SEIS
Las espadas de Gilead
La guerra tiende a limitar la duración de las amistades.
Puede que mis ojos sean viejos y estén nublados, pero sigo viendo la duda en vuestros rostros, como si lo que os he contado en esta noche de invierno sólo fuesen fantasías de un narrador. Si queréis que os diga la verdad, la maldición de algunas almas es haber nacido en la época equivocada.
Considerad lo siguiente: si Gilead Lothain hubiese llegado a este mundo un milenio antes, en una época mejor, probablemente su vida y hechos habrían sido adecuadamente registrados y celebrados en las crónicas de su bello pueblo, y le habrían conferido la fama de un héroe del que incluso vosotros habríais oído hablar.
Pero no fue así. Cuando respiró por primera vez con el azote de la comadrona, en la fría medianoche de un duro invierno, su noble raza antigua ya estaba desapareciendo. La civilización de ese pueblo, que en otros tiempos tuvo a la totalidad del mundo como su dominio, se había transformado en nada más que una sombra que moraba en la frontera de la vida. Los elfos eran seres de zonas periféricas, reliquias de tiempos más luminosos. Su sangre corría con más lentitud y se enfriaba, su rastro se desvanecía de la tierra; eran reemplazados por la tosca tribu más joven de los hombres. El legado de Ukhuan había sido erosionado por la historia, desgastado por la fatalidad. Incluso las grandes crónicas elfas eran, por aquel entonces, fragmentarias e incompletas, y eso en el caso de las que aún se conservaban.
Así pues, Gilead Lothain, último señor de Tor Anrok, no fue jamás un héroe famoso. Nunca se convirtió en el tema de canciones narrativas populares ni de poesías declamadas por poetas cortesanos. Sus hechos jamás fueron encuadernados en cuero de ante para ocupar un sitio prominente en una biblioteca palaciega. Su nombre nunca se transformó en proverbial; no se alude a él en los grandiosos poemas y sagas de nuestro tiempo. Su maldición es no ser más que un relato; una narración que los ancianos les cuentan a los jóvenes, sentados junto al fuego; un recuerdo, o el recuerdo de un recuerdo. Lo único que el mundo tiene ahora de él es una leyenda…, o en el peor de los casos, un disparate mal recordado; en el mejor, medias verdades infladas por las sucesivas narraciones de personas imaginativas. El resto está en blanco; es un rastro fantasmal, como la débil huella de una mano en el polvo: una vida que se atisba, de vez en cuando, de manera imperfecta y fugaz, en el penumbroso bosque de los rumores.
Excepto aquí, en esta morada. Aquí hay verdad, la verdad que yo conozco: unos pocos fragmentos de su larga vida triste. Y podéis confiar en que son más verdaderos que las leyendas. Os he contado la mayoría de ellos.
El último es el de Maltane o, más correctamente, el de la batalla de Maltane, también llamada el Cuento de las Trece Espadas, o de las doce, o de las catorce; depende de quién lo narre. En fin, las que sean.
Así pues, si el mayordomo me trae más vino y la mecha de la lámpara, y mi voz débil resiste, os contaré esa historia, que os aseguro que será la última. La tierra está llena de leyendas, pero pocas son más verdaderas o valiosas que ésta.
El invierno se había dulcificado para transformarse en primavera, una primavera que ya se aproximaba al verano. Gilead y Fithvael, que cabalgaban como sombras por la periferia de los territorios humanos, habían continuado siempre hacia el sur, vagando sin rumbo después del criminal engaño de Talthos Elios. Y ya el verano mismo, abundante y dorado, estaba a punto de marchitarse y caer bajo el frío toque del otoño.
Es posible saber los triunfos y las derrotas que habían arrostrado y compartido desde el horror de Talthos Elios.
Pero entonces, en la época de la cosecha, la casualidad, la más mudable y pequeña de todas las bendiciones divinas, condujo sus vagabundeos hasta Vinsbrugge, durante los festejos.
La cosecha había sido buena y las torres del grano, gigantes de piedra blanca con forma de colmenas agrupadas al borde de la ciudad, estaban llenas. Las serpenteantes calles de Vinsbrugge se hallaban adornadas con guirnaldas de maíz, serpentinas de lino y dioses de la cosecha hechos con paja dorada. Los sacerdotes de Sigmar habían organizado procesiones y ceremonias en la basílica de la ciudad, y los maestros del gremio habían comprado cohetes de pólvora y fuegos artificiales para iluminar la noche. Se celebraría una semana de acción de gracias, una excusa para la fiesta y el desorden; un momento alegre para marcar el final de un duro año.
Los albergues y posadas de Vinsbrugge estaban abarrotados de forasteros. Muchos eran comerciantes de grano que llegaban antes de tiempo para asistir a los mercados agrícolas anuales. Otros eran viajeros o trotamundos, atraídos por la exuberancia de la fiesta.
Dos de ellos no pertenecían a la humanidad. Los siseos y destellos de los cohetes en aquel anochecer de finales del verano, y el sonido de cantos, los habían atraído hasta Vinsbrugge desde un camino solitario que iba de norte a sur. Fithvael había comentado que esos sonidos le recordaban a los banquetes de victoria celebrados en Tor Anrok hacía una eternidad. No quedó claro si Gilead estaba de acuerdo con él, pero no se resistió cuando su viejo camarada dirigió sus pasos hacia las alegres luces de la pequeña ciudad.
Habían encontrado alojamiento, establos para sus corceles y anonimato en la bulliciosa muchedumbre, donde no eran más que otros dos viajeros encapuchados con ropas sucias de la cabalgata. Comían en los asadores que flanqueaban la plaza central, bebían durante toda la noche en tabernas del extremo norte de la población y dormían el día entero. Las doloridas y cansadas extremidades de Fithvael comenzaron a aliviarse por primera vez en meses; en años, no le cabía duda.
Esperaba —en realidad, les rezaba silenciosamente a los dioses de Ukhuan que se desvanecían— que el simple hecho de mezclarse en aquel hospitalario y alegre ambiente mitigaría la desdicha y la fatiga de su viejo amigo.
Gilead hablaba poco, y Fithvael sabía que las cicatrices de Takhos Elios le penetraban profundamente en el alma, donde formaban callos sobre los estragos causados por una existencia desdichada en sí misma. En más de una ocasión, Fithvael lo oía murmurar el nombre de Níobe en sueños, a través de la mampara de tela de cáñamo que dividía el dormitorio que habían alquilado.
No obstante, Gilead parecía dulcificarse. Miraba los fuegos artificiales nocturnos con ojos interesados, y a veces reía ante las cabriolas de los bufones de la cosecha que iban en las procesiones callejeras. Eran bufones de rostro blanco, vestidos con camisas de tejido de maíz: unos iban sobre zancos y otros daban volteretas, y algunos corrían hacia la multitud y golpeaban a las risueñas mujeres con bastones de fertilidad.
Fithvael se sentía alegre de ver que había algo de color en el rostro de Gilead, que su cuerpo consumido había recuperado algo de peso y que había luz en sus ojos. De momento, bastaría con eso.
En la quinta noche de festejos, se encontraban en una abarrotada posada de la calle de la Bolsa, donde compartían una botella de vino en una mesa situada en un rincón. Un prestidigitador había entrado de la calle y estaba entreteniendo a la muchedumbre con escamoteos de manos. En el ambiente había risa y mucho asombro.
Fithvael le estaba preguntando a Gilead si había pensado hacia dónde podrían ir cuando hubiesen acabado con Vinsbrugge y las fiestas, pero se dio cuenta de que el guerrero no lo escuchaba.
—¿Qué sucede? —preguntó el veterano, y Gilead bajó los ojos hacia su vaso.
—Nos están observando.
—¿Dónde?
También Fithvael ocultó la mirada mientras escanciaba más vino para ambos, pero sus ojos fueron de un lado a otro a toda velocidad.
—Desde el bar, en la otra punta. ¡Eh! Que no se te note tanto o se dará cuenta de que lo hemos visto. Está bebiendo solo y lleva una capa negra.
Fithvael se ajustó una bota y, mientras lo hacía, se fijó en el personaje descrito por su amigo. Alto, delgado, con la oscura capa envuelta en torno al cuerpo y la capucha baja para que le ocultara el rostro. La inconfundible forma de una espada larga abultaba bajo los pliegues de la capa.
—Estoy de acuerdo. En efecto, nos observa.
—Me parece reconocer su aspecto —murmuró Gilead, y luego sacudió la cabeza—. Acaba la bebida y marchémonos. No estoy de humor para problemas.
Vaciaron los vasos, se levantaron y se abrieron paso entre la muchedumbre hasta la puerta.
La calle de la Bolsa estaba oscura y fresca. Les llegaba una música alegre desde una taberna próxima, y la mayoría de los paseantes reían y caminaban con paso inseguro.
Se encaminaron hacia el extremo norte de la ciudad, cerca de las torres de grano, donde el aire olía a salvado y en él flotaba polvillo.
—Nos está siguiendo —susurró Gilead, cosa que Fithvael ya sabía sin necesidad de volverse a mirar.
A una señal tácita, se separaron y salieron de la calle empedrada en direcciones opuestas. Fithvael se escabulló dentro de un callejón y rodeó la tienda de un fabricante de fustas para luego volver sobre sus pasos y desenvainar la espada.
Gilead se desvaneció en las sombras y desenvainó la espada sin hacer ruido. Era agradable sentir el peso del arma en la mano. Se dio cuenta de que había pasado bastante tiempo desde la última vez que la había empuñado.
La figura encapuchada pasó de largo, y Fithvael salió a la calle por detrás de ella, dispuesto a…
Había desaparecido. El veterano maestro de esgrima se sintió de pronto al descubierto y ridículo en medio de la calle y con la espada desenvainada.
—¿De verdad estabas pensando en usar eso contra mí? —le susurró al oído una voz melíflua.
Fithvael se volvió, veloz como un destello, y alzó la punta de la espada hasta la garganta de la figura encapuchada que se encontraba detrás de él. Con serenidad, la figura enhebró algo en la espada, algo que se deslizó por la larga hoja afilada y se detuvo contra la empuñadura. Era un objeto de plata atado por un tiento de cuero: era el distintivo heráldico de Tor Anrok.
Fithvael profirió una exclamación ahogada, y la figura rió con suavidad y se quitó la capucha.
—Fithvael te tuin Anrok. Al instante, supe que eras tú por la manera de caminar. Ha pasado muchísimo tiempo.
—¡Por Ulthuan! ¿Nithrom?
—El mismo —respondió el sonriente guerrero elfo de la capa negra.
Tenía el largo cabello rubio atado hacia atrás, y bajo la capa llevaba una armadura que se ajustaba a las formas de su cuerpo, hecha con cuero verde. Continuaba sonriendo cuando se volvió a gran velocidad y alzó su larga espada plateada para bloquear la de Gilead. Saltaron chispas al tintinear el metal.
—¡Gilead! ¡Envaina tu espada! ¡Es Nithrom! Nithrom, ¿me oyes? ¿No lo conoces?
Fithvael se lanzó hacia adelante para interponerse entre ambos, pero Gilead lo empujó con la mano libre para apartarlo.
—Algo que tiene su forma, tal vez —gruñó el delgado elfo—; algo que usa su forma como una máscara destinada a engañarnos.
Gilead giró sobre sí mismo y describió un círculo con su arma de acero azul, que pasó como un borrón a causa de la velocidad, pero otra vez lo bloqueó la figura de la capa negra.
—Siempre tan cauto, hijo de Lothain. Eso es bueno; especialmente, en estos tiempos hostiles.
Gilead y el desconocido danzaron el uno en torno al otro como si fuesen la sombra del elfo que tenían delante. Gilead flexionó los dedos sobre la empuñadura del arma.
—Incluso la voz…, lo representas muy bien. Pero el Nithrom que yo conocía murió hace mucho tiempo.
—¿Estoy muerto? —preguntó el otro, riendo entre dientes—. ¿Cómo fue mi muerte? Siento curiosidad por saberlo.
—Te marchaste… —Gilead se corrigió—. Él se marchó de Tor Anrok hace veinticinco inviernos. Nunca se lo volvió a ver; ni una palabra, ni un mensaje, ni un rastro de su paso.
—Hay un mundo muy grande fuera de la torre, Gilead, hijo de Lothain. Perderte en él no hace que estés muerto. Dado que tú y Fithvael os encontráis aquí, en esta ciudad de baja estofa, ocultándoos como bandidos buscados por la justicia, era de suponer que ya habrías aprendido eso a estas alturas.
Gilead se lanzó contra el desconocido, y sus espadas chocaron seis veces en rápida sucesión. Cada impacto se debía a un golpe de Gilead que el otro paraba. El desconocido no hacía ningún esfuerzo por atacar.
—¡Gilead! —le siseó Fithvael a su viejo camarada—. ¡Te quiero como a un hermano, pero estás comportándote como un estúpido! ¡Este es Nithrom, sería capaz de jurarlo! ¡No eras más que un joven cuando él se marchó! Yo lo conocía bien, cazaba con él, practicaba con él, luchaba a su lado de vez en cuando.
—Y me enseñaste todo lo que sé de artesanía en madera y arquería —dijo Nithrom—. Tú eras la columna vertebral de los guerreros, Fithvael te tuin. ¿Qué triste giro del destino ha hecho que te encuentre siguiendo a este exaltado hasta los confines del mundo?
Fithvael suspiró, porque a veces él mismo se formulaba tal pregunta.
—No lo sigo… —respondió—. Viajamos juntos como camaradas. —Daba la impresión de que estaba intentando convencerse a sí mismo de lo que decía.
—¿Y qué tal van las cosas por Tor Anrok? ¿Y tu valeroso hermano, Galeth? ¿Y mi anciano señor, santificada sea su sabiduría, Cothoc Lothain?
Se produjo un silencio que sólo perturbaban los cantos ebrios procedentes de una posada de la calle siguiente. La luna creciente de la cosecha amenazaba al cielo oscuro como la espada curva de un goblin. La sonrisa desapareció del rostro de Nithrom.
—¿Gilead?
—Mi padre está muerto. Mi hermano está muerto. Tor Anrok no es más que una pila de piedras en un calvero invadido por las malas hierbas. —Gilead bajó la espada—. Como sabrías ya, si hubieses regresado alguna vez.
Fithvael no podía ver el rostro de Nithrom porque, de repente, éste bajó la cabeza y las sombras de la calle se lo ocultaron. Se oyó un choque amortiguado cuando la espada plateada cayó de la mano de Nithrom, lo cual hizo que Fithvael diera un salto. Un guerrero como Nithrom sólo dejaba caer la espada cuando lo vencía la muerte. De lo contrario, o la blandía o la tenía envainada.
Nithrom se alejó de ambos con la cabeza gacha. Fithvael avanzó, recogió la espada de plata con delicadeza y se volvió para mirar con enojo al ceñudo Gilead.
—¿Guardarás ahora la espada, estúpido? —le gruñó.
Gilead metió con lentitud la hoja de acero azul dentro de la vaina de cuero, y la espada de su hermano perdido susurró suavemente al entrar, como seda al frotar contra seda.
En la esquina de la calle de la Bolsa, donde se encuentra con la calle del mercado principal, había una pila de piedras de molino rotas y gastadas, descartadas por los graneros. Encontraron a Nithrom sentado sobre ellas, mirando la luna. Fithvael se sentó junto a él, y Gilead permaneció apartado, a solas, y los observó.
—¿Todo ha desaparecido? —susurró Nithrom, al fin.
—Todo.
—¿Todo? ¿Todo ha perecido?
Fithvael asintió con la cabeza.
—Es propio de este mundo que todos desaparezcamos y seamos olvidados —dijo Nithrom—. Nuestro tiempo ya ha pasado. Yo…, yo siempre había esperado, confiado en que Tor Anrok resistiría a la amenaza del tiempo. Lejos, en el extranjero, mientras seguía la senda que me había marcado el destino, abrigaba con afecto la idea de que la torre aún se mantenía en pie como la había conocido, esperándome, aunque yo no regresara jamás.
Fithvael vio lo arrugado y deteriorado que estaba el rostro de Nitbrom. El agotamiento y las preocupaciones habían dejado sus marcas en aquella cara antes hermosa. Tenían más o menos la misma edad, aunque Fithvael era, tal vez, unas pocas estaciones mayor. Nithrom era de sangre noble, el hijo del tío abuelo de Lothain. Había nacido en el seno de una familia de tradición guerrera, lo habían criado como leñador y, finalmente, había escogido ser explorador en el mundo exterior, para buscar y viajar en solitario.
Fithvael era de sangre inferior, el mayor de los seis hijos del maestro de armas de la corte de Tor Anrok. Pero habían sido amigos, y habían crecido juntos en las oscuras escaleras y aireados pasillos de la torre. El hijo de un soldado y el de un noble. Obligado por el servicio en las tropas de su señor, el destino de Fithvael había sido quedarse y servir de por vida en Tor Anrok, y había echado mucho de menos a su privilegiado amigo cuando éste se marchó. Lo había echado de menos y había envidiado su libertad. Ahora que él mismo había probado la libertad en seguimiento de Gilead, ya no le gustaba mucho. No quedaba nada que envidiar. Había salido de Tor Anrok como respetuoso miembro de la partida de guerra de Gilead, y en ese momento era el único que quedaba de ella. Se sentía agotado, exhausto. A despecho de la naturaleza longeva de su antigua raza, Fithvael se sentía viejo.
Le devolvió la grácil espada de plata a Nithrom, con la empuñadura por delante. El otro la cogió y la colocó atravesada sobre las rodillas.
—Cuando os vi a ti y al hijo de Lothain en la taberna, sentí alegría. Parecía que este día iba a ser el más feliz de muchos, pero ahora me encuentro con que es el más triste.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Gilead se encontraba entonces junto a él.
—Lamentarme —replicó Nithrom sin alzar la mirada. Gilead se sentó sobre las piedras de molino, al lado de Nithrom.
—No…, aquí. En este nido humano, mezclándote con ellos.
—Lo mismo que vosotros.
—Nosotros no tenemos ningún propósito, ninguna razón para estar aquí. Ninguna causa, nada que nos impulse, ningún… —La voz de Fithvael se apagó.
—Entonces, no estoy aquí por lo mismo que vosotros —respondió Nithrom—. Yo tengo una causa. Estoy aquí para comprar suministros, hacerme con recursos, recoger unas cuantas espadas más que sean buenas, si puedo.
Volvió el semblante hacia Fithvael, con una sonrisa —aún triste, pero sonrisa al cabo— formándose en sus labios.
—Quizá los dioses me trajeron hasta aquí, y también a vosotros. Tal vez, esté bien que nuestros caminos se crucen, a pesar del dolor que traiga el encuentro.
