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«Quiero volver a casa… al alcázar de la Candela».

Abdel había dicho nada más en serio que aquellas palabras que pronunció en la base del Árbol de la Vida. Pero si algo había aprendido Abdel en los últimos meses era que raramente podía cumplir sus deseos.

Había hecho méritos más que suficientes para convertirse en un héroe. Primero, había matado a su malvado hermanastro, Sarevok, y salvado a la ciudad de Puerta de Baldur de una sangrienta guerra sin ningún sentido. Luego, con la ayuda de Jaheira, había derrotado al brujo Jon Irenicus y salvado no sólo la vida sino también el alma de su amiga de infancia y medio hermana, Imoen. Abdel había muerto, se había aventurado, en el Abismo y finalmente había renacido a los pies del Árbol de la Vida. En el ínterin había liberado la ciudad elfa de Suldanessellar, frustrado el complot del demente Irenicus para alcanzar la inmortalidad y evitado la destrucción del Árbol de la Vida, que era la fuente de toda la existencia en Faerun.

Después de todo ello lo único que Abdel deseaba era regresar a su hogar. Pero al abandonar la seguridad de Suldanessellar y los muros del alcázar de la Candela, nadie lo recibió como un héroe, sino todo lo contrario.

—Abdel, tenemos que descansar. —La agotada voz de Jaheira, su amada, lo arrancó bruscamente de sus cavilaciones. El fornido mercenario iba abriendo camino por el denso sotobosque que crecía bajo los imponentes árboles del bosque de Tethir—. Esta noche tenemos que descansar. Deberíamos pararnos en el primer claro que encontremos.

Al mirar a la hermosa semielfa que lo había acompañado en todas sus tribulaciones, Abdel vio su bonito rostro demacrado y ojeroso. Su tez, normalmente olivácea, se veía casi negra por el polvo del camino y la suciedad que se había ido acumulando en el viaje, que no tenía visos de acabar. Su larga y espesa melena negra estaba apelmazada y enmarañada, y los brillantes mechones cobrizos que la adornaban habían perdido su brillo. A la luz de la luna llena que se filtraba por el tupido dosel de ramas sus ojos color violeta aún relucían con energía e intensidad. Jaheira lo seguiría hasta el fin de Faerun sin quejarse. Abdel se dio cuenta de que no era por ella por lo que le pedía que pararan.

Imoen, la muchacha con la que Abdel se había criado en el alcázar de la Candela y con la que había compartido su mocedad, sus esperanzas y también sus sueños, se estaba quedando atrás. La joven medía poco más de metro cincuenta, por lo que se veía obligada a dar dos pasos por cada uno que daba Abdel si quería mantener el ritmo. Era evidente que el esfuerzo le estaba pasando factura. La joven solía mostrar un pícaro brillo en los ojos, pero ahora los tenía medio cerrados, caminaba con la cabeza gacha y el flequillo castaño le caía sobre la frente pálida y pecosa. Ella, que siempre avanzaba a ritmo ágil, ahora arrastraba pesadamente las piernas con rigidez, como alguien a quien fuerzan a caminar más allá del límite de su resistencia. Al igual que Abdel, por las venas de Imoen corría sangre divina, pero los locos experimentos del mago Irenicus habían eliminado casi por completo la corrompida esencia de su padre de su cuerpo y también de su alma, por lo que no poseía la fortaleza sobrehumana de su medio hermano.

A punto de perder el sentido, la joven tropezó con una retorcida raíz que sobresalía del oscuro suelo del bosque, pero Abdel logró cogerla antes de que cayera. El mercenario se movía con la sobrenatural velocidad de alguien que era más que humano y poco menos que divino. Sin decir palabra la cogió en brazos y la acunó entre sus gigantescos brazos.

Con Jaheira en cabeza, siguieron abriéndose paso entre la apretada floresta hasta hallar un pequeño claro. Abdel depositó con delicadeza en el suelo a su hermanastra y miró a Jaheira con preocupación.

—Se pondrá bien —le aseguró la semielfa—. Sólo necesita descansar. Y yo también lo necesito.

—¿Cuánto tiempo?

Era una pregunta muy simple, pero Jaheira vaciló. Abdel lo comprendió: la huida resultaba dura para los tres, pero Imoen era quien más sufría. Llevaban semanas huyendo de sus perseguidores como animales acosados. Mercenarios, soldados, cazadores de recompensas y fanáticos religiosos los iban empujando inexorablemente cada vez más hacia el sur a través de una inhóspita tierra salvaje. Jaheira trató de hallar el punto de equilibrio entre su necesidad de descansar y la urgencia de su continua huida.

