Abdel tomó aire lentamente, estremeciéndose, mientras recuperaba la conciencia. Pese a estar demasiado débil para abrir los ojos, sintió que no se hallaba al aire libre. Alguien lo había llevado allí desde el lugar en el que se desplomara, en la calle. Por el débil olor a humo y ceniza que aún sentía en la boca, supuso que seguía entre las llamas de la ciudad de Saradush.
Volvió a inspirar hondo. Una neblina fresca y húmeda se extendió por su pecho, aliviándole la garganta chamuscada así como los pulmones. Había recuperado el sentido del oído, que perdió cuando el dragón lanzó su grito de batalla, lo que le permitió detectar la monótona salmodia de un canto religioso que resonaba desde muy arriba.
Luchando contra el cansancio que sentía, abrió los ojos y se encontró tumbado, desnudo, sobre la fría piedra mirando hacia un alto techo en forma de arco. Las paredes y el techo estaban decorados con complicadas imágenes pintadas de hombres y mujeres que sufrían enfermedades, heridas y torturas, aunque sus rostros no expresaban padecimiento sino alivio. En cada escena aparecía un hombre vestido con hábito y capucha, y rostro lloroso. Abdel reconoció en él a Ilmater, el Dios de las Lágrimas.
Entonces se dio cuenta de que no sentía dolor, aunque estuviera tumbado sobre la espalda, que había sufrido horribles quemaduras. Ignorante sobre si sus poderes de curación finalmente habían funcionado o si había otra explicación, se obligó a incorporarse. El esfuerzo le nubló la visión, dejándolo momentáneamente ciego.
—¡Gracias a Ilmater que estás vivo! —exclamó la voz de Melissan a través del rutilante tapiz.
Abdel oyó un correteo de pies y un segundo más tarde sintió el familiar abrazo de Imoen, que rodeó con sus delgados brazos el recio cuello del mercenario.
—Abdel —lloró, apretándose contra su espalda que obviamente había sanado por completo—. Abdel, creí que te había perdido.
Mientras estrechaba con sus hercúleos brazos a su hermanastra, la visión se le fue aclarando. Abdel se vio rodeado no solamente por Imoen y Melissan sino también por varias figuras ataviadas con hábito que estudiaban anhelantes todos sus movimientos. Sin duda habían sido aquellos sacerdotes de Ilmater quienes le habían salvado. Pero no había tiempo que perder en agradecimientos.
—¿Y Jaheira? —preguntó con voz vacilante, mirando directamente a Melissan. La espigada mujer se dio media vuelta.
Imoen lo soltó y se alejó de Abdel. Su rostro mostraba una expresión de profundo pesar.
—El dragón se la ha llevado —dijo suavemente.
También suavemente Abdel apartó de sí a Imoen y lentamente se puso en pie. Lo que los sacerdotes vieron en los ojos del mercenario los impulsó a retroceder varios pasos. Abdel les sacaba varias cabezas e iba solamente vestido con los restos chamuscados de su ropa. Melissan no se movió.
—Lo siento de veras, Abdel —dijo.
Abdel se lanzó sobre ella y logró atenazarle la garganta antes de que nadie pudiese reaccionar. Apretando cada vez más fuerte con ambas manos, la fue levantando. Melissan daba débiles puntapiés en el aire. Los sacerdotes de Ilmater lanzaron ahogadas exclamaciones de horror, pero no hicieron ademán de acudir en ayuda de la mujer.
—¡Abdel! —chilló Imoen, al tiempo que le saltaba sobre la espalda y trataba inútilmente de soltarle las manos de la garganta de Melissan—. ¡Abdel, no ha sido culpa suya! No pudimos hacer nada.
Melissan asió débilmente los poderosos brazos de Abdel. Los ojos se le salían de las órbitas, pues se estaba asfixiando.
—¡Es una traidora! —bramó Abdel—. ¡Nos mintió acerca de los Cinco! ¡Quiere matarnos a todos!
—¡No! —replicó Imoen, golpeando la espalda de su invencible hermanastro con sus pequeños puños—. ¡Melissan ahuyentó al dragón! Ella fue quien te encontró y te trajo a este templo. Si quisiera matarnos, ¿por qué salvarte?
Abdel aflojó la presión, no tan convencido ya de la traición de Melissan. Entonces fue bajando a la mujer hasta que sus pies tocaron el suelo y la soltó dándole un desdeñoso empujón que la lanzó hacia los sacerdotes de Ilmater, los cuales la cogieron antes de que cayera.
Imoen se dejó caer de la espalda de Abdel y corrió a comprobar si Melissan estaba bien. Una vez segura de que su nueva amiga sobreviviría, la muchacha miró a Abdel con gesto de severa desaprobación.
