10

Las puertas de Saradush se abrieron y Abdel salió afuera, solo, para enfrentarse a su rival. El ejército de Yaga Shura había retrocedido unos centenares de metros de las murallas para que el duelo pudiera celebrarse en una explanada vacía con el suelo muy pisoteado.

Abdel avanzó hasta el centro de la vasta explanada y aguardó. Dentro de la fortaleza, a su espalda, los soldados de Calimshan y la milicia de Saradush esperaban hombro con hombro, armados y listos. Si Abdel lograba matar a Yaga Shura, los defensores pasarían al ataque con la esperanza de sorprender al enemigo. Sin duda, tras presenciar la derrota de su «invencible» líder, cundiría el caos y el desánimo entre las tropas de Yaga Shura. Una carga sostenida los desmoralizaría, y Saradush estaría salvada.

Al menos ése era el plan de Melissan para el caso de que Abdel saliera con vida del duelo. Si caía, los defensores regresarían a sus puestos, y el asedio continuaría hasta que el hambre y las enfermedades debilitaran tanto a la población de Saradush que el ejército invasor lograra abrir brechas en las murallas y arrasar la ciudad.

En la lejanía sonó una trompeta; era la fanfarria que anunciaba la llegada de Yaga Shura. Abdel se preparó para enfrentarse a su rival.

—Yaga Shura no es un hijo de Bhaal normal y corriente —le había advertido Melissan mientras el mercenario seleccionaba el arma que utilizaría en el duelo—. Su madre era una giganta perteneciente a las tribus que habitan los volcanes de las montañas del Movimiento.

—¡Qué asco! —había exclamado Imoen.

—¡No seas ingenua, muchacha! —replicó Jaheira, que descargó en Imoen el enfado que sentía hacia Abdel—. Bhaal no era un mortal, por lo que podía adoptar la forma que deseara. Un gigante es tan parecido a un dios como un humano o un elfo.

Pero Imoen, sacudiendo la cabeza, se mantuvo en sus trece.

—Repito que es un abominación.

—La lacra de Bhaal es una abominación en todas sus formas —intervino Melissan, poniendo así fin a la discusión.

Los soldados se apartaron para dejar paso a su campeón. Al ver a Yaga Shura acercarse, la mente de Abdel se centró en el presente y dejó de lado los recuerdos.

El gigante, que descollaba entre sus hombres, se fue abriendo paso entre la multitud. No llevaba camisa, y sus anchos hombros, su musculoso pecho y sus macizos brazos eran claramente visibles por encima de los yelmos de los soldados e incluso por encima de las puntas de las lanzas que la tropa alzaba a modo de saludo. Su piel era del color de la ceniza y el hollín, y la barba presentaba la misma tonalidad de rojo encendido que la larga cabellera que le colgaba por la espalda recogida en una única trenza. La cabeza de doble filo de la enorme hacha de guerra que llevaba a la espalda estaba recubierta con una capa de obsidiana que devoraba toda la luz que incidía en ella.

Abdel agarró con más fuerza el sable que había elegido para batirse y fue apoyando rápidamente el peso del cuerpo de un pie al otro, a fin de estar lo más ágil posible en el duelo. No llevaba armadura, pues pensaba utilizar su velocidad y su agilidad como armas contra un rival mucho mayor que él. Abdel había sorprendido con su rapidez sobrehumana a hombres que abultaban la mitad que él, por lo que estaba seguro de poder hacer lo mismo con quien suponía un torpe gigante.

Con sus zancadas largas y pesadas Yaga Shura salió de entre la multitud y cubrió la distancia que lo separaba de Abdel. El gigante se detuvo a apenas seis metros de distancia y lentamente hizo ademán de soltar el hacha de guerra de las correas. Al hacerlo se le marcaron los músculos del torso desnudo. Abdel estaba tan cerca que se dio cuenta de que la cabeza del hacha no era totalmente negra como había creído en un principio, sino que en los bordes tenía grabados símbolos y glifos rojos.