—¿Por qué? —preguntó Gilead desde el otro lado del veterano guerrero elfo—. ¿Qué causa te impulsa?
Al amanecer, Nithrom los condujo a una caballeriza situada junto al templo de Sigmar. El mozo de cuadra estaba abriendo los postigos y quitando los cerrojos, y la luz del sol penetraba en ella.
Dentro había tres carretas alineadas y cargadas al máximo de su capacidad. Sacos de grano, rollos de tela blanca de lino, hatos de flechas acabadas de hacer y tres docenas de arcos largos sin tensar, una caja de puntas de lanza, dos cajas de tachuelas de hierro, veinte frascos de aceite para lámparas y veinte de alcohol para masajes, un tambor de brea, un saco de candados, tres rollos de cuerda de cáñamo, cinco espadas y treinta dagas completamente nuevas, botes de higos salados y olivas en aceite, tiras de salchichas especiadas, láminas de tasajo vacuno y pescado seco, tres cajas de vino, dos barriles de cerveza…, y mas cosas. Cajas, sacos, bultos.
—¿Estás planificando una pequeña guerra? —bromeó Fithvael al ver la cantidad y naturaleza de la carga.
—Es precisamente lo que está haciendo —respondió Gilead con acritud.
Nithrom volvió la mirada, primero, hacia uno y, luego, hacia el otro, y le respondió a Fithvael con un triste asentimiento de cabeza.
—Una pequeña guerra… —murmuró.
Gilead dirigió la vista hacia Fithvael. Sus ojos tenían los párpados caídos y estaban oscuros.
—Nosotros nos marchamos ahora. Buen viaje, Nithrom.
—Gilead… —comenzó Fithvael.
—Ahora, amigo Fithvael. Tu antiguo compañero de esgrima se ha vuelto loco y no vamos a quedarnos para que nos arrastre en su demencia.
—Hazme un solo favor, hijo de Lothain —pidió Nithrom—. Quédate hasta que lleguen los demás. Luego, tomad una decisión.
—¿Los demás?
—Deben reunirse aquí conmigo. Vendrán. Al menos, hazme ese favor.
Era aún temprano y el sol naciente apenas asomaba entre inquietas nubes, cuando llegaron los primeros. El día iba a ser tibio, pero dentro de la ciudad aún hacía frío y las gotas de rocío destellaban en todas las superficies exteriores.
Un joven humano apareció en la puerta de las caballerizas, enmarcado por la luz. Era bajo y delgado, casi delicado, con una piel blanca y suave, que hasta el momento no se había visto importunada por la navaja del barbero. Llevaba una sobrevesta de color verde oscuro y calzones negros bajo una armadura de mala y placas grises y aceitadas, que obviamente había pertenecido a su padre o su abuelo porque estaba hecha para una constitución mucho más voluminosa. El espadón que llevaba envainado a la espalda parecía agobiarlo con su peso. Su cabello era rubio y muy corto, y Fithvael pensó que tenía aspecto noble, para ser humano. Le recordó al pobre Lyonen, que los dioses diesen paz a su alma. El joven tenía una gracilidad frágil, que más recordaba a un elfo que a un tosco y torpe humano. Sus ojos eran grandes y del color del cobre batido.
—¡Erill! —lo saludó Nithrom con alegría.
—Llego temprano —comentó el joven. Su voz era musical, dulce y fluida, aunque intentaba que fuese brusca—. No hay nadie. —Pareció que hacía deliberadamente caso omiso de Fithvael y el melancólico Gilead.
—Yo estoy aquí —protestó Nithrom con una sonrisa y un gesto de brazos abiertos que abarcaba toda la caballeriza—. Bienvenido, me alegro de verte.
Maese Erill pareció complacido con eso, y entró para luego sentarse cerca de las carretas al mismo tiempo que dejaba caer la pesada arma y el abultado zurrón.
—Este es Erill —fue cuanto dijo Nithrom.
Fithvael intercambió corteses inclinaciones de cabeza con el tímido joven. Gilead no hizo el más leve movimiento.
Pasó un cuarto de hora, y luego una voz habló desde las profundidades de la caballeriza.
—Buen resultado, por lo que veo.
Todos se volvieron. Erill se levantó a toda prisa y también Fithvael se incorporó al ver al recién llegado, mientras Nithrom avanzaba para recibirlo.
Había entrado por la puerta trasera de la caballeriza, como si no se fiara de las calles de la ciudad, ni siquiera a hora tan temprana. Se trataba de un humano flaco, con gran poder en sus largas extremidades, ataviado con una armadura de cuero bien ajustada y un camisote de fino cuero con tachones. Su cabello era del color de la cebada descolorida por el sol, y llevaba la espada, el escudo y el casco sujetos a la espalda.
—¡Vinze! —lo saludó Nithrom—. Siempre sigiloso.
Se estrecharon la mano, y el recién llegado recorrió la caballeriza con su dura mirada azul, deteniéndose en Gilead y Fithvael. Pareció no hacer caso del joven humano.
—¿Quienes son éstos? —En su acento había un deje Reiksland.
—Compañeros míos —fue la simple respuesta de Nithrom.
—Elfos —dijo Vinze, como si oliera un perfume que flotaba en el aire—. Por la pinta. A pesar de todo no confio en ellos…, sin ánimo de ofender, señor.
—No hay ofensa —replicó Nithrom con una ancha sonrisa—. Yo sigo sin confiar en los ladrones, así que eso nos deja empatados.
—¿Todavía no ha llegado nadie más? —preguntó Vinze después de dejar su zurrón en el suelo—. ¿Y el de Norsca? ¿Y ese bufón bretoniano?
—Vendrán.
—Apuesto a que todavía estarán durmiendo la nochecita pasada en las tabernas —comentó Erill, intentando parecer masculino y escéptico, con ese tono cansado de la vida que a los humanos les resulta tan atractivo.
Vinze continuó haciendo caso omiso de él. El nativo de Reikland avanzó hasta una pila de sacos y se dejó caer sobre ella.
—Despertadme cuando estéis preparados para marchar.
Pasaron otros treinta minutos, y se agitaron unas sombras en el sol cada vez más fuerte del exterior del establo. Dos jinetes frenaron a sus cabalgaduras, desmontaron y entraron en la caballeriza; eran hombres fornidos y bajos, de las provincias del Imperio, que llevaban pesadas armaduras color latón, con tabardos negros y blancos. En sus escudos se veía el toro rojo de Ostland. Cuando se alzaron las viseras, de modo simultáneo, Fithvael vio rostros cuadrados casi idénticos.
—Dolph, Brom, bienvenidos.
Los de Ostland saludaron a Nithrom con asentimientos de cabeza, y se ocuparon de entrar a sus caballos para ponerlos a la sombra y llenar sus odres de agua. Se movían de una manera extraña, como reflejos el uno del otro; era el tipo de sincronía que sólo podía darse entre hermanos gemelos. Fithvael vio que, por primera vez, Gilead parecía vagamente atento. Observaba a los gemelos como si estuviese recordando.
El de Carroburgo apareció pocos minutos después. Alto y de cabello oscuro, con una barbita de chivo muy corta y rostro cruel, se limitó a entrar en la caballeriza y a arrojar su casco y espadón a dos manos en la parte trasera de una carreta, junto con su zurrón de cuero. Llevaba la ropa con mangas y perneras acuchilladas y abullonadas —de color rojo oscuro—, propia de los hombres de armas de Carroburgo, y su peto negro estaba pulido como un espejo.
—Maese Cloden —lo saludó Nithrom con un asentimiento de cabeza.
El hombre del espadón respondió con una inclinación de cabeza y fue a sentarse en solitario, en un rincón de la caballeriza. A esas alturas, los guerreros gemelos de Ostland estaban jugando a cartas con Erill, y Vinze parecía dormir. Gilead continuaba sentado como una estatua, cerca de la puerta.
—¿Cuándo vas a explicar la…? —comenzó Fithvael.
—Cuando esté preparado —respondió Nithrom.
Una trompeta sonó en el exterior de la caballeriza, una fanfarria más ruidosa que musical. Todos se movieron, e incluso Vinze despertó.
El caballero bretoniano, montado sobre su enorme caballo de guerra, pareció llenar la entrada. Llevaba una armadura cromada, que destellaba al sol, y un enorme penacho de plumas de color rojo amoratado en lo alto del casco. A su lado, un hosco escudero medio calvo y montado sobre un palafrén, volvió a tocar la fanfarria en un cuerno penosamente curvado.
—Su más magnífica y alabada señoría, ¡el victorioso guerrero Le Claux! Dadle la bienvenida, nobles gentes… —La declamación del escudero se apagó con tono cansado.
Le Claux, enorme y brillante con su armadura, parecía tener problemas para desmontar, y el escudero tuvo que bajar con rapidez de su cabalgadura, pequeña y ancha, para ayudarlo. El caballero entró resonando en la caballeriza como si no hubiese sucedido nada impropio, y estrechó la mano tendida de Nithrom. Se levantó la pesada visera, imprecó cuando la misma volvió a cerrarse, y la levantó otra vez. Fithvael vio un rostro apuesto y bien cincelado, que parecía cansado y abotagado.
—¡Mi querido Nithrom! ¡Estoy dispuesto para cabalgar contigo hasta la boca del infierno y regresar, por la gloria! ¡Por eso, propongo un cordial brindis!
Le Claux sacó una bota de vino de su arnés, y se echó una buena cantidad a la boca. Luego, avanzó hasta donde se encontraban reunidos los demás, y les ofreció la bota. Vinze, que estaba sentado sobre los sacos, fue el único que la aceptó. El escudero se acercó a Nithrom.
—No empieces siquiera a preguntarme cómo he logrado traerlo hasta aquí a hora tan temprana —le susurró—. Y por el bien de todo el mundo, no le deis nada afilado.
—La Dama rendirá honor a tu cumplimiento del deber, Gaude —sonrió Nithrom.
El escudero Gaude sugirió alguna obscenidad que la Dama podría hacer, en lugar de rendirle honor, y se alejó.
—¿Quiénes, en nombre de todo lo sagrado, son estos miserables don nadie? —preguntaron Fithvael y Gilead, turbados.
Una mujer guerrera kislevita llamada Bruda fue la siguiente en llegar. Abrió de un sonoro empujón las puertas de las caballerizas, vestida con una túnica de cota de malla que le llegaba a las rodillas y botas altas, y con la melena de cabello pelirrojo flotando a su espalda. Era tan alta como cualquiera de los hombres presentes, y casi igual de ancha y musculosa. El curvo sable rebotaba contra su cadera, dentro de la vaina. Fithvael sabía que los humanos solían tener una constitución más corpulenta que los elfos, pero jamás había visto una mujer de esa estatura. Parecía enorme, como una diosa que caminara por la tierra. Olía a sudor y casi derribó a Erill con una palmada en los hombros. Le Claux le ofreció la bota de vino, y ella la vació con una atronadora carcajada y un sonoro eructo. Luego, se puso a probar la elasticidad de los nuevos arcos, doblándolos a mano contra su empeine. En sus brazos se hinchaban unos bíceps como pomelos mientras ella curvaba y soltaba los arcos de madera. Uno se partió.
—¡No son muy buenos, Níthrom! —bramó con una voz cargada de fuerte acento—. ¡Muy malos! Creo que tendremos problemas si usamos esto, sí.
—Servirán, Bruda —respondió Nithrom con calma—. Y sé que tú te harás el tuyo propio con la madera del lugar, cuando lleguemos.
—¡Aquí llega! —interrumpió Vinze.
Un monstruo de barba negra entró por las puertas de la caballeriza, dando traspiés. Era el humano más corpulento que Fithvael había visto en toda su vida, ataviado con sucio cuero y coraza hecha de discos de metal negro azulado, y arrastraba detrás de él sus armas y un casco que cubría la totalidad del rostro. Una profunda herida antigua de espada marcaba su tosco semblante, oculta a medias por la barba. Decididamente, Burda no era la más grande de la compañía. El recién llegado estaba obviamente borracho; eructó sin disimulo y se apoyó en el aterrorizado Erill para no caerse. Se puso el deslustrado casco, que tenía una feroz y gruñente boca.
—Pongámonos a ello, ¿queréis? —ladró.
Era nativo de Norsca. Su hacha era gigantesca, y se le cayó varias veces. Se llamaba Hargen Hardradasson, pero prefería que lo llamaran Harg.
Madoc, el último en presentarse, llegó a caballo justo antes de mediodía. Rubio y muy fuerte, llevaba la piel de lobo de Ulric sobre la armadura. El viejo martillo de guerra se balanceaba colgado de correas, a un lado de la silla.
Madoc no se disculpó por haberlos hecho esperar, sino que se limitó a saludarlos con el acento entrecortado y áspero de Middenheim. «En su actitud, hay algo escéptico —pensó Fithvael—, más aún que en el burlón Vinze o el desdeñoso Cloden».
Mientras el grupo se reunía y preparaba para marchar, unciendo animales de tiro a las horcas de las carretas, Nithrom avanzó hacia Gilead.
—¿Lo ves ahora?
—He esperado como me has pedido. He visto quién ha llegado.
—¿Y?
—Si tienes intención de librar una, guerra, aunque sea una guerra pequeña, con ellos, vas a perder.
—Has dicho bien. ¿Por qué piensas que te pedí que esperaras? ¿Por qué crees que os necesito?
El grupo salió de Vinsbrugge en la primera hora de la tarde, cuando las campanas del viejo templo daban un solo tañido. El aire era cálido, quieto y limpio, y el cielo estaba azul como flor de maíz, sin una sola nube.
Eran nueve jinetes a caballo, tres carretas tiradas por yuntas de caballos de tiro y caballos de refresco atados a la parte trasera de los vehículos. El joven Erill, el escudero Gaude y el hombre de Norsca, el bestial Harg, viajaban en las carretas. Las calles no estaban concurridas, y llegaron hasta el puente sur sin llamar mucho la atención de los habitantes de la ciudad.
Fithvael fue el último en ponerse en marcha, pues se demoró un poco en la puerta de la caballeriza.
—Voy a ir con ellos —dijo—. Quiero ir.
—Morirás, y nunca encontraremos a Níobe ni a nuestra gente —gruñó Gilead.
Se hallaba de pie en la penumbra de la caballeriza vacía, una silueta oscura como un fantasma.
—Tal vez. Pero prefiero morir con un propósito que continuar cabalgando en dirección al vacuo final hacia el que nos dirigimos. Nithrom nos necesita de verdad.
Gilead frunció el entrecejo.
—No es eso lo que necesita Nithrom…
Fithvael le volvió la espalda. Conocía aquel tono, el negro humor que anunciaba, pues había hecho frente a esos estados de ánimo con demasiada frecuencia.
—En ese caso, deberás arreglártelas solo, Gilead.
—Lo haré.
Fithvael se subió a la silla de su yegua, y se volvió a mirarlo por última vez.
—Ven con nosotros.
Le respondió el silencio.
—Pues adiós, Gilead Lothain.
El veterano elfo hizo girar a su corcel y se alejó a medio galope, tras los otros.
Nithrom, montado sobre un esbelto corcel negro, cabalgaba a la retaguardia del grupo, en espera de que Fithvael les diese alcance.
—Lo lamento —dijo.
—No lo lamentes, Fithvael te tuin. No puedes fijar su destino por él. Gilead tiene que recorrer su propia senda.
Continuaron al paso, el uno junto al otro. En vanguardia, Le Claux estaba intentando conseguir que todos cantaran un canon. Cuando nadie aceptó la propuesta, se puso a cantarlo él solo, intentando hacer las partes de voces superpuestas con una sola voz. Bruda y Harg lo abuchearon estrepitosamente, y algunos de los otros se echaron a reír.
—Sin embargo, me siento culpable, Nithrom. Es casi como si lo abandonara, después de todo lo que hemos pasado juntos.
—Es comprensible, pero tampoco él puede marcar tu destino. Es un alma testaruda y melancólica. Le has dado los mejores años de tu vida, Fithvael, y sin embargo no lo has cambiado. Tal vez, ahora, sea mejor que sigas tu propio camino.
En ese momento, avanzaban sobre las tablas del puente sur. Destellantes libélulas zumbaban entre los juncos que se mecían debajo de la barandilla.
—Tal vez… —aventuró Nithróm—, tal vez también te sientes triste porque sabes que él tiene razón.
—¿Qué? —Fithvael parecía sobresaltado.
—Él considera que esto es una misión estúpida, que estoy conduciendo a este grupo hacia una batalla que no puede ganar. Tal vez sabes que tiene razón, y odias el hecho de que la lealtad que te une a un viejo amigo te haga abandonarlo para cabalgar hacia la muerte.
Fithvael frunció el entrecejo.
—Yo… no lo creo así. —Se produjo una larga pausa—. ¿De verdad cabalgamos hacia nuestra muerte?
Nithrom se echó a reír.
—Yo no lo creo…, o yo mismo no lo haría. Pero muchos podrían pensar que tenemos las probabilidades en contra.
Fithvael sacudió la cabeza.
—Estoy contigo en eso, Nithrom te tuin. Parece la cosa más correcta de hacer.
Nithrom asintió y sonrió.
—Tal vez sólo estaba poniéndote a prueba —dijo.
Fithvael rió entre dientes, y echó una última mirada hacia atrás, más allá del puente de madera, hacia la periferia de la ciudad de los molinos.
Pero no vio lo que anhelaba ver con todo el corazón: un jinete solitario que cabalgara tras ellos.
Cuando la compañía se había reunido en la caballeriza, Nithrom había descrito brevemente la naturaleza de la empresa, aunque el tema ya era conocido por la mayoría de los reclutados. Debían cabalgar hacia el sur y ofrecerle protección a un pequeño asentamiento llamado Maltane, que cada año era atacado por compañías de mercenarios de Tilea que regresaban a casa tras la temporada de lucha. La mayoría de los años, Maltane había sobornado a los atacantes con productos agrícolas, provisiones y oro, pero ese año la cosecha había sido pobre y los cofres de la población estaban casi vacíos. No tenían nada con que pagar a los soldados mercenarios de Tilea.
Así pues, habían decidido usar el poco oro que les quedaba para contratar mercenarios que defendieran el asentamiento. Nithrom, que alquilaba su espada por tal zona, se había hecho cargo de la empresa y había viajado al norte para reclutar espadachines bien dispuestos. La compañía y sus magras provisiones eran lo mejor que había conseguido.
—¿Apenas una docena de guerreros contra una compañía de mercenarios? —había murmurado Gilead después de oír a Nithrom. No dijo nada más, pero sacudió la cabeza con aire triste.
—¿Es que no tenéis valentía, seres del bosque? —había preguntado Vinze con aspereza al mismo tiempo que se levantaba del lecho de sacos.
—Tanta como tú; de eso, estoy seguro. No obstante, está claro que tengo más cerebro.
