15

Imoen llevaba casi siete días viajando junto con Melissan y el pequeño grupo de soldados y refugiados de Saradush. Por lo que ella sabía, era la única descendiente de Bhaal entre ellos. Costaba imaginarse que de las docenas y docenas de hombres y mujeres que compartían la contaminada sangre de Bhaal, solamente ella y Abdel habían sobrevivido a la masacre de Saradush.

La joven cambió de posición en la silla. Melissan había conseguido caballos para todos, con lo que al menos el viaje era soportable. Pero incluso a caballo no era nada agradable. Cada mañana se ponían en camino antes del amanecer y cabalgaban hasta mucho después de que anocheciera. Por fin, tras una semana, su arduo periplo se aproximaba a su fin.

Habían partido hacia Amkethran la misma mañana que Abdel emprendió la persecución del dragón que se había llevado a Jaheira. No obstante, mientras que Abdel había tomado dirección sur, Melissan y su grupo se habían aventurado hacia el oeste por una ruta comercial muy bien conservada llamada camino de Ithal.

Gracias a las muchas horas que se había pasado enfrascada en los mapas que se guardaban en la biblioteca del alcázar de la Candela, soñando con una vida al otro lado de los muros del aburrido monasterio, Imoen podía orientarse incluso en aquella región que le era desconocida. Sabía que la aldea de Amkethran se encontraba a varios centenares de kilómetros al sudoeste de Saradush. No obstante, no tenía nada de extraño que Melissan los condujera por un camino mucho más largo al seguir ese camino de Ithal, que discurría en dirección oeste.

El modo más directo de ir de Saradush a Amkethran era atravesar el corazón del bosque de Mir o, como muchos lugareños lo llamaban, Khalamjiri, el bosque de los colmillos mortales. Y aunque hubiesen sobrevivido al viaje por la letal floresta, habrían salido a los pies de las infranqueables montañas del Movimiento. Así pues, Melissan había elegido el único camino posible.

Durante los primeros cuatro días habían avanzado por el camino de Ithal. No doblaron hacia el sur hasta que se hallaron a un día de marcha a caballo de la ciudad mercante de Ithmong, habiendo dejado ya atrás el extremo occidental del bosque de Mir. Dos días más a caballo los habían conducido al límite del desierto de Calim, donde a la tensión y el cansancio de la larga y penosa huida se había unido todo un día a caballo bajo el abrasador calor de aquel interminable mar de arena.

Imoen sentía las piernas entumecidas así como doloridas, pues sus músculos no estaban acostumbrados a mantenerse a lomos de un caballo durante tantos días sin apenas descanso. También el trasero le dolía y además lo tenía lleno de ampollas debido al continuo roce con la silla. Su piel, antes tan blanca, se veía roja y cuarteada por efecto del viento y del sol, que justo empezaba a desaparecer en el horizonte. Y las escasas raciones de agua que se repartían desde que entraron en el desierto no conseguían aplacar la sed.

Por suerte, aquel suplicio acabaría pronto. Desde primera hora de la tarde podía distinguir en la distancia un edificio de mármol reluciente, que ella se imagino que sería el monasterio de Amkethran. Melissan le había contado que el prior era un hombre llamado Balthazar, el cual le ofrecería refugio, y también a Abdel cuando se reuniera con ellas.

Por fin llegaron a su destino cuando la última luz del día se apagaba y el fresco de la noche llegaba para calmar sus abrasados cuerpos. Lo que Imoen vio no pasaba de ser una aldea formada por tiendas y cabañas de barro cocido agrupadas alrededor del monasterio. En un extremo del pueblo se alzaba un ordinario edificio de dos plantas que podía ser un templo.

Mientras cabalgaban por las polvorientas calles de Amkethran, Imoen no pudo dejar de fijarse en los rostros bronceados y curtidos de quienes se afanaban escarbando la dura tierra del desierto. En comparación con los imponentes muros de mármol blanco que se alzaban en el límite oriental, la aldea se veía aún más paupérrima e insignificante. El perímetro de las defensas de la residencia fortificada de Balthazar, de casi diez metros de alto, empequeñecía todas las demás estructuras.

