuando lo rompió con una pierna, oyó el chasquido de un muelle que se soltaba y acusó el impacto de una docena de diminutos dardos, que atravesaron la gruesa tela de su túnica y se le clavaron en el muslo derecho.
Instantáneamente la pierna se le quedó insensible y cayó de bruces sobre los pequeños pinchos escondidos debajo de un montón de hojas. Una docena de diminutas puntas atravesaron la túnica hasta la carne del tronco, y Abdel sintió cómo el corrosivo veneno que cubría los pinchos empezaba a disolverle la piel.
Rodó a un lado y acabó tendido de espaldas, agitando frenéticamente las manos contra los círculos de ardiente dolor que lentamente se extendían desde las pequeñas heridas en el pecho y el abdomen. Entonces oyó el crujir de madera seca y el suelo desapareció bajo él.
Con una mano logró asirse al borde del agujero. Durante un segundo se quedó colgando por encima del fondo, que no se veía, imaginándose qué atrocidades le esperaban abajo. Oyó débilmente el ruido que hacían las ramas secas que disimulaban el agujero al llegar al fondo.
El mercenario salió a pulso de la trampa. Inmediatamente trató de ponerse en pie, pero tenía una pierna paralizada y se tambaleó hacia adelante. El lazo se estrechó en torno a su tobillo izquierdo y algo tiró hacía arriba de la pierna buena. Abdel se encontró colgado cabeza abajo. La túnica se le bajó hasta la cabeza y el rostro, dejando al descubierto el resto de su cuerpo.
Mientras pugnaba por destrozarla y poder ver, pequeñas sacudidas de dolor le acribillaron el cuerpo. Docenas de dardos disparados por su invisible atacante se le hundieron en la carne. Abdel notó que perdía fuerza por momentos, mientras que brazos y hombros se le quedaban tan entumecidos como la pierna. Pocos segundos después ya era incapaz de moverse. La túnica se le deslizó por la cabeza y cayó sobre el suelo del bosque.
Una delgada figura vestida de negro saltó desde las ramas de arriba y aterrizó suavemente en el suelo a pocos metros de distancia. Aunque la veía del revés, Abdel distinguió claramente los angulosos y puntiagudos rasgos de una elfa. Tenía la piel del color de la ceniza. El mercenario trató de articular la palabra «drow», pero el veneno paralizante que le habían inyectado los dardos lo había dejado completamente inmovilizado.
La drow se acercó a él y se sacó del cinto una daga cubierta de runas. Abdel reconoció aquellos símbolos, pues ya los había visto en el hacha de Yaga Shura y en las flechas de Illasera. Aquella elfa oscura pertenecía a los Cinco.
Abdel trató de girar sobre sí mismo para poder cortar la soga que lo sujetaba, pero los músculos no le respondían. Ni siquiera podía mover los dedos, ni tampoco lanzar un grito de frustración. Tenía a una de los Cinco a menos de tres metros y no podía hacer nada.
Su mente se llenó de imágenes de violencia y ferocidad sin límites. Se imaginó a sí mismo despedazando lentamente a la menuda elfa. Imaginó cómo su espada le partía el cráneo, y cómo fragmentos de su cerebro salpicaban los gruesos troncos de los árboles que los rodeaban. Tenía fantasías de tajarle el estómago y contemplar cómo la drow trataba en vano de impedir que las entrañas se le derramaran sobre la maleza del bosque. Pero la realidad era que se encontraba colgando de un lazo como un pedazo de carne, balanceándose levemente de un lado al otro.
Con un rápido movimiento de la daga, la drow cortó la soga. Abdel cayó al suelo como una piedra. Incapaz siquiera de rodar sobre los hombros para amortiguar la caída, se dio de bruces contra el suelo.
En su alma prendieron las abrasadoras llamas de la furia de Bhaal. En vez de apagarlas como tantas veces había hecho, esta vez avivó las brasas del odio hasta que se convirtieron en un infierno de locura que rugía dentro de su impresionante cuerpo.
La drow se agachó junto al cuerpo inmóvil de Abdel y le dio la vuelta para ver los ojos de su indefensa víctima.
—Imoen ha compartido tu mismo destino —susurró, con la intención de asestar un cruel golpe al corazón de Abdel antes de rajarle la garganta—. Yo misma la maté.
Aunque no podía hablar, en la mente de Abdel resonaron gritos de protesta. ¡No, Imoen no! La muerte de Jaheira le había destrozado el alma y había creído que el dolor que sentía por la muerte de su amada era infinito. Pero el saber que también Imoen yacía muerta abrió nuevas heridas en su espíritu. El insoportable sufrimiento —un dolor en el corazón mucho peor que cualquier herida que le hubiesen infligido— se acrecentó. Gorion, Jaheira e Imoen. Tenía las manos manchadas con su sangre.