Durante un terrible momento, Fithvael había pensado que podría estallar una pelea. Pero Vinze se había limitado a dejarse caer otra vez sobre los sacos.
—No lo necesitamos, Nithrom —había murmurado.
Otros —como Harg y la diosa kislevita— sólo asintieron con la cabeza. A Fíthvael le pareció que estaban todos demasiado agotados, como si sólo fuesen capaces de desenvainar la espada y mostrar enojo si había oro por medio.
Le Claux, sin embargo, se había puesto de pie y se había pavoneado mientras las piezas de su armadura chocaban las unas con las otras.
—¡Fanfarrón! ¡Desgraciado! —había declamado mirando al indiferente Gilead—. ¡Retira el insulto que has lanzado contra este buen compañero, o te mataré!
Todos, incluso Fithvael, habían, sido incapaces de resistir la risa ante el desafio del de Bretonia, expresado con palabras tan cortesanas. Le Claux vaciló ante las carcajadas.
—Siéntate y cállate —le había espetado Gaude con crueldad, y Le Claux se sentó con un estruendo metálico.
Pero, a pesar de todo, había animosidad. El hombre moreno de Middenheim, Madoc, y el de Carroburgo habían mirado a Gilead con manifiesto desprecio. También estaba claro que nadie quería pelearse por el asunto —su naturaleza mercenaria estaba tan cansada como la de los otros—, pero el insulto de Gilead les había escocido.
Estaban en camino, ascendiendo entre los campos de cultivo cubiertos de doradas plantas de maíz y tierra seca. Un dosel de profundo bosque verde los aguardaba en lo alto de la cuesta. Las mariposas blancas revoloteaban en torno a ellos y por las flores silvestres que crecían en las cunetas que bordeaban el camino.
—¿Qué tamaño tiene esa población, Maltane? —preguntó Fithvael.
—Es pequeña. Tiene un molino, una taberna, un templo, cincuenta familias. Trescientas personas como máximo.
—¿Defensas?
—Tienen un foso exterior en torno al asentamiento, y un montículo interior con empalizada donde se alza el templo.
—¿Hay pozo de agua dentro del recinto del templo?
Nithrom se encogió de hombros.
—Nunca he tenido motivos para preguntado.
La intranquilidad de Fithvael aumentó. Si llegaban a sitiarlos en la empalizada interior sin agua…
—¿Cuántos mercenarios componen la partida?
—Varía. El año pasado eran doscientos.
—Doscientos… contra doce, si cuentas a Gaude.
—Puedes volverte cuando quieras —le respondió Nithrom alegremente, al ver la expresión de su rostro.
Entraron en la linde del bosque formado por piceas, citisos, olmos y hayas añosos con espeso follaje. Los pájaros cantaban entre las manchas de sol, bajo el tranquilizador dosel verde. Vieron ciervos varias veces, tímidos, que desaparecían a gran velocidad de los calveros cercanos al camino.
Bruda sacó un curvo arco y abatió a uno con experta gracilidad veloz. Esa noche, al menos, comerían.
La senda descendía en espiral a lo largo de varias leguas. Cruzaron rumorosos arroyos que chapoteaban sobre lechos de piedras musgosas bajo las curvadas ramas de retorcidos olmos. Dos veces pasaron ante grupos de antiguas piedras erectas, cubiertas de líquenes y olvidadas en la antigua tierra forestal. Algunas de las piedras tenían marcas grabadas en ellas, obras de talla desgastadas hasta casi desaparecer por la lluvia y la escarcha: espirales, soles, estrellas, diosas.
Fithvael vio que Nithrom inclinaba reverentemente la cabeza al pasar ante cada piedra. Madcc también lo hacía, aunque presumiblemente por una razón diferente.
A última hora de la tarde, cuando las sombras comenzaban a alargarse, llegaron a un arroyo más ancho. Palomas torcaces y cucos trinaban y arrullaban en el bosque silencioso. Abrevaron los caballos en un vado cubierto de guijarros. El agua era transparente como cristal líquido, y las piedras estaban todas pulimentadas; oscuras y brillantes bajo la corriente, pálidas y opacas fiera de ella.
Las moscas zumbaban en torno a los caballos mientras bebían. La compañía desmontó para estirar las piernas.
Varios del grupo estaban rellenando odres de agua. Vinze y Cloden se retiraron ambos para tumbarse sobre la lozana hierba que bordeaba el arroyo. Harg hundió la enorme cabeza en el agua, y al sacarla y sacudirse como un perro proyectó al aire una nube de bolitas plateadas.
Le Claux se alejó paseando entre los árboles. Dolph y Brom, los guerreros gemelos, se sentaron a jugar a dados. Bruda comenzó a destripar el ciervo que había cazado. Fithvael se encaminó hacia el nervioso Erill.
—Te reemplazará para conducir la carreta, si quieres.
El joven pareció sorprendido ante la oferta, sorprendido incluso por el hecho de que alguien del grupo le hablase.
—Gracias. Me gustaría cabalgar un rato.
Fithvael asintió con la cabeza y ató la cabalgadura a la parte trasera de la carreta mientras Erill soltaba su desnutrido caballo.
—¡Cambio de conductores! —anunció Nithrom al ver eso—. ¿Quién más hará turno?
Brom y Dolph se ofrecieron, y cambiaron puestos con Harg y Gaude.
Fithvael subió, se instaló en el asiento de la carreta y desató las riendas.
—¿Continuamos? —le preguntó a Nithrom.
—Espera —le dijo el viejo explorador con tono misterioso mientras observaba los árboles que los rodeaban.
Fithvael se retrepó, dejó caer las riendas sobre su regazo y esperó. Pasaron veinte minutos. El grupo comenzó a reunirse y regresar a las monturas. Incluso Le Claux reapareció entre los árboles con un aspecto algo perplejo y restos de hierba metidos en las articulaciones de la armadura.
De repente, Vinze se volvió y desenvainó la espada en un abrir y cerrar de ojos. Fithvael se sobresaltó. ¿Cómo podía un humano reaccionar con tal rapidez? ¿Qué había visto? En las manos de Bruda y Madoc también aparecieron armas de modo súbito, y ambos se pusieron a observar la misma zona de la línea de árboles.
«¿Estoy haciéndome tan viejo —se preguntó Fithvael— que no veo las señales?». Entonces podía oír movimiento en el sotobosque, sonidos que al menos tres integrantes del grupo habían percibido antes que él.
—Envainad las armas —les dijo Nithrom con voz imponente pero serena, y avanzó hacia el origen del sigiloso movimiento.
Por un momento, por un momento maravilloso, Fithvael pensó que Gilead se había reunido con ellos.
Pero el guerrero elfo que salió de entre los árboles conduciendo a su hermoso semental acorazado de acero no era el hijo de Tor Anrok. Era una inolvidable figura cubierta por la pulida armadura de Ithilmar plateado, con un penacho rojo y orgulloso, un noble elfo como salido de un mito.
—Bienhallado, Caerdrath Eldirhrar tuin Elondith —dijo Nithrom en el alto idioma elfo.
—Bienhallado, en efecto, Níthrom te tuin Anrok. Me alegro mucho de que me hayas esperado. —La voz del elfo recién llegado era musical y suave.
Nithrom miró a la compañía que lo rodeaba, y continuó hablando en el idioma propio de los humanos.
—Nuestra espada número trece, Caerdrath. Le pareció mejor reunirse con nosotros aquí. Las ciudades humanas no son para él.
El grupo lo miraba con asombro, y Fithvael sabía por qué. Para él era raro posar los ojos sobre un auténtico hijo de Ulthuan, y mucho más lo era para aquella chusma pintoresca.
—En ese caso, cabalga hacia el sitio equivocado —se burló Vinze, de repente.
Caerdrath alzó los ojos hacia el flaco espadachín humano. Sus ojos, protegidos tras las ranuras del casco, eran brillantes como el fuego.
—Normalmente, no lo haría por propia voluntad, soldado, pero tengo una vieja deuda con Nithrom, y por eso estoy aquí con él.
—¡Elfos! —escupió Vínze, y les volvió la espalda.
Entonces, montaron y continuaron la marcha; atravesaron el vado y se alejaron con lentitud hacia el bosque del otro lado. Caerdrath cabalgó durante un momento junto a la carreta de Fithvael.
—Hermano —dijo Caerdrath al mismo tiempo que ladeaba la cabeza.
—Me llamo Fithvael, también de Tor Anrok. Es agradable encontrarse contigo en este día.
Caerdrath asintió con un movimiento de cabeza, espoleó a su hermoso corcel y se adelantó por la senda.
La noche de verano cayó tarde y con lentitud, y los vencejos comenzaron a pasar como dardos contra el cielo cada vez más oscuro, entre las siluetas de los árboles. El grupo acampó en una hondonada, cerca de un pequeño lago forestal. Cuando salieron las estrellas, el ciervo de Bruda ya se asaba espetado sobre un fuego.
Nithrom organizó los turnos de guardia, pero dejó fuera de ellos a Le Claux, que había estado bebiendo de la bota desde el anochecer y entonces roncaba junto a la hoguera. Fithvael cayó en un sueño ligero, pero tranquilo, envuelto en su remendada capa de viaje, muy gastada.
Brom lo despertó de una sacudida en lo más hondo de la noche, para que hiciera su turno de guardia. Hacía fresco, y el fuego estaba bajo. Fithvael se levantó, estiró las extremidades, bebió un sorbo de agua de su frasco y describió un círculo por el campamento dormido, con paso silencioso entre el sotobosque. Las lechuzas que andaban de caza ululaban en el bosque oscuro que los rodeaba. El disco del cielo nocturno de lo alto era tan claro y estaba tan lleno de estrellas que parecía plata batida.
Fithvael flexionó las doloridas extremidades. El aire de la noche estaba en calma, no soplaba brisa y no se oía más sonido que el de las lechuzas, el susurro de insectos nocturnos y el crepitar del fuego. Las mariposas nocturnas revoloteaban en torno a las llamas como copos de nieve llevados por el viento.
El veterano guerrero reparó en que Caerdrath no estaba. De alguna forma, eso no lo inquietó, pues no había esperado que el noble elfo compartiera con ellos el campamento.
Fithvael sabía que tenía que hacer la guardia con el humano de Carroburgo, Cloden, a quien en ese momento vio acechando en el bosquecillo de lo alto de la hondonada. Halló un sendero que ascendía hasta donde estaba el humano a través de helechos altos hasta la rodilla.
Cloden volvió la cabeza al oír que el elfo se aproximaba, un gesto brusco que se relajó al distinguir el rostro de Fithvael. El hombre se había quitado el peto negro pulimentado y el justillo de mangas abullonadas, y su espadón estaba clavado de punta en la tierra, a su derecha, como un pequeño arbolillo. A despecho de lo agudos que eran sus ojos, Fithvael podía ver muy poco del rostro de Cloden; apenas una insinuación de su piel pálida entre la oscuridad del cabello y la perilla. Los ojos de Cloden eran huecos, carentes de luz y nada cordiales.
Fithvael se detuvo junto a él e intercambiaron inclinaciones de cabeza. Cloden le ofreció un frasco de schnapps de manzana de Nuln, y un sorbo de dicho licor, a pesar de ser tosco para las pautas elfas, entibió el vientre del veterano guerrero.
—¿Algo nuevo?
Cloden negó con la cabeza.
—Dudo que encontremos mucho por aquí fuera.
Un corto grito tartamudeante se alzó detrás de ellos desde el campamento, y ambos se giraron bruscamente. Le Claux volvió a gritar en sueños, se retorció con aspecto angustiado, y luego se quedó de nuevo inmóvil.
—Me preocupa —fue el breve comentario de Cloden cuando se relajaron.
—¿Te refieres a lo mucho que bebe?
—No tanto el hecho de que beba como el motivo por el que bebe.
Se produjo un largo silencio.
—No esperaba que te unieras a nosotros —comentó Cloden, al cabo—; no, cuando tu camarada nos hizo un desaire tan grande. Pensaba que te marcharías con él.
Fithvael alzó los ojos hacia el brillante zodíaco del cielo, como si en él pudiese leer algún augurio.
—También yo lo pensaba —respondió, al darse cuenta de eso por primera vez.
—¿Y por qué no lo hiciste? Creía que los…, los de tu raza —era como si no pudiera pronunciar la palabra— estabais unidos íntimamente por la tradición.
—Lo estamos. Gilead y yo estamos unidos por muchos años, muchos problemas. ¿Has tenido alguna vez un camarada así?
—Nunca. Nunca he tenido tiempo para eso. La guerra tiende a limitar la duración de las amistades.
—Es muy cierto. La guerra… y el tiempo.
Cloden asintió.
—¿Por qué, pues? ¿Por qué lo dejaste en Vinsbrugge y emprendiste este camino? Después de todos esos años y problemas, quiero decir.
—Creo que precisamente debido a todos esos años y problemas —reflexionó Fithvael—. En todas las vidas llega un momento en el que tienes que echar cuentas y preguntarte cuál es el mejor sendero hasta la tumba para ti. Me pareció que ya había viajado hasta muy lejos con Gilead. Era un camino vacío. La senda de Nithrom, al menos, tenía un propósito. Además, tengo una deuda con Nithrom.
Al oír eso, el de Carroburgo se echó a reír con carcajadas roncas y ásperas.
—¿Hay alguien en esta compañía que no le deba nada? ¿Acaso no es por eso, en verdad, por lo que todos cabalgamos con él hacia la muerte?
—¿Crees que es eso lo que nos aguarda en Makane?
—Es muy probable —respondió Cloden. El grave timbre nasal de su acento hacía que las palabras pareciesen aún más amargas—. Y si no nos espera la muerte, tampoco nos espera la gloria.
Fithvael estaba a punto de responder cuando Cloden se tensó y sacó la espada de la marga donde estaba clavada. A la luz de las estrellas, el arma brilló como el hielo. El hombre estaba muy encorvado, como un lobo al acecho.
Fithvael no necesitaba preguntarle por qué actuaba de ese modo, ya que también él lo había oído: un sonido bajo y merodeante, que ascendió hasta ellos desde el bosque del otro lado de la hondonada. En realidad, no era un sonido en absoluto, sino más bien un temblor en el aire, un suspiro fantasmal que se estremecía en el límite de la gama auditiva.
Volvió a oírse, y quedó flotando en el quieto aire de la noche. Era tan sutil y delicado como el sonido de la escarcha al deshelarse, e igual de frío. Llegaba del pequeño lago.
Los dos descendieron entre los árboles negros. En el aire había un aroma que Fithvael no lograba identificar del todo, y un helor que aumentaba cada vez más.
Ante ellos, a través de las siluetas gris oscuro de los árboles, el óvalo del lago relumbraba como un espejo de plata, brillante a la luz de las estrellas. Un velo blanco de niebla flotaba alrededor de la orilla y se movía como un fantasma entre los árboles. Cloden corrió hasta ocultarse detrás del ancho tronco de un roble para tener una mejor vista, y Fithvael se deslizó hasta quedar a su lado. Sintió que el humano estaba a punto de proferir una exclamación, y le tapó diestramente la boca abierta con una mano.
Debajo de ellos, el noble elfo, Caerdrath, se encontraba de pie en el agua, sumergido hasta los muslos, vestido sólo con una túnica de luminae. Parecía que la luz estelar confería fosforescencia a su delgado cuerpo. La plata destelló cuando él alzó la espada antigua del agua y la sostuvo en alto. Cadenas de brillante agua danzaron a lo largo de la hoja y bajaron por sus brazos.
Cloden tironeó de Fithvael con el fin de liberarse y avanzar, pero el veterano guerrero apretó con más fuerza y arrastró al humano de Reikland hacia atrás para alejarlo del pequeño lago.
Cuando se encontraban ya a una buena distancia, Fithvael soltó al humano.
—¿Por qué me has detenido? —siseó Cloden.
—Porque no debíamos entrometernos. Caerdrath está bautizando su espada para la guerra, como se hacía en tiempos antiguos. No sería correcto que nos entrometiéramos.
Cloden pareció insatisfecho con la explicación, pero no hizo ningún intento por volver sobre sus pasos.
—¿Y tú no deberías hacer lo mismo? —preguntó con tono de burla.
—Las costumbres de Caerdrath me resultan tan… extrañas como a ti.
Cloden se volvió para echar una última mirada ladera abajo, hacia el pequeño lago. Una vez más, la rara nota vibró en el aire.
Cloden escupió hacia los helechos y volvió a ascender hasta su puesto de guardia.
Fithvael lo siguió pasados unos momentos. Sabía que nunca olvidaría lo que acababa de ver: un atisbo del pasado lejano, de las antiguas costumbres, de las tradiciones y conocimientos que él y sus parientes occidentales habían olvidado hacía muchísimo tiempo. Lo hacía sentir honrado y humilde a la vez. Y lo hacía sentir más viejo y agotado que nunca antes.
* * *
El amanecer llegó pronto, tan pálido y duro como el acero. Despertaron con niebla y trinos de pájaros, y cuando el sol ascendió y disipó la niebla, ya se encontraban otra vez en marcha, con Erill, Gaude y Harg en las carretas. Le Claux cabalgaba en silencio, inclinado con desgarbo en la silla, como si tuviese una profunda depresión, dolor de cabeza, o ambas cosas. En varias ocasiones se retrasó con respecto al grupo. En un recodo del camino, media hora después de que partieran, Caerdrath se reunió con ellos, nuevamente acorazado, tan deslumbrante y fresco que los hizo sentir a todos sucios y desaliñados.
Continuaron adelante a través de praderas bien regadas y hacia planicies más altas, donde viejas terrazas de viñas, pasturas llenas de florecillas silvestres y descuidadas plantaciones de limoneros estaban volviendo al estado silvestre. Las alondras, muy en lo alto e invisibles, cantaban en el cielo azul pálido.
El sendero rodeaba un grupo de losas donde un niño medio desnudo y sucio, con veinte cabras de ojos rasgados, los miraron pasar con silenciosa perplejidad. Una hora más tarde la senda describió un bucle en torno a una torre redonda amurallada que en otros tiempos defendía aquel escarpado territorio empobrecido, aunque nadie sabía de quién o de qué lo había defendido.
Cuando pasaban ante la solitaria ruina con sus desmoronadas piedras travertinas y matas de malas hierbas, Caerdrath cabalgó hasta situarse junto a Fithvael, y saludó al elfo de más edad con una inclinación de cabeza.
—Te doy las gracias —dijo con una voz baja y armoniosa, y Fithvael se encogió de hombros.
—¿Por qué, señor?
—Por respetar mi ritual.
Fithvael estaba a punto de responder, pero Caerdrath había vuelto a espolear al caballo y corría hacia la vanguardia de la columna.