—Unas pocas horas, por lo menos. —La semielfa suspiró antes de continuar—. Supongo que serán suficientes para que Imoen pueda seguir caminando, pero ni siquiera de esta forma podrá continuar por mucho tiempo. En su estado, no podría recuperar las fuerzas ni aunque descansara una semana entera. Imoen no es como tú, Abdel… ya no. No desde que Irenicus le arrancó del alma la esencia de vuestro padre.

—Muy bien —repuso Abdel—. Descansaremos unas horas. —Quizá Jaheira era más fuerte que Imoen, pero era evidente que ella también acusaba dolorosamente la falta de sueño y el agotamiento. Por su parte, el colosal guerrero sentía un cansancio casi imperceptible en sus poderosos músculos, pero en él palpitaba la fuerza vital de un dios—. Descansa, amor mío. Yo montaré guardia.

Jaheira negó débilmente con la cabeza, demasiado cansada para oponerse con más fuerza.

—Aún no. Creo que podré encontrar algo que nos reanime un poco; unas hojas de menta o quizá raíz de ginseng. No hará mucho, pero ayudará.

Era inútil discutir con ella. Pese a estar rendida de fatiga, su determinación no flaqueaba. Había decidido buscar en la espesura alguna planta o hierba beneficiosa, y nada de lo que él pudiera decir lograría disuadirla. De nada serviría que él mismo se ofreciera a explorar los matorrales pues Jaheira era una druida, una servidora del equilibrio y la naturaleza. La semielfa era capaz de reconocer las propiedades medicinales de la flora que los rodeaba, mientras que Abdel era lego en la materia. Durante sus años de mercenario, de soldado a sueldo, había aprendido los fundamentos básicos de la supervivencia. Pero allí, en el extremo meridional del bosque de Tethir, las plantas le eran desconocidas.

—No te alejes mucho —le aconsejó.

En respuesta Jaheira asintió levemente con la cabeza y desapareció en la densa oscuridad del bosque.

Imoen reposaba inquieta sobre el frío suelo, murmurando y agitándose. Abdel únicamente podía mirar y maldecir a sus perseguidores. Si estuviera solo podría plantarles cara y luchar. Tal idea sería absurda para cualquier otro que no fuese Abdel y hasta hacía poco tiempo ni siquiera a él mismo se le hubiera ocurrido.

Cuando era un adolescente Abdel ya era más grande y fuerte que la mayoría de los hombres a los que conocía y, una vez adulto, se había convertido quizás en el humano más corpulento e imponente sobre la faz de Faerun. Con sus más de dos metros de estatura y su poderosos músculos se había labrado una reputación como mercenario, guardaespaldas y guerrero; en resumen, como soldado de fortuna. Abdel había luchado en nombre de otros de todos los modos posibles. Pero todo cambió para siempre al descubrir la verdad sobre sí mismo.

Abdel era el hijo del Dios de la Muerte, el vástago del dios Bhaal. Cierto que se trataba de un dios muerto, pero era dios al fin y al cabo. Por ser hijo de quien era Abdel se había convertido en un fugitivo a quien perseguían enemigos y cazadores de recompensas allí adónde fuera. Su linaje le había cambiado asimismo la vida en modos realmente asombrosos. Estaba cambiando, evolucionando físicamente. Pese a que conservaba un aspecto humano normal, dejando de lado su descomunal tamaño, ya no era humano. Jaheira lo había llamado avatar; una manifestación física de su padre inmortal.

El hecho de ser la encarnación de un dios tenía sus ventajas. El cuerpo de Abdel contenía la esencia de Bhaal, lo que significaba que poseía una fortaleza excesiva incluso para su enorme tamaño. Su cuerpo era capaz de alimentarse de la esencia inmortal que contenía para reponerse y curar heridas graves o incluso mortales a una velocidad asombrosa. Abdel poseía una resistencia, una fuerza y unas capacidades físicas sin igual en todo Faerun. Y su poder no dejaba de crecer; cada día Abdel se sentía más fuerte, sentía que sus capacidades habían superado ampliamente el umbral de la mortalidad.

Ahora, gracias a sus increíbles poderes de regeneración, las flechas y las armas de sus enemigos eran del todo inútiles. Cualquier herida que pudieran infligirle sanaba casi al instante. Era casi invencible. Abdel se creía capaz de acabar él solo con toda una compañía sin sufrir ni un solo rasguño. Pero Imoen y Jaheira no podían contar con su extraordinaria constitución. Ellas sí eran vulnerables y, en el caos de una batalla de gran envergadura, Abdel dudaba que pudiera protegerlas.