Aunque se arriesgaba a que le diera un calambre en las piernas, Imoen espoleó a su caballo para ponerse a la altura de Melissan, que cabalgaba a la cabeza del grupo.

—Parece que a ese Balthazar le gusta restregar su fortuna ante las narices de los lugareños —susurró, indignada ante lo que ella consideraba una ostentosa exhibición de poder y riqueza ante la extrema pobreza de Amkethran.

—No digas tonterías —la reprendió Melissan—. Detrás de esos muros Balthazar y sus monjes llevan una vida de pobreza y privaciones. Esos muros se alzaron para proteger el monasterio, no para hacer ostentación.

Imoen se ruborizó y clavó la vista en el suelo. Admiraba profundamente a Melissan. Era hermosa, fuerte y también sabia. Tanto hombres como mujeres la miraban con respeto. Imoen se sentía atraída hacia aquella misteriosa mujer que se había convertido en su protectora, y no conseguía apartar los ojos de la atlética e imponente figura vestida de negro. A Imoen le encantaba el modo de vestirse de Melissan. No era sólo que aquellas ropas negras aumentaran aún más el misterio que la envolvía, sino también que no dejaban entrever nada de su cuerpo, cosa que muchas mujeres hacían para atraer las miradas masculinas.

Imoen había hecho aquellos comentarios sobre Amkethran con la única intención de impresionar a Melissan. Pero, en vez de eso, se había puesto en ridículo. Por suerte Melissan no había reparado en lo avergonzada que se sentía, o había tenido la decencia de fingir que no reparaba en ello.

La muchacha trató de salvar la situación explicándole por qué había hecho ese comentario.

—Bueno, quería decir que no comprendo por qué tuvieron que construir el monasterio justo en el extremo oriental de la aldea. De ese modo proyecta su sombra sobre todo Amkethran. Deben de pasar horas hasta que los lugareños ven los primeros rayos del sol.

Melissan echó el cabeza hacia atrás y soltó la carcajada, con lo que sus cabellos negro azabache le cayeron en cascada sobre la espalda.

—Me parece que has entendido al revés la historia de Amkethran, mi querida muchacha. El monasterio fue construido hace muchas generaciones. Es la aldea la que es nueva. Y no es casualidad que los pocos que deciden vivir aquí alcen sus hogares a la sombra del monasterio.

»Tú solamente has pasado un día bajo el abrasador sol de los Imperios de la Arena. Pero incluso así seguro que te das cuenta del alivio que supone contar con algunas horas extra de sombra al día. Vigila lo que dices en las calles de Amkethran. Balthazar y sus monjes son muy apreciados.

Tras la reprimenda, Imoen tan sólo pudo balbucear una disculpa.

—Yo… lo siento, Melissan. No quería faltar al respecto a nadie.

La espigada mujer alargó un brazo y posó su elegante mano sobre el hombro de Imoen en gesto tranquilizador. La muchacha se estremeció al contacto.

—Tu preocupación por los menos afortunados resulta conmovedora, Imoen. En este caso no es necesaria, pero nunca debes pedir perdón por esos impulsos de ayudar a tus semejantes. Cuando yo era joven era tan vehemente como tú.

Imoen alzó la vista hacia los ojos de Melissan y leyó en ellos compasión genuina y sincera. Quiso decir algo más, pero temía echar a perder el momento, y el momento pasó.

Melissan apartó la mano de su hombro, con lo que la eléctrica sensación desapareció, y espoleó su montura.

—Voy a avisar a los monjes de nuestra llegada —gritó por encima del hombro—. Ya hablaremos cuando estemos a salvo en el monasterio.

Imoen contempló cómo Melissan se alejaba al galope sin poder apartar la vista de la magnífica melena negra azabache que ondeaba tras ella.