Al mercenario no se le escapaba el significado de aquellas marcas. Instintivamente supo que eran las mismas que había visto en las flechas de Illasera, la arquera, en el claro del bosque. Así pues, las heridas que le causara el hacha de Yaga Shura no desaparecerían.

Abdel separó los pies y agachó el cuerpo ligeramente. No le asustaba saber que su enemigo podía herirlo o incluso matarlo. Simplemente se limitó a adoptar una estrategia de combate más defensiva.

Los dos rivales fueron dibujando círculos lentamente uno frente al otro. Abdel no estaba acostumbrado a tener que alzar la vista para mirar a un rival a los ojos. El mercenatio vaciló como si esperara la señal de inicio. De las huestes reunidas brotó un rugido de impaciencia, y Yaga Shura se lanzó contra él.

Tal como Abdel había esperado, el propio tamaño del gigante iba en su contra pues lo hacía más lento. Yaga Shura arremetió contra Abdel como un toro furioso, alzando la enorme hacha por encima de su cabeza. Abdel esperó hasta el último segundo, luego se agachó a un lado y rodó sobre sí mismo para evitar el torpe hachazo de su oponente. Simultáneamente le rajó con su sable los prominentes músculos del estómago desnudo, abriéndole el vientre.

Entonces giró sobre sus talones, dispuesto a descargar el golpe de gracia en la espalda de su rival, al que suponía agonizante. Pero, para su sorpresa, el gigante también había dado media vuelta para enfrentársele. El profundo tajo que Abdel le había infligido ya no era más que una cicatriz de un blanco cegador apenas visible en la piel negra como el carbón de Yaga Shura. Un segundo más tarde ya no quedaba ni rastro de aquella marca ni del ataque de Abdel.

El mercenario se quedó momentáneamente confuso al darse cuenta de que Yaga Shura era asimismo invulnerable y que quizá sus poderes de recuperación superaban los suyos. Él había esperado encontrarse con un adversario retorciéndose agónicamente en el suelo, al que rematar. No estaba preparado para superar las defensas de un rival en plena forma.

El gigante ya blandía de nuevo el hacha contra él. Rápidamente Abdel desvió la trayectoria del patoso ataque del gigante y le sacó un ojo en una serie de fluidos sablazos que había aprendido después de largos años de práctica y entrenamiento. Yaga Shura gritó de dolor y se tambaleó hacia atrás, al tiempo que se llevaba una manaza a la órbita ocular vacía.

Sus tropas lanzaron al unísono un grito de sorpresa y consternación. Pero cuando Yaga Shura apartó la mano, cubierta por sangre y fluido ocular, a Abdel no le extrañó comprobar que volvía a tener el ojo sano. El mercenario notó una pesada sensación de desánimo en la boca del estómago. Seguramente era lo mismo que tantos de sus enemigos habían sentido al darse cuenta de que sus armas no podían nada contra Abdel.

La divertida carcajada del gigante quedó apagada por los vítores de sus tropas, y nuevamente arremetió contra Abdel.

El duelo se convirtió en una repetición de los dos primeros asaltos: Yaga Shura atacaba sin técnica ni estilo, pues solamente sabía de fuerza bruta. Y Abdel, ducho en el arte de la esgrima, no tenía ninguna dificultad en esquivar los golpes, pararlos y contraatacar con ferocidad. El mercenario desconocía los límites de sus poderes de regeneración, pero estaba decidido a poner a prueba los de Yaga Shura.

Rebanó el pescuezo del gigante, le atravesó con la punta de la espada órganos vitales y le infligió docenas de heridas todas ellas mortales. Una y otra vez mutilaba a su desmañado rival, pero las heridas eran sólo transitorias, el daño sólo temporal y, en último término, inútil.

El encarnizado duelo sólo había durado diez minutos; un tiempo muy breve para los espectadores que animaban a sus respectivos campeones, pero una eternidad para los combatientes. Abdel jadeaba. Su enorme pecho subía y bajaba como un fuelle para tratar de hacer llegar oxígeno a sus agotadas extremidades. Cada vez que se agachaba para esquivar uno de los hachazos de Yaga Shura, notaba un intenso dolor en los músculos de las piernas, y cada vez que saltaba para eludir un golpe de arriba abajo, amenazaban con quedársele crispados. Los hombros le quemaban por la fatiga, y ya no se sentía ni las manos ni los dedos por las incesantes vibraciones que debía soportar al parar un golpe tras otro de la imponente hacha del gigante.