Y había algo más: pese a que era inmune a todo tipo de armamento, Abdel era vulnerable de otro modo. No podía decirse que el corpulento mercenario fuera ajeno a la violencia; justamente había elegido una profesión que alimentara su sed de sangre y afinara sus habilidades para matar, en resumen, que alentara la parte mala de sí mismo, la parte que Bhaal había legado a todos sus hijos. Solamente el amor de Jaheira había impedido que Abdel sucumbiera a la maldad del difunto Dios de la Muerte y se convirtiera en una máquina de matar sin alma, como su hermanastro Sarevok.

Gracias al apoyo y a la guía de la mujer a la que amaba, Abdel había sido capaz de resistirse a sus propios impulsos.

Con la ayuda paciente y comprensiva de Jaheira el mercenario había aprendido a controlar el odio y la furia que albergaba en su interior, así como a reprimir la terrible transformación que amenazaba con cambiarlo para siempre. Pero era un control frágil. Si acababa con todos sus perseguidores podría liberar al terrible monstruo que llevaba dentro.

No sería la primera vez que le sucedía, tanto a él como a Imoen. En una cruel y sangrienta lucha librada en la base del Árbol de la Vida Abdel había purgado la bestia del espíritu de Imoen, pero el potencial que hacía que él mismo se convirtiera en un salvaje engendro que sólo pensaba en matar a todo ser vivo que se le pusiera por delante seguía intacto. La victoria sobre todos sus enemigos podría provocar que lo consumiera la corrompida esencia de su impío padre, y que su cuerpo se transformara en el demonio de cuatro brazos; la encarnación sobre la faz de Faerun de la maldad de Bhaal. Abdel era consciente de que, si no tenía mucho cuidado, podría convertirse de nuevo en el Aniquilador.

En respuesta a un susurro casi inaudible de las hojas Abdel giró sobre sus talones y se agachó, desenvainando simultáneamente el gran sable que le colgaba de la espalda. Todo ello lo hizo en un único y fluido movimiento. Sus manos aferraban con tal fuerza la empuñadura del sable, presto a descargarlo sobre el intruso, que los nudillos se le pusieron blancos. Mantenía en tensión los enormes músculos de brazos y hombros, que le temblaban previendo la próxima lucha. Pero se relajó inmediatamente al ver que Jaheira salía del bosque y entraba en el claro.

La atractiva druida llevaba un puñado de pequeñas hojas de tres picos, una de las cuales se metió en la boca.

—Estas hojas nos ayudarán, pero necesitamos dormir. Incluso tú lo necesitas, Abdel. —Jaheira le tendió una hoja—. Toma, dásela a Imoen. Si está demasiado agotada para masticarla, colócasela bajo la lengua.

Abdel así lo hizo. Se arrodillo, dejó el sable en el suelo y tiernamente levantó la cabeza de su exhausta hermanastra. Imoen no respondió cuando Abdel la instó a que masticara la hoja, por lo que el mercenario le giró suavemente la cabeza y le abrió su menuda boca. Tras deslizarle la hoja bajo la lengua, volvió a apoyarle la cabeza sobre el frío suelo. Jaheira le tendió una manta de su mochila y Abdel cubrió cuidadosamente con ella el atractivo cuerpo de la durmiente.

Jaheira se tumbó muy cerca y Abdel se arrastró hasta ella. La semielfa se acurrucó contra él, apoyó la cabeza en la parte interior del robusto brazo del joven y se apretó contra su musculoso cuerpo para entrar en calor.

—He hablado con los animales del bosque —susurró la druida con voz amodorrada. Había empezado ya a abandonarse al sueño—. Nos avisarán si alguien se acerca.

Tranquilizado por las palabras de Jaheira, Abdel rebulló sobre el frío suelo, tratando de ponerse cómodo sin molestar a su compañera dormida. Confiaba plenamente en la capacidad de Jaheira para comunicarse con los pájaros y los otros animales del bosque. Sabía que ellos vigilarían su sueño pero, por alguna razón, no lograba dormirse.

Se encontraba en un dilema; sus cazadores les pisaban los talones y, teniendo en cuenta que tanto Imoen como Jaheira estaban cada día más cansadas y cada vez viajaban más despacio, era sólo una cuestión de tiempo que los atraparan. Entonces Abdel se vería obligado a luchar, a enzarzarse en un combate que deseaba evitar por todos los medios.

