Toda la existencia de Abdel se había reducido a dolor. Del cielo le caía una lluvia de fuego, que también brotaba del suelo para consumirlo. Las llamas brotaban de los dedos de su torturador para quemar su piel y fundirla.
Por encima del fragor de las llamas distinguía la risa de Abazigal. El mago dragón alimentaba el fuego, que amenazaba con devorar su cuerpo y su espíritu.
De pronto las llamas desaparecieron sin dejar rastro. Abdel, que mantenía los ojos fuertemente cerrados para protegerse del calor, osó echar un vistazo por debajo de sus párpados cubiertos de ampollas. El cuerpo de Abazigal yacía junto a él sobre la dura roca de la meseta. La cabeza había rodado unos metros más allá. Sarevok también estaba allí. De las hojas que le sobresalían de los antebrazos goteaba la verde sangre del mago.
Abdel trató de hablar, aunque no sabía qué decir. De su garganta quemada solamente brotó una tos rota.
Sarevok se agachó torpemente junto a su hermanastro; los movimientos limitados por la pesada armadura.
—Los dragones regresan —declaró—. Ya se distinguen en el horizonte. Si no nos vamos nos harán pedazos.
Incapaz de replicar, Abdel únicamente pudo sacudir la cabeza. Ya oía los agudos chillidos de los encolerizados dragones, que reverberaban en la cima de la montaña, y que iban creciendo en intensidad a medida que las bestias se acercaban. Pero estaba tan malherido que ni siquiera podía levantarse, y mucho menos intentar el traicionero descenso. Sarevok comprendió.
—Puedes escapar al reino de Bhaal. Ya lo has hecho otras veces, después de matar a Illasera y a Yaga Shura. Ahora estás más débil y te costará más. Debes dejarte llevar por la esencia de Bhaal que se escapa del cuerpo sin vida de Abazigal. Ella te conducirá al plano de nuestro padre. Allí tu cuerpo se recuperará y los dragones no podrán seguirte.
Demasiado débil como para discutir, Abdel cerró los ojos y siguió las instrucciones de Sarevok. Lo sentía; algo tiraba débilmente de lo más profundo de su ser, algo semejante a un céfiro en un día estival en calma. Abdel se concentró en aquella sensación, el céfiro se tornó brisa, la brisa vendaval y el vendaval huracán. El mercenario sintió que el rugiente espíritu del viento se apoderaba de su alma, y abrió mucho los ojos por la sorpresa.
Por un breve instante siguió tirado en el suelo junto al cuerpo decapitado de Abazigal. A varios metros de distancia vio a Sarevok, preparado para enfrentarse a la arremetida de los dragones que aterrizaban a su alrededor. Un par de pies armados con zarpas golpeó el suelo a pocos centímetros de la cabeza de Abdel. El mercenario olió el terrible aroma de la furia del wyrm, que estudiaba el cadáver de su amo.
Todos a una los dragones gritaron, pero Abdel ya no lo oyó. El mundo material había empezado a disolverse.
Se encontró postrado sobre un frío suelo marrón. Tenía el cuerpo cubierto de quemaduras, pero notaba que empezaba a recuperarse. Pocos segundos más tarde ya pudo ponerse de pie.
Había regresado al reino de Bhaal, en el Abismo. Ante él se extendían las amplias llanuras vacías, pero ya no se veían tan yermas. La tierra mostraba una oscura y fértil tonalidad parda, y en el cielo se adivinaban jirones de lo que podían ser nubes de lluvia que empezaban a formarse. Asimismo distinguió las ya familiares puertas flotantes, aunque sólo quedaban tres.
Nada más lejos del ánimo de Abdel que los asuntos mágicos, pero incluso para él fue evidente lo que estaba sucediendo en aquel mundo: con la muerte de los descendientes de Bhaal, la esencia del Dios de la Muerte estaba regresando al plano abisal del que había surgido. Aquel mundo, antes muerto, resucitaba lentamente, aunque quién sabía qué tipo de vida podría nacer en aquel reino maldito.
Oyó los pasos de alguien que se le acercaba por la espalda y se volvió para ver quién era, sin saber a quién o qué esperar.
¿Acaso Sarevok lo había seguido? ¿O tal vez era el espíritu de que lo había guiado hasta allí? ¿O quizá se trataba de aquel ser sobrenatural que se le aparecía para hostigarlo con más profecías o para ofrecerle más consejos velados tan ininteligibles como inútiles? Abdel estaba preparado para cualquier cosa menos para encontrarse con quien se encontró.