Entonces, cuando ya estaba a punto de sufrir un colapso fruto de la extenuación, se le hizo la luz. Yaga Shura nunca había aprendido ni técnica de combate ni estilo porque nunca lo había necesitado. Abdel podía propinarle todos los sablazos que deseara, pero por mucho que lo sobrepasara en destreza y habilidad, el hecho de ser físicamente invulnerable le daba una ventaja insuperable.

Y con cada tajo del hacha esa ventaja aumentaba. Cada vez que Abdel giraba sobre sí mismo, se agachaba o eludía el arma notaba que el mortal filo había fallado por una fracción más y más pequeña. El fornido mercenario se estaba cansando; su rapidez y agilidad iban disminuyendo al mismo tiempo que se le agotaban las fuerzas. Pero el gigante seguía acosándolo, implacable e irresistible como una fuerza de la naturaleza.

Como último recurso Abdel apeló a la furia de su padre inmortal: se sumergió en las profundidades de su alma y alimentó las llamas de la cólera de Bhaal para que le diera fuerzas, pero no halló nada. Saber que todo aquel derramamiento de sangre y toda aquella violencia contra su rival eran inútiles había enfriado la ardiente hoguera del Dios de la Muerte.

Abdel Adrian, tan agotado que apenas podía seguir sujetando el sable, supo que iba a morir.

En primer lugar lo traicionaron sus pies, que le pesaban demasiado para seguir retrocediendo a la velocidad necesaria para esquivar el ataque, simple pero brutal, del gigante. El hacha silbó en el aire, y su afilada hoja le abrió una larga herida superficial en el pecho al tiempo que el hombretón caía hacia atrás después de tropezar con sus propios talones.

Abdel llevó las manos hacia atrás para amortiguar la caída, con lo que el sable se le escapó. No obstante, aterrizó con tanta fuerza que vio las estrellas. Cuando la visión se le aclaró tenía a Yaga Shura a horcajadas sobre él, a punto de descargarle el hacha cubierta de runas.

El mercenario sintió el impulso de rendirse. Su agotado cuerpo suplicaba poder tumbarse de espaldas y dar la bienvenida a su sangriento fin, pero sus instintos guerreros pudieron más, y Abdel propinó un puntapié con su pesada bota. El talón de la bota chocó contra el mango del hacha de recia madera de tres metros de longitud, grabado con runas. Con el talón partió el mango por la mitad, y la parte inferior se rompió en varios pedazos de madera astillada.

Yaga Shura cayó hacia adelante, perdido el equilibrio por la fuerza del inesperado puntapié y por el súbito desequilibrio del arma que empuñaba. Los pedazos de la mitad inferior del mango habían caído al suelo, pero su mano derecha asía todavía la mitad superior. Mientras caía encima de Abdel, el gigante retrasó el hacha dispuesto a descargarla en el mercenario. Al mismo tiempo extendió el brazo izquierdo para amortiguar la caída.

Abdel lo agarró por la muñeca de la mano izquierda y tiró, al mismo tiempo que levantaba el otro pie y se apoyaba contra el musculoso pecho de su rival. Posiblemente Abdel era el único humano vivo con la fuerza suficiente para desviar el impulso de caída de un gigante, pero es que Abdel era más que humano. Para asombro de los espectadores y del mismo Yaga Shura, el gigante se encontró de repente volando por el aire y dando una vuelta de campana para aterrizar con un costalazo. Sin darle tiempo a que llegara al suelo Abdel ya se había puesto de pie y había recogido el pedazo más grande del mango roto. Antes de que su rival se pudiera recuperar de la caída, Abdel se encaramó encima de él.

