16

Imoen rebulló inquieta sobre el delgado colchón de paja que le servía de cama. Melissan no exageraba al afirmar que los monjes de Amkethran llevaban una vida espartana. Aparte de aquel incómodo jergón no había nada más en el dormitorio de Imoen. Las paredes eran de piedra blanca lisa, sin adornos, como todas las que había visto desde que entrara en el santuario.

La muchacha había comprobado con asombro que el interior del monasterio no era más que una colección de cabañas bajas de piedra que flanqueaban un gran patio. En el centro se alzaba una torre de piedra sólo un poco más baja que los muros de diez metros que rodeaban el sencillo alcázar de Balthazar.

Melissan la había presentado a los dos miembros de la orden, los hermanos Regund y Lysus. La muchacha contempló fascinada los intrincados tatuajes que cubrían las cabezas afeitadas y los rostros de los dos monjes. Se moría por preguntar el significado de aquellos dibujos, pues no le cabía duda de que eran símbolos religiosos de un gran significado. Pero al recordar cómo se había puesto en ridículo ante Melissan con sus observaciones y comentarios equivocados sobre Balthazar y el monasterio prefirió dejar su curiosidad insatisfecha.

Tras la breve presentación los monjes informaron de que de momento Balthazar no podría recibirlas, pero aseguraron a Melissan que proporcionarían a Imoen un alojamiento cómodo y seguro.

A Imoen le pareció que la ausencia de Balthazar perturbaba a Melissan, pero la espigada mujer se limitó a asentir con la cabeza.

—Ve con ellos —dijo a Imoen—. Te llevarán a lugar seguro. Yo debo ocuparme de algunos asuntos, pero cuando acabe te haré una visita para asegurarme de que estás cómoda.

De mala gana Imoen se separó de Melissan y sin protesta siguió a los dos hermanos hacia la solitaria torre que brotaba del centro del patio. Después de entrar por la única puerta de la que disponía y subir por una larga escalera, llegaron al primer piso. En él no había más que un largo y oscuro pasillo sin ventanas y con varias puertas abiertas que conducían a media docena de habitaciones, todas vacías excepto por una solitaria antorcha y un jergón. Justo sobre uno de ellos Imoen trataba de ponerse cómoda.

—Aquí, en las celdas de meditación podrás descansar sin temor —le aseguró el hermano Regund.

—Los miembros de nuestra orden vigilarán la entrada a la torre para que estés segura —añadió el hermano Lysus—. Nos aseguraremos de que nadie te moleste hasta que Balthazar regrese. Nuestro superior querrá hablar contigo enseguida.

Y con ese último comentario, un tanto inquietante, la dejaron sola.

A Imoen el tiempo se le hacía eterno cuando estaba sola. Se suponía que aquel austero entorno debía inspirar paz y contemplación, pero a ella no le daba resultado. De hecho, tenía justo el efecto contrario. Se sentía nerviosa y desazonada, y su mente rápida y curiosa buscaba ansiosamente algo con lo que distraerse.

Al no gozar de una ventana desde la que contemplar la luna ni siquiera podía calcular cuánto tiempo llevaba encerrada. ¿Una hora? ¿Cuatro? Una vez más deseó que Melissan fuera a visitarla. La mujer le había prometido que iría a verla cuando estuviera segura en la torre, pero aún no se había presentado.

Quizás estaba ocupada atendiendo asuntos más importantes. De pronto se le ocurrió que tal vez los monjes le impedían el acceso a la torre hasta el regreso de Balthazar.

A primera vista era una idea absurda, pero cuantas más vueltas le daba más verosímil le parecía. Imoen había supuesto que Melissan y ella eran invitadas, pero cuanto más pensaba en las palabras y las acciones de los monjes que las habían recibido, más crecían sus sospechas de ser una prisionera.

Había algo en aquellos hombres que la ponía nerviosa. Sus extraños tatuajes la turbaban, pero era más que eso. Hablaban sin emoción ni sentimiento. Sus rostros reflejaban una intensa concentración, aunque a ella se le escapaba por completo cuál podría ser el objeto de su atención.

No se la comían con la mirada como los demás hombres, y ni siquiera echaban miradas furtivas a su cuerpo cuando creían que no se daba cuenta. Cuando la miraban, clavaban la vista en sus ojos, como si se asomaran a su alma.