El territorio era cada vez más alto, seco y despojado de vegetación, con matorrales de tojo y plantas espinosas, y dispersos sotos de olmos. El sol continuaba alto y caluroso, pero el cielo era tan pálido que el azul se parecía más a un tono de gris, y bancos de nubes finas avanzaban por el horizonte. Las águilas ratoneras y los milanos rojos giraban en el aire y, a veces, se precipitaban como piedras hacia el interior de los profundos valles. De vez en cuando, veían alguna liebre corriendo entre los tojos, pero todas estaban demasiado lejos para que Bruda pudiera cazarlas, y habían desaparecido hacía mucho cuando el grupo llegaba al lugar en que las habían visto.
La senda se había convertido ya en un camino, sin grava, pero aun así un camino desgastado, ancho y transitado, abierto por generaciones de soldados que migraban hacia el norte durante la temporada de lucha, y regresaban al sur cada invierno. A veces, podían verse los huesos de caballos y mulas entre los matorrales de la senda. En dos ocasiones vieron tumbas solitarias marcadas por un montículo de piedras blancas o un casco oxidado colgado del asta de una lanza partida.
Se encontraban en el traspaís del grandioso y poderoso Imperio, el cruce donde se acababa un territorio y se convertía en otros: otros reinos; dispersos reinos fronterizos; territorios poco definidos. Allí la vida era dura y penosa, y se sostenía mediante incesantes e ingratos afanes. Pasaron por olivares divididos con muros de piedra, y varias terrazas de viñas ralas pero decentes, pulcramente cuidadas. Vacas delgadas y cabras flacas pastaban en las laderas que dominaban el camino, pero los jinetes no vieron pastores ni vaqueros.
A última hora de la tarde, el sol se deslizaba tras los bancos de nubes del oeste, rosado e irritado como los ojos de alguien que no hubiese dormido. La luz caía muy oblicua y baja, y las sombras estiradas marchaban junto a ellos. Durante una hora más, ascendieron la última línea de pedregosas colinas y salieron a un espacio amplio, donde el camino se curvaba sobre sí mismo y volvía a descender. Abajo había un ancho valle cubierto de bosques. En su centro, a unos cinco kilómetros de donde se hallaban, vieron un montículo, con empalizada y foso, y un grupo de estructuras de piedra y madera en la cúspide. Unos caminos desnudos conducían a aquel lugar desde el norte, el este y el oeste; el septentrional era el final del que ellos seguían. Nithrom hizo que el grupo se detuviera.
—Makane —dijo sencillamente, con un gesto vago.
Se oyeron murmullos, aunque ninguno elogioso. Todos los guerreros, incluido Le Claux, posaron los ojos en el valle para tomarle las medidas a la población. Algunos desmontaron, y otros hicieron visera con las manos para protegerse los ojos. Vinze sacó un pequeño catalejo y estudió la vista.
Fithvael empleó el tiempo en estudiar el terreno. En lo alto del montículo había un edificio de piedra de buen tamaño, con buen tejado, muy probablemente el templo, contiguo a una segunda estructura más grande, que sin duda era el ayuntamiento. Ocupaban una buena posición y estaban rodeados por una empalizada de madera erguida al otro lado de un foso profundo tallado en la cúspide de la elevación. Un puente de madera atravesaba el foso y unía el recinto principal con las casas y cobertizos apiñados y construidos sin planificación sobre la ladera. En torno a ellos, en la base del montículo, había un terraplén y otro foso menos profundo.
Más allá de Maltane, el bosque era espeso y ascendía hasta las colinas meridionales, de dentadas crestas. Al oeste y al este, se veían más bosques que reseguían la cuenca del valle. Colinas escabrosas descendían hacia el foso exterior desde todas las direcciones. Resultaba obvio que el acceso norte por donde ellos llegaban constituía el terreno despejado más amplio de los que rodeaban la aldea. Cualquiera que se acercara desde otros puntos cardinales sería invisible hasta que se encontrara a apenas un estadio de distancia del foso exterior.
Fithvael no pudo detectar ningún signo de vida en la población; ningún movimiento, ninguna silueta, ni siquiera un perro descarriado o una cabra vagabunda.
—Está muerto —murmuró Harg.
—Más que muerto —afirmó Vinze al mismo tiempo que cerraba el catalejo—. Ni siquiera se ve un poco de humo. El día está acabando y debería arder fuego en las cocinas.
—Están nerviosos y se ocultan —explicó Nithrom—. Tienen todas las razones del mundo para hacerlo.
—¿Nos han visto llegar? —preguntó Erill, que por primera vez le hablaba al grupo desde que habían salido de Vinsbrugge.
—No —respondió Madoc con absoluta certidumbre—. Lo habríamos sabido.
Nithrom asintió con la cabeza, y Fithvael supo que Madoc tenía razón. Con gente como Nithrom, Caerdrath y Vinze en el grupo, ningún espía habría sido pasado por alto, y ciertamente no un sencillo pastor o vinatero.
—Supongamos lo peor…, que llegamos demasiado tarde. —Nithrom se volvió en la silla para mirarlos a todos—. Debemos describir un rodeo antes de entrar. Yo conduciré las carretas. Fithvael…, si te parece, cabalga con Cloden y Madoc en torno al foso hasta el camino del este, y entra por ese lado. Vinze, llévate a Brom y Dolph, y ve hasta el oeste. Caerdrath, da toda la vuelta hasta el sur. Puedes moverte más velozmente que la mayoría e irás más rápido sí vas solo. El resto vendréis conmigo.
—¡Yo debo ir con los exploradores! —exclamó Le Claux al mismo tiempo que desenvainaba la espada. Había algo parecido a la indignación en su acento bretoniano—. ¡Exijo ese honor! ¿Acaso no soy un noble campeón de la Dama, que ha jurado defender el bien? ¿No soy…?
—¡Cállate ya! —le espetó Gaude—. ¡Haz lo que te dicen y deja de alborotar!
—¡Demonio! —estalló Le Claux, y espoleó al caballo, con ojos brillantes de furia.
Fithvael había observado que al humilde escudero le encantaba burlarse de su señor e irritarlo, pero esa vez había ido demasiado lejos. Cerca del ocaso, antes de haber podido destapar la bota de vino del día, Le Claux estaba tan sobrio como podría estarlo jamás. Su puño cubierto de malla se estrelló contra la mejilla del acobardado Gaude, y lo hizo caer de la carreta.
—¡No me hablarás de esa manera, perro carroñero! ¡Comedor de excrementos! ¡No me faltarás al respeto de ese modo!
Le Claux gruñía y su corcel pateaba la senda, peligrosamente cerca del aturdido Gaude.
Nithrom avanzó elegantemente con su caballo y apartó a Le Claux y su caballo con un fuerte tirón de las riendas. Erill y Brom arrastraron al ensangrentado Gaude fuera del camino para ponerlo a salvo.
—¡Le Claux! ¡Le Claux! —gruñó Nithrom—. Cálmate. ¡Ahora te necesito conmigo! ¿Por qué crees que no te he destinado al circuito exterior? ¡Voy a llevar estas carretas hacia el corazón de lo que bien podría ser una plaza fuerte enemiga! ¡Cuando haga eso quiero a un noble caballero justo a mi lado!
Malhumorado pero más tranquilo, Le Claux se apartó e hizo avanzar a su caballo sendero abajo, dejándolos atrás.
—¿Estás bien? —le preguntó Nithrom al escudero, que en ese momento volvía a subir a la carreta. De la nariz le manaba un fino hilo de sangre y tenía una herida en la mejilla.
—Se pone así, a veces. Yo debería saberlo.
Nithrom asintió con aire triste, y luego los llamó al orden. Caerdrath ya se había puesto en camino. Vinze se lanzó al galope con los guerreros gemelos detrás, también hacia el oeste. Las carretas y su escolta se alejaron a buena velocidad por la senda, en persecución de Le Claux. Fithvael, con Cloden y Madoc a su lado, se desvió hacia el este y continuó galopando por el borde de la cuenca del valle.
Ninguno de ellos hablaba mientras cabalgaban hacia el este y descendían hasta las boscosas laderas. Al cabo de poco rato, el bosque se hizo demasiado espeso para que Maltane pudiese ser visto. Conducían a los caballos toma abajo con experta soltura, deslizándose de lado, como cangrejos, al atravesar zonas de tojos, helechos y ortigas. Cloden comprobaba su posición con respecto al sol, semioculto por el dosel de hojas, pero Fithvael ya sabía dónde estaban: otro kilómetro y medio hacia el sur y el oeste, y llegarían al sendero oriental.
Fithvael vio que Madoc alzaba una mano a modo de advertencia y frenaba su caballo. Podía oír un arroyo que murmuraba en las proximidades…, y las descuidadas voces de unos hombres.
El trío hizo avanzar a los caballos en fila a través de los calveros, como silenciosos fantasmas que flotaran en el aire. Más voces, y más sonoras; alguna áspera carcajada.
Había siete soldados que abrevaban los caballos en la orilla del arroyo que atravesaba el siguiente claro. Todos hombres corpulentos, sucios del camino, que se echaban agua en los polvorientos rostros o bebían de sus cascos. Los corceles, cansados de una dura cabalgata y sudorosos, bebían a lo largo de la orilla. Los hombres llevaban corazas ligeras sobre cotas de malla grises, y sus cascos en forma de cuenco estaban adornados con largos penachos de harapienta tela azul y blanca. Eran mercenarios de Tuca, una avanzadilla de exploradores, por su aspecto.
No había tiempo para conferencias. Como uno solo, Fithvael, Cloden y Madoc irrumpieron desde los árboles y acometieron a los hombres por detrás. Cloden llevaba el espadón contra el muslo, bajo, como si fuera una lanza. El martillo de guerra de Madoc giraba en un arco mortal. Fithvael desenvainó su delgada espada elfa y la levantó.
Pillados por sorpresa, los tileanos apenas tuvieron tiempo para volverse antes de que Cloden estuviese entre ellos. Uno cayó de espaldas en el arroyo con la garganta cortada mientras profería un alarido, y otro cayó y rodó por detrás, aferrándose un hombro. Los caballos tileanos se sobresaltaron y huyeron en todas direcciones.
Cloden se pasó de largo y acabó en el arroyo, donde hizo girar a su corcel en medio de nubes de gotas de agua para enfrentarse con otro tileano que entró en el agua y lo acometió con un espadón. También Madoc irrumpió en el agua para perseguir a dos enemigos que corrían a toda velocidad hacia las armas y equipos que habían dejado dispersos en la otra orilla. El calvero se llenó de gritos e imprecaciones.
Fithvael le dio alcance a otro tileano justo cuando el hombre subía a la silla de su agitado caballo. El humano hizo girar a su corcel, desenvainó la espada y dirigió un golpe tremendo contra el veterano elfo. Fithvael se agachó por debajo de la espada y desarzonó al humano de un revés con el arma.
Tres tileanos muertos, cuatro después de que Cloden acabó de matar al hombre del espadón en medio de la corriente. Madoc acabó con otro par; al primero le asestó un golpe lateral de martillo que lo hizo caer a las torrentosas aguas, y al otro dejó que lo pisotearan los pataleantes cascos de su caballo. El séptimo, tras soltar su casco, acometió a Fithvael con una pica. Erró el golpe, pero el elfo y su caballo cayeron al esquivarlo, porque los cascos del animal resbalaron sobre la orilla musgosa. Tanto el caballo como el elfo se levantaron ilesos, pero Fithvael no tuvo tiempo para volver a montar, y esquivó otro ataque de la pica dirigido contra su vientre. Con la mano libre, aferró el asta de la pica que pasaba junto a su cuerpo, y la cortó en dos con la espada. El tileano arrojó a un lado el palo partido y desenvainó su propia espada, que descargó en un golpe descendente hacia Fithvael.
Las armas chocaron. El tileano no era mal espadachín. Paraba bien, y con el siguiente ataque consiguió que Fithvael diera un traspiés. La espada del tíleano cortó un trocito de la hombrera del elfo.
El elfo se preparó, se apartó a la izquierda para esquivarlo y luego hizo una finta; lo que parecía un golpe se transformó en estocada. Atravesó al tileano por el vientre y lo levantó en el aire. Fithvael le arrancó el arma, y el humano se desplomó sin emitir sonido alguno.
Con expresión seria, el veterano elfo miró en torno para ver qué hacían los otros. Cloden había llegado a la otra orilla y había desmontado para registrar los zurrones y alforjas de los mercenarios. Madoc permanecía montado en su caballo en medio de la corriente mientras la sangre tileana ennegrecía la espuma de las rápidas aguas alrededor de las patas del corcel, y miraba a Fithvael. En sus ojos había una expresión triunfante, la primera auténtica vida o pasión que el elfo veía en ellos. A pesar de su aire escéptico y amargo, daba la impresión de que aquel combate había revitalizado algo en el de Middenheim. Madoc le sonrió a Fithvael y alzó el martillo en un brutal gesto victorioso.
Una flecha de plumas azules se le clavó de lleno en la garganta, y lo derribó limpiamente de la silla al agua. El caballo huyó entre una nube de gotas, y la forma acorazada de Madoc se meció en la corriente, semisumergida, pero no se levantó.
Fithvael oyó que Cloden profería un grito mientras corría para ponerse a cubierto. El aire siseó en torno a ellos, y cayó una lluvia de flechas. Algunas se clavaron en los troncos o en el suelo del lado del arroyo en que estaba Cloden. Otras se rompieron o rebotaron contra las piedras del caudal, o se sumergieron en la corriente. La mayoría cayó con un golpe sordo en el suelo musgoso que rodeaba a Fithvael, malignamente cerca de él, para clavarse en la tierra húmeda. Al menos tres se hundieron en los cadáveres de tos tileanos que estaban esparcidos por las orillas.
Fithvael se metió dentro del sotobosque, pero no lo bastante rápido. Una flecha de plumas azules clavó el borde de su capa al suelo y la prenda tiró de él hacia atrás. Se la arrancó tras romper el broche, y se arrojó detrás de un árbol. Para entonces, la capa ya estaba clavada a la hierba mojada por otras cuatro flechas. Una quinta impactó contra el árbol que lo protegía.
Los arqueros aparecieron a la vista, atravesando la maleza sobre caballos de guerra ligeros, que salvaban los helechos con limpios saltos osados. Eran nueve; exploradores tileanos acorazados de modo muy parecido a los siete que habían matado en la orilla del arroyo. Todos cabalgaban como expertos, sujetaban las riendas con los dientes y llevaban los poderosos arcos compuestos alzados y preparados para volver a disparar. Aljabas de flechas de plumas azules oscilaban contra sus caderas.
Lanzaron más flechas. Su destreza con el arco era notable. Aunque cabalgaban a toda velocidad y sin manos para conducir a los corceles, lograban disparar con puntería letal. Cloden se había puesto a cubierto al otro lado del arroyo, y las flechas hendían el sotobosque alrededor de él.
Entonces, y sólo entonces, surgía una posibilidad mientras los tileanos colgaban los arcos del pomo de las sillas para tomar las riendas y frenar los caballos ante el arroyo. Tres desenvainaron espadas y continuaron galopando hacia Cloden; los demás describieron un rodeo en torno a Fithvael.
Un silbido singular atrajo al leal caballo del elfo hacia su dueño. Fithvael cogió la ballesta a medio tensar de la silla, le dio una palmada a la yegua para que se alejara y tensó del todo la cuerda del arma. Tenía un tileano casi encima, pero no permitió que la prisa entorpeciera su destreza. Puso una flecha corta en la ranura, alzó el arma y clavó el proyectil entre los ojos del tileano, que cayó derribado de la silla.
No había tiempo para poner otra flecha en la ballesta, así que la arrojó a un lado y volvió a desenvainar la espada al mismo tiempo que se deslizaba con rapidez tras un grupo de sauces que lo ocultó a la vista del siguiente tileano. Salió por el otro lado de los cimbreños árboles y estocó hacia arriba con la espada, que atravesó el cuello de otro mercenario que cargaba en torno a los árboles para cortarle el paso. El hombre cayó, chillando, pero la espada de Fithvael estaba alojada con firmeza en su cuerpo y fue arrebatada de la mano del elfo.
Algo pesado le golpeó los hombros por detrás, y lo lanzó contra el tronco de un alerce. Se le nubló la vista y sintió que un líquido caliente caía por su espalda, bajo la armadura. Se movió, con lentitud e inseguridad, justo a tiempo para evitar un tajo de la espada que se clavó en la corteza. Luego, la empuñadura de una espada le golpeó un lado de la cabeza, y se desplomó.
La sangre le atronaba en los oídos como si estuviese bajo el agua. Podía oír ásperas voces tileanas que gritaban e imprecaban a su alrededor y el pataleo de los cascos de los caballos.
Entonces, escuchó un grito, el alarido de una voz que conocía tan bien como la suya propia.
Fithvael parpadeó y miró hacia arriba. Con el acero azul gimiendo en el pesado aire forestal, Gilead de Tor Anrok acometió a los jinetes tileanos por detrás mientras su cabello blanco y su capa escarlata flotaban al aire tras él. El caballo de Gilead espumajeaba por la boca y sus ojos eran feroces y brillantes, aunque ni la mitad de feroces y brillantes que los Ojos de su jinete. Era en los momentos como ése cuando Fithvael tenía miedo del alma de guerrero de Gilead. El miedo casi eclipsó el júbilo que sentía por ver allí a su viejo amigo en ese momento.
Gilead cortó en dos el torso del tileano que tenía más cerca, y la cadera y las piernas del hombre se alejaron sobre la montura enloquecida. El hijo de Lothain corrió para enfrentarse con otros dos, a uno de los cuales le cercenó los brazos a la altura del codo, y al otro lo decapitó. El cuerpo sin cabeza cayó de la silla y fue arrastrado por un pie que quedó atrapado en el estribo. El otro, al que le manaba a chorros la sangre por los muñones, desapareció bosque adentro al huir su caballo, y sus alaridos resonaron entre los árboles durante varios minutos más.
En la orilla opuesta, el trío que había ido tras Cloden dio media vuelta y espoleó a los caballos para acudir a la lucha con furiosos gritos al mismo tiempo que blandían las espadas.
Cuando se volvían, Cloden salió repentinamente de su escondite y derribó a uno de la silla con un tremendo barrido de su enorme espada, cogida a dos manos.
Gílead bloqueó un ataque de espada del tileano que quedaba con vida en su lado del arroyo, rompió la hoja con la suya y atravesó la clavícula protegida por una coraza dorada. Luego, se volvió para encararse con la carga de los dos últimos, que estaban acelerando al salir del arroyo al galope tendido, entre nubes de agua.
Gilead se convirtió en un borrón veloz como una sombra. Dos caballos sin jinete pasaron a ambos lados de su corcel y desaparecieron entre los árboles. Dos cuerpos descuartizados se estrellaron contra el suelo, en medio de chorros de sangre.