—¿En qué estabas pensando, Abdel? ¿Es que te has vuelto loco?
En vez de responder, el mercenario lanzó una maldición y escupió sobre el suelo sagrado del templo. Entonces les dio la espalda para marcharse.
Con ayuda de Imoen Melissan se puso en pie. Con sus largos y delicados dedos se masajeó el cuello, justo debajo del cuello alto y oscuro que le llegaba hasta el mentón. El salvaje e injustificado ataque de Abdel le había magullado la garganta, pero cuando habló no demostró la misma ira que había mostrado Imoen.
—Tu hermano ha perdido a alguien querido —dijo en voz baja y ronca—. Tiene derecho a estar algo trastornado.
—Pero no tanto —protestó Imoen, pasando un brazo alrededor de los hombros de la mujer con gesto protector, mientras lanzaba miradas que se clavaban como dagas en la espalda de Abdel—. Después de todo lo que has hecho por nosotros no tiene ningún derecho a tratarte de esa forma.
El hombretón giró sobre sus talones para mirar a la cara a ambas mujeres. Silenciosamente el círculo de sacerdotes tocados con capuchas se retiró para dejar que el trío de intrusos solucionaran su disputa.
—Nos engañó, Imoen —afirmó el mercenario—. Nos llevó de cabeza a una trampa.
Imoen empezó a protestar, pero Melissan levantó una mano para imponerle silencio.
—No voy a negar que el ejército de Gromnir cayó en una emboscada —dijo suavemente la espigada mujer. Su voz había recuperado ya su tono normal—. Pero te aseguro que yo no tuve nada que ver con ninguna traición.
—¿Quién, entonces? —quiso saber Abdel.
Melissan negó con la cabeza.
—Por desgracia, no lo sé. Había muchos hijos de Bhaal reunidos en Saradush en busca de protección frente al ejército de Yaga Shura. Tal vez uno de ellos hizo un trato para salvar su vida entregando a cambio a todos los de su misma estirpe.
Pese a todos sus esfuerzos Abdel sintió que su cólera se disipaba. Había acusado a Melissan basándose en suposiciones propias, que a su vez se basaban en las del demente general Gromnir cuando agonizaba. Pero los hechos no confirmaban que Melissan fuese la responsable de la emboscada. De hecho, Melissan le había salvado la vida, al menos eso decía Imoen.
Al mirar a los ojos de su medio hermana se dio cuenta de que Imoen adoraba a aquella poderosa y hermosa mujer. Era la suya una mirada que Abdel había visto en ella antes, pero en el pasado siempre había estado dirigida hacia él mismo.
Melissan había salvado a Imoen y, al parecer, había suplantado a Abdel en el papel de héroe de la muchacha.
Por su parte, Abdel no estaba tan impresionado.
—No has sido del todo sincera conmigo —dijo, recordando las palabras de despedida del misterioso ser en el plano abisal—. Sabes más de los Cinco de lo que me has dicho.
Antes de que Imoen pudiera intervenir en defensa de su ídolo, Melissan admitió:
—Es cierto, Abdel. No he sido del todo sincera contigo. Pero debes comprender que no podía confiar en ti hasta que hubieses demostrado ser digno de ello derrotando a Yaga Shura.
—No obstante, tú me pediste que confiara en ti.
Melissan suspiró.
—Abdel, mi trabajo es muy complicado. Pretendo salvar a los vástagos de un dios malvado y traicionero de sus hermanos que intentan matarlos. Debo estar siempre en guardia ante una posible traición de mis aliados. Ya sabes que muchos de los de tu sangre no son de fiar.
Abdel asintió de mala gana. No podía negar la veracidad de aquellas palabras, del mismo modo que tampoco podía negar su contaminado legado.
—Hace años abordé a Sarevok y se lo dije todo. Le hablé de los Cinco y de su objetivo. Pero Sarevok usó esa información en su propio beneficio y, en sus aberrantes esfuerzos por ser él quien resucitara a tu oscuro padre, estuvo a punto de iniciar una guerra. De ese y otros errores he aprendido a guardar con celo mis secretos, Abdel Adrian.
—Y mira qué pasó con Gromnir —intervino Imoen—. Los habitantes de Saradush le ofrecieron refugio y él se apoderó de la ciudad. No es de extrañar que Melissan no nos lo contara todo. No puedes culparla.
—¿Dónde está Sarevok? —preguntó Abdel, que de pronto había reparado en la ausencia de su hermanastro.
—Cuando atacamos cabalgaba a mi lado —respondió Melissan, encogiéndose de hombros—, pero lo perdí de vista en la confusión de la batalla. No ha regresado. Tal vez es uno de los miles de muertos que han quedado tendidos en el campo de batalla. Tal vez murió a manos del ejército que asoló Saradush y que huyó cuando el dragón se alejó volando.