En muchos aspectos los monjes le recordaban a Sarevok: decidido, inescrutable y frío, pasando por la vida sin estar del todo vivo. Era como si las pasiones y los fuegos del mundo no los afectaran.

Imoen se estremeció. Aquellos monjes eran fanáticos religiosos, se dijo. Y eso la perturbaba. Servían a un propósito más elevado, a un desconocido código de creencias que ella jamás podría entender, y ahora estaba en su poder, atrapada dentro de aquella torre hasta que el misterioso Balthazar llegara para…

No. Imoen sacudió la cabeza y luego se rió. Era ridículo. Al no tener nada con que distraerse, su cerebro trabajaba a toda máquina e imaginaba extrañas conspiraciones que no tenían ninguna base. Melissan no la habría llevado a Amkethran si creyera que había algún peligro. No. No era una prisionera. No obstante, los monjes resultaban un poco raros.

La fanática obediencia que guardaban a alguna desconocida autoridad superior, justo lo que momentos antes tanto la inquietaba, ahora la tranquilizó. No había ninguna posibilidad de que alguno de ellos se introdujera sigilosamente en la torre mientras ella dormía para manosearla con sus sucias manos. Y, sobre todo, ninguno de ellos la traicionaría por oro ni por una loca ansia de poder. En la situación en la que se encontraba —perseguida, odiada, sola excepto por Melissan— el fervor religioso de Regund, Lysus y de los demás monjes era la mejor protección que podía esperar.

Una vez más rebulló sobre el jergón. El cuerpo le dolía debido a la larga marcha a caballo por el desierto. Notaba fatiga en los músculos y las articulaciones, incluso los huesos le dolían. Su mente, agotada de tanto tejer sospechas y luego destejerlas, finalmente halló reposo. Imoen se quedó quieta y sintió cómo el silencio de la torre invadía su cuerpo y su espíritu. La muchacha dio la bienvenida a la paz que le ofrecía. Pocos segundos después ya roncaba suavemente.

Tras sujetarse a las manos las garras para escalar, Sendai trepó por los muros lisos de mármol del monasterio tan fácilmente como quien asciende por un tramo de escaleras ligeramente inclinado. Al llegar arriba, se agachó y corrió por el borde del muro, sin pensar en los diez metros de caída que la esperaban si resbalaba.

Se movía tan silenciosamente como una sombra. Aunque el patio inferior estaba sumido en la oscuridad, con sus ojos de drow pudo estudiar la disposición de los edificios y la posición de la guardia.

Varios monjes de Balthazar vigilaban celosamente cerca de la base de una alta torre situada en el centro del patio. Si su objetivo hubiese sido una madre matrona drow, Sendai habría descartado la torre por ser una opción demasiado obvia. Así trabajaba la mente de los elfos oscuros. Aquellos hombres no serían más que un cebo para atraerla hacia la torre, que cuando entrara se derrumbaría, sepultándolos a todos. Pero los habitantes de la superficie eran seres simples, a los que les faltaba la astucia suficiente para tender tal trampa. O tal vez les faltaba la voluntad de sacrificar a docenas de sus seguidores para atrapar a un asesino.

Fuese cual fuese la explicación, Sendai sentía que estaba desperdiciando su talento al enfrentarse con aquellos aficionados de piel descolorida incapaces de apreciar su arte. En Ched Nassad, su ciudad natal de la Antípoda Oscura, la asesina era respetada y temida por su talento, en vez de ser vilipendiada y desdeñada.

Mientras estudiaba los movimientos y las posiciones de los vigilantes, tramando cómo deslizarse entre ellos para llegar a la torre, la drow no podía aplacar la ira encendida por la evocación de su patria y de todo lo que había perdido.

Sendai Kenafin, nacida en el seno de una casa noble de poca importancia, era la típica hembra drow: ambiciosa, despiadada y cruel. Gracias a su inteligencia comprendió que sus posibilidades de ascenso político eran muy escasas, pues no sentía hacia Lloth la devoción que ésta exigía a sus sacerdotisas. Así pues, eligió otro camino en el que labrarse un futuro, un camino que en la civilización drow era perfectamente aceptable.

