Abazigal voló toda la noche espoleado por la vergüenza, su odio hacia Sendai y el hecho de saber que la llegada de Abdel podría frustrar los planes que tan cuidadosamente había tramado. Cuando todavía le faltaban muchos kilómetros para llegar a su destino, su aguda vista de reptil distinguió la asamblea de dragones reunidos en la altiplanicie donde Abazigal había construido su fortaleza. Dragones azules y verdes procedentes de lo más recóndito del bosque de Mir, Wyrms marrones llegados de las arenas del desierto de Calimir, negros del pantano de la araña; un reluciente caleidoscopio que abarcaba todas las gamas de color y matices esperaba con impaciencia al semidragón.
Abazigal había enviado una invitación a todas las cimas, a todas las grutas por escondidas que se encontraran y a todas las cavernas subterráneas en más de un millar de kilómetros a la redonda. Más de una docena de las magníficas criaturas habían respondido, atraídas por las promesas que les hiciera Abazigal de riquezas, gloria y del retorno al tiempo en el que los dragones eran los señores de Faerun. Aunque decepcionado por la ausencia de los ancianos rojos Balagos y Charvekannathor, Abazigal se alegró al distinguir las características escamas azules y relucientes del poderoso Iryklagathra, al que los mortales solían llamar Colmillos Afilados.
El semidragón llegó justo cuando los primeros rayos del sol atravesaban las nubes matutinas para prender fuego a las cimas cubiertas de nieve. Abazigal aterrizó en el centro del círculo formado por los grandes wyrms. En cuanto sus pies tocaron la dura roca recuperó su forma humana. No podría engañarlos con su aspecto, pues incluso en su forma de dragón olerían en él su sangre mestiza. Por orgulloso que fuera, Abazigal tenía la suficiente sensatez como para humillarse delante de los de sangre pura. Le había costado una pequeña fortuna en oro y gemas lograr que fueran, y no pensaba ofenderlos hablándoles como si fuera un verdadero dragón.
—Casi llegas tarde —dijo a modo de saludo Saladrex, un anciano dragón verde. Su poderosa voz resonó por las vecinas montañas. Saladrex era más pequeño y menos poderoso que sus hermanos rojos y azules que se disputaban el control de la región, pero también era astuto y ambicioso. Dándose cuenta de la oportunidad que se le presentaba de ganarse un poderoso aliado, se había mostrado receptivo a los avances de Abazigal. Saladrex había sido el primer wyrm que había accedido a acudir a la cita y escuchar al semidragón, aunque no gratis, por supuesto.
Y ahora, al parecer, se había erigido en el portavoz de los dragones reunidos, Abazigal sospechaba que el verde había sido elegido porque muchos de los demás, por ejemplo el magnífico Colmillos Afilados, no se dignaban tratar con alguien tan insignificante como Abazigal.
—Mis más sinceras disculpas, Saladrex —replicó Abazigal, procurando reprimir por todos los medios su voz sibilante por temor a insultar a sus invitados de algún modo que ni siquiera podía imaginar. Las mandíbulas le dolían por el esfuerzo, pero era un precio muy bajo si con ello podía ganarse el apoyo de Saladrex y los demás—. He volado toda la noche sin descanso para llegar a tiempo. Nunca se me ocurriría menospreciar a esta honorable asamblea obligándoos a esperar a alguien tan insignificante como yo.
Su adulación pareció calmar la irritación que había causado entre los dragones el hecho de llegar en el último segundo.
—Habla. Te escuchamos —declaró impulsivo Sablaxaahl, un enorme pero relativamente joven dragón negro, que hacía gala de la impetuosidad propia de su edad—. Aunque no podemos imaginar qué puede ofrecernos un engendro humano como tú que pueda interesarnos.
Los demás wyrms aceptaron sin rechistar la mala educación del joven negro. Otro signo de que no consideraban a Abazigal digno de respeto.
—Ah, justamente ése es mi potencial —replicó el semidragón—. No soy el hijo de un simple mortal, sino carne de la carne del dios Bhaal.
La asamblea rió con ruido sordo.
—¿Presumes del linaje de un dios humano que además está muerto? —inquirió Saladrex, divertido—. ¿Acaso intentas impresionarnos, mestizo?
Abazigal tuvo que morderse la lengua para no decir lo que pensaba.
