La enorme extensión vacía del Abismo se desvaneció y fue reemplazada por las inconfundibles imágenes y los sonidos de la batalla. Soldados con armadura trataban de hacerse pedazos los unos a los otros. Una auténtica lluvia indiscriminada de flechas y piedras surcaba el aire. Soldados de a pie usaban lanzas o alabardas para desmontar a sus enemigos a caballo y algunos eran pisoteados por los agitados cascos de los corceles del ejército rival. Los caballos se encabritaban y relinchaban, y sus flancos aparecían cubiertos de sudor y sangre.
El suelo se veía sembrado de cadáveres y moribundos, soldados aplastados, muertos por una estocada o destripados. El entrechocar del acero, los aterrorizados chillidos de caballos y hombres así como los gemidos de los soldados heridos y mutilados que se retorcían sobre la hierba se confundían en un único rugido sordo: el son de la batalla.
Abdel se vio rodeado por todos lados por la carnicería. Se había vuelto a materializar exactamente en el mismo lugar en el que había caído cuando Yaga Shura exhaló su último aliento. El cadáver del gigante se encontraba a pocos metros de distancia, ahora convertido en un montón de pastosa carne pisoteada por las botas y los cascos de los ejércitos en liza. El corpulento mercenario no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado ausente pero, a juzgar por el estado del cuerpo de Yaga Shura, era el suficiente para que la marea de la batalla hubiera pasado por allí varias veces.
Desde su posición estratégica en medio del caos a Abdel le era imposible evaluar el curso de la guerra. No tenía ni idea de quién estaba ganando, ni le incumbía. De todos modos, eso poco importaba. El dragón que había vislumbrado justo antes de desvanecerse en el Abismo iba a destruir Saradush, a ambos ejércitos y también a Jaheira e Imoen, si él no las salvaba.
Tenía que dar con ellas.
Después de echar un vistazo a lo que quedaba del hacha de Yaga Shura, buscó otra arma. No necesitaba un arma encantada para abrirse paso entre el muro de soldados mortales que se interponían entre él y las dos mujeres a las que amaba. Además, Abdel era un espadachín y no un leñador. Por suerte, a aquellas alturas de la batalla no faltaban espadas tiradas por el suelo.
El mercenario arrebató un pesado sable de la mano de uno de los caídos, sin hacer caso de las débiles protestas de aquel estúpido, que aún no se había dado cuenta de que estaba muerto.
Luego fue dando sablazos sin pensar, abatiendo salvajemente a cualquiera que se le pusiera a tiro en un loco intento por hacer menos densa la multitud que lo rodeaba. Los contraataques dirigidos contra su cuerpo desprotegido no lo inquietaban; su mente bloqueaba el dolor al tiempo que su espíritu inmortal absorbía los innumerables golpes y sanaba sus heridas. Una pequeñísima parte de su mente que no estaba obsesionada con quitar de en medio por las malas a los desventurados soldados que le impedían llegar junto a sus compañeras reparó en que sus poderes de regeneración eran más fuertes que antes. De hecho, muchas de las heridas se le cerraban tan rápidamente que ni siquiera llegaban a sangrar.
No obstante, al poco tiempo ya estaba cubierto de los pies a la cabeza con un pegajoso fluido carmesí. La cálida sangre de sus enemigos le empapó el pelo y las ropas. Notaba su empalagoso olor en la nariz, y en la lengua sentía un sabor dulzón. De vez en cuando se pasaba el dorso de la mano, también cubierto de sangre, por los ojos para aclarar aquel velo carmesí que le empañaba la vista, pero era inútil.
Pese a que se batía con ferocidad, la esencia de Bhaal que llevaba dentro de sí se mantuvo calmada. El mercenario no gozaba con aquella masacre de amigos o enemigos por igual; no hallaba placer en aquellas muertes. Era una matanza ejecutada fríamente que servía a un único propósito: encontrar a Jaheira e Imoen antes de que el dragón se decidiera a atacar.
Nunca le pasó por la cabeza que fuese misión imposible. Hizo caso omiso de los hechos —miles de combatientes luchando en una enorme extensión de terreno— y se convenció de que se toparía por casualidad con su amada y su hermana.