No era la primera vez que se planteaba la posibilidad de escabullirse sigilosamente aprovechando que Imoen y Jaheira dormían. De ese modo alejaría a sus perseguidores de las dos mujeres y ambas podrían vivir en paz, sin tener que compartir con él su interminable vida de fugitivo. Pero una vez más descartó aquella opción. El mercenario suspiró y cerró los ojos. Aunque fuese capaz de abandonar a Jaheira, aunque se forzara a alejarse de Imoen y de la mujer a la que amaba, no podría estar seguro de que los cazadores irían tras él.

Abdel era perseguido a causa de su sangre, de la sangre contaminada de un dios muerto, Bhaal. Lo perseguían debido a los pecados cometidos por el padre. Era imposible hacer oídos sordos a los rumores de arrestos inesperados, de torturas sin sentido y de ejecuciones sumarias, pues tales rumores se repetían con demasiada frecuencia y estaban muy extendidos. Al igual que todos los hijos de Bhaal, Abdel debía huir para no acabar en la cárcel o ser ejecutado, no porque él hubiera hecho algo, sino simplemente por ser hijo de quien era.

Imoen también era hija de Bhaal y pese a que, en su caso, apenas quedaban en su alma vestigios de su impío padre, también su vida estaría en peligro si los capturaban. Además, Imoen no lograría sobrevivir sin la ayuda de Abdel y Jaheira.

Estaba en una situación sin salida. Presa de la desesperación Abdel por fin se durmió.

Se hallaba en medio de la nada, en un mundo gris y muerto totalmente vacío. Abdel buscó con la mano el sable que solía llevar colgado a la espalda y se sintió más tranquilo cuando rozó el frío metal de la empuñadura.

—Aquí no necesitas eso, pero, si vas a sentirte más cómodo, bienvenido sea.

La voz no era masculina ni femenina. Sonaba como muchas voces que hablaran al unísono en perfecta armonía. La respuesta instintiva de Abdel fue desenvainar el sable, pero se resistió y dio media vuelta. Torciendo la cabeza buscó al desconocido o desconocidos que le habían hablado. Pero lo único que vio fue una nada gris en todas direcciones.

—¡Muéstrate! —La voz del mercenario resonó en el vacío, por lo que su atención volvió a verse atraída momentáneamente hacia el extraño entorno. Al alzar la mirada comprobó que no había cielo por encima de su cabeza y, al bajarla, vio que tampoco había tierra bajo sus pies. De hecho no tenía la sensación de estar pisando nada.

—No temas, Abdel Adrian. No caerás.

Era evidente que aquella voz incorpórea, fuera quien fuese y se hallara donde se hallase, podía leerle los pensamientos. A Abdel le extrañó que las palabras que pronunciaba la voz no resonaran como las suyas.

—Muéstrate —repitió Abdel. Esta vez sonaba más a petición que a orden.

—Prepárate, hijo de Bhaal.

De pronto Abdel ya no estaba solo en el vacío. La entidad no se materializó lentamente a partir del gris, como Abdel esperaba, ni tampoco apareció con un destello de luz ni se encarnó titilando como conjurada por el hechizo de un mago. No, en un momento no había nada y al momento siguiente la entidad estaba ahí, tan real y permanente como si hubiera existido en aquel extraño reino del averno hacía una eternidad.

Era un ser masculino, con pelo blanco y barba. Aunque se asemejaba a un humano, sus rasgos no eran ni hermosos ni feos, sino comunes, corrientes. No era un ente mortal. Ningún mortal podría compararse con tal divina creación. Llevaba una larga y holgada túnica negra que contrastaba con su perfecta piel de alabastro. El material de la tela parecía fundirse con el ser que la llevaba; ambos parecían confundirse, por lo que a Abdel le resultaba imposible precisar dónde acababa el atavío y dónde empezaba la figura. Los ojos del ser contenían las oscuras profundidades de la eternidad atravesada por deslumbrantes puntos de la luz más pura, como un cielo estrellado en una noche clara y despejada. El rostro era a la vez joven y anciano, omnipotente e inocente.

Pese a que Abdel medía más de dos metros de estatura, se veía pequeño al lado de aquel ser sobrenatural. La túnica de la entidad abarcaba todos los dibujos celestiales de las lunas y las estrellas. Bañado en su gloriosa presencia Abdel se quedó sin habla y sobrecogido durante unos segundos.

Cuando al fin recuperó la voz, solamente fue capaz de decir:

—Debo de estar soñando.

—Un sueño no tiene por qué ser menos verdad que eso que tú llamas mundo real —le aseguró el ser.