—Aún no habéis oído mi oferta, poderoso Saladrex —dijo tras aplacar su ira—. Ciertamente Bhaal era un dios de los humanos, pero también era el dios del asesinato y la destrucción, el Dios de la Muerte. Cuando renazca, buscará venganza.
—Hablas como si el retorno de Bhaal fuese inevitable, aunque sabemos que no está aún decidido. Se nos está acabando la paciencia y todavía no hemos oído en qué podría beneficiarnos a nosotros.
—¿Acaso los dragones no son las criaturas más majestuosas de todas las que pueblan Faerun? —preguntó Abazigal retóricamente—. ¿Acaso los dragones no son las criaturas más poderosas y las más inteligentes?
Los wyrms no pudieron dejar de asentir. Ciertamente los dragones eran muy inteligentes, pero ni los más sabios de entre ellos eran inmunes a la adulación.
—No obstante, no son los dragones quienes mandan —prosiguió Abazigal, seguro de haber captado la atención de los reunidos—. ¡Las criaturas inferiores (humanos, halflings, orcos, goblins) se reproducen como insectos! Se extienden como una plaga a lo largo y ancho de Faerun, queman bosques y convierten en pastos y en ciudades vuestros cotos de caza. Sus estúpidos héroes hacen causa común para robaros vuestros tesoros y os siguen hasta vuestros cubiles con la intención de mataros para quedarse con las riquezas que tan duramente habéis amasado. Y encima luego se pavonean entre los suyos de haber dado muerte a un dragón.
Se oyeron murmullos de asentimiento entre los wyrms.
—Sólo gracias a su elevado número esas alimañas os han obligado a ir retrocediendo hacia las zonas más agrestes para ampliar sus territorios. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que se decidan a exterminaros por completo?
—¡Imposible! —exclamó un fogoso joven marrón—. ¡Nuestra raza jamás será destruida por esos patéticos e insignificantes bípedos!
—¿Afirmas que tú puedes evitarlo, Abazigal? —lo retó Saladrex.
—Así es. Cuando Bhaal renazca ejecutará su sangrienta venganza. Iniciará una guerra para que todo Faerun sufra por su muerte. Llevará a cabo un genocidio de humanos y sus primos de dos patas que ni siquiera los más crueles tiranos de la historia habrían imaginado.
»¡Ése será nuestro momento! ¡Diezmadas por la guerra las criaturas inferiores no contarán con el número de individuos necesario ni tampoco con los ánimos precisos para enfrentarse a los dragones unidos! ¡Será el momento de saquear el oro de sus ciudades! ¡Los humanos y otros de su calaña se inclinarán ante vosotros! Y quienes no se sometan serán hechos esclavos, u obligados a retroceder hasta los mares y los océanos ante el imparable avance del ejército de wyrms. ¡Los dragones volverán a dominar Faerun!
Los dragones consideraron en silencio la gloriosa visión que les había pintado Abazigal. Fue Saladrex quien formuló la pregunta que Abazigal más temía.
—¿Y para qué te necesitamos a ti, mestizo?
—Yo seré el enlace entre el ejército de dragones y las fuerzas de Bhaal. Yo guiaré la máquina de guerra de mi padre hacia los objetivos que el Consejo de Dragones estime oportunos.
—¿Por qué crees que Bhaal nos ayudará? —insistió Saladrex—. Él es un dios humano.
—El Dios de la Muerte comprende la gloria de los dragones —les aseguró Abazigal—. Asumió la forma de un gran wyrm para engendrarme, a mí, el heredero de su inmortal legado. Creo que es prueba suficiente de que comprende que los dragones son la joya de la creación mientras que los humanos han nacido para ser esclavos.
»¿Qué más te da a ti, Saladrex, que tus esclavos humanos deban adorar a Bhaal? Nada de nada. Y a Bhaal no le importará que sus seguidores tengan que servir a los dragones, siempre y cuando lo reverencien a él.
Por la mueca de desdén que esbozaron los grandes labios verdes de Saladrex, Abazigal supo que aún no estaba convencido.
—Te lo aseguro, poderoso Saladrex, esta alianza será beneficiosa tanto para Bhaal como para los dragones. Como descendiente de ambas partes, yo me ocuparé de defender justamente los intereses de ambos.