Cómodamente instalado en su guarida de dragón, rodeado por sus fieles mascotas, Abazigal fantaseaba sobre cómo sería su futuro siendo un wyrm de sangre pura. Cuando Bhaal resucitara lograría el respeto que merecían los verdaderos dragones, disfrutaría de su gloriosa existencia. Él, al que rechazaban por ser un mestizo, sería aclamado como héroe por todos los dragones tras convertirlos de nuevo en los señores de Faerun.

Había llegado muy lejos desde sus humildes comienzos. Abazigal no recordaba nada acerca de su madre dragón. ¿Lo había rechazado como la abominación que era o bien lo protegió y lo alimentó? Eso ya no importaba. Su madre no era más que un concepto idealizado, su nexo con la gloria de los dragones, y también un modo de negar la historia de su juventud.

Los primeros recuerdos de Abazigal eran de su cruel maestro, un infame hechicero empeñado en descubrir los secretos de los dragones a través de la tortura y sus sádicos experimentos. Abazigal fue su esclavo. Le limpiaba el laboratorio, cuidaba de los huevos de dragón que el mago robaba, alimentaba a las crías cuando nacían y se deshacía de sus pobres cuerpos destrozados y rotos cuando los experimentos del hechicero fracasaban.

También su maestro experimentaba a menudo con él, aunque siempre tuvo mucho cuidado de no provocarle la muerte. Podía conseguir huevos de dragón por docenas, pero un mestizo de dragón y humano era realmente una bestia insólita.

Y como bestias trataba el mago a Abazigal y a los dragones que mantenía prisioneros en su laboratorio. Con sus experimentos destruía sus mentes, y los afortunados que sobrevivían a la siniestra investigación quedaban convertidos en meros brutos, incapaces de hablar ni de hacer magia. Un despreciable brujo humano que osaba usar a los wyrms para sus retorcidos propósitos les arrebataba su magnífica inteligencia.

Abazigal no era ningún bruto descerebrado, aunque en presencia de su amo se fingía imbécil. Se ganó muchas palizas por fingirse incapaz de seguir incluso las instrucciones más simples, pero eran un precio muy bajo a cambio de mantener el engaño. Como le creía estúpido e inofensivo, el mago le permitía andar a sus anchas por el laboratorio. Mientras el maestro estudiaba los secretos de Abazigal y de los dragones, Abazigal estudiaba los secretos del mago.

Gracias a la inteligencia innata heredada de su madre aprendió de manera autodidacta las intrincadas artes mágicas. A cambio tuvo que pasar muchos años sometido al yugo del cruel mago. Cuando ya sabía todo lo que el maestro podía enseñarle, se volvió contra él.

El mago tuvo una muerte lenta y muy dolorosa. Abazigal se vengó no sólo por su propio padecimiento sino por el sufrimiento de los dragones de sangre pura a los que había visto torturar durante tantos años. El humano pagó con una larga agonía cada huevo aplastado, cada cría muerta, cada wyrm convertido en una estúpida bestia que ya no merecía el nombre de dragón.

Con su recién ganada libertad no olvidó su responsabilidad hacia los jóvenes dragones que el hechicero mantenía encerrados. Eran una docena que podrían valerse por sí solos pues el daño mental era excesivo. Abazigal los adoptó. Trató de restaurar su mente, de elevarlos a la posición que les correspondía, pero el daño infligido por el maestro era irreparable.

Tal vez lo mejor hubiese sido matarlos, poner fin a su patética existencia. Pero, pese a todas sus taras, Abazigal fue incapaz de destruirlos. Así pues se convirtieron en sus mascotas, en su ejército de casi dragones, todos ellos fieles hasta la muerte y que le obedecían sin rechistar tan bien como les permitían sus limitadas capacidades.

Abazigal procuró mantener en secreto la existencia de sus mascotas. Si los verdaderos Wyrms llegaban a enterarse posiblemente los matarían, pues los considerarían un insulto a su especie. No obstante, había permitido que la mayor de sus mascotas, un rojo aún joven pero que pronto sería adulto, participara en el asedio de Saradush.