—¡Jaheira!
La semielfa le sonrió.
—Rogué a Mielikki para que vinieras antes de que fuera demasiado tarde —susurró.
Abdel la estrechó con fuerza contra su pecho, incapaz de dejarla ir, como si esperara fundirse con ella para no volver a perderla nunca.
—Creí que habías muerto —declaró entre lágrimas de alivio.
La druida se aferraba a él con la misma desesperación que Abdel, pero al hablar su voz estaba preñada de dolor.
—He muerto, Abdel. Por eso estoy aquí.
De mala gana Abdel la soltó para mirar a los ojos de su amada y convencerse de que bromeaba. Pero lo que vio fue un anhelo tan intenso, que sintió que el corazón se le partía en dos.
—¿Eres un… un fantasma?
Jaheira le acarició con dedos largos y delicados la frente para alisarle las arrugas que se marcaban en ella fruto de la confusión. Tenía los dedos cálidos y suaves.
—Lo que ves no es más que mi espíritu, amor mío. Mi cuerpo ya no existe, aunque en este plano mi espíritu es tan real como lo era mi yo físico en el plano mortal.
—¡No! —gritó Abdel furioso, atrayendo de nuevo hacia sí el terso y musculoso cuerpo de la semielfa—. ¡No, no puede ser cierto!
Jaheira apoyó la cabeza en el poderoso pecho del mercenario. Abdel aspiró la sutil fragancia del cabello de su amada.
—Es cierto, amor mío —susurró ella—. Tenemos que aceptarlo y aprovechar el tiempo que puedo estar aquí. Supliqué a mi Mielikki que me permitiera estar en este plano, pero no puedo quedarme mucho tiempo. Mi vínculo contigo me mantiene aquí, pero mi alma debe fundirse pronto con la naturaleza.
Abdel la apartó de sí, negándose a darse por vencido.
—¡No, no tiene por qué ser así! Resucité a Sarevok y puedo hacer lo mismo contigo.
Jaheira negó suavemente con la cabeza.
—No, Abdel, es imposible. Yo no soy hija de Bhaal, por lo que no poseo la esencia que compartís tú y Sarevok. No puedes entregarme un pedazo de tu alma para darme de nuevo vida.
—¿Por qué no? Podría funcionar. Merece la pena intentarlo. —El mercenario dio media vuelta y se encaminó a la puerta más próxima, decidido a regresar al plano material y repetir el ritual gracias al cual Sarevok se había reencarnado.
—Te lo suplico, Abdel, detén esta locura. —La dulce súplica de Jaheira tuvo la virtud de dejar como paralizado al mercenario. Una parte de él ya sabía qué iba a decir ella después.
»Aunque logres ejecutar el ritual para resucitarme, ¿qué ganarás con eso? Ya has visto a Sarevok; no está vivo de verdad. No es más que un objeto frío y sin emociones. ¿Es eso lo que deseas para mí?
Abdel inclinó la cabeza y se volvió para mirar a su amada. Lágrimas de desesperación le quemaban los ojos.
—Tal vez Sarevok ya era así cuando estaba vivo. Tal vez tú volverás a ser la que eras.
Jaheira se acercó lentamente a él con una leve sonrisa en los labios.
—No, amor mío. No es así cómo funciona la naturaleza. Mi tiempo en el mundo de los vivos ha pasado, y mi tiempo en este mundo se acerca a su fin. Comparte conmigo lo poco que nos queda. No lo malgastemos con absurdos planes y deseos imposibles. Disfrutemos del tiempo que nos queda juntos.
La semielfa lo tocó y Abdel sintió un hormigueo en la piel. Su sangre ardía de deseo. Con manos temblorosas despojó a Jaheira de la sencilla túnica que la cubría, dejando al descubierto sus senos antes de estrecharla contra sí. Los dedos de Jaheira se deslizaron bajo lo poco que quedaba de su chamuscada camisa y trazó un sensual sendero por la poderosa espalda del mercenario, acariciándole los músculos antes de romperle los pantalones hechos jirones.