Además de ejercitarse en el manejo de la espada Abdel se había pasado muchos años entrenándose en la lucha cuerpo a cuerpo, por lo que sabía cómo sacar ventaja de un rival tumbado en el suelo. El mercenario saltó sobre el enorme pecho de Yaga Shura y le inmovilizó los brazos con las rodillas. Abdel se sentía como un chiquillo jugando a pelearse con un adulto, que era lo mismo que seguramente sentía un hombre normal y corriente cuando se enfrentaba contra él. Yaga Shura podría haberse liberado fácilmente rodando a un lado, girando un hombro y usando su enorme tamaño para desequilibrar a Abdel. Pero el mercenario confiaba en que no supiera cómo hacerlo.

El torso de Yaga Shura se elevaba y corcoveaba, tratando de quitarse de encima a Abdel usando solamente su fuerza bruta, pero no era tan sencillo. El mercenario se limitaba a desplazar su peso al ritmo de las sacudidas del gigante, manteniéndose a horcajadas sobre su pecho. Con la mano libre Yaga Shura agarró a Abdel, mientras que la otra agitaba el hacha en un desesperado intento de golpearlo. Pero Abdel había inmovilizado los poderosos brazos del gigante contra el suelo con las rodillas, por lo que todos los esfuerzos de Yaga Shura resultaban inútiles.

Abdel alzó con ambas manos el mango roto del hacha cubierto de runas por encima de la cabeza y hundió el extremo de madera mellado en la desprotegida garganta del gigante.

Con sus agónicas sacudidas finalmente el gigante logró deshacerse de Abdel, al que lanzó al suelo. El fornido mercenario trató de ponerse en pie, pero los músculos no le respondían. Había gastado hasta su última brizna de energía al hundir el mango en la garganta de Yaga Shura.

Consiguió levantar la cabeza a tiempo de presenciar cómo Yaga Shura se ponía dificultosamente en pie, agarrándose el trozo de madera clavado en el cuello. El pecho de gigante se veía cubierto por un borboteante magma, mientras que la vida se le escapaba por la herida del cuello. Intentó arrancarse el pedazo de madera, pero el mango estaba escurridizo por la sangre, y las manos se le resbalaron.

El monstruoso engendro de Bhaal cayó de hinojos y nuevamente agarró el mango. Esta vez logró arrancárselo, pero con ello únicamente liberó un verdadero torrente de sangre. Con cada latido de su corazón, que se debilitaba por momentos, brotaba de su garganta un chorro de sangre humeante semejante a un géiser.

Detrás de él Abdel oyó el son de una trompeta y el estrépito causado por las puertas de Saradush al ser abiertas de par en par, seguido por el ruido de un ejército al ataque.

Aún demasiado cansando para levantarse, volvió la cabeza y vio a Gromnir, Melissan y Sarevok que lideraban la carga. Los defensores habían pasado a la ofensiva.

Las ahogadas bocanadas de su rival agonizante se perdieron en el ensordecedor estruendo del ataque de los aliados de Abdel, que arremetían contra las tropas de Yaga Shura, entre las que había cundido el pánico. Entonces el mundo empezó a desdibujarse y a fundirse a su alrededor como en el claro en el que matara a Illasera.

Lo último que vio antes de que el mundo se desvaneciera por entero fue una enorme bestia alada que descendía hacia la ciudad de Saradush. El resplandor del fuego que lanzaba por las fauces daba un cegador brillo a sus escamas rojo rubí.

Había regresado al vacío aunque, al mirar a su alrededor, Abdel se dio cuenta de que aquel nombre ya no lo describía con justicia. Ahora había claramente un suelo bajo sus pies, y por encima de él se extendía un cielo gris y vacuo. Las brumas se habían disipado dejando al descubierto una yerma llanura sin vida que se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista.

El vacío se había convertido en un mundo estéril y muerto en el que nada rompía la monotonía del paisaje excepto las puertas que flotaban en el aire. Ahora solamente eran cuatro.

—Las puertas representan tus posibles destinos, Abdel Adrian —respondió una voz incorpórea a la pregunta que el mercenario se había formulado mentalmente—. A medida que avanzas por tu camino, tus posibles futuros decrecen.