Su mascota se había comportado muy bien y había matado a docenas de hijos de Bhaal en la batalla. Una parte de Abazigal esperaba que el dragón decidiera tratar de sobrevivir solo en el mundo y no regresara al cubil, pero sí había vuelto, y con un regalo: una semielfa.

Abazigal sabía quién era, la amada de Abdel Adrian, y el mercenario se acercaba en busca de venganza. Sin duda en aquellos momentos avanzaba por las llanuras bajo el sol del amanecer, siguiendo el rastro de su mascota que conducía a las montañas Alimir. Aunque su enemigo cabalgara, Abazigal sabía que aún tardaría varios días en llegar.

Lo más sensato era armarse de paciencia y esperar hasta que Abdel llegara para entonces lanzar contra él a sus mascotas. Ningún hombre, ni siquiera un hijo de Bhaal, podría resistir el ataque combinado de una docena de dragones. Desde la reunión con el consejo de dragones la mañana anterior se sentía impaciente. Había sufrido durante años la tiranía del maestro, esperando en vano aprender algo que le permitiera dejar de ser un mestizo. Luego había tramado y conspirado con aquella infecta drow llamada Sendai y el resto de los Cinco para resucitar a su padre.

Ahora sentía que tenía al alcance el cumplimiento de su gran deseo. Cuando antes Abdel Adrian muriera, antes regresaría Bhaal y antes le concedería el deseo de convertirse en auténtico dragón. Entonces Saladrex apoyaría su plan para restituir el poder a los dragones.

Abazigal llamó la atención de sus mascotas con un penetrante silbido.

—Buscad a Abdel —dijo muy lentamente, para que sus débiles mentes pudieran procesar la información—. Buscadlo en las llanuras hacia el norte. Cuando lo encontréis, matadlo.

Uno a uno la docena de jóvenes dragones que servían a Abazigal saltaron de la boca de la gran caverna con el mismo entusiasmo de siempre por cumplir sus órdenes. Corrieron con estrépito por la altiplanicie en la que Abazigal había construido su cubil, ganando velocidad y dirigiéndose hacia los precipicios que limitaban por los cuatro lados la cima de la montaña. Lanzando sus gritos de guerra se lanzaron hacia el vacío y cayeron en picado hacia el suelo. En el último segundo impulsaron sus impresionantes moles de dragón y se alzaron hacia el cielo de la mañana. Sus gritos resonaron largo rato en las montañas.

Abazigal contempló su partida. Su vuelo era tan magnífico como el de cualquier dragón verdadero. Y pronto él sería uno de ellos.

Abdel pasó toda la noche en blanco. Cuando los primeros rayos del alba asomaron tras las cimas de las montañas e iluminaron la entrada de la cueva, se sentía fresco y lleno de energía, y no cansado y magullado como después de la lucha con Sarevok. Entonces los oyó: los inconfundibles gritos de dragones en vuelo.

Salió corriendo de la cueva y escudriñó el cielo, buscándolos. Para su asombro no vio a uno solo, sino casi a una docena. Sus enormes cuerpos se lanzaban al vacío desde lo alto de una cumbre próxima, remontaban el vuelo y se alejaban. Fascinado por el espectáculo, se quedó quieto, contemplándolo.

Los dragones volaron hacia el norte, ajenos a la presencia del humano que muy cerca, en dirección sur, observaba su progreso. Cuando el último de los wyrms desapareció en el horizonte, Abdel emprendió camino hacia la cumbre desde la cual se habían lanzado, seguro de que allí encontraría a Abazigal y, con suerte, también a Jaheira. Si tenía alguna esperanza de salvar a su amada, tendría que dar con ella y escapar antes de que el ejército de dragones regresara.

En menos de una hora se plantó en la base de la montaña de Abazigal, pero le quedaba por delante lo más difícil: escalar una pared de roca lisa de trescientos metros. Al estudiar el obstáculo que tenía delante el mercenario distinguió algunos salientes de pequeño tamaño y cornisas lo suficientemente grandes para que un hombre se pusiera en pie sobre ellas. No obstante, eran pocas y muy espaciadas. Llegar a lo alto suponía una escalada libre sin posibilidad de detenerse y descansar. Pese a su naturaleza semidivina, incluso la resistencia de Abdel tenía un límite, y ése era el momento de descubrir hasta dónde llegaba.