El elfo se retrepó en la silla con la humeante espada baja a un lado, y miró a Fithvael.
—¿Así que has cambiado de opinión? —preguntó Firhvael con tono zumbón.
—Justo a tiempo, por lo que parece —replicó Gilead.
El veterano elfo sacudió la cabeza ante la respuesta y se metió en el agua para acercarse a Madoc. Más o menos al mismo tiempo, Cloden llegó hasta el hombre de Middenheim, procedente del otro lado.
Madoc estaba vivo, pero la flecha se había clavado profundamente en su cuello de gruesos músculos, y la sangre teñía las aguas rápidas que lo rodeaban. Madoc alzó los ojos hacia ellos, parpadeó e intentó hablar, pero de sus labios no salió nada más inteligible que un gorgoteo.
—Mala cosa… —murmuró Cloden, y dio la impresión de que iba a acabar con el sufrimiento de Madoc de modo muy parecido a como haría un hombre con un caballo cojo.
—Ayúdame a levantarlo. ¡Ahora! —ordenó Fithvael, cuya voz no dejaba lugar al desacuerdo.
Cloden se encogió de hombros, metió el espadón en la vaina que llevaba a la espalda y ayudó al elfo a levantar a Madoc, que, a causa del agua que lo saturaba, era un peso muerto. Arrastraron al postrado hombre de Middenheim hasta la orilla donde aguardaba Gilead montado sobre su corcel de ojos feroces, que daba patadas de impaciencia.
La orilla estaba sembrada de cadáveres y el musgo empapado en sangre. Con un gruñido, Cloden depositó a Madoc de espaldas, y Fithvael volvió a llamar a su caballo con un silbido. En las alforjas tenía hierbas y vendas, milagros curativos que estaban más allá del conocimiento humano.
—Creí haberte oído decir que habías acabado con él —observó Cloden al mismo tiempo que señalaba con un movimiento de cabeza a la silenciosa figura de Gilead.
—Y lo dije —respondió Fithvael con voz queda—, pero no creo que él haya acabado conmigo, todavía.
* * *
El grupo de Nithrom estaba reunido en el patio público principal de Maltane, un pequeño espacio cuadrado de un acre, rodeado por casas situadas justo antes de la ladera del montículo interior. Caía la noche.
Nithrom se separó del grupo que aguardaba, preocupado, al ver que Fithvael entraba por la puerta este del pueblo, y que el elfo y Cloden cabalgaban lentamente y sostenían a Madoc sobre su caballo entre ambos. Gilead venía tras ellos, a una cierta distancia.
—¡Por los dioses! ¿Qué ha sucedido?
—Tileanos, mercenarios —respondió Cloden, ceñudo—. Nos encontramos con un puñado y acabamos con ellos, pero luego aparecieron más que salieron del bosque. Muchos más. Arqueros.
Nithrom se inclinó para examinar la herida de Madoc con ojos angustiados. El hombre, débil pero consciente, intentó apartarlo con una mano.
—Eso necesita atención, y deprisa.
Madoc profirió un gorgoteante gruñido que intentaba ser una palabra.
—Lo has curado —le dijo Nithrom a Fithvael, el cual asintió.
—Lo mejor posible. Podré hacer un mejor trabajo si podemos acostarlo y encender un fuego. No es muy cooperador.
—Madoc siempre ha sido robusto.
—Tiene una flecha atravesada en la garganta. ¡Respira mal, ha perdido mucha sangre y la punta de la flecha está clavada en el hueso del cuello! No me importa lo robusto que él crea que es. Estará muerto al llegar el alba a menos que le extraiga esa punta y detenga la hemorragia. —Fithvael parecía mucho más enojado de lo justificable.
—Fithvael tiene razón —murmuró Cloden—. Si te meten un cochino pedazo de hierro como esa punta en el cuerpo, aunque sea una herida leve, el hierro empezará a llenarte la sangre de veneno.
—Nos encargaremos de sacársela —declaró Nithrom con seriedad—, y Madoc no se resistirá. —Esta última parte de la frase la dijo al mismo tiempo que le lanzaba una mirada de advertencia al oscilante, sudoroso Madoc.
Luego, Nithrom miró más allá de ellos y vio que Gilead se acercaba con lentitud desde la puerta este.
—Gilead te ruin Lothain… —susurró—; así que has venido después de todo.
—Él… invirtió las tornas cuando nos superaban en número —explicó Cloden, a regañadientes—. Nos tenían listos, a mí y al elfo.
Nithrom cabalgó hasta llegar a Gilead, y se quedaron mirándose el uno al otro por un momento.
—¿Te quedarás?
—Tal vez. Al menos, por un tiempo.
Nithrom asintió con un gesto de cabeza e hizo girar a la montura para regresar junto al grupo principal, y al hablar alzó la voz con el fin de que todos pudieran oírlo.
—Vinze no encontró nada hacia el oeste, y Caerdrath informa que la linde sur también está despejada y no hay rastros. Tenemos señales de ellos por el este.
—Eran exploradores —sugirió Fithvael al mismo tiempo que se le acercaba—. Se habían detenido tras una dura cabalgata, así que probablemente eran una avanzadilla de la unidad principal.
—Es la táctica habitual de la compañía tileana —dijo Brom—. Un grupo de vanguardia compuesto por arqueros rápidos que reconocen el terreno.
—El cuerpo principal no estará a más de un día de distancia —concluyó Dolph, aunque pareció la misma voz, ya que las palabras de ambos se enlazaron como en una frase única.
—¿Sobrevivió alguno de los que encontrasteis? ¿Alguno pudo regresar para advertir a los demás? —inquirió Harg.
—Ninguno —fue la simple respuesta de Gilead, y todos comprendieron la verdad.
—En realidad, eso no mejora las cosas en nada —intervino entonces Vinze mientras se pasaba la palma de una mano por el mentón con barba de varios días—. Cuando la vanguardia no regrese, se pondrán sobre aviso de todas formas.
—Muy mala cosa… —gruñó Bruda a la vez que sondeaba con ojos de cazadora la luz que se desvanecía en las laderas septentrionales.
—¿Y dónde están todos? —preguntó Cloden, que expresó la pregunta que los demás se formulaban, y abarcó con un gesto el poblado desierto.
Ascendieron juntos por el empinado montículo que dominaba el asentamiento principal y llegaron al puente de madera que cruzaba el foso interior. Era hondo y estaba bien hecho, y la luz solar del anochecer no penetraba en sus tenebrosas profundidades. El puente era sólido y firme, y había sido construido de tal manera que un tiro de caballos pudiera levantarlo desde el patio interior en caso de asedio. Pero era viejo, y los ganchos estaban oxidados y atascados con malas hierbas.
Al otro lado, la empalizada era firme y segura, y se alzaba como una corona sobre el cráneo de la colina. Los braseros de hierro de lo alto de la muralla estaban fríos y apagados. La puerta, una plancha de madera dura de una pieza, estaba cerrada.
Nithrom miró a Gaude, que se encogió de hombros y sacó su vapuleada corneta. Tocó una libre asociación de notas, algunas de ellas afinadas. A Fithvael le pareció que era una fanfarria tristemente apropiada para el grupo que formaban. Siguió un silencio.
—¿Otra vez? —sugirió Gaude, haciendo un gesto con la corneta y los labios mojados.
Nithrom negó con la cabeza y, a continuación, le hizo una señal a Vinze. Sin formular preguntas, el flaco hombre de Reikland ataviado de cuero se deslizó de la montura y cruzó el puente hasta la puerta. Su largo cabello pálido y la empuñadura de plata de su espada reflejaron la última luz del sol cuando trepaba por la puerta como una ágil ardilla.
A caballo en lo alto, tendió una mano con la daga hacia el interior y cortó algo. Fithvael oyó que un pesado contrafuerte caía al suelo con un golpe sordo. La puerta comenzó a abrirse hacia el interior y, aún a caballo sobre ella, Vinze empujó con un pie contra el marco para acelerar la apertura. Continuó sobre la puerta hasta que se abrió del todo, y luego saltó al suelo, espada en mano.
Nithrom condujo a los demás jinetes al otro lado del puente, y con un gesto ligero le indicó a Caerdrath que montara guardia en el exterior. El noble elfo hizo que su corcel girara y se quedó quieto, bañado por la luz que se desvanecía y mirando hacia el norte.
Al pasar junto a él, Fithvael vio que Gilead le lanzaba a Caerdrath una larga mirada interrogativa. Estaba seguro de que era el último ser que Gilead esperaba encontrar en aquella partida de humanos andrajosos.
Dentro de la fortificación parecía que ya había caído una negra noche. Largos rayos dorados de sol la hendían a través de la puerta abierta, pero la alta empalizada bloqueaba el resto de la luz. Arriba, en un cielo azul tan oscuro como el borde de la capa del Elector, comenzaban a brillar destellos de estrellas tempranas.
El ayuntamiento se alzaba ante ellos, oscuro, de tejado bajo y enorme, con edificios más pequeños adosados. Detrás se veía el templo, más estrecho, con su esbelta torre. El grupo desmontó sobre la blanda marga negra de la cima del montículo y, con las armas a punto, se aproximaron al pórtico frontal del ayuntamiento. Gaude se quedó atrás y observó por encima de la acurrucada forma de Madoc, envuelta en una capa.
En cabeza, Nithrom entró bajo el robusto dintel de roble y golpeó con fuerza las puertas talladas.
—¡Aaa de la casa! —llamó en el idioma del Imperio. Vinze hizo un gesto lateral con la punta de la espada hacia los edificios adyacentes.
—Ahí adentro hay ganado, mucho ganado, apiñado y nervioso.
Fithvael ya había percibido los acres olores animales, el arañar de las pezuñas.
—Y ahí adentro —dijo—, huelo humanos.
Cloden y Vinze le lanzaron ambos miradas duras, pero en los labios de Nithrom apareció una ancha sonrisa.
—Tiene razón.
Nithrom apoyó un hombro en las puertas y empujó con todas sus fuerzas contra el bajorrelieve, una imagen gastada por los elementos de algún insustancial dios humano. Pero no se movieron, ni siquiera cuando Brom y Dolph sumaron su peso al del elfo.
—Está barrada —dijo Dolph.
—Desde el interior —concluyó Brom.
Nithrom llamó con un gesto a Harg, que sopesó la enorme hacha con sus manazas peludas. Nithrom volvió a golpear la puerta.
—¡Aaa de la casa! —volvió a llamar—. ¡Si no respondéis, vamos a entrar! ¡Sabed que somos amigos que hemos venido a socorreros… y apartaos!
Se hizo a un lado, y Harg, una bestial figura negra en la creciente oscuridad, echó atrás su gigantesca hacha. Bruda se arrodilló sobre los escalones, tras él, justo para que no la alcanzara el arma al descender por detrás, y preparó su arco.
Con un solo golpe, el desfigurado hombre de Norsca hundió las puertas hacia adentro. Una punta de lanza de tres guerreros, compuesta por Nithrom, Cloden y Vinze, abrió la marcha hacia d interior con los otros tras de ellos.
La estancia era alta, ancha y oscura, con hileras de bancos y caballetes, pilas de sacos, barriles, odres llenos y otras cosas de uso corriente. En el extremo opuesto, había un hogar rodeado por un borde de piedra, bajo una campana de chimenea en forma de cuerno. De las vigas cruzadas del techo colgaba carne en salazón, caza y manojos de hierbas puestas a secar, que perfumaban el aire quieto y cerrado.
«Un megarón —pensó Fithvael—, al viejo estilo…».
Un ayuntamiento rural, un palacio municipal de una sola sala, como convenía a una antigua comunidad tradicional como aquélla. Las crujientes tablas del piso estaban cubiertas de juncos.
En el extremo del hogar, a treinta metros de ellos, diez hombres se apiñaban en grupo, y los miraban. Por sus ropas y estatura se trataba de campesinos; dos adolescentes, uno tan viejo como puede serlo un hombre, y los otros siete de fornida mediana edad. Pero sus rostros… eran las caras de asesinos acorralados, dispuestos a luchar hasta la muerte, con ojos brillantes de miedo y virulencia. Varios empuñaban azadones, mayales u horcas, dos tenían hoces, y uno de ellos, un cuchillo de podar de vinatero. El jefe estaba armado con una vieja espada herrumbrosa.
—¡Marchaos! —gritó con voz ronca.
—¿Y dejaros a merced de los perros tileanos? Me parece que no.
La voz de Nithrom era serena. El elfo avanzó mientras envainaba su arma.
—¡En nombre de la misericordia, marchaos! —volvió a gritar el que tenía la espada, y el grupo retrocedió para apiñarse contra la pared del hogar.
—¿Es que no me conoces? ¡Soy yo, Nithrom! Prometí traeros defensores, y así lo he hecho. ¿Dónde está Gwyll, vuestro jefe?
—¡Muerto! —le espetó el cabecilla—. ¡Hace ya siete días que murió!
—¿Cómo? —preguntó Nithrom, con auténtica sorpresa en su dulce voz.
—¡Tú dijiste que regresarías, pero pasaron semanas! ¡Luego, llegaron ellos, un grupo de esos perros que exploraba por delante del ejército! Gwyll y veinte hombres tomaron armas para expulsarlos. ¡Cuatro de los nuestros quedaron muertos en el foso exterior! ¡Nunca volvimos a ver a Gwyll ni a los demás!
—Dioses misericordiosos… ¿Y desde entonces habéis estado escondidos aquí?
—¿Qué alternativa teníamos? ¡Siete días con sus noches esperando a que regresara el resto y nos asesinara!
—Deponed vuestras armas, hombres de Makane. Ahora nosotros estamos aquí.
—¿Has traído un ejército, elfo-que-promete-tanto? —preguntó el anciano con una sonrisa burlona.
—Los que veis, más otros tres.
El cabecilla arrojó la vieja espada sobre las tablas, donde rebotó con estrépito, y se sentó en un banco. Los que formaban el apretado grupo se separaron y bajaron las armas con refunfuños.
—Entonces, no cabe duda de que estamos todos muertos —dijo el cabecilla con voz cansada.
—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó Le Claux.
—Drunn.
—Entonces, Drunn, no estás muerto hasta que nosotros declaremos que lo estás.
—¿Es una broma, eso? —preguntó el arrugado anciano que se había burlado antes de Nithrom.
—Ya basta, maese Swale. No los provoques.
—¡No, a mí no me harás callar, Drunn! —El anciano avanzó para encararse con Le Claux, que sonrió con leve perplejidad ante el encorvado anciano de cabello blanco y su oxidado mayal—. ¿Dónde estabais hace una semana? ¿Cómo podéis presentaros aquí ahora, prometer la salvación, cuando no sois más que un puñado y se aproxima un ejército? ¿Eh? ¿Qué podéis hacer vosotros que no hayan podido hacer veinte de nuestros mejores hombres?
—Nosotros somos guerreros, viejo necio —respondió Le Claux, de cuyo rostro se desvanecía la sonrisa divertida—. Sabemos mucho más sobre el arte de la batalla que un puñado de campesinos.
—¿De verdad, valiente señor caballero? —le contestó el anciano Swale, en cuyos reumáticos ojos brillaba la ferocidad. El caballero retrocedió un paso sin quererlo—. ¡Ah, sí, no cabe duda que conoces los deleites de la guerra, la gloria, la camaradería, las canciones y el oro que ganas! ¡Pero apuesto que las gentes de la tierra sabemos más sobre la guerra de verdad! ¡Ver a nuestros amados hijos asesinados o mutilados, a nuestras hijas violadas, nuestras viñas incendiadas y nuestros rebaños saqueados para los banquetes del campamento! ¡Sabemos lo que significa afanarse durante todo un año para ver el producto de ese afán desaparecer en una semana, sabemos lo duro que es arar tierra quemada o, peor aún, cavar en ella para hacer una sepultura! ¡No me hables a mí de la guerra, caballero! ¡Tú juegas a la guerra; nosotros vivimos con las consecuencias!
Al mismo tiempo que profería un grito de enojo, Le Claux adelantó con brusquedad una mano cubierta de malla metálica y empujó al anciano que lo regañaba. Swale dio un traspiés y cayó sobre un caballete.
—¡Déjanos! ¡Sal afuera! —le dijo Nithrom al bretoniano con una voz tan fría y dura como el acero.
—Pero yo…
—¡Ahora!
—No toleraré ser avergonzado por un…
—¿Y por eso nos avergonzarás a todos, para que podamos compartirlo? ¡Vete afuera!
Le Claux dio media vuelta y salió, andando pesadamente, del megarón, mientras las ornamentadas espuelas tintineaban contra sus grebas. Erill se acuclilló y ayudó al anciano a levantarse.
—Os pido disculpas —les dijo Nithrom a todos, con modales respetuosos—. Por ese estallido…, y por no haber llegado una semana antes. Me llevó mucho tiempo reunir esta partida, pero entre todos hay más de trece espadas. Héroes todos, de una u otra forma, de los confines de la tierra, con triunfos demasiado numerosos para contarlos. Ahora estamos aquí, y por mi honor que os defenderemos con firmeza. Protegeremos Maltane.
—¿De Maura y sus perros? —preguntó otro de los campesinos con cansada voz de incredulidad—. Para conseguir eso no tienes que traernos una partida de guerreros, sino un maldito milagro.
—En ese caso, debes pensar en nosotros exactamente de ese modo, amigo mío —intervino Vinze, con un destello en los ojos—. Un maldito, polvoriento puñado de milagros de Ojos dementes.
Detrás de él, Harg rió entre dientes, y el propio Fithvael sintió que sonreía.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Cloden.
—¿Los demás? —replicó Drunn al mismo tiempo que apartaba la mirada.
—El resto del pueblo —dijo Dolph.
—Los habitantes de Makane —precisó Brom.
—Se han marchado. —Drunn se encogió de hombros con tristeza.
—Escaparon, huyeron, partieron hace mucho —añadió Swale mientras se servía un vaso de vino de un odre que colgaba del extremo de un poste que tenía cerca.
Los elfos del grupo intercambiaron miradas. Siempre tan delicado, Gilead dio dos patadas sobre las tablas del piso, que hicieron un sonido profundo y hueco.
Con una ancha sonrisa, Bruda tensó el arco y disparó una flecha, que se clavó en las tablas, entre sus pies, y cuyos quince centímetros posteriores quedaron sobresaliendo del suelo y vibrando.
Se oyó una amortiguada serie de chillidos y alaridos humanos procedentes de debajo de ellos.
Harg apartó los juncos del suelo con la parte plana del hacha, y al cabo de un momento descubrió la trampilla. Fithvael se situó junto a él y, con ayuda de Cloden, la levantó y abrió. Debajo de ellos, en la oscuridad, docenas de rostros blancos de terror alzaron la mirada hacia ellos, y ascendió un hedor a desdicha humana desde la cavidad. Nithrom miró a Drunn.