En medio de la confusión de cuerpos de vez en cuando vislumbraba lejanas visiones de la muerte y la destrucción que llovían sobre Saradush. De un simple coletazo el dragón derribaba los capiteles de una mansión noble, y bastaba con una mortal ráfaga de fuego lanzada desde el cielo para incinerar manzanas enteras. El gigantesco reptil descendió batiendo sus correosas alas para devorar a una docena de desafortunadas víctimas que huían por las calles. Las fugaces visiones del gran wyrm devastando Saradush solamente espoleaban a Abdel en su desesperada busca.
Entonces oyó a alguien que gritaba su nombre con una furia primaria, animal, que resonó por encima incluso del estrépito de la batalla.
—¡Abdel!
El mercenario se volvió hacia la fuente de aquel grito desesperado, demente, y vio una solitaria figura desmelenada montada en un caballo que se le echaba encima. Era un hombre con más apariencia animal que humana, encorvado sobre la silla de su montura de ojos desorbitados, y melena enmarañada y grasienta que ondeaba a su espalda mientras cabalgaba. Con un velludo brazo blandía una pesada lanza por encima de la cabeza.
A pesar de todos sus esfuerzos Abdel no había sido capaz de dar con Jaheira ni con Imoen pero, de algún modo, Gromnir, el general loco que lideraba las fuerzas de Calimshan, había logrado encontrarlo.
—¡Abdel! —vociferó Gromnir—. ¡Volvemos a encontrarnos! ¡Qué divertido! Ja, ja.
Aunque tenía ya casi el caballo encima, Abdel se mantuvo inmóvil y esperó hasta el último segundo para avanzar, agacharse para eludir la lanza que Gromnir pretendía clavarle y pasar un musculoso brazo alrededor del recio cuello del corcel. Aunque puso toda su fortaleza en juego no pudo evitar que el impacto de la bestia a la carga lo lanzara por el aire. El ruido que hizo un hombro al dislocarse se ahogó en el atronador crujido de docenas de huesos del cuello del animal al romperse como leña seca.
Cuando Abdel se puso de nuevo en pie, el hombro se le había puesto de nuevo en su sitio sin dejarle secuelas. Gromnir no fue tan afortunado. Por muy hijo de Bhaal que fuera, al igual que Imoen y tantos otros no poseía los mismos poderes sobrehumanos de regeneración que Abdel o Yaga Shura.
El general salió a duras penas de debajo del convulso cuerpo de su caballo arrastrándose con las manos. Abdel vio que se había roto la pelvis en la caída. Una oscura mancha ya empezaba a empapar el cinturón y a extenderse por los pantalones de cota de malla que cubrían el cuerpo del general de cintura para abajo.
—Abdel —graznó un Gromnir lisiado y contrahecho—. Abdel ha traicionado a Gromnir. ¡Ja, ja! Gromnir cayó en la trampa de Abdel.
Abdel podría haber dado la espalda al imposibilitado general y continuar con su búsqueda, pero algo dentro de sí no podía dejar pasar las alegaciones sin fundamento que le había lanzado el general calimshita.
—No soy ningún traidor, Gromnir —declaró el mercenario con voz serena.
—¡Ja! Qué divertido, Abdel. ¡Gromnir se muere y tú bromeas! ¡Ja, ja!
—Estás loco —sentenció Abdel, sacudiendo la cabeza.
—¿Loco? ¡Gromnir y sus hombres se metieron de cabeza en una emboscada! ¡Ja! Miles de hombres a caballo esperaban escondidos tras las colinas; eran refuerzos preparados para aplastar al ejército de Gromnir —mientras el agonizante general escupía estas palabras, se le fue formando en los labios una espuma sanguinolenta. La sangre procedía de las heridas interiores.
»Sabían que Gromnir saldría de la ciudad. ¡Ja, ja! Y el dragón… también lo sabía. Observaba y esperaba a que Gromnir mordiera el anzuelo. El plan de Abdel ha funcionado. ¡Saradush está indefensa!
—Yo no planeé nada —protestó Abdel. Pero Gromnir no lo oyó, pues su cuerpo destrozado se vio sacudido por un espasmo de tos incontrolable.
—La druida y la chica lo sabían —prosiguió Gromnir. Su voz se iba haciendo más y más débil a cada palabra—. Buscaron refugio en la ciudad y no cayeron en la trampa. ¡Ja!
Otro acceso de tos sacudió a Gromnir y luego se quedó quieto. Abdel no se quedó allí para presenciar su muerte, sino que arremetió contra la masa de combatientes y se fue abriendo paso a sablazos hacia la ciudad, o hacia lo poco que había dejado en pie la cólera del dragón.