—Es posible que digas la verdad —resopló Saladrex—, pero los pocos reunidos aquí no son suficientes. Tenemos que reclutar a más dragones para la causa. Si los ancianos rojos no se unen a nosotros, los demás tampoco lo harán, y ellos aceptarán seguirte. ¡Ninguno de los de mi sangre se fiaría de un sucio mestizo!
Abazigal inclinó respetuosamente la cabeza, aceptando el insulto, pues sabía que era la verdad.
—No siempre seré un mestizo —dijo con suavidad—. Cuando mi padre renazca me concederá cualquier deseo que le pida. Y le pediré que me convierta en un dragón de sangre pura.
Los dragones reunidos se rieron. Abazigal mantuvo la cabeza gacha, incapaz de enfrentarse con la humillación de la burla. Pero Saladrex no se reía.
—Si realmente Bhaal comprende la superioridad de los dragones, te concederá ese deseo —susurró sólo para Abazigal, mientras los demás se reían a mandíbula batiente—. Búscame cuando por tus venas corra la sangre pura de un dragón y me uniré a tu causa. Luego, tú y yo juntos, reuniremos a los demás.
Con el corazón henchido de gratitud y alivio Abazigal levantó la cabeza, pero Saladrex ya había alzado el vuelo y batiendo sus poderosas alas se alejaba por el cielo matutino. Los demás dragones, riéndose aún del mestizo que aspiraba a convertirse en uno de ellos, también alzaron el vuelo.
Su fuerte aleteo levantó grandes nubes de polvo y tierra, y creó impetuosos remolinos y torbellinos que golpearon a Abazigal. Pero el semidragón se mantuvo firme; no quería mostrar debilidad ante aquellos que pronto serían sus iguales. Se quedó en el mismo lugar hasta mucho después de que los dragones se desvanecieran, repitiéndose jubiloso la promesa de Saladrex.
Abdel llegó por fin a las estribaciones septentrionales de las montañas Alimir al atardecer del cuarto día. Allí se perdía el rastro del joven dragón que había raptado a Jaheira. En aquella inhóspita región no había testigos del paso del dragón, ni árboles ni pastos aplastados por los fuertes vientos que generaba a su paso el wyrm. Nada indicaba el rumbo que podía haber tomado la bestia.
Allí, en las estribaciones, todo era roca dura cocida al sol y esculpida por los vientos durante cientos de años. Las montañas Alimir se extendían hacia el sur, mucho más allá de donde a Abdel le llegaba la vista. Si el leviatán tenía su escondrijo en las profundidades de la cordillera, Abdel jamás podría hallarlo ni a él ni a su amada.
Melissan le había dicho que el dragón trabajaba para Abazigal, y Abazigal era uno de los Cinco, lo que le obligaba a mantener frecuentes contactos con los demás miembros del grupo clandestino para trazar planes destinados a exterminar a todos los hijos de Bhaal. Por tanto, el hechicero tenía que estar al corriente de los sucesos acaecidos más allá de su reino de la montaña, lo cual le resultaría mucho más sencillo si situaba su enclave en la parte más septentrional de la cordillera. Era lógico suponer que la mascota de Abazigal, que es lo que Abdel suponía que sería el joven dragón rojo que había raptado a Jaheira, asimismo habría construido su cubil en los ramales septentrionales de la cordillera.
No obstante, el mercenario era consciente de que tardaría semanas o meses escalar las docenas de picos y cimas que se hallaban a un sólo día de marcha de donde se encontraba. Era una empresa inútil. Por suerte tenía un plan. Estaba seguro de que Abazigal encomendaba a su joven lagarto volador tareas muy diversas: la de mensajero, bestia de carga, explorador y refuerzo militar. Todo lo que Abdel tenía que hacer era esperar a que la bestia apareciera de nuevo en el cumplimiento de una misión y espiarla cuando regresara a su cubil. Una vez que descubriera en qué pico se escondía, Abdel lo escalaría para vengarse.
Reconoció el terreno hasta dar con una pequeña cueva donde poder dormir y ocultarse, aunque manteniéndose listo para salir rápidamente cuando oyera el inconfundible aleteo de unas alas de dragón. Debería ser asimismo un lugar desde el que se vieran con claridad los numerosos picos que salpicaban el horizonte para así seguir el vuelo de su presa. Tras haber hallado el lugar que reunía todas aquellas condiciones, Abdel se metió dentro y esperó.