Con la esperanza de que sus poderes de regeneración impedirían que se matara en caso de caída, inició el ascenso. Cualquier hombre normal que osara siquiera escalar esa montaña se habría despeñado mucho antes de llegar al primer saliente. Pero Abdel tenía la fuerza necesaria para subir su cuerpo a peso por la ladera de la inexpugnable montaña.

Sus poderosas manos hallaban asideros en el sinnúmero de pequeñas grietas y fisuras que cubrían el precipicio. Con las botas arañaba la dura superficie buscando dónde apoyarse. Muchas veces tenía que aguantar todo el peso con solo un brazo y alzar a pulso su corpachón hasta que con los dedos resbaladizos de sudor de la otra mano hallaban un diminuto saliente un poco más arriba. Incansablemente sus miembros luchaban contra la fatiga mientras él se quedaba colgado del vacío, sabiendo que si caía se estrellaría contra las rocas del fondo. Pero cada vez la inmortal esencia de su padre le proporcionaba la fortaleza para alzar el cuerpo y apoyarse en la siguiente cornisa, donde poder detenerse y descansar unos minutos.

Cuanto más arriba subía, más dificultosa le resultaba la escalada. La atmósfera se enrarecía por momentos, con lo que le costaba respirar. El frío aire de las altitudes le congelaba los miembros, que se le ponían rígidos y le pesaban. Una fina capa de hielo lo cubría todo y se introducía en las grietas que él usaba para seguir ascendiendo, por lo que no podía evitar resbalar.

Cuando al fin pudo subir una pierna sobre la altiplanicie de la cumbre, el sol había llegado a su punto máximo.

Había tardado más de tres horas en escalar la montaña, justo cuando el tiempo era de vital importancia. Aunque estuviera decidido a salvar a Jaheira, no dudaba de lo que ocurriría si los dragones regresaban y lo encontraban allí, en la cima. Apenas había logrado sobrevivir a su encontronazo con uno solo de los monstruos alados; una docena lo harían pedazos.

En el centro de la meseta se abría un enorme agujero; una entrada a los kilómetros de corredores, cuevas y cavernas que se internaban hasta el mismo corazón de la montaña. En algún lugar de aquel laberinto de roca encontraría a Jaheira, o eso esperaba.

Desenvainó el pesado sable que le colgaba a la espalda y se dirigió con decisión a la entrada de la caverna. Pero antes de llegar allí una figura emergió del pozo y se plantó frente a él.

Tenía la forma de un hombre, pero la piel estaba recubierta de escamas multicolores. La cabeza era lisa y sin pelos, y los ojos como los de un reptil.

—No te esssperaba tan pronto —siseó. Cuando hablaba le asomaba por la boca una lengua bífida que se agitaba en el aire—. Misss mascotasss te bussscan en lasss llanurasss del norte.

—He venido a buscar a Jaheira —anunció Abdel, blandiendo la espada con determinación—. Devuélvemela y me marcharé.

—Tu amante ya no exissste —le replicó el monstruoso ser—. Yo misssmo acabé con ella.

Aquella especie de lagarto se echó a reír. Abdel ya no podía seguir negando la terrible verdad: Jaheira estaba muerta. Abrumado por el dolor lo único que conseguía hacer era sacudir la cabeza en gesto de impotente negación. Por la mente le pasaron imágenes de su espeluznante fin alimentadas por el último recuerdo que tenía de ella, el de Jaheira debatiéndose en las garras del dragón.

Se imaginó su hermoso rostro contraído en una interminable agonía mientras el dragón la estrujaba sin piedad, rompiéndole todos los huesos como ramas secas. Se imaginó cómo echaba la cabeza atrás para lanzar un silencioso chillido cuando la bestia le atravesaba la armadura y el pecho con una de sus crueles garras, al tiempo que los helados vientos que levantaba el dragón en su vuelo la congelaban.