Mientras cruzaba el campo de batalla Abdel se maldecía por su estupidez. ¡Pues claro que Jaheira e Imoen estaban en la ciudad! Gromnir habría creído que huían de la batalla, pero la mente del general no podía pensar claramente, invadida como estaba por sus instintos de supervivencia. Abdel sabía por qué habían hecho eso.
Se imaginaba con toda claridad la escena. Podía ver a las mujeres a las que amaba poniendo a salvo a los civiles, tratando de hallar para ellos algún refugio frente al terrible monstruo que asolaba su ciudad. Como de costumbre Jaheira e Imoen habrían puesto sus vidas en peligro para salvar a los inocentes e indefensos.
Con un objetivo en la mente el mercenario fue avanzando a paso raudo. Llegó a las puertas de Saradush, que seguían abiertas, y corrió por las calles llenas de escombros sin prestar atención a los edificios envueltos en llamas a ambos lados. Un denso manto de humo asfixiaba la ciudad y forzaba a Abdel a caminar encorvado para no topar con sus más de dos metros de estatura con las nubes de acre humo.
Sabía que tenía que buscar a Jaheira e Imoen en las zonas de mayor destrucción. Si encontraba al dragón, hallaría a sus amigas.
Dar con el dragón fue fácil; simplemente corrió hacia donde oía gritos. A varias manzanas de distancia vio al mastodonte que arrasaba la calle, reduciendo edificios a cenizas y matando a todo ser vivo que se pusiera al alcance de sus garras, sus fauces o su cola. Como sucedía con todos los de su especie, el dragón infundía al mismo tiempo un reverente respeto y un profundo terror. A medida que se acercaba Abdel se fue dando cuenta de que se trataba de un ejemplar aún joven, apenas llegado a la edad adulta. Tenía las escamas lisas y sin cicatrices de batallas. Su piel era de un rojo brillante y reluciente. A medida que cambiara iría adquiriendo una coloración más oscura y profunda. Si el joven dragón era tan inexperto en tácticas y en combate como su inmadurez sugería, Abdel tenía una esperanza de vencerlo.
En el extremo más alejado del bloque el mercenario vislumbró media docena de figuras apiñadas en la planta baja de un edificio en llamas del que sólo quedaba en pie la estructura, y cuya parte superior ya había destruido el fuego de dragón. Pese a la distancia Abdel reconoció la silueta de Jaheira entre el humo y la forma más baja de Imoen junto a ella. La muchacha movía los brazos formando complicados dibujos, como el mercenario había visto hacer a magos y hechiceros al lanzar un encantamiento. A través de la oscuridad Abdel vio claramente a los pies de Imoen un pergamino con refulgentes símbolos. Un instante después todo el grupo se desvaneció.
Abdel se quedó momentáneamente perplejo, y le costó un segundo darse cuenta de que seguían allí, aunque envueltos en un manto de invisibilidad. No obstante, no tuvo tiempo para asombrarse del talento mágico de Imoen, que ni siquiera sospechaba que poseyera, pues el dragón fijó de nuevo su atención en la pequeña estructura en la que el grupo había buscado refugio.
Despacio, como si saboreara la carnicería que estaba a punto de perpetrar, el dragón empezó a avanzar por la calle hacia la invisible Imoen y el grupo al que la muchacha pretendía proteger. Una profunda risa burlona brotó de la garganta del monstruo, se impuso al ensordecedor crepitar de las llamas y a los gritos de los ciudadanos que huían aterrorizados al verlo.
Abdel arremetió sin dudarlo, sin ni siquiera aflojar el paso aunque algo dentro de sí le gritaba que diera media vuelta y echara a correr. Aquella bestia podía hacerlo pedazos con una de sus enormes zarpas o reducirlo a una pila de cenizas y carbón con una lengua de fuego tan caliente, que fundiría incluso los bloques de piedra de las murallas de la ciudad.
Ni siquiera sus poderes de regeneración podrían salvarlo de las atroces heridas que podía causarle el leviatán. Por mucho que los soldados que habían tratado por todos los medios de acabar con él en el campo de batalla pudieran pensar que era invulnerable, Abdel era consciente de su mortalidad.
Su mente no sólo se encogió por el terror debido a la conciencia de su mortalidad. Pese a su evidente juventud, el gran Wyrm rojo destacaba entre los humanos y los halflings que huían despavoridos. Con sus enormes alas extendidas abarcaba toda la anchura de la calle, golpeaba con indiferencia las diminutas figuras que se acercaban demasiado a sus correosos apéndices, matando o dejando inconscientes a sus víctimas.