Anocheció, pero Abdel no dormía. Durante el viaje a pie incluso él tenía que detenerse cada día para descansar más o menos una hora, pero ahora, cuando únicamente debía vigilar, la forma física avatar de Bhaal no necesitaba dormir ni descansar. Abdel observaba y esperaba en actitud alerta e impaciente, pues sabía que a cada segundo que pasaba las ya escasas esperanzas de encontrar a Jaheira con vida disminuían.
Cerca de la medianoche oyó un sonido; alguien registraba la zona adyacente a la cueva. No se trataba de un dragón sino de un intruso mucho menor. Abdel se arrastró hasta la entrada de su improvisado refugio procurando no hacer ningún ruido. El fornido mercenario no quería de ningún modo delatar su presencia, pues no quería arriesgarse a un encuentro casual que pudiera alertar a Abazigal o al wyrm; solamente quería ver quién se estaba arrastrando por las rocas cercanas a su cueva.
A la luz de la luna llena distinguió una silueta oscura: la de un hombre gigantesco ataviado con una pesada armadura provista de feroces pinchos y de hojas letales forjadas sobre las piezas de metal. Al ver a su hermanastro, que lo había traicionado en Saradush, toda idea de mantenerse oculto abandonó su mente, siendo reemplazada por un odio tan primario que solamente fue capaz de gritar un nombre para expresar su furia.
—¡Sarevok!
El hombre de la armadura se volvió, listo para recibir el implacable asalto del mercenario. Tuvo que desviar la espada que trataba de hundirse en un punto vulnerable entre las impenetrables piezas de hierro. Abdel chocó contra Sarevok y ambos cayeron.
Rodaron por el suelo. Sarevok estrechó fuertemente entre sus brazos a Abdel, inmovilizándole las extremidades superiores para impedirle que atravesara con la espada la coraza de hierro que lo protegía.
Abdel se retorció para tratar de deshacerse del abrazo de Sarevok y usar su arma. Mientras forcejeaban notaba las hojas de su rival en las espinillas y los antebrazos, que se le clavaban una y otra vez en la carne. Las heridas se cerraban al instante, pero el continuo dolor lo enfureció aún más.
Sarevok aún poseía una fuerza sobrehumana, pero Abdel sabía que al derrotar a Yaga Shura había adquirido un poder que lo hacía físicamente superior a cualquier rival, incluido su hermanastro, que compartía la sangre de Bhaal. No obstante, no podía romper el abrazo de Sarevok. Éste se hallaba en una posición más estable y le asía la muñeca derecha con su mano izquierda con garra de hierro, haciéndole así casi imposible separar las manos.
Sin embargo, no se daba por vencido. Daba sacudidas y se revolvía, lanzando todo su peso ora a un lado ora al otro. A un hombre de menor tamaño lo habría zarandeado como a una muñeca de trapo, pero gracias a sus gigantescas dimensiones Sarevok resistía. Abdel sabía que al final su enemigo acabaría por cansarse, o lo agarraría con algo menos de fuerza, y entonces él se liberaría y podría hacer pedazos a su medio hermano.
También Sarevok lo sabía, por lo que lo mantenía sujeto con firmeza al tiempo que trataba de hacerlo entrar en razón. Pero Abdel había cerrado los oídos a las mentiras de su hermanastro. Sin pensar en el dolor ni en las heridas que él mismo iba a infligirse, estrelló su frente contra el visor de Sarevok. Fue un movimiento desesperado, una estratagema que le había dado muy buen resultado en muchas peleas de taberna cuando no podía usar las manos. Pero golpear con la cabeza un visor de hierro macizo no daba los mismos resultados.
Una y otra vez Abdel estrelló la cabeza contra el yelmo de hierro. La nariz se le rompió lanzando un chorro de sangre, se curó al instante e instantáneamente volvía a romperse de nuevo cuando Abdel volvió a golpear la armadura de Sarevok.
El sabor de su propia sangre no lograba aplacar su ira, pero Sarevok no cedía. Durante casi una hora los dos combatientes lucharon unidos en un férreo abrazo. Ambos guerreros llevaron sus cuerpos hasta los límites de su capacidad, ambos puestos a prueba por el único otro ser sobre la faz de Faerun que era digno rival. Finalmente entraron en juego los extraordinarios poderes regenerativos que tenía Abdel.