—Dudo que esos soldados fuesen capaces de acabar con mi medio hermano —masculló Abdel.
—Tal vez él fue el traidor —sugirió Imoen—. No sería la primera vez que trata de destruir una ciudad.
—Es posible —admitió Melissan, aunque no parecía muy convencida—. Sarevok conocía nuestro plan de batalla y es posible que se las arreglara para preparar la emboscada. Cuando yo lo conocí era muy capaz de cometer tal acto de traición.
»Pero cuando volví a verlo me dio una impresión muy distinta. Sarevok ha cambiado. ¿Aún lo crees tan malvado como antes?
—Yo… no lo sé —admitió Imoen—. Supongo que no. Pero yo no lo conocía de antes. ¿Qué crees tú, Abdel? —preguntó a su hermano—. ¿Piensas que Sarevok nos ha traicionado?
Abdel pensó largo rato la respuesta. Sarevok había asesinado a Gorion y a Khalid, había estado en un tris de matar a Jaheira, y todo ello lo había hecho sin ningún remordimiento. Pero eso había ocurrido mucho tiempo atrás. Al igual que Melissan, también él sentía que el Sarevok que los había acompañado a Saradush era una persona totalmente distinta.
—Ahora eso no importa —respondió al fin con voz cansada—. Si Sarevok es el traidor, supongo que se retiró con el resto del ejército. Dudo que nos lo volvamos a encontrar. Tenemos que concentrarnos en nuestra misión. Melissan, cuéntame todo lo que sabes sobre los Cinco.
En vista de que la mujer vacilaba, Abdel insistió:
—Arriesgué mi vida luchando contra Yaga Shura. Supongo que te das perfecta cuenta de que no abrigo ningún deseo de devolver la vida a Bhaal. Si quieres que te ayude, debes contármelo todo.
Melissan ladeó la cabeza mientras reflexionaba acerca de las palabras de Abdel; sopesaba los riesgos de revelar demasiado y la recompensa de contar con la ayuda de Abdel.
—Por favor, Melissan —suplicó Imoen—. Conozco a Abdel desde que éramos niños. Es un buen hombre. Puedes confiar en que hará lo correcto.
Melissan dirigió a la muchacha una cálida sonrisa.
—Muy bien, muchacha. Os diré lo que sé sobre los Cinco y sabréis por qué no me sorprendí de ver cómo el dragón se unía a la batalla contra nosotros.
—Por favor, Abdel, ven con nosotras —imploró Imoen—. Melissan nos conducirá al monasterio de Amkethran. Ha prometido que Balthazar, el prior, nos esconderá. Los monjes nos protegerán de los Cinco mientras descansamos y nos reagrupamos.
Pero su hermano negó con la cabeza.
—Ve tú. Yo me reuniré con vosotras cuando haya encontrado a Jaheira.
Imoen fue incapaz de decirle la terrible verdad que ambos conocían. Pero a Melissan no le asustaba hablar.
—Jaheira está muerta, Abdel Adrian. No puedes salvarla.
Abdel se colgó a la espalda la pesada espada que había tomado del arsenal de Saradush.
—Si no puedo salvarla, al menos vengaré su muerte.
—¿Pretendes matar tú solo a un dragón? ¿O tal vez a varios? —preguntó Melissan.
—Si es necesario, sí.
—¿Y qué me dices de Abazigal? —inquirió Imoen. La muchacha se refería al maestro de Illasera y Yaga Shura, también hijo de Bhaal, del que Melissan les había hablado—. ¿Y si te está esperando y usa a Jaheira como cebo para atraerte a su cubil?
—Ya he matado a dos de los Cinco. No veo por qué ese tercero tiene que ser distinto. De hecho, debería ser más sencillo. Si Melissan está en lo cierto, ese hechicero no es inmune a las armas convencionales como lo era Yaga Shura.
—Por lo que he podido averiguar, parece que tú y Yaga Shura sois los únicos hijos de Bhaal con extraordinarios poderes de regeneración. Pero el hecho de que físicamente sea posible atravesar a Abazigal con una espada normal y corriente no significa que vaya a darte la oportunidad de hacerlo.
»Tu confianza es admirable, pero también estúpida —le advirtió Melissan—. ¿Es que no has oído lo que os he contado? Abazigal es tanto un maestro de dragones como de brujería. A diferencia de Yaga Shura y de Illasera no es un mero guerrero al que puedas hacer pedazos con la espada.
—Admito que matar hechiceros no es tarea sencilla —replicó Abdel, mientras se calzaba un par de resistentes botas que al menos le iban dos números pequeñas. El dragón le había quemado toda su ropa, pero Melissan había logrado encontrar una camisa y unos pantalones con los que cubrir, aunque apenas, su enorme corpachón—. Pero Abazigal no será el primer mago cuyos planes hago fracasar.
