Incluso mucho después de que el ritual acabara, las llamas del pozo situado en el centro del templo abandonado ardían con intensidad, alimentadas por la esencia de los innumerables hijos de Bhaal que habían sido asesinados en el saqueo de Saradush. La luz anaranjada del fuego se reflejaba con fuerza en los muros, dotando de un espantoso resplandor la sonriente calavera, símbolo de Bhaal, pintada en la pared, y bañando todo el recinto con una fantasmagórica luz.
Las tres figuras embozadas se apiñaban en la esquina más alejada del templo. En un acto reflejo fruto de años de actuar en la sombra y el secreto, aborrecían la idea de que les tocara la luz del fuego ceremonial de Bhaal.
—Las llamas nunca habían ardido con tanta fuerza —susurró la menor de las tres figuras, mientras se apartaba de su tez azabache un mechón de pelo blanco plateado. De los tres, a la drow era a quien más molestaba la luz. Con sus treinta años era poco más que una niña según los criterios elfos y había pasado la mayor parte de su vida en la profunda oscuridad de la Antípoda Oscura, donde la única luz era el mórbido resplandor que despedían los pálidos líquenes. Aunque había sido reclutada por el Ungido varios años atrás, la luz brillante todavía le molestaba dolorosamente.
—Las llamas son intensas porque nuestro triunfo está próximo —replicó la segunda figura. Los tatuajes que le cubrían el rostro y las manos parecían palpitar y brillar en respuesta al macabro resplandor de la ardiente esencia de Bhaal.
La tercera figura, la mayor de todas las que había allí, agitó su larga lengua bífida para notar el sabor de la fragancia de la gloria de Bhaal que despedía el sacrificio y que flotaba en el aire como si fuera humo. A la violenta luz sus pupilas eran meras rendijas negras en el amarillo de sus ojos de reptil.
—Pero el hijo adoptivo de Gorion ssse nosss ha essscapado.
La drow se mofó del temor que se reflejaba en la voz de su compañero.
—Vamos, vamos, Abazigal. No me dirás que tienes miedo de ese estúpido bruto.
—¿Cómo osssasss revelar mi identidad? —replicó el semidragón enfurecido.
El hombre tatuado puso fin a la inminente discusión con un simple ademán.
—No seas ingenuo, Abazigal. El enemigo ya conoce tu identidad. El Ungido me ha informado de que en estos mismos instantes el hijo adoptivo de Gorion está siguiendo a tu mascota hacia tu base en las montañas.
—Tal vez debería acompañarte a tu casa, Abazigal —sugirió la elfa oscura en un siniestro susurro—. Si tanto miedo tienes, yo me ocuparé de ese Abdel.
—¡No! —protestó Abazigal al instante—. Me ocuparé de él yo sssolo. No permitiré que contaminesss mi sssagrada caverna con tu impía presssencia.
La drow acogió con una carcajada aquella muestra de justificada indignación de Abazigal.
—¿Acaso nos ocultas algo, Abazigal? ¿Crees que ignoramos la existencia del ejército de dragones que se está reuniendo no lejos de los pies de la montaña en la que tienes tu cubil?
La elfa meneó la cabeza en gesto de simpatía fingida.
—Pobrecito mestizo —suspiró—. Te estás engañando si crees que auténticos dragones van a volar bajo tu estandarte. ¡Jamás se rebajarán hasta el punto de seguir a un wyrm bastardo como tú!
Abazigal trazó un arco con una garra con la intención de seccionarle la tráquea, pero solamente halló aire. La elfa oscura se agachó para esquivar el ataque, se deslizó alrededor de su corpulento rival y lo amenazó poniéndole un cuchillo al cuello.
—Tal vez Yaga Shura no será el único miembro de los Cinco que muera esta noche —susurró a su oído.
—Ya basta —ordenó el hombre tatuado con voz firme.
La drow envainó el cuchillo y se apartó de Abazigal, a quien acababa de dar una buena lección. El semidragón dio la espalda a sus dos compañeros y se encaminó lentamente hacia la salida.
—Debo irme. Tengo asssuntosss másss importantesss que atender. —Incómodo tras la exhibición de la elfa, la voz de Abazigal sonó huraña, malhumorada.
—Sí, date prisa, mestizo —se mofó la elfa—. ¡No hagas esperar a los auténticos dragones!
Bajo la capa el cuerpo de Abazigal se puso tenso.
—Abdel es cosa tuya —le prometió el hombre tatuado, ante lo cual Abazigal se relajó—. Pero no se te ocurra subestimarlo; Illasera y Yaga Shura pagaron con la vida su arrogancia.
—Ellos eran débilesss y estúpidosss. Yo no lo soy —replicó el semidragón sin darse la vuelta.
Sin decir ni media palabra más, el humillado Abazigal atravesó la puerta más próxima y salió. La noche era fría. Abazigal se puso en cuclillas para luego lanzarse hacia arriba de un salto. Al hacerlo empezó a metamorfosearse, mudando su forma bípeda por una enorme mole de carne cubierta de escamas. De la espalda le brotaron dos grandes alas, los brazos se convirtieron en dos pequeñas zarpas, apenas vestigios de lo que habían sido, y sus piernas se transformaron en dos enormes ancas garrudas. Acompañado por el sonido de huesos al romperse su rostro se convirtió en la dentuda faz de un dragón sostenida por un largo cuello.