Aunque era lo suficientemente grande para agarrar un par de osos lechuza en cada garra, el pavor que inspiraba el dragón no se debía únicamente a su tamaño. Sus juveniles escamas relucían con una especie de brillo interior y cada una de ellas era tan hermosa y refulgente como un rubí de valor incalculable. Las escamas estaban entrelazadas de modo que formaban una coraza casi impenetrable que protegía a la bestia. Desde sus afilados colmillos hasta la punta de su serpentina cola, el dragón de unos treinta metros de longitud exudaba un glorioso poder. Los dragones, incluyendo los más jóvenes, hacían gala de una majestuosidad que trascendía incluso su propia presencia; estaban rodeados por un aura física de grandeza y pura maldad, ante la cual Abdel sentía deseos de arrojarse al suelo y echarse a temblar. Los sabios lo llamaban miedo de dragón.
Haciendo caso omiso a una parte de su conciencia que le suplicaba que arrojara su ridícula espada al suelo y huyera, Abdel se acercó peligrosamente al dragón. Por suerte, o quizá gracias a su propia insignificancia, el mercenario pudo lanzarse contra él sin ser visto y darle un tajo en una pata trasera, justo por encima del talón. La mayor parte de las armas no hubieran logrado atravesar las escamas, pero Abdel impulsaba el acero con una fuerza sobrenatural.
De la herida brotó un impetuoso chorro de humeante sangre, aunque la espada de Abdel se hizo pedazos por efecto del impacto. El dragón aulló de dolor, dio un puntapié con la pata herida y torció su largo y sinuoso cuello para cerrar sus fauces en torno a su invisible enemigo.
Saltando hacia atrás Abdel evitó tanto la coz como los mortales colmillos, al tiempo que se agachaba para eludir asimismo un golpe de ala, que pasó sobre su cabeza. No obstante, no pudo evitar el latigazo de la pesada cola con el que el dragón lo golpeó por la espalda. Abdel fue lanzado por el aire contra uno de los pocos muros de piedra que seguían en pie en la calle. El muro se desintegró cuando el mercenario chocó contra él de cara, rompiéndose las costillas, las vértebras del cuello, todos los huesos del rostro y varios órganos internos.
A Abdel le costó casi diez segundos recuperarse lo suficiente de las terribles heridas para poderse levantar de nuevo. Por suerte para él, el inexperto dragón no se había molestado en rematarlo. Convencido de haber pulverizado de un coletazo al humano, centró de nuevo su atención en el edificio en el que Imoen, Jaheira y los demás se habían refugiado antes de ocultarse bajo el manto de invisibilidad.
La bestia se apoyó sobre las patas traseras y lanzó un rugido que hizo temblar el suelo. El retumbante eco de su grito de guerra ahogó cualquier otro sonido. Abdel ni siquiera pudo oír su propio chillido cuando la bestia descargó todo su peso sobre el tejado del edificio y éste se desplomó en una densa nube de polvo que rápidamente se mezcló con el espeso humo que flotaba en el aire como una cortina.
Nada mayor que una cucaracha podía haber sobrevivido dentro del edificio aplastado.
Abdel lanzó un aullido de dolor hacia el cielo ennegrecido, convencido de que su amada Jaheira había muerto.
—¡Jaheira!
Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras se pasaba una mano por la mezcla de sangre y tierra que le cubría la cara. Inspiró hondo para dar voz a su rabia y su dolor una vez más, pero se detuvo súbitamente. Había visto de pronto huellas de pasos en la tierra y el hollín que alfombraban las calles de la ciudad. Eran pasos que se alejaban del edificio, levantando diminutas nubes de polvo al correr. Por el número de huellas y la cantidad de polvo levantado a su paso, Abdel calculó que debía de tratarse de al menos una docena de personas a la carrera. No podía verlas. Fuese cual fuese el hechizo que había vuelto invisibles a Imoen, a Jaheira y a los demás cuando Abdel los viera acurrucados en el umbral del edificio destruido, los seguía manteniendo ocultos. Imoen y Jaheira no habían muerto. Abdel soltó aire y sus gritos de angustia se tornaron risas de alivio.
Las risas murieron cuando el dragón se volvió de nuevo hacia él. El wyrm inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás e inspiró hondo. Al inhalar el enorme pecho de la bestia se expandió aún más. Abdel se dio cuenta de que se estaba preparando para lanzar una llamarada que iba a reducirlo a cenizas.