El extraordinario talento de Sendai para eliminar con discreción a sus rivales y enemigos no tardó en llamar la atención de las poderosas madres matronas de Ched Nassad. Con apenas veinte años de edad, la elfa se convirtió en el ojito derecho de las dirigentes de la ciudad. Cada una de ellas quería usarla para sus propósitos y trataba de ganar su lealtad ofreciéndole poder, esclavos y riquezas. Haciendo honor a su raza, Sendai jugó el peligroso juego de servir a todas las casas y a ninguna, con lo que amplió al máximo sus posibilidades y también el número de sus enemigos.

Pese a que para ser drow aún era muy joven, dominaba ya el juego de la política. Eludía los escollos, formaba alianzas cuando las necesitaba y las rompía cuando servía a sus intereses. En Ched Nassad se susurraba su nombre como el de un valor en alza, alguien que inspiraba al igual respeto y temor.

Pero las sacerdotisas lo echaron todo a perder. La Reina Araña era una diosa celosa que no toleraba que nadie rivalizara con ella en el control de la sociedad drow. Sabiéndolo, Sendai había mantenido en secreto la identidad de su padre. Para ello silenció con el filo envenenado de su daga a toda su familia más cercana, incluyendo a su madre, para evitar delaciones.

Pero en la Antípoda Oscura se guardaban muchos secretos, y tarde o temprano todos acababan por salir a la luz. De algún modo el templo averiguó que llevaba el estigma de Bhaal, y las sacerdotisas la llevaron a las salas de interrogatorios para poner a prueba su lealtad. Sendai ya había conocido la tortura, que era práctica común en la sociedad drow, pero no tenía ninguna intención de someterse a los inimaginables tormentos que pensaban infligirle las madres matronas. Además sabía que tras los interrogatorios decidirían que era demasiado peligroso permitir que la hija de Bhaal viviera entre ellos.

Así pues huyó. Durante un año fue una fugitiva que huyó de Ched Nasad a Menzoberranzan y luego a Ust Natha, buscando algún rincón en la Antípoda Oscura donde refugiarse de la persecución de las sacerdotisas. Pero la tela que tejía la Reina Araña fue incluyendo todas las ciudades y todas las casas nobles de la sociedad drow, hasta que al fin Sendai se vio obligada a huir de la Antípoda Oscura y a cambiar el glorioso mundo de cavernas y túneles por un mundo de cielos abiertos y luz tan brillante que al principio le quemaba los ojos.

Allí fue donde el Ungido de Bhaal la encontró y le ofreció la oportunidad de unirse a los Cinco. La tarea de matar a la descendencia de Bhaal, a los hijos de un dios parecía digna del talento de la asesina, pero resultó mucho más prosaica de lo que prometía. La mayoría de sus objetivos ni siquiera conocían su inmortal legado y llevaban una existencia mezquina, sin sentido. Casi les hacía un favor al matarlos. Incluso si eran nobles o acaudalados mercaderes solían ser presa fácil para la asesina drow, que ansiaba enfrentarse a un verdadero reto.

Sendai libraba una interminable batalla contra la autocomplacencia, pues temía que sus capacidades acabaran por atrofiarse o que su técnica perdiera precisión. Tenía que mantenerse en la mejor forma posible, pues una vez que los Cinco hubiesen eliminado al último de los hijos de Bhaal, tenía la intención de volver su daga envenenada contra sus compañeros de conspiración. Hasta entonces, todos los asesinatos que cometía no eran más que una pálida imitación de la maestría de la que se sabía capaz.

Sendai sacudió la cabeza, irritada. En el pasado jamás se habría permitido divagar justo en medio de un trabajo.

Era una prueba más de que estaba perdiendo el toque.

Con aquella piel oscura y las ropas negras resultaba casi invisible en lo alto del muro del monasterio. Sendai volvió a concentrarse en su misión y saltó del muro.

Aterrizó suavemente en el suelo, formó con el cuerpo una bola y dio una voltereta para amortiguar el impacto de los diez metros de caída. Inmediatamente se puso de pie de un salto y comprobó si alguno de los vigilantes había oído el débil sonido de su poco ortodoxa entrada. Se quedó quieta varios segundos, aguzando su fino oído drow para captar el sonido de una alarma o de pasos que se aproximaran a la carrera para investigar.