—¿Eres un dios? —preguntó Abdel, sin ser consciente de haber formulado la pregunta en su mente hasta que oyó que su propia voz resonaba en el vacío que lo rodeaba.

—No soy un dios sino un servidor de la Voluntad Divina. Existen poderes por encima de los dioses, Abdel Adrian.

Abdel sacudió la cabeza para tratar de disipar la niebla de pasmo que le impedía pensar con claridad.

—¿Dónde estoy? —Abdel estaba seguro que el magnífico ser que tenía delante conocía la respuesta. Tal vez conocía las respuestas a todas las preguntas.

—Estamos en un plano intermedio, Abdel Adrian —respondió el ser con su coro de voces armonizadas—. Entre lo que fue, lo que es y lo que puede ser. Aquí todo es posible pero nada existe de verdad.

—No… no lo entiendo. —Una parte de él mismo se sentía avergonzado por admitir su ignorancia ante aquel glorioso ser. Pero otra parte de sí mismo, un pequeño núcleo de dureza que guardaba en lo más profundo de su ser, sentía resentimiento hacia la criatura.

—No, aún no eres capaz de comprenderlo. —El ser pareció hablar para sí mismo, pero enseguida dirigió sus respuestas a Abdel—. Esto fue en otro tiempo el reino de Bhaal, una parte del Abismo asolada y marcada por el odio y la maldad que dejó tras de sí tu padre. Pero ahora Bhaal está muerto y ya no manda aquí.

Abdel consideró largamente la respuesta del ser sobrenatural, mientras éste esperaba inmóvil, radiante, deslumbrador. Cuando apareció Abdel había sentido que el esplendor de la criatura aplastaba su propia identidad, pero ahora ya no se sentía abrumado por su mera presencia.

—Tú me has traído hasta aquí, ¿verdad? ¿Por qué?

—Estás aquí tanto por mi voluntad como por la tuya, Abdel Adrian, aunque no seas consciente de eso, todavía. Estás aquí para prepararte.

—¿Prepararme para qué? —inquirió Abdel, aunque ya sabía la respuesta.

—Para tu destino. Para el legado de tu padre. Eres un hijo de Bhaal, Abdel Adrian. Tenlo presente y te conocerás a ti mismo.

La pequeña chispa de resentimiento se inflamó momentáneamente en el pecho del mercenario. Destino, el legado de Bhaal. Durante toda su vida, en todo lo que había visto y hecho, Abdel nunca se había topado con nadie que se pareciera ni remotamente a la criatura que se alzaba ante él. No obstante, aquel espectacular ser repetía la cantinela que Abdel había estado oyendo desde la noche en la que los secuaces de su hermanastro Sarevok habían matado a Gorion, su padre adoptivo.

Con un cansino suspiro empezó a plantear una serie de preguntas que ya le eran demasiado familiares.

—¿Cuál es ese legado? ¿Qué me depara el destino? ¿Y qué quieres tú de mí?

La entidad, hasta aquel momento físicamente perfecta en su inmovilidad estatuaria, movió ligeramente la cabeza. La ilusión se hizo pedazos. Pese a su deslumbrante aspecto, pese a su aparente omnisciencia, Abdel se dio cuenta de que el ser no tenía las respuestas. Nuevamente la chispa de resentimiento prendió en el musculoso pecho del gigantesco guerrero.

—Te he estado vigilando de cerca, Abdel Adrian —le dijo el ser—. El Inmortal que llevas en tu seno es fuerte. Los hijos de Bhaal aún tienen muchos caminos que hollar, y tú serás quien vaya en cabeza.

—¿Hijos? ¿Quieres decir que Imoen también está metida en esto? —inquirió Abdel con sorpresa.

—Tú e Imoen no estáis solos. Vuestro destino está ligado al de muchos otros.

—¿Y cuál es ese destino del que hablas? ¿Qué futuro me espera?

—Tu futuro aún está por decidir. Pero debes saber que el tiempo de la profecía se acerca. Hay gente dispuesta a destruirte a ti y a todos los de tu linaje. La traición acecha a cada recodo del camino, y tienes enemigos ocultos que traman tu muerte.

—¿Enemigos ocultos? ¿Quiénes? Dime quiénes son.

—Hay secretos que no me está permitido revelar. Estoy sujeto a fuerzas que los mortales no podéis llegaros a imaginar. Yo únicamente puedo guiarte en la busca de las respuestas, Abdel Adrian, pero no puedo dártelas.

»Busca a quienes comparten contigo la lacra de Bhaal y hallarás esas respuestas.

Los gritos de Jaheira lo despertaron.