La drow seguía hablando, pero Abdel ya no entendía lo que decía. La parte de su ser que era Abdel Adrian había desaparecido consumida por las abrasadoras tinieblas de Bhaal. Solamente quedaba la malvada esencia del Dios de la Muerte. Como había sucedido mientras se hallaba sometido a los conjuros del brujo Irenicus, su cuerpo empezó a cambiar. Esta vez Abdel lo alentó. Los huesos se le quebraron y la piel se le reventó, incapaz de contener un esqueleto cuatro veces mayor que el suyo propio. Sus manos se tornaron garras, y su cabeza una horrible combinación de mandíbulas y colmillos. De su pecho brotaron con violencia dos brazos más con dedos acabados en zarpas que hendían el aire. Su piel formó un exoesqueleto duro formado por quitina. El Aniquilador hollaba de nuevo la faz de Faerun.
La transformación se completó en cuestión de segundos. Lo que antes era Abdel ya no era más que una abominación, tumbado sobre la espalda bajo las retorcidas ramas de los árboles. Sendai retrocedió de un salto, llena de horrorizada sorpresa. Sus aguzados instintos de supervivencia la salvaron de una muerte rápida y violenta.
La elfa oscura no esperó para comprobar si aquel monstruoso ser podía moverse, sino que desapareció entre los árboles. Pero ya era demasiado tarde para salvar la vida. La cosa que yacía en el suelo del bosque no era un ser perteneciente al mundo mortal, por lo que el veneno paralizante que Sendai había inyectado en el cuerpo de Abdel no lo afectaba. Además, era mucho más rápido que la drow.
La figura de la ágil asesina sólo podía entreverse fugazmente entre los gruesos troncos y las robustas ramas de los árboles. La densa vegetación le dificultaba la huida, aunque pensaba que a la enorme criatura que la perseguía aún le costaría más avanzar. El espeso follaje la ayudaría a ocultarse de la vista del monstruo, y ningún sonido podría delatarla.
Pero el Aniquilador no necesitaba verla ni oírla para localizarla. Podía olerla, como podía oler a cualquier ser vivo. El enorme demonio saltó chocando con cabeza y hombros contra el dosel de hojas y ramas que se le cruzaban en el camino. Una vez localizado el olor de la drow, se lanzó en su persecución.
Mientras que Sendai se veía obligada a sortear los árboles, el Aniquilador tomó el camino directo, pisoteando los arbustos y dejando tras de sí una ancha estela de troncos hechos pedazos, árboles arrancados de raíz y vegetación aplastada. El terrible fragor de su persecución se oía por todo el bosque de Mir, lanzando a la fuga a aves, animales de caza y a otras bestias mucho más monstruosas. Lo único que interrumpió el estrépito fueron los chillidos de Sendai cuando el Aniquilador la atrapó.
El monstruo la despedazó con sus cuatro brazos, se bañó con su sangre y gozó del sufrimiento de su víctima, a la que fue descuartizando en pequeños trozos. Después de devorar las entrañas de la drow, arrojó a un lado lo poco que quedaba de ella como si sintiera la invisible esencia de Bhaal que emanaba del cadáver como el tufo de maldad corrompida.
Abdel Adrian recuperó su forma humana. Había regresado al Abismo, al reino de su padre.
Balthazar estaba sentado inmóvil en la habitación superior de la torre central del monasterio, cuya existencia era un secreto. No era más que una diminuta pieza rodeada por completo del grueso mármol del tejado de la torre. No había puertas, ni ventanas, ni tampoco ninguna entrada ni salida física. El único modo de acceder era a través de los místicos conductos de una mente iluminada. Aquella habitación era el sanctasanctórum de Abazigal, inviolable e inexpugnable. Ni siquiera sus propios discípulos podían entrar, pues solamente él había alcanzado la disciplina mental que le permitía transportar su cuerpo a través de la roca sólida y llegar a aquella aislada celda de meditación.
No necesitaba ni bebida ni alimento, ni tampoco aire. Su cuerpo había alcanzado un grado de pureza, un estado de conciencia y existencia muy superior a la existencia física que aprisionaba a todo el mundo en cadenas que ni siquiera veían.
Llevaba todo un día en aquella sala de hibernación cuando Melissan llegó con la chica, Imoen, aunque el tiempo carecía de importancia cuando se hallaba en aquel estado. Se quedó allí mientras Sendai degollaba a la hija de Bhaal, y tampoco se movió cuando Melissan escapó. Y todavía seguía allí, concentrándose y preparándose mentalmente para la próxima batalla.
Desde lo alto de la torre podía ver y oír todo lo que sucedía en el continente: los secretos de los nobles de Aguas Profundas que conspiraban en sus altas torres, los susurros clandestinos de los adúlteros de Amn que se intercambiaban bajo las sábanas de una taberna de mala nota, la risa de los plebeyos de Sembia en una cantina, las plegarias que derramaba un viudo de Las Tierras de los Valles sobre la tumba de su esposa, y también los agónicos chillidos de una drow en el bosque de Mir.
Ya sólo quedaban dos hijos de Bhaal: Abdel y él mismo.
Y pronto sólo quedaría uno. Melissan ya nada pintaba en su destino; el Ungido de Bhaal era irrelevante. Cierto que Melissan aún debía desempeñar un papel, pero era secundario. Enviaría a Abdel en pos de Balthazar. Lucharían.
Balthazar mataría a Abdel. Y todo acabaría.