Los dedos de Sarevok que se aferraban a la muñeca de su rival perdieron fuerza y tampoco pudo seguir manteniendo su férreo abrazo. Abdel levantó los brazos, empujó a Sarevok y se puso de pie de un salto. Su rival, agotado y con los músculos entumecidos tras la prolongada lucha, se quedó tumbado inmóvil sobre el rocoso suelo. Si en vez de ser un espectro con forma física Sarevok hubiese sido humano, estaría jadeando, tratando de respirar. Pero tal vez el guerrero no era más que una armadura de hierro sin vida tirada en el suelo.
Lentamente Abdel alzó la espada con la intención de acabar con la existencia que él mismo había dado a su aborrecible hermanastro. Durante la larga y extenuante pelea para liberarse de las garras de Sarevok, la furia asesina había desaparecido. Ahora Abdel se movía con la circunspección de alguien que está a punto de acabar un trabajo largo y duro.
—No puedo vencerte, Abdel —admitió Sarevok con voz fría y monótona—. Ambos hemos visto cómo las heridas que mi armadura te causaba accidentalmente durante nuestra lucha no te afectaban. Estoy a tu merced, hermano.
Casi contra su voluntad Abdel había paralizado la mano al oír la voz de Sarevok. Al darse cuenta de que vacilaba, tensó los músculos, listo para descargar el golpe de gracia.
—Al menos dame la satisfacción de saber por qué me matas —pidió Sarevok con voz totalmente inexpresiva.
A su pesar, Abdel respondió.
—¿Cómo te atreves a preguntarme eso después de traicionarnos en Saradush?
El yelmo de hierro, abollado y manchado con la sangre procedente de la nariz tantas veces rota de Abdel, se meneó imperceptiblemente de un lado al otro.
—No soy ningún traidor, Abdel. Si no me crees, mátame y pon así fin a mi regreso al mundo mortal. Pero si deseas averiguar la verdad, aparta la espada.
Abdel alzó la espada por encima de la cabeza pero no golpeó. Los pensamientos se agolpaban en su mente y daban vueltas. El mercenario estaba demasiado cansado para enfrentarse a un nuevo dilema sobre en quién confiar. Incapaz de decidir si sus sospechas acerca de Sarevok estaban justificadas, no podía matarlo. Asqueado consigo mismo dejó que el arma se le deslizara de la mano y cayera ruidosamente al rocoso suelo.
Lentamente Sarevok se incorporó.
—¿Así pues me crees inocente de traición? —preguntó.
—Ya no sé en qué creer —replicó Abdel, poniéndose dificultosamente en pie. Entonces recogió la espada, dio la espalda a Sarevok y regresó al interior de la cueva. Un momento más tarde oyó el chirrido de metal contra metal que hizo Sarevok al levantarse y seguirlo.
—He venido para ayudarte —declaró el guerrero de la armadura, al tiempo que se sentaba junto a su hermanastro dentro de la pequeña cueva—. Cuando me devolviste la vida juré permanecer a tu lado, hermano, y no romperé mi juramento. Por eso te he seguido desde el campo de batalla de Saradush.
—¿De veras ha sido por eso? —inquirió Abdel con sarcasmo—. ¿O has venido a acabar el trabajo que el dragón de Abazigal dejó a medias?
Sarevok negó con la cabeza.
—¿Abazigal? No me suena el nombre.
Abdel suspiro, aún incapaz de decidir si Sarevok le decía la verdad.
—Es uno de los Cinco —explicó—. Si la información de Melissan es fidedigna, se trata de un semidragón. Su mascota asoló Saradush justo después de la emboscada que diezmó el ejército de Gromnir.
Sarevok ladeó el yelmo.
—Y naturalmente tú me culpas a mí de esa emboscada.
—¿A quién si no? —replicó Abdel, encogiéndose de hombros—. Tú conocías el plan de batalla y tuviste oportunidad de enviar un mensajero al ejército apostado al otro lado de la muralla. Además, desapareciste en la batalla. ¿Te extraña que creyera que tú eras el traidor?
—Esas pruebas podrían apuntar a otros. Gromnir también conocía nuestras tácticas. De hecho, fue ese general loco quien ideó la estrategia. Y también él desapareció en la batalla.
—No, Gromnir no preparó la trampa. Lo vi morir en el fragor del combate.