En vista de que nada oía, se aproximó a la torre. Atravesó el patio bajo las mismísimas narices de los monjes que montaban guardia, manteniéndose en las sombras y en los rincones oscuros, invisible como un fantasma. Sendai se rió interiormente por la concienzuda y al mismo tiempo inútil vigilancia de los hombres de Balthazar.

Los dos monjes que guardaban la única puerta de la torre eran más problemáticas. Tenía que matarlos rápida y silenciosamente antes de que alertaran a los demás. Lo que complicaba la empresa eran los faroles que sostenían en una mano. Los dos haces de luz que emitían atravesaban el patio, de modo que eran claramente visibles por todos los demás que vigilaban. Si ocurría algo a esos haces de luz, si uno de los faroles caía al suelo aunque solamente fuese por un instante, alguien se daría cuenta e iría a investigar.

Manteniéndose inmóvil en una sombra oscura a apenas tres metros de distancia de la entrada de la torre, Sendai buscaba el modo de eliminar a aquellos dos monjes sin alertar a toda la orden.

Moviéndose lentamente para no revelar su presencia, se sacó del cinturón dos diminutas agujas emplumadas. Luego cogió de una bolsa oculta un pequeño frasco de cristal. Tras quitar la tapa sumergió la punta de ambas agujas en el líquido transparente que contenía el frasco. Luego, con mucho cuidado de no pincharse accidentalmente con uno de los dardos emponzoñados, colocó el primero en su palma extendida. Se acercó la mano a los labios y sopló, lanzando silenciosamente el dardo hacia el monje más cercano.

Con otro suave soplido envió el segundo dardo hacia su segundo objetivo. Sendai esperó unos segundos para dar tiempo al veneno a que actuara, tras lo cual abandonó el amparo de las sombras y corrió hacia la puerta de la torre.

Cuando volvió a estar a cubierto de las miradas hizo una pausa y escuchó. No se oyó ningún grito de sorpresa, ni voces que gritaran «intruso», ni nada que indicara que alguien había visto la delgada figura que se había infiltrado en el monasterio. Segura ya de no haber sido vista, Sendai se fijó entonces en los dos hombres que estaban de pie, inmóviles, junto a ella. A tan corta distancia pudo comprobar que ambos dardos habían dado en el blanco. En un hábil movimiento arrancó las agujas de los cuellos de los guardias paralizados y se las guardó de nuevo en el cinturón.

Los monjes seguían con la vista sus movimientos, pero eran incapaces de mover ni un solo músculo del cuerpo. Aún tenían los brazos parcialmente extendidos, y sus insensibles dedos seguían sujetando con fuerza los mangos de los faroles. El veneno —una versión del somnífero que Sendai había ideado—, no tardaría en llegar a los pulmones y al corazón. Los músculos que bombeaban sangre y oxígeno al cuerpo se agarrotarían y se tornarían tan rígidos como el resto de músculos de sus inmóviles cuerpos. Lentamente los monjes se asfixiarían, incapaces de pedir ayuda, e incapaces incluso de desplomarse al morir. Por experiencias anteriores Sendai sabía que tendrían que romperles los dedos paralizados para que soltaran los faroles. Eso, o enterrarlos con ellos.

La macabra idea dibujó una leve sonrisa en los labios de la drow mientras subía silenciosamente por la escalera para completar su misión. Como había sospechado, no halló vigilantes dentro de la torre. La planta baja estaba desierta.

Silenciosa cual una sombra y daga en mano, la drow subió al primer piso. Todas las puertas estaban cerradas, y la oscuridad reinaba en el pasillo. Pero por debajo de una de las puertas se filtraba la débil luz de una antorcha encendida.

Sendai se acercó a la puerta y escuchó. Su afinado sentido del oído percibió claramente la suave respiración de una mujer joven. Con una delicadeza casi inimaginable, la drow abrió la puerta.

Sendai desvió los ojos del resplandor naranja de la titilante antorcha, pero ya había visto a la muchacha tendida sobre un colchón en el centro de la habitación. Protegiéndose los ojos de la luz, cruzó la pieza y apagó la antorcha. La oscuridad se hizo absoluta.