—¿Cuántos? —preguntó con sequedad, y Drunn suspiró.
—Más de doscientos. Principalmente, mujeres y niños.
—¡Traed una escalerilla! ¡Sacadlos de ahí! —ordenó Nithrom con el semblante pálido.
Hizo falta mucha persuasión para que salieran. Finalmente, por razones que dejaron perplejo a Fithvael, sólo él y la formidable mujer kislevita tuvieron algún éxito en hacerlos salir, y eso sólo cuando Drunn, Swale y los demás hombres de Maltane les hicieron promesas tranquilizadoras. El suelo del megatón se encontraba al mismo nivel que la cima plana del montículo, pero debajo se había cavado un sótano profundo y muy amplio. Los habitantes del poblado se habían ocultado allí, en la maloliente oscuridad, durante casi una semana, acurrucados entre las grandes tinajas de barro llenas de agua potable. Cuando ascendieron las últimas llorosas mujeres con bebés gimoteantes y pálidos como muertos en los brazos, Fithvael cogió una antorcha encendida y bajó por la escalerilla. El sótano era tan espacioso como la sala de arriba, profundo y húmedo, con suelo de marga legamosa y paredes revestidas de bloques de piedra travertina.
El hedor a excrementos humanos resultaba intolerable. Fithvael encontró dos míseros cadáveres, una anciana y una muchacha, desplomadas en el rincón más alejado. No podía saber si las había matado el miedo, el hambre o la asfixia. No quería saberlo.
Oyó un movimiento detrás de él, y al volverse vio a Gilead de pie a sus espaldas, bajó la luz de la antorcha. El elfo estaba tamborileando con los nudillos en las grandes tinajas de agua.
—Faltan dos tercios —dijo en voz baja.
—Hay tiempo para volver a llenarlas en los arroyos o los pozos.
—No hay pozo aquí arriba, en el recinto interior.
—Me he dado cuenta.
—No es buena señal si nos ponen cerco.
—También me he dado cuenta de eso.
Gilead suspiró y se rascó detrás de una oreja.
—¿Por qué has venido aquí, Fithvael?
El interpelado se aclaró la garganta.
—Por Nithrom. Porque alguien tenía que hacerlo. Es algo que veo todavía con más claridad ahora que estoy aquí. Alguien tenía que hacerlo. —Se produjo una pausa—. ¿Y por qué has venido tú?
—Porque tú lo hiciste. Porque sueles estar en lo correcto. Porque… no sabía qué otra cosa hacer.
Fithvael sonrió y sus blancos dientes destellaron a la luz de la antorcha.
—Gilead te tuin, serás mi muerte.
—Siempre había imaginado que sería al revés… Fíthvael, el de las causas perdidas.
—¿Causas perdidas?
—Comenzando por mí.
—Pero si te hace más feliz, te prometo que seré tu muerte —le aseguró Gilead, y volvió a subir por la escalerilla.
En el ayuntamiento, donde se encendían lámparas y fuegos y se repartían alimentos y vino, reinaba el alboroto. El lugar estaba repentinamente abarrotado, y parecía mucho más pequeño y caluroso. Los habitantes de Makane, principalmente mujeres y niños como había dicho Drunn, se apiñaban y agrupaban; unos llorando, otros cantaban y algunos estaban a punto de dormirse de pie. El hedor de su inhumano confinamiento manaba de los cuerpos y se imponía al dulce aroma de las hierbas.
Gilead y Fithvael se reunieron con Nithrom, Harg y Bruda ante una mesa sobre la que habían dispuesto una botella de vino y tazas grandes de cerámica. Una muchacha que pasaba dejó una bandeja de mazorcas peladas, aceite y carne de cabra seca sobre la mesa.
—Abajo hay agua —dijo Fithvael en el momento de sentarse—, pero es necesario renovarla y rellenar las tinajas.
—Tomo nota —respondió Nithrom, y bebió un sorbo.
—Y bien…, ¿cuándo ibas a hablarnos de Maura? —preiitó Harg.
—Eso, viejo amigo, ¿cuándo? —añadió Bruda—. ¿Cuándo comenzara la batalla, o antes de eso?
—¿Acaso importa con quién nos enfrentamos, mi señora de kislev? —Nithrom sonrió al mismo tiempo que ocultaba la mirada—. Con la cantidad de guerras en las que hemos estado juntos, me sorprende que te preocupes por el nombre del enemigo.
—Cuando se trata de Maura el Sanguinario, tal vez.
Al oír la conversación, Cloden se sentó a la misma mesa con una taza en la mano.
—¿Los asesinos de Maura? ¡Grandes dioses, Nithróm, en esto estoy de acuerdo con la osa! ¡Deberías habérnoslo dicho! Ya me pareció que eran sus malditos colores los que Ilevaban esos hombres con los que bailamos en el bosque. ¡Blanco de hueso y azul de sangre!
—¿Azul? —preguntó Fithvael.
Desde el otro lado de la mesa, Harg le dedicó una ancha sonrisa, que le erizó la línea de la barba y le arrugó la terrible cicatriz del rostro.
—Maura pretende ser un noble príncipe de Tilea. ¡No, es nada parecido, por supuesto! ¡Yo soy más un rey bastardo del norte que él un noble!
Nithrom los miró a ambos.
—En esa afirmación hay más verdad de lo que creerías en principio, Fithvael te tuin. ¿No es verdad, rey Hargen hijo de Hardrad?
—¡Bah! —se mofó el gigantesco hombre de Norsca, y volvió a llenar su taza—. ¡No hablemos más de eso! —Bebió un enorme sorbo de vino y clavó los ojos en Fithvael con expresión seria—. Maura se cree que es un príncipe y se deleita en matar para alcanzar esa dignidad. Así pues, el azul es por la sangre; sangre noble, ¿entiendes?
—Con absoluta claridad —asintió Fithvael.
—Así que es con Maura con quien nos enfrentamos aquí. Maura y su partida de alimañas. Deberías habérnoslo dicho, Nithrom.
La voz de Cloden era severa.
—Cloden no ha estado del todo bien desde aquel día en el campo de Aldorf. Entonces, estaba muy bien.
—No me lo recuerdes, Bruda. Ese fue otro día… y ganamos nosotros, ¿no es cierto?
—Exacto. —Bruda sonrió.
—Ése no es más que un mercenario, un mercenario humano con una banda de perros —intervino Gilead con brusquedad—. Las espadas de alquiler son todas peligrosas. ¿Por qué inquietarse? Una compañía armada que regresa al sur después de la temporada de guerra continúa siendo una compañía armada.
—Has estado escondido en los bosques durante demasiado tiempo, amigo —dijo Cloden sin malicia—. Maura y sus asesinos son espadas de alquiler, sí, pero son algo más que eso. Maura se tomas las cosas… de manera personal.
—¿Lo cual quiere decir…?
—Imagínate: tú eres una compañía de mercenarios. Coges el dinero y asaltas una ciudad. Fracasas y dices: «Lo he hecho lo mejor posible, adiós, no perderé más tiempo intentándolo»…, ¿sí?
—Por…
—Maura, no. Maura no hace eso. Le importa un comino si no puede pagar a los hombres; le importa un comino si tarda tres meses cuando debería haber tardado una semana. La victoria es lo único que quiere. La victoria es lo único que aceptará. —Cloden bajó los ojos hasta su bebida—. Una escaramuza no lo alejará. Juega para ganar, y continuará enviando a sus hombres hasta obtener esa victoria.
—Pero eso destrozaría la moral… —comenzó Fithvael, y Harg sonrió con aíre triste.
—No la de los asesinos. Maura tiene eso, ese encanto… ¿Cómo se dice, Nithroin?
—Carisma.
—Están con él hasta el final. Irían hasta el infierno y más allá. Atrae a los mejores, los más malvados y los más dementes. Ese sargento ogro que tiene…
—Klork —gruñó Bruda.
—¡Sí! ¡Qué historias hemos oído sobre él! Y los jefes de su manada de perros: ¡Hroncic y Fuentes! ¡Bastardos! ¡Mensajeros de muerte!
El grupo guardó silencio por un momento, y los sonidos de la sala los rodearon.
—Eran buenos, eso debo decirlo —dijo Fithvael al cabo—. Los que encontramos en el bosque. Sólo eran exploradores, pero luchaban como… demonios. Buenos espadachines, buenos jinetes. Y sus arqueros, con que sólo hayan sido una muestra, me infunde pavor lo que está por venir.
Todos desviaron la mirada para ver a Gaude que entraba con Madoc, y Fithvael se levantó para instar a los de Maltane a encontrar una cama y calentar un poco de agua limpia. Aún no sabía muy bien qué podía hacer, pero había que extraer la flecha. Ayudado por Gaude y un grupo de habitantes del pueblo, el elfo se puso a trabajar.
Le Claux regresó, pero se detuvo en la entrada y le echó una mirada feroz a Nithrom.
—¿Le Claux? —preguntó el elfo, paciente.
—Caerdrath te llama. Hay luces en la senda norte.
Era noche cerrada, y un viento suave hacía correr balsas de nubes grises por el suroeste, que avanzaban hacia las lunas. La harapienta partida de Nithrom, tras dejar dentro a Fithvael y Gaude para que atendieran a Madoc, salieron y atravesaron la puerta abierta de la empalizada principal. Caerdrath, aún montado sobre su paciente montura y atento a la vigilancia, era como una estatua relumbrante en la semiclaridad del otro lado del puente. Los oyó acercarse sin volver la cabeza, y señaló hacia la oscuridad.
En la senda norte, el camino por el que habían llegado las carretas aquella misma tarde para entrar en Maltane, una sarta de antorchas oscilaban bajando con lentitud. Eran veinte o más.
—¿Más exploradores? —sugirió Erii.
—Demasiados —respondió Cloden con el entrecejo fruncido—. Podría ser la vanguardia de la compañía.
—O una fuerza expedicionaria que viene a ver qué les ha sucedido a los exploradores —dijo Gilead.
—Sí…, y no sabemos cuántos acechan justo detrás de esa elevación —añadió Harg.
Nithrom subió a su montura.
—Iremos a recibirlos. Haced las paces con cualquier dios al que rindáis culto, y vámonos. Esto podría acabar antes de lo que esperamos. Maese Erill quédate aquí para vigilar la puerta. Prepárate para cerrarla con rapidez si volvemos precipitadamente, y haz que los habitantes del poblado dispongan antorchas, muchas antorchas. Iluminad la parte superior de la empalizada interior con tanta luz como podáis.
Erill asintió con un gesto de cabeza y se apresuró a entrar en el recinto. Nithrom miró de un lado a otro y contempló a sus guerreros detenidos sobre los caballos.
—Vinze, Harg, Gilead…, conmigo para ir a recibirlos. El resto de vosotros manteneos fuera de la vista detrás del foso exterior. Acudid cuando os llame. Si todo sale mal, retiraos al recinto interior y cerrad la puerta. Si cae mi vanguardia, Cloden queda al mando.
Le Claux empezó a decir algo, pero se lo pensó mejor. Se hicieron los últimos preparativos a lo largo de la línea de jinetes. Vinze se puso el casco y deslizó el brazo izquierdo en las correas de su pequeño escudo. Harg descansó el hacha de guerra sobre la parte delantera de la silla para ponerse el casco de gruñente rostro. Dolph y Brom se ajustaron los cascos y cargaron sus largas y voluminosas armas de fuego con movimientos sincronizados, para luego posarlas sobre los apoyos especialmente elevados de las sillas de sus monturas. Como un solo hombre, se cerraron las viseras de latón. Bruda se puso un casco en forma de cuenco, bordeado de pieles y adornado con pinchos, se recogió los rojos cabellos hacia dentro y probó el arco. Cloden se ajustó el yelmo de rejilla y se puso guantes de cabritilla antes de sacar su espadón. Le Claux pronunció una bendición a la Dama y colocó una lanza de través sobre el escudo que tenía en el otro brazo. Caerdrath, ya preparado, alzó una delgada jabalina, una de las seis alojadas en el cabestrillo de la silla de montar, y apoyó la parte inferior contra la cadera derecha.
Gilead, al igual que Nithrom, llevaba la cabeza descubierta y tenía un largo escudo elfo en forma de hojas de planta. Los exploradores de Tor Anrok desenvainaron sus largas espadas: la de Nithrom de plata; la de Gilead de azul acero.
Los diez jinetes espolearon a los corceles y bajaron juntos el montículo hacia la zona inferior de Makane. En el patio principal, la mayoría se desviaron a izquierda y derecha, y desaparecieron entre los laberintos de casas y chozas de ambos lados, para dejar que Nithrom, Vinze, Harg y Gilead continuaran cabalgando en apretado grupo hacia la puerta norte.
Las luces de las antorchas estaban reuniéndose y dando vueltas justo fuera del foso exterior cuando ellos llegaron. La claridad de las mismas dejaba ver un grupo de más de cincuenta tileanos, todos a caballo, todos con la insignia azul y blanca.
Algunos gritaron y señalaron a los cuatro jinetes al aparecer éstos al otro lado del foso; emergieron de la oscuridad del poblado aparentemente muerto. El grupo de Nithrom se detuvo justo antes del tosco puente del foso.
El jefe tileano, un hombre de constitución gruesa con un parche en un ojo y una larga capa azul, avanzó flanqueado por seis de sus hombres hasta quedar ante el grupo de Nithrom, al otro lado del puente. Gilead examinó al hombre con la mirada: pesado y musculoso, con una armadura más ornamentada que la de los soldados comunes. No llevaba escudo, pero había dos espadas cortas que pendían a cada lado de su cadera. Su expresión era altanera, triunfante y vanidosa.
—¡Os saludamos! —gritó el mercenario, cuya voz áspera destrozaba las vocales suaves del idioma tileano.
—Y nosotros a vosotros —replicó Nithrom en tileano perfecto.
—No somos más que unos pocos veteranos que buscamos un lugar para descansar.
Nithrom asintió con la cabeza.
—Más que unos pocos, tal vez.
El comandante volvió los ojos hacia los hombres reunidos detrás de él, como si le sorprendiera encontrarlos allí, y se echó a reír.
—¡Ah, sí! ¡Mi alegre partida! No le harían daño ni a una garrapata, os lo aseguro. No hay necesidad de tener esas espadas desenvainadas.
—¿No la hay? —La voz de Nithrom era serena.
Gilead se esforzaba por traducir mientras continuaba la conversación. De pronto, ya no tuvo necesidad de hacerlo.
—¿Qué lugar es éste, que me reciben dos nobles hijos de Ulthuan, un camisa de oso de Norsca y un espadachín imperial? —preguntó el comandante en perfecto bajo elfo.
Si eso sorprendió a Nithrom, no lo demostró en lo más mínimo. «La partida de guerra de Maura viaja por todo el mundo», se dijo Gilead; sin duda, se habían mezclado con muchos pueblos y habían pasado por muchos lugares. El hecho de que fuesen asesinos no significaba que tuviesen que ser estúpidos.
—Un lugar pacífico —replicó Nithrom, que a su vez también cambió de idioma—. Uno que no tiene ni deseo ni capacidad para alojar a una compañía completa de hombres armados. En el bosque hay arroyos donde podréis refrescaros, y hermosos calveros donde podéis acampar. Mañana podréis continuar camino, y todos nos alegraremos de que no se hayan producido… situaciones desagradables.
—¿Situaciones desagradables? —rió el hombre, y un pan de sus soldados rieron con él—. ¿Quién ha dicho nada de situaciones desagradables? Vamos, Ulthuare te tuin, mi gentil amigo… Lo único que buscamos es un ardiente hogar, un techo sólido y heno para nuestros cansados corceles. Tal vez, podríamos incluso comprar algo de caza y un poco de cerveza.
—Debo pedirte disculpas, puesto que debo estar fracasando en el intento de hacerme entender —respondió Nithrom con voz de pedernal—. Quizás el buen dominio que tienes de mi idioma no es tan perfecto, después de todo. No hay sitio para vosotros en este poblado.
Se produjo un largo silencio, y Gilead flexionó la mano en torno al puño de la espada, expectante. El comandante se inclinó, escupió saliva polvorienta en el fango, y luego se irguió en la silla y alzó una mirada ausente hacia el cielo nocturno mientras se ajustaba un guantelete. Sus hombres esperaban. Se oía el canto de los grillos.
—¿A quién…? —comenzó al fin, como si intentara pacientemente tratar con un niño pequeño—. ¿A quién tengo el… placer de dirigirme?
—Soy Nithrom, de Tor Anrok. ¿Y tú?
El hombre del parche en el ojo le dedicó una ancha sonrisa.
—Me llamo Fuentes, maestro de armas, coronel. Estos son mis muchachos, y hoy han hecho una larga y dura cabalgata. Verás, Nithrom de Tor Anrok, creo que tienes bastante razón: en efecto, no nos hemos entendido. Somos hombres pacíficos, la temporada de guerra ha terminado, y simplemente nos dirigimos a casa. Lo único que pedimos es hospitalidad.
—Y eso, me temo, es la única cosa que no podemos ofreceros.
—¿Sabéis? —dijo Fuentes al mismo tiempo que se volvía en la silla para hablarles en tileano a sus hombres—. Si ese tipo de protesta me hubiese sido presentada por un pobre campesino famélico, yo podría haber templado mis modales con respeto y humildad. Pero cuando procede de un cuarteto de guerreros armados…, bueno, comienzo a tener mis dudas. Viniendo de gentes como ésta… —hizo un gesto hacía atrás para señalar a Nithrom y sus compañeros—, bueno, apesta a hostilidad.
—Maese Fuentes —dijo Nithrom en un tileano claro y bien pronunciado—, los dos sabemos que si los humildes campesinos os hubieran recibido en esta puerta para negaros el acceso a la aldea, los habríais asesinado sin pensarlo dos veces. Tal vez mi presencia y la de mis camaradas hagan que lo pienses por segunda vez. No atravesarás ileso el foso.
Fuentes se encogió de hombros como si le importara un ardite. Hizo girar al caballo y regresó a través de los hombres que aguardaban a la luz de las antorchas.
—Estamos vencidos —oyeron que les decía a sus hombres—, total y absolutamente por esta fuerza abrumadora. Marchémonos.
Gilead se tensó. Oyó que Harg imprecaba en voz baja detrás de él.
—Ahora llega… —siseó Vinze.
Con la espalda aún vuelta hacia ellos, Fuentes bajó una mano con brusquedad y la primera docena de mercenarios lanzaron sus caballos al galope hacia el tosco puente al mismo tiempo que desenvainaban las espadas.
—¡Hacedles frente! —bramó Nithrom.