Toda esta transformación se produjo en menos de un segundo. Abazigal batió sus enormes alas, agitó la cola que le había nacido en los cuartos traseros y se elevó hacia el negro cielo.
Los otros dos miembros de los Cinco contemplaron sin asombrarse la silueta de su enorme y nuevo cuerpo, que se iba haciendo cada vez más pequeña contra la luna llena. Esperaron a que se hubiera convertido en una pequeña mota en el firmamento para retomar la palabra.
—Abazigal está más interesado en ganarse el favor del consejo de dragones que cumplir con los deberes que comporta ser uno de los Cinco —declaró la drow—. Cree que cuando esté al mando de un ejército de wyrms ya no nos necesitará para nada.
—Los dragones no lo seguirán —le aseguró su compañero—. Además, Abazigal no tiene la fuerza ni el coraje suficientes para desobedecer al Ungido.
»No obstante, no está centrado en lo que debería. No se da cuenta de la amenaza que representa el hijo adoptivo de Gorion.
—Si Abazigal fallara, tú y yo recogeríamos todos los beneficios cuando nuestro padre regresara —susurró la elfa oscura.
En vista de que su compañero guardaba silencio, continuó diciendo:
—Y si el Ungido pereciera asimismo bajo la espada de Abdel, sólo seríamos dos para repartirnos los favores de Bhaal.
—Tal vez ya estás tramando el modo de deshacerte también de mí —replicó el hombre tatuado sin ninguna emoción—. Pero te sugiero que nos concentremos en destruir a Abdel Adrian antes de volvernos el uno contra el otro.
La drow sonrió.
—Por supuesto, hermano. Hablas sabiamente, como de costumbre. ¿Estás del todo seguro que por tus venas no corre también la sangre de los de mi raza junto con la de nuestro inmortal padre?
—Mientras Abazigal está ocupado con el hijo adoptivo de Gorion —dijo el hombre tatuado, haciendo caso omiso del cumplido—, tú y yo deberíamos hacer lo propio con otra hija de Bhaal.
—¿Imoen? No merece la pena el esfuerzo —resopló desdeñosamente la drow.
—Es amiga de Abdel y todavía conserva una parte de la esencia de Bhaal, por insignificante que sea. Si Abazigal fracasa, la muerte de la muchacha sumirá a Abdel en el dolor, y nos resultará más sencillo matarlo.
Inconscientemente la fina mano de la drow acarició la empuñadura de su daga grabada con runas.
—En ese caso debemos asegurarnos de que muera.
El hombre de los tatuajes rebulló inquieto.
—Melissan la está conduciendo a Amkethran.
La drow dejó escapar una malévola carcajada.
—¿Melissan, el paladín de los descendientes de Bhaal, cree que Balthazar y sus monjes podrán proteger a la muchacha? ¡Qué ironía tan deliciosa!
—Yo preferiría no descubrirme actuando contra ella —replicó su compañero—. Aún no me ha llegado el momento de salir de las sombras.
—¡Deja que sea yo quien la mate! —insistió la drow, encantada con la idea—. Ya sabes que para mí los muros de un monasterio no son ningún obstáculo; seré invisible como una sombra. Ni siquiera Melissan sabrá que estoy allí hasta que se encuentre con el cadáver de esa hija de Bhaal.
El hombre vaciló un instante antes de consentir con una inclinación de cabeza. La drow rió otra vez, salió sigilosamente del templo y, pese a contar con el manto protector de la noche, se mantuvo embozada hasta haberse alejado del resplandor que emitía el fuego del sacrificio. Tanto su piel como su ropa oscura se confundieron con la penumbra.
Pese a toda una vida aprendiendo a controlar sus emociones, el hombre tatuado no pudo evitar sentir una débil llama de esperanza mientras observaba a la asesina drow desaparecer en la noche. No tenía duda de que Sendai tendría éxito en su misión. Aunque los monjes del monasterio de Amkethran eran poderosos, no podrían impedir que un elfo oscuro asesinara a la muchacha del alcázar de la Candela. Tal vez, con un poco de suerte, Sendai podría acabar asimismo con Melissan.
Solo en la casa de su padre el hombre tatuado observó las llamas que ardían en el centro del templo. Bajo el crepitar de la llameante furia de Bhaal percibía los angustiados gritos de todos los descendientes de Bhaal inmolados. Su tormento atraía su contaminada alma, despertando la sacrílega ansia de su padre. Tuvo que resistirse para no dejarse llevar por aquel glorioso sufrimiento.
La noche no había acabado como había previsto. Había esperado poder alimentar el fuego expiatorio con las almas de la drow y el semidragón. Pero mientras Abdel Adrian siguiera con vida no podía traicionar a sus aliados, aún no. Tal como acababa de explicarle a la elfa oscura, mientras su enemigo común continuara vivo, los miembros de los Cinco debían resistir su impulso natural de lanzarse unos contra otros.
Si algo había aprendido con tantos años de estudio y entrenamiento era a tener paciencia. Esperaría que llegara el momento adecuado y, al fin, todos morirían: Abdel, Imoen, Abazigal, Sendai, Melissan… Todos los hijos de Bhaal, todos los Cinco e incluso el propio Ungido. Y si se mataban entre sí mucho mejor, pues al fin solamente quedaría él.