—¡No! —gritó Abdel. Su mente buscaba desesperadamente una última brizna de esperanza—. ¡No! ¡No pienso aceptarlo! —Recordaba ese mismo dolor. En el pasado ya pensó una vez que la había perdido, pero los sacerdotes de Gond habían logrado resucitarla.

—¡Devuélvemela! ¡Aún estoy a tiempo de salvarla!

Abazigal resopló y sus labios de reptil se curvaron en una desdeñosa sonrisa.

—¿Por qué tendría que essscuchar tusss súplicasss?

Abdel sabía que su petición sonaba absurda. Era una locura suplicar a su enemigo mortal por la vida de su amada, pero ya no le importaba. Todo lo que quería era recuperar a Jaheira.

—Te daré lo que quieras —prometió Abdel, frenético—. Mi esencia, mi espíritu, mi alma… ¡Lo que sea!

La única respuesta fue un despectivo resoplido.

—¡Essstá muerta, idiota! ¡Murió a misss piesss, cuando una de misss mascotasss me ofreció su cuerpo ensangrentado y roto como regalo!

»Sssufrió mucho —susurró con voz emponzoñada—. Murió chillando de dolor. Y luego ssse la di a misss mascotasss, que rompieron sssu pobre cadáver en pedazosss y se lo comieron.

—¡No! —El grito de Abdel hendió el cielo, y la misma montaña tembló bajo su cólera. De haber tenido las palabras, habría jurado un millón de muertes atroces para Abazigal en venganza por la muerte de su amada. Pero su fuerte nunca habían sido las palabras; él era un hombre de acción.

—Tu sssemielfa essstá muerta, Abdel Adrian —se mofó Abazigal—. Y tú también.

El semidragón empezó a tejer con sus garrudas manos arcanos símbolos de brujería en el aire al tiempo que recitaba las palabras de un hechizo. Abdel se lanzó contra el brujo dragón, decidido a partirlo en dos antes de que pudiera completar el encantamiento.

En sólo tres zancadas llegó hasta donde estaba él. Entonces giró sobre sí mismo para imprimir más fuerza al golpe y descargó el sable contra el cuello de Abazigal. Vengaría a Jaheira decapitándolo de un solo tajo. Sin embargo, el acero se desvió a pocos centímetros del cuello del semidragón, y luego rebotó contra un escudo invisible e impenetrable.

De los dedos acabados en garras del ser brotaron rayos que impactaron de lleno en el pecho del mercenario, lanzándolo hacia atrás, de modo que a punto estuvo de despeñarse por el precipicio. Abdel aterrizó a menos de un metro del borde de la meseta, se puso de pie de un salto y logró eludir una segunda ráfaga de rayos que lo hubieran precipitado al vacío.

Esquivando las andanadas de proyectiles eléctricos se fue acercando lentamente al enemigo. Pero al brujo no parecía importarle en lo más mínimo que Abdel estuviera recortando la distancia que los separaba. Justo antes de que se acercara lo suficiente para probar con otra estocada, Abazigal se desvaneció.

Abdel giró sobre sus talones, seguro de que su rival iba a materializarse de nuevo a su espalda, pero el mago dragón se hallaba en el extremo más alejado de la meseta e invocaba un nuevo encantamiento. Abdel oyó un terrible rugido sobre su cabeza y apenas logró zafarse de la columna de llamas que le caía del cielo. Aulló de dolor cuando el terrible calor le quemó la piel y le levantó ampollas. Al igual que con las heridas causadas por el aliento de dragón, las quemaduras no sanaron.

Malherido, Abdel se puso lenta y dificultosamente en pie, pero al instante otro rayo lo tumbó.

—Estásss perdido, Abdel Adrian —siseó su enemigo—. Tusss burdass artesss guerrerasss nada pueden contra mi magia.

Tirado en el suelo, con el cuerpo chamuscado y sin poder ni levantarse, Abdel supo que era verdad.