—¿De veras? ¿Lo viste de verdad o pensaste que lo habías visto morir?
—Yo estaba allí cuando murió —insistió Abdel—. Yo lo maté… quiero decir que vi cómo se mataba solo. Aplastado por su propio caballo.
—Tal vez solamente viste lo que Gromnir quería que vieras —le advirtió Sarevok—. Ese general calimshita era un hijo de Bhaal, Abdel. ¿Crees de verdad que bastaba con una caída del caballo para matarlo?
Abdel se quedó sin palabras. Lo que sugería Sarevok era improbable pero no imposible. Desde que descubriera su propia increíble ascendencia, Abdel había aprendido a aceptar lo improbable casi con normalidad, pero no estaba preparado aún para aceptar la teoría de Sarevok sin cuestionársela.
—Si Gromnir era un traidor al servicio de los Cinco, ¿por qué se ocultaba en Saradush con Melissan y todos los demás hijos de Bhaal?
—Imagina que eres un servidor de los Cinco, incluso su líder, del que sólo sabemos que se da en llamar el Ungido. Entonces te enteras de que los hijos de Bhaal que quieres exterminar han buscado refugio en Saradush. ¿Por qué no acudir a la ciudad con tu ejército?
Cuando Abdel asintió, Sarevok prosiguió.
—¿No crees que pensarías en una astuta treta para que te abrieran las puertas? ¿No buscarías el modo de infiltrarte entre sus filas?
Nuevamente Abdel asintió.
—Tal vez Gromnir se presentó en Saradush con la intención de destruirla. Tal vez sus soldados calimshitas no eran más que la vanguardia del grueso del ejército de Yaga Shura. Gromnir convenció a los habitantes de la ciudad para que le franquearan la entrada a la ciudad y luego se hizo con el poder. De ese modo, cuando las tropas de Yaga Shura llegaran, Gromnir controlaría ambos lados del sitio.
—Pero ¿qué sentido tenía pasar por todo el asedio? —protestó Abdel—. ¿Por qué no se dedicó a matar a los hijos de Bhaal al llegar al poder?
Sarevok se encogió de hombros, produciendo el ya familiar chirrido metálico.
—Quizá no esperaba que Melissan estuviera allí. Es una mujer muy poderosa, Abdel. Tal vez Gromnir se vio obligado a mantener la farsa por miedo a Melissan.
»O tal vez —prosiguió, tratando de imitar lo mejor que pudo un susurro con su monótona voz—, tal vez Gromnir sabía que irías. Tal vez el objetivo de toda esa farsa era atraerte a Saradush y manipularte para que te batieras con Yaga Shura. Por desgracia tú sobreviviste y Gromnir tuvo que escenificar su propia muerte para ocultar su traición.
—No, es demasiado rebuscado —declaró Abdel tras un momento de reflexión—. Es un complot demasiado enrevesado, demasiado intrincado.
—Así es como piensan la mayor parte de los hijos de Bhaal —le recordó Sarevok—. Llevamos la traición en nuestra sangre y haríamos cualquier cosa para alcanzar nuestros inconfesables objetivos.
—¿Incluso inventar una historia fantástica de engaños y mentiras para encubrir tu traición?
Sarevok no replicó a las veladas acusaciones de Abdel. Tras varios minutos de incómodo silencio, tomó de nuevo la palabra.
—¿Quieres que me marche, hermano?
—Sí. No puedo confiar en ti, Sarevok. No puedo confiar en nadie excepto en mí mismo. Si eres inocente de esos crímenes, no deseo derramar tu sangre. Por tanto te concederé el beneficio de la duda. Pero entiende bien una cosa, hermano, si volvemos a encontrarnos sabré que eres responsable de esa carnicería. Y te mataré.
Sarevok se puso en pie con una serie de ásperos chirridos de metal.
—Lo entiendo.
El guerrero de la armadura dio media vuelta y se marchó. Abdel fue oyendo el tintineo de la armadura de su hermanastro cada vez más débil, hasta que el último sonido fue el suave susurro del viento.
Entonces murmuró una breve plegaria aunque sabía que ningún dios vivo oiría sus súplicas. Rezó para haber tomado la decisión correcta al salvar la vida a Sarevok, y rezó para que Jaheira siguiera con vida, estuviera donde estuviera.