Los cuatro defensores se lanzaron a la carga y chocaron con la vanguardia de la falange que se encontraba embotellada sobre el puente, así que sólo tres podían cabalgar lado a lado.
Nithrom atravesó al primer tileano con su espada de plata mientras Harg se abría brutalmente paso hacia el grueso de ellos, rugiendo como un oso herido y describiendo círculos con el hacha. Dos de los jinetes, uno sin cabeza, cayeron por la izquierda del puente al foso.
Gilead cargó, desvió una estocada con su escudo a la vez que se inclinaba, y luego derribó al tileano del caballo con un tajo que lo abrió desde el vientre hasta el mentón. La espada de acero azul de Gilead había cortado el peto, y las aleteantes mitades de metal cayeron con el cuerpo.
Vinie estaba junto a él, derribando a un tileano del caballo a golpes de escudo mientras hundía el espadón por las rendijas de los ojos del casco del tileano que estaba detrás del primero.
Al cabo de diez segundos, las tablas del puente del foso estaban empapadas en sangre y sembradas de muertos y agonizantes. Los caballos que habían caído dentro del foso chillaban y relinchaban como banshees1Al otro lado de las defensas, Fuentes se volvió con el rostro entonces brillante de furia, y sacó dos espadas cortas curvas, una con cada mano, mientras guiaba al caballo con las rodillas.
—¡A por ellos! ¡A por ellos! ¡Matadlos! —chilló.
El grupo principal de tileanos, cuarenta o más, acometió hacia el puente.
—¡Podemos acabar con ellos! —ladró Vinze mientras se agachaba para esquivar un golpe de espada, y lanzaba golpes al mismo tiempo que luchaba por controlar a su corcoveante caballo.
—¡Sí! ¡Podemos retener el puente! —añadió Harg, cuya hacha derramaba sangre tileana con cada arco que describía.
Pero algunos de los ágiles caballos de guerra tileanos, bajo las diestras manos de sus mercenarios dueños, ya estaban saltando el propio foso y ascendiendo por la ladera interior.
—¡Romped filas! —gritó Nithrom—. ¡Ahora! ¡Romped filas y retroceded!
Harg y Vinze, ambos a regañadientes, se apartaron, clavaron los talones en los flancos de los caballos y regresaron hacia el interior del complejo. Nithrom tuvo que chillar una segunda vez antes de que Gilead pareciese oírlo.
Y luego, los cuatro se echaron a galopar, alejándose del foso hacia la periferia del poblado, con el cuerpo principal de la partida tileana tras de ellos.
El cuarteto se metió entre las primeras chozas al galope tendido, en dirección al patio público y el montículo. Los primeros tileanos que los seguían cayeron como piedras; los caballos se desplomaron de lado y aplastaron a los jinetes desarzonados cuando las flechas los mataron en rápida sucesión.
Bruda apareció sobre el tejado de la primera choza, y tensó el arco con sus poderosos brazos. Cayó un tercer jinete, y luego, un cuarto. Ella profirió un alarido de alegría.
Varios mercenarios más habían pasado de largo al interior, y entonces estaban reunidos en un rincón del patio público. Se produjo un destello y un rugido, y otro cayó de la montura como derribado por un golpe tremendo. El compañero que tenía a su lado se sobresaltó, intentó hacer que el caballo volviera y murió cuando un proyectil de plomo hizo estallar la cabeza de su corcel, pasó a través de ésta y le perforó el pecho.
Tras volver a cargar sus armas de fuego, Dolph y Brom hicieron correr a sus caballos. Dispararon de nuevo, y otros dos corceles corcovearon y se desplomaron. Luego, se encontraron en medio del grueso de la carga. Los gemelos de Ostland enfundaron las mortales pero lentas armas de fuego y cargaron con las mazas. Rompían cabezas mientras sus armaduras de latón destellaban a la luz oscilante de las llamas.
Cloden había desmontado. Un espadón como el suyo daba mejores resultados si se luchaba a pie. Rodeó una de las miserables cabañas y atacó con su enorme espada al siguiente grupo formado por unos pocos tileanos que corrían al galope. Su primera estocada atravesó completamente a un hombre, al igual que al caballo, que daba brincos.
Nithrom, Harg, Vinze y Gilead se volvieron para hacer frente a la incursión, tras haberlos atraído al abrazo mortal de la parte inferior de la población.
Le Claux salió a la carga desde la oscuridad y levantó a un tileano del caballo tras ensartarlo en su lanza, para luego proferir una sonora carcajada triunfante.
Como un fantasma terrible de tiempos remotos, la noble figura de Caerdrath también salió de su escondite y cargó con el corcel al galope. Cada una de sus seis jabalinas dio en el blanco, y luego desenvainó la espada, momento en que se transformó en un borrón implacable que segaba a la caballería tileana como si friese maíz.
En el calor de la feroz lucha, Gilead asestaba estocadas a su alrededor, cercenando extremidades y cabezas, destrozando escudos y rompiendo espadas. Por primera vez en mucho tiempo sentía que había encontrado su lugar. Se hallaba en compañía de orgullosos guerreros, por harapientos que fuesen, que luchaban por una causa definida.
Aún asestaba estocadas cuando los tileanos se batieron en retirada, destruidos y rechazados. Gilead vio que Fuentes cabalgaba con no más de media docena de hombres hacia el puente del foso. Los guerreros de Nithrom habían matado a casi cuarenta tileanos.
Bruda volvió a proferir un grito de alegría, y Vinze se unió a ella en los vítores mientras cabalgaba por las calles sembradas de cadáveres. Gilead bajó la espada e intentó contener el furor que lo inundaba.
En lo alto, la empalizada del montículo interior brillaba con las luces de un centenar de antorchas que sugerían una guarnición de tremendo poder. Erill había cumplido con su trabajo, y el primer ataque había sido repelido.
Los vencedores, que estaban de un humor exuberante, regresaron al recinto interior, y la puerta fue cerrada y barrada tras ellos. Dolph y Brom, siempre prácticos y con los pies sobre la tierra, sugirieron que el inmediato curso de acción debería ser asegurar y reforzar las defensas del foso inferior, ya que parecía evidente que los tileanos regresarían bastante pronto.
Nithrom pensó que era un buen consejo, pero no lo siguió. Emprender por la noche un trabajo semejante sería algo ingrato y duro, además de difícil de coordinar. Quería darles tiempo a los guerreros para descansar y disfrutar la victoria. Por esa noche, se limitarían a encerrarse en el recinto interior. Si los hombres de Maura regresaban, mala suerte, pero al menos los encontrarían fortificados.
Además. Le Claux ya estaba pidiendo una bota de vino a gritos, con el rostro relumbrante de emoción y orgullo, y Harg, Vinze y Bruda no necesitarían mucha persuasión para unirse a él.
Les trajeron vino, junto con comida caliente que Erill habían ordenado preparar. Las heridas menores y los arañazos fueron curados y vendados mientras los guerreros se agrupaban dentro del salón comunal para celebrar la victoria. La notable escala del triunfo también había animado a los habitantes de Maltane. Cuando ya había pasado la medianoche, se celebraba un verdadero banquete, con muchas canciones, bebida y buen ánimo general.
Nithrom lo observaba todo desde la puerta, con una taza de cerveza en la mano. Vio a Harg y Bruda bromeando y riendo, a medio camino de una escandalosa y suicida apuesta sobre quién bebía más, rodeados por un círculo de risueños campesinos. Cloden y los gemelos de Ostland estaban dedicados a hacer pulsos con quienquiera que lo desease, cerca del fuego. Vinze había captado la absoluta atención de varias muchachas del poblado. Le Claux celebraba audiencia, narrando la acción como si se tratase de un poema épico, para un grupo mareado de campesinos, y sus metáforas y símbolos mejoraban con cada sorbo de vino. Incluso Gaude y Erill estaban relajados, jarras en mano.
«Esto les hará bien», pensó Nithrom. Era bueno para la moral. Bebió un sorbo de cerveza. Él vigilaría la empalizada hasta el amanecer.
De repente, Fithvael apareció a su lado, limpiándose las manos ensangrentadas en un trapo.
—Madoc vivirá, por ahora —dijo el veterano—. Le he extraído la punta. Está dormido.
Nithrom alzó la taza.
—Por ti, obrador de maravillas. Tus manos están tan ensangrentadas como las nuestras. Esta noche, tú has librado tu propia batalla de vida o muerte.
Fithvael asintió.
—Dudo que Madoc pueda volver a hablar en su vida —murmuró—. Tenía la laringe destrozada.
Nithrom suspiró al oír eso.
—Una tragedia. ¡Con las historias que puede contar del tiempo que pasó con los templarios!
—¿Madoc fue un caballero del Lobo Blanco?
—De gran renombre. Jefe de la Orden Dorada, valeroso en la batalla. ¿No has reparado en su piel de lobo y su martillo de guerra?
—Pero ¿ya no lo es?
Nithrom sonrió.
—Él… actuó de una manera que trajo deshonra sobre su regimiento, y lo expulsaron del templo. Desde entonces ha sido un soldado de fortuna.
—¿Qué hizo? —quiso saber Fithvael.
—Se negó a matarme. —Nithrom volvió a beber un sorbo, con la mente obviamente centrada en lejanos recuerdos—. Es lo más valeroso que hizo, eso de echar a rodar su carrera para ayudar a un amigo, especialmente a uno perteneciente a otra raza. Algún día te contaré la historia, Fithvael te ruin. Ahora sólo te diré esto: aunque lo expulsaron con deshonor, jamás he conocido a un hombre más honorable; con sus amigos, con lo que realmente importa. —Nithrom se volvió hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—Alguien tiene que hacer guardia, y por esta noche ya le he pedido más que suficiente a este valeroso grupo.
—Yo haré guardia contigo, amigo mío, si me lo permites —dijo Fithvael—. Podemos vigilar el poblado y hablar de los viejos tiempos.
* * *
Gilead Lothain se encontraba sentado a solas, indiferente a la celebración y contemplando las llamas del hogar en el fondo del salón comunal. De pronto, tomó conciencia de la figura que tenía junto a él, y alzó los ojos. Era Caerdrath. El elfo llevaba un vaso de vino en cada mano y le ofreció uno a Gilead. El último hijo de Tor Anrok lo aceptó con una inclinación de cabeza, que Caerdrath interpretó como una invitación tácita para que se sentara a su lado. El elfo se había quitado el yelmo, pero aún llevaba la larga cabellera trenzada sobre el cráneo. El destellante labrado de su armadura estaba salpicado de sangre tileana.
—Me llamo Caerdrath Eldirhrar tuin Elondith, nieto de Dunclanid Tea Flameante, de la estirpe de Tyrmaltbir y de los clanes de Saphery Superior y las Colinas de Mármol.
—Gilead te tuin Lothain, de Tor Anrok.
Bebieron el uno a la salud del otro.
—Estamos solos aquí —comentó Caerdrath, aunque era obvio que lo decía en sentido simbólico, puesto que el lugar estaba abarrotado de cuerpos vivos—. Viejo Mundo, sangre vieja. Tu compañero, Fithvael, se mezcla mejor con la raza humana, y Nithrom es tan mundano que ya no es un elfo, ni es un hombre.
—¿Lo desprecias por eso? —preguntó Gilead.
—Ni por asomo. Nithrom es el amigo más fiable que conozco. Se ha hecho un sitio propio en este feo mundo. ¿Por qué otro motivo cabalgaría yo con él?
—Pero ¿qué te ha traído aquí, Caerdrath Eldirhrar tuin Elondith?
Gilead disfrutaba de la oportunidad de hablar el antiguo alto elfo con todas sus frases formales. Era como una música antigua recordada a medias.
Caerdrath no le respondió de manera directa.
—Nithrom me ha contado que tú y Fithvael sois los últimos de vuestra casa; que te has aventurado por este amargo mundo para buscar rastros de nuestro casi extinto pueblo.
—Así es.
—Entonces, somos afines también en eso. También yo he acudido al mundo humano para descubrir el pasado. Los antiguos reinos, las ciudades perdidas, la mayoría de ellas enterradas ahora bajo los cimientos de nuevos asentamientos humanos, al parecer. Deseaba encontrar rastros del mundo que hemos perdido. Nos parecemos.
Esa idea conmocionó a Gilead. Desde…, bueno, desde siempre, según le parecía —desde que había muerto Galeth, al menos—, se había sentido impulsado a buscar los olvidados restos de la raza antigua. También se había sentido como un ser diluido, sólo un eco del pueblo elfo, deslucido por el estúpido mundo humano. Pero allí tenía a un antiguo, mucho más glorioso que él mismo, un ejemplo de la mismísima maravilla que había estado buscando…, y que profesaba exactamente la misma finalidad que él. Era una revelación que lo serenaba. Durante tanto tiempo había estado intentando recuperar su herencia…, y allí tenía una parte de ese origen, puro y sin mácula, igualmente perdido e igualmente insatisfecho.
—Nuestra época ha pasado, Gilead te tuin Lothain —comentó Caerdrath, como si captara sus pensamientos—. Nuestras estrellas se han ocultado. Se aproxima con rapidez el día en que deberemos apartarnos de la bruta humanidad para siempre.
—Tengo un favor que pedirte —dijo Gilead.
—Te lo haré, si está en mi poder.
—Cuando acabemos con esto, con esta pequeña guerra, quiero ver los picos de Ukhuan antes de morir. Muéstrame el mejor camino, las rutas que deberé seguir.
—Haré algo mejor que eso, Gilead te tuin Lothain. Yo mismo he permanecido demasiado tiempo en este mundo agotador. Cuando acabemos aquí, viajaré contigo de regreso a Ukhuan, y celebraremos juntos en la mesa de mi padre, en las Colinas de Mármol.
* * *
Gilead despertó después del alba. El salón estaba fresco y el aire saturado de olores a humo y cocina. Unos pocos aldeanos dormían sobre los juncos del piso, y Le Claux estaba sumido en un profundo sueño, en un rincón.
Tras quitarse el justillo de cuero y la camisa interior, Gilead salió a la fría luz diurna. El cielo era brillante y gris, y amenazaba lluvia, y la puerta de la empalizada interior estaba abierta. Unas mujeres campesinas lavaban cacerolas y bandejas en un abrevadero, y avanzó hacia ellas, desnudo hasta la cintura, para hundir la cabeza y los hombros en el agua. Las mujeres se agruparon con recato cuando sacudió su melena de cabello blanco.
Él inclinó la cabeza con cortés galantería para darles las gracias, y se encaminó hacia la puerta con el justillo y la camisa interior doblados bajo el brazo derecho.
Desde la puerta, bajó la mirada hacia Maltane, fea y severa bajo la deslumbrante luz del nuevo día. Del foso, en el extremo norte, ascendía humo negro y rancio, que el viento llevaba hasta él. Podía ver gente que trabajaba en la parte inferior de la población, la mayoría habitantes.
Tras ponerse la camisa, bajó tranquilamente el montículo hacia las calles de Makane.
* * *
Nithrom había despertado temprano a los que había podido, y los había enviado a trabajar. Dolph y Brom, que, con sus armas de artificio y sus mentes tácticas, le daban a Gilead la impresión de tener almas mecánicas, habían comenzado a organizar las obras de defensa. Era obvio que Nithrom los valoraba por su habilidad estratégica y de ingeniería. Gilead vio que unos habitantes de la población trabajaban en equipos para ensanchar el foso exterior, y otros usaban la tierra que sacaban aquéllos para llenar sacos con los que hacer más alto el baluarte interior. En el patio público, Bruda entrenaba a algunos de los hombres jóvenes de Makane —y al menos a tres de las mujeres jóvenes más fuertes— en el tiro con arco. Mientras sus alumnos tensaban, disparaban y erraban una vez más los blancos rellenos de paja, ella le dedicó a Gilead una ancha sonrisa al pasar.
Gilead vio a Gaude, que entretenía a un grupo de niños, y a Erill, que supervisaba a los pobladores mientras éstos apilaban balas de paja empapadas en brea en las esquinas de las calles. Abajo, junto al foso exterior, Dolph y Brom, ambos desnudos de cintura para arriba y lustrosos de sudor, supervisaban los trabajos de excavación.
También vio a Fithvael, sentado entre un grupo de campesinos que trabajaban con diligencia, y se encaminó hacia él. El elfo les enseñaba a hacer flechas, y algunos estaban tan adelantados en el trabajo que envolvían ya las puntas con trapos embebidos en pez.
—Fithvael —saludó a su más viejo amigo.
El compañero alzó la mirada y le dedicó una amplia sonrisa. En realidad, dudaba haber visto nunca a Gilead tan feliz y despreocupado.
—Abunda el trabajo —dijo Fithvael a modo de saludo—. Harg se ha llevado un grupo al bosque para cortar árboles a fin de hacer una empalizada alrededor del foso exterior. La mujer kislevita está formando un nuevo ejército de arqueros.
—La he visto.
—Vinze y Caerdrath han salido para explorar, por si ven alguna señal del enemigo.
—Al parecer, será mejor que también yo me busque algún trabajo provechoso —dijo Gilead, y continuó caminando hacia el foso exterior.
Nithrom y Cloden, con trapos atados en torno al rostro, vigilaban el fuego del foso. Yuntas de mulas guiadas por aldeanos con máscaras de tela similares, arrastraban los últimos cadáveres tileanos, caballos y hombres hacia la hoguera. La pira de los enemigos que habían matado la noche anterior vomitaba un humo negro y grasiento. Un par de flacos ratoneros comunes describían círculos en lo alto.
Nithrom vio acercarse a Gilead, dejó a Cloden a cargo del trabajo tras decirle una breve palabra y saltó del baluarte al mismo tiempo que se quitaba la máscara de tela.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Gilead, y el otro se encogió de hombros.
—¿Puedes cortar madera?
Gilead se encogió de hombros a su vez.
—Si tengo que hacerlo…
—Bueno, al menos puedes afilar espadas. Por la forma en que corta la tuya, veo que sabes cómo funciona una muela.
—Tráeme las espadas, que estaré encantado de afilarlas. Me siento casi inútil en medio de todo este afán.
—¡Ah, han trabajado bien desde el alba! —comentó Nithrom, mirando a su alrededor—. Hemos reforzado el foso exterior y hemos erigido obstáculos que no le van a gustar a la caballería, así como unos cuantos trucos más. Cuando Harg regrese con la madera, alzaremos un sólido baluarte por el interior del foso.
Gilead señaló la avenida principal, que conducía al patio público y al montículo.
—Deberías conseguir algunos toneles o planchas sólidas y levantar allí unos cuantos puntos en los que parapetarse, a la izquierda, ¿lo ves? Puede ser que el baluarte entorpezca a los jinetes, pero unos cuantos buenos nidos de arqueros romperán la continuidad de la calle y le impedirán a la vanguardia subir con rapidez en caso de que logren entrar.