Instantáneamente Abdel reconoció la voz infinita y al mismo tiempo individual del ser que le hablara en su sueño en el claro.

—¡Muéstrate! —exigió.

La figura apareció de repente ante él, físicamente tan magnífica como la vez anterior. De su ser irradiaba la cegadora luz de la perfección. Pero por alguna razón a Abdel le pareció menos impresionante que la otra vez, menos imponente, menos extraordinaria, menos…, bueno simplemente menos.

—No es que yo sea menos, Abdel Adrian, sino que tú ahora eres más. Mucho más. Tu progreso es asombroso incluso para mí.

—¿Por qué me has traído aquí? —inquirió Abdel bruscamente, irritado por la costumbre de aquel ser de responder a sus pensamientos.

—Te repito lo que te dije la vez anterior: yo no soy el responsable de tu presencia aquí, Abdel, sino tú.

El mercenario recordó lo último que viera del mundo material: la espantosa imagen del dragón abatiéndose sobre Saradush.

—¡Tengo que regresar! ¡Tienes que enviarme de vuelta!

—Ya conoces el camino, Abdel. Tú decides cuando te marchas, al igual que decides cuándo llegas.

Las puertas. Abdel dio un paso hacia ellas y vaciló. Lentamente se volvió para encararse con el ser inmortal, sin estar seguro de lo que iba a decir.

—No puedo hacer esto solo, Abdel —le explicó el ser—. Solamente puedo responder las preguntas que tú me formules.

—Hice lo que me dijiste. Busqué a mis hermanos de sangre y lo único que he aprendido es que debo seguir matando. ¡Eso no es nada nuevo!

El ser no respondió, sino que se mantuvo perfectamente inmóvil, esperando que Abdel continuara.

—¡Mi destino no puede ser sólo matar a otros hijos de Bhaal! Pero tú te niegas a ayudarme. ¿Por qué? Tú sabes algo. ¿Por qué no me lo dices?

—Están actuando fuerzas mayores de las que ahora puedes comprender. Y muchas de ellas actúan a través de ti. Pueden salvarte o destruirte. Por tu bien, y por el bien del futuro, debo ser cauto.

»Si aún no estás preparado para hacer la pregunta, Abdel Adrian, es que tampoco estás preparado para entender la respuesta.

Abdel rió, indeciso de si quería que sonara nostálgico o amargado.

—Hablas como Gorion.

—Tu padre adoptivo era un hombre sabio.

El corpulento mercenario echó un vistazo a las puertas para inmediatamente volver a fijar la vista en su extraño interlocutor. Aunque estaba desesperado por regresar al mundo real, no podía tirar por la borda una oportunidad de averiguar algo acerca de lo que estaba ocurriendo. Al abrir la boca para hablar se le agolparon un millón de preguntas. El resultado fue un asfixiante silencio. Abdel inspiró hondo y lo volvió a probar.

—¿Los Cinco… existen realmente, como Melissan afirma? ¿Y realmente quieren resucitar a Bhaal?

—Melissan te ha dicho la verdad —admitió la entidad, pero añadió rápidamente—, pero no te ha dicho todo lo que sabe sobre los Cinco, ni mucho menos.

La respuesta pilló por sorpresa a Abdel. Aquella afirmación vertida precipitadamente parecía de vital importancia, pero al mismo tiempo el ser se mostraba casi avergonzado como si acabara de violar alguna ley que regia en su plano de existencia o algún oscuro código de honor.

—Tú no eres quien manda aquí, ¿verdad? —inquirió Abdel, que lentamente empezaba a comprender.

La figura negó despacio con la cabeza.

—Yo solamente sirvo a la divina voluntad, Abdel. No puedo tomar parte activa en tu destino. Los acontecimientos deben desarrollarse por sí solos.

—Y supongo que tampoco piensas decirme cuál es mi destino.

—Ni siquiera los poderes a los que sirvo lo saben.

Abdel escupió. El agostado suelo absorbió inmediatamente la humedad.

—Eres tan inútil como mis consejeros mortales —dijo el mercenario con desdén. Entonces se volvió hacia las puertas y pasó por la más próxima sin mirar atrás.