Abdel la tomó allí mismo sobre la blanda tierra parda del reino de Bhaal. Hicieron el amor con pasión, de un modo primario, alimentados por un urgente deseo y por la profunda nostalgia de saber que tendrían que separarse muy pronto. Sobre sus cabezas los cielos estallaron en una tormenta de rayos y truenos, empapando a los dos amantes con fríos goterones que no lograban aplacar su ardor.
Al acabar se quedaron tendidos uno junto al otro en el frío barro, dejando que la lluvia los limpiara.
Jaheira se acurrucó contra Abdel, se acomodó entre sus brazos y trató de calmar los escalofríos que recorrían su desnudo cuerpo con el calor de su amado. Agotado después de la furiosa cópula, Abdel abrazaba a Jaheira y se engañaba diciéndose que siempre estarían juntos.
Los chubascos cesaron y sus empapados cuerpos se fueron secando lentamente bajo el vacío cielo nocturno de aquel plano abisal. Abdel nunca supo cuántas horas pasaron juntos, consolándose mutuamente con la presencia del otro. Una eternidad no le hubiera parecido más que un instante. Ningún período de tiempo, por largo que fuera, podría compensarlo por la injusticia de tener que renunciar a la mujer a la que amaba.
Finalmente fue Jaheira quien rompió el abrazo.
—Tengo que irme —se disculpó, tratando de ponerse en pie.
Abdel la agarró suavemente pero con firmeza de la muñeca, impidiéndole que se levantara.
—¿Cómo puede ser esto posible? —le preguntó, clavando la vista en los ojos violeta de la semielfa, en cuclillas sobre él—. ¿Cómo voy a seguir adelante sin ti?
Jaheira se inclinó para besarlo en los labios, y luego se apartó dulcemente.
—Encontrarás la manera, Abdel. Debes hacerlo. No dejes que mi muerte te amargue la vida. Si permites que el odio y el pesar consuman tu mente, la lacra de Bhaal se apoderará de toda tu alma.
—No quiero estar solo —susurró él.
—No estarás siempre solo. Habrá otros. Otros amigos. Otras amantes.
El corpulento mercenario negó con la cabeza.
—No. No como tú. Nunca habrá otra como tú.
Nuevamente la semielfa sonrió, aunque sus ojos expresaban tristeza.
—Te he amado como había amado a ningún otro hombre, Abdel. Pero también amé a mi marido, a Khalid, como a ningún otro hombre. Algún día, espero que encuentres a alguien con quien compartir el amor, como yo lo encontré, y no por eso será menos precioso lo que nosotros dos tuvimos.
Lanzando un descorazonado suspiro Abdel se levantó.
—Tú eres mi fuerza y mi sabiduría, Jaheira. Sin ti estoy perdido. No puedo enfrentarme al mundo solo. Sin ti no soy nada.
—Eres Abdel Adrian, el héroe de Puerta de Baldur, el salvador del Árbol de la Vida, hijo natural de Bhaal que fue educado por Gorion, amado de Jaheira. Tú eres quien eres, Abdel, y nada cambiará eso. Te espera un camino difícil. Tu futuro es un túnel largo y oscuro. Pero si recuerdas quién eres, estoy segura de que saldrás a la luz del otro lado.
—¿Volveré a verte? —preguntó Abdel, temeroso de la respuesta.
Jaheira posó un beso en el pecho del hombre. Tenía los labios fríos. A Abdel se le puso la piel de gallina.
—Ni siquiera los dioses pueden saberlo, amor mío.
Su voz sonaba distante, como si le hablara desde el otro lado de una gran sima.
—¡No! —gritó Abdel, extendiendo una mano para tratar de retener a su amada—. ¡No, aún no! ¡No te vayas todavía!
Pero sus manos atravesaron a Jaheira como si ésta no fuera más que bruma.
—¡No! —gritó de nuevo, mientras la semielfa empezaba a desvanecerse ante sus ojos, como una columna de humo que la brisa disipa. Su cuerpo se disolvía, arrebatado por una fuerza mayor que Abdel no podía detener ni comprender.
Justo antes de que sus rasgos acabaran de desdibujarse, Jaheira pronunció las últimas palabras que Abdel volvería a oír de sus labios.
—Te quiero, Abdel Adrian. Siempre te querré.
Abdel trató una vez más de asir aquella vaporosa brizna de viento y luego cayó de rodillas. Jaheira se había marchado y él se había quedado solo en el plano de su padre, llorando como un niño y arañando la oscura y húmeda tierra lleno de dolor e ira.