Entonces se puso en pie y abrazó a Imoen. Por encima del hombro de la muchacha podía ver las calles de Saradush. Los supervivientes ya habían empezado las tareas de reconstrucción de su ciudad, retirando los escombros y los cuerpos que atestaban las calles.
—Imoen, tú quédate con Melissan. No hagas nada estúpido como tratar de seguirme, pues solamente serías un estorbo. Me reuniré contigo más adelante. Te lo prometo.
—Abazigal es mucho más poderoso que el hechicero al que derrotaste en el Árbol de la Vida —le advirtió Melissan. Pero el mercenario se dirigía ya hacia la puerta—. Irenicus ambicionaba la inmortalidad, pero por sus venas no corría la sangre de un dios. No olvides que Abazigal es uno de los Cinco y el hijo de un dios.
Abdel se echó sobre el hombro derecho un bulto con provisiones.
—Y yo también —fue su respuesta.
Empujado por las prisas y sostenido por su sangre inmortal, el primer día Abdel ni siquiera se detuvo para descansar. No obstante, no podía viajar a la misma velocidad que un dragón. No podía dejar de pensar en todo el tiempo que había perdido, pero tampoco podía avanzar más deprisa. De hecho, el cansancio no tardó en aparecer y tuvo que aflojar el ritmo. Aunque las paradas fuesen pocas y muy espaciadas, incluso el hijo de un dios necesitaba descansar.
No era nada complicado seguir a un dragón. Por allí donde pasara el leviatán dejaba una indeleble impronta tanto en el paisaje como en las mentes de las personas que habían tenido la fortuna de contemplar el espectáculo y sobrevivir. El dragón volaba hacia el sur casi en línea recta.
En un principio Abdel sospechó que se dirigía hacia el denso bosque de Mir, que, según se decía, era tan frondoso que la luz del sol nunca lograba atravesar las copas de los árboles. Y en muchos lugares los troncos estaban tan próximos, que ningún hombre ni animal podía pasar, o al menos eso es lo que Abdel había oído contar. De hecho, todo lo que sabía del bosque de Mir eran rumores y leyendas. Pocos lo habían visto, pues casi nadie que entraba en aquel oscuro bosque volvía a salir.
Abdel rezaba para que el dragón no decidiera ocultarse en algún recóndito paraje de ese bosque maldito. No es que el mercenario temiera a los monstruos que podían acechar desde los árboles, pero le preocupaba que los cuentos acerca de vastas extensiones de densas espesuras casi impenetrables fuesen ciertos. Si tenía que abrirse paso a golpes de espada entre ramas, raíces y matorrales en pos del dragón, perdería incluso la débil esperanza que le quedaba de llegar a tiempo de salvar a Jaheira.
A mediados del tercer día Abdel se dio cuenta de que el leviatán no se dirigía al bosque de Mir. La linde del bosque se hallaba a medio día de marcha en dirección oeste, pero el dragón seguía rumbo sur. Abdel recuperó de la memoria lo poco que recordaba de los mapas que había tenido que estudiar en sus lecciones en el alcázar de la Candela para adivinar adónde podría dirigirse la bestia. Probablemente volaba hacia las montañas Alimir, una pequeña cadena que se alzaba en la costa del mar Brillante, a diez días de viaje de Saradush hacia el sur.
Allí debía de hallarse el cubil de la bestia. Allí era donde tendría que enfrentarse al hechicero Abazigal y donde, esperaba, encontraría a Jaheira.
Una parte de sí sabía que su amada había muerto, pero se negaba a aceptarlo. Contra toda lógica y razón seguía albergando una brizna de esperanza de que de algún modo lograría encontrarla con vida. Y, si no, esa parte de sí que se negaba a escuchar juró que su venganza sería terrible.
Mientras seguía su implacable marcha, su mente era una revuelta vorágine de improbable esperanza, desesperación y violentas imágenes de represalias. Lo único que existía era su meta, por lo que no se dio cuenta de que alguien lo seguía.
A medio día de marcha por detrás del decidido mercenario una inmensa figura cubierta por una oscura armadura lo seguía. Sarevok había dado con el rastro de Abdel en la llanura, fuera de las ruinas de Saradush, y desde entonces lo seguía.
Su hermanastro avanzaba a tal velocidad, que le había sido imposible alcanzarlo, pero poseía la suficiente sangre divina y capacidad física para no perderlo. Sarevok sabía que Abdel pretendía vengar la muerte de la druida, y también sabía que se dirigía a un nuevo enfrentamiento con uno de los Cinco muy capaz de poner fin a su existencia. Y Sarevok estaba decidido a estar allí cuando ese enfrentamiento se produjera.