Imoen despertó sobresaltada, ahogando un grito. La rodeaba la oscuridad y bajo ella sentía únicamente una superficie fría y dura. Antes de recordar dónde se encontraba —a salvo en una de las celdas de meditación del monasterio de Amkethran— trató de ponerse en pie. Seguramente la antorcha debía de haberse extinguido mientras ella dormía.

La muchacha trató de reírse de su momentáneo acceso de pánico, pero únicamente le salió una débil risita tonta. Recordaba perfectamente que había tenido una pesadilla, pero no tenía ni idea de sobre qué versaba el sueño.

—Fuego —musitó para sí. La mayoría de sus pesadillas tenían que ver con el fuego, con las devoradoras llamas de su impío padre inmortal. Se preguntó si también Abdel soñaba a veces con eso.

Sacudió la cabeza para apartar de su mente tan negras cavilaciones y trató de orientarse en la total negrura. Calculó en qué dirección debía de hallarse la antorcha y dio un único paso vacilante hacia allí. Entonces se quedó helada.

Había alguien más en la habitación. No había oído nada, pues nada había que oír. Pero notaba que alguien la observaba con gran interés; sentía el calor de su mirada y el ansia de sus ojos. Por un breve instante su mente conjuró una imagen de los hermanos Regund y Lysus inmóviles en la oscuridad, mirándola con deseo mientras ella avanzaba a tientas.

—¿Quién anda ahí? —susurró como si pudiera hacer desaparecer al intruso con sus suaves palabras.

—No temas —contestó una voz femenina—. No sentirás ningún dolor.

—¿Melissan? —preguntó Imoen, aún sabiendo perfectamente que no era ella.

La invisible intrusa se rió por lo bajo.

—No, mi preciosa hija de Bhaal. Melissan está convenientemente ausente.

—Eres una de los Cinco —dijo Imoen en una súbita inspiración. Su voz no expresaba temor ni furia, sino solamente resignación. No había esperado acabar de aquel modo, pero si ése era su destino, lo aceptaría.

—Soy Sendai —ronroneó la voz, acercándose.

Tras un breve instante de vacilación los dedos de la muchacha asieron sigilosamente el pomo de la daga que llevaba al cinto. Podría gritar, pero ¿de qué serviría? Incluso si su voz lograba atravesar los recios muros de piedra, ¿llegarían a tiempo de salvarla? No, se dijo, mientras lentamente desenvainaba la daga. Estaba sola. Melissan no irrumpiría de pronto en la habitación para salvarla, y tampoco Abdel llegaría inopinadamente al monasterio para lanzarse en su rescate. Tenía que salvarse sola o morir en el intento. Sin previo aviso lanzó una rápida estocada hacia la oscuridad.

—Qué pena, pequeña —se rió entre dientes esa voz gutural—. No has acertado.

—No ganarás nada con mi muerte —declaró Imoen, dando media vuelta para descargar un cuchillazo a la oscuridad tras ella—. Perdí hace tiempo la parte de mí que pertenecía a Bhaal. —Nuevamente saltó hacia adelante y acuchilló frenéticamente donde creía que podría estar la asesina.

—No te resistas, pequeña. Aún será peor.

—Abdel me libró de la lacra de Bhaal —trató de explicar Imoen, sin darse por vencida. Cada una de sus palabras iba acompañada del silbido que hacía su daga al cortar solamente aire.

—Tranquila, ya tenemos planes para él.

La voz de la asesina sonó como si le hablara al oído. Imoen hubiese jurado que sentía el cálido aliento de su asesina en la piel. Pero cuando dio un codazo hacia atrás no topó con nada.

—Mátame si quieres, pero Abdel me vengará. Os matará a todos. No tenéis ni idea de lo fuerte que es.

—Te equivocas, pequeña, lo sabemos perfectamente. Pero la noticia de tu muerte quebrará su espíritu guerrero.

Imoen sintió cómo la hoja se hundía en su espalda y le atravesaba órganos vitales. La asesina actuó con una asombrosa y mortal precisión. Los gritos de agonía de la muchacha no fueron más que una exclamación ahogada y luego un débil chorro de sangre cuando, piadosamente, Sendai le rebanó la garganta.