El membrudo guerrero giró sobre sus talones y echó a correr. Tras él oyó un profundo retumbo y un chisporroteante silbido. Se metió por una puerta abierta en busca de protección. Volaba aún por el aire cuando la enorme lengua de fuego arrasó la calle, devorándolo todo a su paso.
De haber recibido de lleno el ataque del dragón, Abdel hubiese muerto al instante, su sangre se hubiera evaporado, la piel fundido y sus huesos se hubiesen convertido en cenizas carbonizadas. Pero la impaciencia de su rival salvó a Abdel. El joven wyrm había enseñado su juego demasiado pronto, permitiendo así que su enemigo emprendiera una precipitada retirada que lo alejó lo más posible de su abrasador aliento. Abdel ejecutó un desesperado salto buscando refugio y, en vez de una muerte instantánea e indolora, sufrió la insoportable quemazón de las quemaduras reservada únicamente a los vivos.
Sus ropas y su pelo prendieron, y la piel de la espalda, el cuello y los hombros se llenó al punto de ampollas por efecto del ardiente calor. Abdel cerró los ojos para protegerse de la crepitante envoltura que lo rodeó. Al respirar el sulfuroso aire y el penetrante humo sintió que la nariz, la garganta y los pulmones le quemaban.
El agónico dolor de ser quemado vivo le provocó una conmoción que le hizo perder el sentido. Las llamas pasaron rozando encima de su cuerpo inconsciente. Al volver en sí se encontró en el umbral, ahora ennegrecido, y vio las últimas chispas del aliento del dragón que seguían quemando a su alrededor. Trató de levantarse de un salto pero las piernas no le respondían. Se quedó quieto unos segundos, esperando que sus sobrenaturales poderes de regeneración empezaran a actuar, pero al intentar nuevamente levantarse comprobó que sus heridas no habían sanado.
Fuego. Abdel había sentido muchas veces en su interior el fuego alimentado por la ira y la sed de sangre de Bhaal, pero eran las llamas del espíritu y el alma. En el mundo real nunca había sufrido quemaduras de importancia, ni antes de convertirse en el avatar de un dios muerto ni tampoco después.
Había supuesto que se recuperaría incluso de las más horrible quemaduras tan fácilmente como se recuperaba de los cortes, las estocadas y otros daños físicos. Pero allí, tumbado bajo el pegajoso manto de sus propias ropas fundidas y las rezumantes heridas de su espalda resquebrajada y cubierta de ampollas, comprendió que no sería así.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas el malherido guerrero se arrastró hasta asomarse por el umbral que le había salvado la vida. Quería averiguar por qué el dragón todavía no lo había rematado. Tenía que comprobar si Jaheira e Imoen habían escapado. Con un enorme esfuerzo alzó la cabeza, y halló las respuestas a ambas preguntas.
El dragón estaba siendo atacado. Dos gigantescos tigres se lanzaron contra el lomo del Wyrm y le desgarraron la piel cubierta por escamas. El dragón se defendía agitando las alas y la cola, pero los dos felinos se alejaron de un salto, rugieron y volvieron a atacar tan pronto como se les ofreció otra oportunidad. Por el nimbo azulado que los rodeaba, Abdel supo que los tigres habían acudido a la llamada de Jaheira. La druida debía de haber suplicado ayuda a Mielikki, y en respuesta la diosa de los bosques había enviado a los felinos para proteger a su servidora. Atacando de manera coordinada los tigres confundían al joven dragón, al que acosaban sin tregua impidiéndole que concentrara su respuesta en uno solo de sus enemigos.
Jaheira observaba al borde de la liza. El hechizo que había utilizado para llamar a los tigres había destruido el manto de invisibilidad que la cubría. Estaba atendiendo a un tercer tigre que yacía en medio de la calle con el cuerpo roto y sangrando. Aunque el dolor le nublaba la vista Abdel vio que la semielfa lloraba por el sufrimiento del moribundo tigre.
El dragón se sacudía furiosamente, defendiéndose con zarpas y colmillos, en un desesperado intento por quitarse de encima los dos tigres que le habían saltado sobre el lomo. Pero los felinos eran rápidos y astutos, y continuaban atacando salvajemente el pellejo del monstruo. Pese a lo afilado de sus zarpas no lograban traspasar las escamas del dragón.
Abdel trató nuevamente de ponerse en pie, pero no lo consiguió. Entonces trató de arrastrar su pobre cuerpo quemado para acudir en ayuda de Jaheira. Sin embargo tenía los pulmones tan dañados que el esfuerzo lo hizo respirar a bocanadas breves y entrecortadas. El acre humo que todavía flotaba en el aire descendía por su garganta, y su cuerpo quemado sufrió un acceso de tos del que creyó que no iba a recuperarse. Al fin los músculos le fallaron. El avatar de Bhaal estaba tan débil e indefenso como un recién nacido. Apenas era capaz de levantar la cabeza, y necesitaba de toda su fuerza para contemplar la batalla y rezar para que Jaheira sobreviviera.
Muy lejos, en las almenas de la muralla de Saradush, resonó un feroz grito de guerra. Melissan acudía en su ayuda. El dragón también lo oyó y se volvió para lanzar su abrasador aliento contra aquel nuevo enemigo. Ajena al terrible destino que la aguardaba, Melissan siguió corriendo por la ciudad arrasada para desafiar al Wyrm, blandiendo la maza en el aire en letales círculos.
Las llamas se la tragaron, y Abdel sintió que su cuerpo reaccionaba como si volviera a quemarse. Cuando el muro de fuego se disipó Melissan apareció ilesa, aunque la fuerza del aliento del dragón había frenado su carga.
Sin poder entender que su enemiga no hubiese muerto, el joven wyrm se distrajo el tiempo suficiente para que Jaheira se lanzara al ataque. La vara que solía llevar había sido reemplazada por una cimitarra mágica que emanaba un frío brillo azulado. La druida descargó la cimitarra mágica sobre la cola del desprevenido dragón. De la profunda herida manó vapor frío, y el dragón bramó por efecto del dolor y el shock.
Sin hacer caso de los tigres que trataban en vano de desgarrarle la piel del lomo, el leviatán se volvió hacia Jaheira. En las prisas por agacharse y eludir las fauces de la bestia, uno de sus pies se trabó con unos escombros de los muchos edificios derrumbados de aquella calle y cayó al suelo. Trató de girar sobre sí misma para alejarse, pero el dragón fue demasiado rápido y la inmovilizó contra el suelo con un garrudo pie.
En respuesta a los atormentados gritos de la semielfa, Abdel trató de levantarse una vez más. Usando toda su fuerza de voluntad logró ponerse en pie, pero al dar un paso hacia su amada se derrumbó de nuevo, demasiado débil siquiera para gritar de pena o frustración.
De algún modo logró levantar otra vez la cabeza. Su visión se había convertido en un túnel de luz que la oscuridad iba estrechando progresivamente. El guerrero sabía que poco le faltaba para perder de nuevo el sentido. El mundo se desvanecía a su alrededor. Aún veía a Jaheira que se retorcía bajo la zarpa del dragón, pero ya no podía oír sus gritos.
Melissan entró en su campo de visión, que menguaba rápidamente, con la maza colgándole del cinto. Tenía las manos vacías envueltas en una bola blanca de energía que arrojó al dragón. El hechizo estalló entre los alados hombros del monstruo, que gritó. Pocos seres habían oído el grito de un dragón, pero todos quienes sobrevivieron al sitio de Saradush rememorarían en sus pesadillas aquel horrible sonido el resto de sus días.
Los pocos edificios de aquella calle que seguían en pie se derrumbaron por las ondas provocadas por el penetrante grito del wyrm. Los tigres encaramados al lomo de la bestia cayeron al suelo, aturdidos por la onda de sonido. Paralizado por sus heridas, Abdel no pudo taparse las orejas para protegerse del terrible sonido. Los tímpanos le explotaron en un manantial de sangre que le goteaba de las orejas y le corría por los lados de las mejillas.
Pero a Melissan no pareció afectarle. Ya había conjurado otra bola de reluciente energía y la lanzaba contra el dragón. La bestia gritó de nuevo. Abdel ya no lo oyó, pues el primero lo había dejado sordo. No obstante, sí que sintió las vibraciones que sacudían el suelo.
Abdel se resistió al manto de oscuridad que amenazaba con cubrirlo, no quería rendirse a la oscuridad mientras aún se luchaba a pocos metros de distancia. Tratando de evitar otro ataque de Melissan el dragón batió las alas y alzó el vuelo sobre las asoladas calles de Saradush, sin dejar ir el cuerpo de Jaheira, que se agitaba débilmente. Lo último que Abdel vio antes de sumirse en la inconsciencia fue a su amada que desaparecía en las garras del dragón.