Nithrom se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
—Bien dicho. Pondré a trabajar en ello al anciano, a Swale. Es un diablo con la fuerza de un gigante. Tal vez podrías explicarle lo mismo que a mí.
—Por supuesto.
—Y he hecho lo que sugeriste… El agua de las tinajas del sótano de la casa de la villa ha sido renovada y los recipientes vuelven a estar llenos.
—Habrías pensado en ello sin mi ayuda.
Nithrom le dedicó una ancha sonrisa y estrechó las manos de Gilead con fuerza entre las suyas.
—Por los antiguos dioses, ¡qué bueno es tenerte aquí, Gilead te tuin! ¡El espíritu de Tor Anrok mantendrá este lugar a salvo!
Carros tirados por mulas y cargados con madera acabada de cortar se aproximaban procedentes del bosque. Sobre el primero, con el pecho desnudo, Harg agitó su enorme hacha para saludar al poblado.
Pasó una hora en ayudar a descargar los árboles expertamente talados por Harg y subirlos hasta su sitio, y luego otra hora para enseñarle al viejo Swale y a cuatro de sus nietos a construir parapetos angulares a lo largo de la calle principal. Al pasar, Dolph reparó en las defensas y asintió con la cabeza para demostrar su admiración.
Llegó el mediodía y halló a Gilead de vuelta en la fresca sombra de la empalizada de lo alto del montículo, afilando armas. Había conseguido un bloque de madera de pícea para sentarse, y una multitud de niños formaban el público, que profería exclamaciones de admiración mientras él desempaquetaba las muelas que llevaba dentro de una bolsa de hule.
Le habían llevado las armas: la espada de Fithvael, la larga espada de Nithrom, la vapuleada hacha de Harg, el sable de Bruda, el espadón de Le Claux; todas ellas, más las armas de recambio.
Se puso a trabajar para alisar mellas y arañazos, y dar buen acabado a los filos, que luego probaba con algunos mechones de sus cabellos largos, al mismo tiempo que le explicaba cada trabajo y arma a su séquito infantil.
—Esto es una espada larga hecha por un herrero elfo. Pertenece a Nithrom, el guerrero elfo alto de armadura verde oscuro.
—¿El de cara de bueno?
—El mismo, en efecto.
—Es tu señor.
—Es mi amigo.
—¿Qué es un elfo?
—Estás mirando a uno.
Risas, algunos susurros.
—No, nosotros no robamos a los recién nacidos en medio de la noche. Vosotros, los humanos, tenéis muchas ideas erróneas sobre mi raza.
—¿Qué es un humano?
Risas y algunos puñetazos juguetones.
—Fijaos en cómo paso la piedra con movimientos largos y continuos. Un poco de aceite…, y ahora el borde está bien afilado, ¿veis?
—¡Yo podría hacer eso! —dijo un muchacho alto que estaba en primera fila.
—Entonces, puedes acercarte hasta aquí y hacerlo. No, déjala descender a lo largo de tu pierna. Eso es. Otra vez. No…, en contra del metal. Así.
—¿Estoy haciéndolo?
—Sí, así es. Muy bien. Ahora ambos lados, fíjate, y los dos filos de ambos lados. Así está bien.
—¡Parece fácil! —dijo una niña cerca de su hombro.
—Ven aquí y prueba. Veréis, ésta es la cimitarra de la mujer kislevita pelirroja.
—Es hermosa —dijo el muchacho que ya estaba trabajando.
Más risas y algunas mofas.
—Lo es, y también lo es su cimitarra —asintió Gilead, y luego le habló a la niña—. Pásala con movimientos largos y limpios. Cuidado, no te cortes con el filo. Y esta arma tiene un solo filo, así que acabarás en la mitad de tiempo que con las otras.
—¿Por qué tiene uno solo? —preguntó un niño pequeño.
—Es un arma diseñada para asestar cuchilladas en lugar de estocadas. ¡Se la usa así!
Algunas exclamaciones ahogadas; algunos niños que retrocedían.
—Es muy diferente de ésta. Es mi espada. La de mi hermano, de hecho; él me la dio. Es más alta que tú, ¿eh? Está hecha para asestar cuchilladas y también estocadas.
—¡Ah! ¡Ah! —Más exclamaciones emocionadas.
—Vamos a ver, coge una piedra y ven aquí… Así, muy bien. Un poco de aceite… No, no demasiado… Ahora, pásala lo largo del filo hasta la punta. Bien.
Surgió una pequeña industria en torno a él, pequeños rostros concentrados y decididos. Gilead sonrió.
—Y ahora, ¡la gran hacha del hombre de Norsca! ¿Quién es lo bastante valiente para afilarla?
Se alzó un bosque de manos sucias.
—Tú…, ven. Esto tiene su truco. Frota la piedra en ambos sentidos. Mantén el mango apoyado en el suelo. Sí, muy bien. Adelante y atrás.
»¡Y aquí tenéis un espadón, forjado en Carroburgo! ¿Habéis visto alguna vez una espada tan grande? Necesitaremos por lo menos a dos de vosotros. Tú… y tú, muchacho, el de las pecas. Ven aquí…
La tarde acababa, y todas las armas estaban pulidas y afiladas. Gilead trabajaba con la última —el fiable espadón de Le Claux—, con los últimos niños agrupados junto a él. La mayoría se había ido marchando a intervalos, puesto que abajo, en el poblado, sucedían cosas que les interesaban más. Una mujer le había llevado un plato de estofado y cerveza, pero había quedado allí, intacto, y la comida se había enfriado.
El trueno resonó en la fría y ventosa lejanía. Estaba a punto de estallar la tormenta de verano que había amenazado durante todo el día. Las primeras gotas comenzaron a caer sobre el suelo.
Gilead sintió… algo. Se levantó con el ornamentado espadón de Le Claux preparado hacia adelante.
Se encaminó en dirección a la puerta, y algunos niños se precipitaron tras él. Abajo, apartados del flanco de las colinas septentrionales, se veían dos jinetes que galopaban hacia Maltane a toda velocidad y levantaban una nube de polvo: eran Vinze y Caerdrath.
—Entrad; deprisa —les dijo a los niños.
Maura se aproximaba.
La lluvia era torrencial cuando apareció el ejército completo de los asesinos. Se alinearon en lo alto de la escarpa septentrional, con los estandartes blancos y azules ondeando bajo el aguacero. Desde su puesto sobre un tejado plano de la parte inferior del poblado, Fithvael suspiró. Nithrom había calculado unos doscientos hombres, y la noche anterior habían enviado a cuarenta hacia la muerte. Pero no había manera de equivocarse al ver el ejército que se alineaba allí arriba: eran trescientos como mínimo.
El batir de tambores descendió por la ladera del valle hasta Maltane amortiguado por la lluvia. La infantería tileana tocaba a marcha. Mientras Fithvael observaba, aparecieron más a la vista: grupos de caballería, más escuadrones de infantería y carros de dos ruedas tirados por seis caballos, que transportaban enormes cañones.
Fithvael desvió la mirada hacia el otro lado de los tejados, y vio que Nithrom ya estaba montado sobre su corcel y aguardaba en el patio público. Le Claux y Caerdrath se encontraban con él. Nithrom reparó en la mirada del veterano elfo y le pidió paciencia con un gesto.
«Sí, esperaré —pensó Fithvael—, aunque es la mismísima muerte que viene a llevárseme».
Esa vez no habría parlamentos. Fuentes le había llevado las noticias al jefe y había sellado así la destrucción de Maltane. Fithvael, con los ojos entrecerrados para protegerlos de la lluvia y ver mejor en la luz mortecina, podía distinguir a una bestia de hombre sobre un caballo enorme. Trotaba a lo largo de la escarpa mientras miraba hacia abajo y daba órdenes a las hileras de caballería y soldados de a pie que se encontraban en torno a él. Su casco plateado lucía un penacho de plumas azules y blancas. Tenía que ser Maura.
Fithvael calculó la distancia y los vientos laterales, y supo que no tenía ninguna oportunidad de acertarle al jefe tileano, ni con su mejor tiro de arco. En un tejado del otro lado de la calle, vio que Bruda hacia más o menos lo mismo Sus miradas se encontraron, y ambos sacudieron la cabeza.
«¿Qué hará, este Maura? —se preguntó Fithvael—. ¿Nos pondrá cerco? ¿Nos disparará con cañones? ¿Lanzará un ataque total con caballos e infantería?».
Personalmente, rezaba para que fuese esto último. Esperaba que aquel señor mercenario tileano fuese característico de su pueblo, entusiasta de las derrotas rápidas y arrogantemente aplastantes, logradas por fuerza humana. A eso podrían hacerle frente, pero ¿a un asedio? Una táctica semejante los mataría, y una andanada de artillería arrasaría Maltane y no dejaría nada que saquear.
Aunque, por lo que había oído de Maura, un castigo semejante sería su firma característica. Fithvael estaba seguro de que, tras la derrota y humillación de su avanzadilla, Maura no deseaba otra cosa de Maltane que sus estertores de muerte.
Se oyó un toque de cuerno, y la clara nota resonó por la cuenca del valle.
Fithvael cogió el arco compuesto de factura humana que tenía junto a él. Hacía algún tiempo que no usaba uno, y era tosco en comparación con lo que él estaba habituado a usar, pero la velocidad de disparo de su fiable ballesta era demasiado lenta para lo que se les echaba encima.
Una ola de caballería descendió por el embudo del valle hacia ellos, en formación de cincuenta en fondo. El atronar de los cascos era más sonoro que los truenos de la tormenta del cielo.
Makane no tenía una caballería lo bastante numerosa como para salir al paso de una carga semejante, así que, bajo las lacónicas órdenes de Nithrom, ni siquiera se intentó. Por el contrario, los defensores aguardaron, tensos, mientras el ejército de jinetes cargaba hacia ellos, atravesando la maleza baja y la zona de pantanos que rodeaba la ciudad, ascendiendo la baja elevación hacia el foso exterior y cruzando el puente, que sólo parecía estar aún allí…
El peso de los primeros jinetes de vanguardia sobre el puente lo hundió en medio de un tumulto. La destreza de Harg con el hacha de leñador había cortado varios de los travesaños hasta dejarlos justo a punto de romperse. Al ceder el puente, los caballos y los jinetes que avanzaban al galope tendido se desplomaron y cayeron dentro del foso. Los que iban inmediatamente detrás fueron empujados a la zanja por el peso de la carga.
La caballería rompió filas y se desvió a los lados en ambas direcciones, pero, detrás, llegaba la infantería, una horda innumerable.
Algunos jinetes intentaron saltar por encima del foso, pero era más profundo que cuando lo había visto Fuentes, y el baluarte del otro lado, más alto, y estaba erizado de estacas apuntadas hacia el exterior. Más jinetes cayeron en el foso, y algunos daban saltos y llamaban a los infantes para que los ayudaran a sacar a los caballos que luchaban por salir. Otros intentaron saltar y fueron destripados por las estacas.
La vanguardia de la infantería se encontraba ya ante el foso, y muchos bajaban por él y trepaban por el otro lado. Entonces, Fithvael, Bruda y Erill, junto con media docena de habitantes de Maltane que habían demostrado cierta destreza con el arco, comenzaron a disparar y a matar a tantos como podían entre los que escalaban el baluarte.
Fithvael imprecó al ver que al otro lado del foso había equipos de infantería que arrastraban tablones y los colocaban sobre la fangosa zanja. Estaban justo fuera del alcance de su arco.
Unos pocos soldados de infantería treparon por encima del baluarte; Fithvael y Erill los mataron con tiros limpios. El elfo reparó en que el muchacho humano era bueno con el arco. Su armadura y la espada de persona adulta eran sólo para lucirlas.
Los primeros rezagados de infantería estaban ya sobre el foso, y eran más de los que podían matar los arqueros. Otros arqueros, todos aldeanos a las órdenes de Cloden, comenzaron a disparar desde la calle principal hacia el apiñamiento.
Tres hordas de tileanos habían logrado atravesar el foso, y eso fue demasiado para la desorganizada caballería que daba vueltas. Cruzaron al galope las vibrantes tablas, apartando a patadas a la infantería mientras ascendía en masa hacia el interior de la ciudad, con las lanzas y las espadas brillantes.
La primera docena cayó a causa de los letales alambres que Vinze había tendido de través en la calle. Las patas de los corceles de guerra se partían al tropezar y caer. Otros continuaron adelante porque los alambres se habían roto, esquivando los cuerpos tendidos de sus camaradas y las monturas de éstos, y galopando calle arriba.
Y más alambres fueron tensados repentinamente a la altura de la cabeza por los aldeanos que aguardaban. Los tileanos cayeron hacia atrás de las sillas con un chasquido, varios prácticamente decapitados, y los caballos continuaron corriendo.
Otros siguieron por la calle principal, hacia el patio público, bajo una lluvia de flechas. Varios cayeron. Un cuarteto de jinetes llegó hasta la bomba de agua del poblado, donde los mataron las explosiones de las cargas de pólvora enterradas bajo el polvo del suelo por Dolph y Brom.
La caballería había perdido ímpetu, y retrocedieron cuando muchos no se habían atrevido siquiera a cruzar el foso. En su lugar, cargó hacia el interior del poblado la masa de infantería, pasando por el baluarte y el improvisado puente a una velocidad superior a la que podían matarlos Fithvael y el equipo de arqueros. La infantería ascendió en muchedumbre por la calle principal.
Fithvael vio que Nithrom hacía una señal, pero ya sabía qué hacer. Encendió una flecha con pez y la disparó contra una bala de paja embebida en brea que había a un lado de la calle. Bruda y los demás arqueros hicieron lo mismo con otras balas de paja. Al cabo de pocos momentos, la calle principal era un infierno flanqueado por llamas que les dejaba a los tileanos poco espacio para moverse. Los proyectiles comenzaron a descender por la calle cuando Dolph y Brom abrieron fuego.
Pero, en el fondo, Fithvael sabía que llegaría un punto en que todos sus trucos y habilidades serían vencidos por la tremenda superioridad numérica.
En ese momento, vio que Nithrom, Le Claux y Caerdrath cargaban contra la vanguardia de la infantería desde el patio principal, y comenzaban a diezmarlos. Tras ellos, a pie, aparecieron, girando, las mazas de Dolph y Brom.
Cloden, Gilead, Harg y Vinze salieron de repente, también a pie, del interior de unas casas situadas más abajo de la calle, para acometer a los atacantes por el flanco y empujarlos hacia los jinetes. Habían llevado la batalla a la lucha cuerpo a cuerpo.
Fithvael se dio cuenta de que no le quedaban flechas. Cogiendo la espada en una mano y la ballesta montada en la otra, saltó del tejado y cargó hacia la refriega.
El veterano elfo disparó su ballesta contra el vientre del primer tileano que encontró, y luego se puso a luchar con la espada. En la fangosa calle de paredes de madera alumbrada por el fuego de las balas de paja embreadas, había poco espacio y mucha gente. Atisbó a Bruda cerca de él, que asestaba golpes con su cimitarra y aullaba como una loba.
Vio a Erill. También el joven había bajado de los tejados, espada en mano, y lo habían rodeado casi de inmediato. Había matado a un tileano con una estocada afortunada, pero otros le lanzaban puñaladas, y el muchacho cayó.
Fithvael avanzó como pudo hacia él a través de la muchedumbre, asestando estocadas a diestra y siniestra. Erill yacía en el suelo, sangrando por un hombro herido, y tenía la vieja armadura rota y abollada.
Fithvael lanzó una estocada a la derecha con la que cortó una cabeza, y luego, a la izquierda, para abrir un vientre. En el espacio que había dejado libre, recogió a Erill y le lanzó su espada corta.
El muchacho logró cogerla en el aire. Se trataba de un arma incrustada de perlas de unos sesenta centímetros de largo, hecha por el maestro artesano de Tor Anrok. La contempló durante un segundo al tiempo que flexionaba la mano en torno a la empuñadura.
—¡No la admires, úsala! —le gritó Fithvael.
Erill la blandió hacia la izquierda y se maravilló de la levedad del arma elfa, y cercenó el brazo de la espada de un tileano que tenía casi encima. El joven rió con repentina alegría, y se lanzó hacia la muchedumbre.
Fithvael luchó para reunirse con él, y se situó espalda con espalda con el muchacho. Los asesinos, en gran número, se reunieron en torno a ellos. El humano joven y el elfo adulto luchaban como demonios, unidos por los dioses de la guerra.
Una figura irrumpió entre la muchedumbre que los rodeaba, blandiendo una espada que destruía a los enemigos.
El recién llegado no dijo nada porque no podía. Era Madoc. Como su martillo de guerra se había perdido en la corriente del arroyo cuando cayó, recurrió a un espadón cuyo peso no le resultaba familiar, y que entonces hacía girar y cortar con casi tanta destreza como el gran martillo de Ulric.
Lado a lado, aunque los cubría la sangre caliente de los enemigos, Fithvael, Erill y Madoc defendieron la calle.
La sangre caía en hilitos de la espada larga de Gilead. Había perdido de vista a Vinze y Cloden, pero esos ruidos de golpes y cosas que se astillaban sólo podían deberse a la obra de Harg y su hacha. El elfo asestó otra estocada hacia la muchedumbre, el acero azul giró, y cercenó muñecas y tráqueas. Ante él había un grupo de tileanos que se apiñaban sobre una víctima a la luz del fuego. Los mató a todos.
El blanco caballo de guerra estaba muerto, con los ojos abiertos y fijos. Le Claux se encontraba cerca, sobre el polvo, pisoteado y con la armadura desgarrada y abollada; tenía dos puntas de lanza y una espada clavadas en el torso. El caballero alzó la mirada hacia Gilead con ojos turbios.
—¿Hemos ganado? —preguntó.
Gilead calló durante un instante.
—Por supuesto, guerrero. Gracias a ti.
—Ya lo pensaba —murmuró Le Claux, con un gorgoteo a causa de la sangre que afluía a su garganta—. Tengo sed. ¿Tienes un trago?
El guerrero elfo hizo un barrido lateral con la espada y mató a un tileano que acababa de salir de la oscuridad a la luz del fuego.
Luego, se arrodilló junto a Le Claux y sacó el último frasco que le quedaba del vino elfo de Tor Anrok y que desde entonces llevaba siempre consigo. Estaba casi vacío, y el bretoniano lo acabó.
—¡Ah…! —sonrió Le Claux—. Es lo mejor que he…
El bretoniano continuó sonriéndole, pero Gilead supo que estaba muerto.
Se volvió y cortó a un bárbaro tileano de una axila a otra con su voraz espada antes de que el mercenario pudiese atacarlo como había tenido intención de hacer, y luego regresó de un salto a la batalla.
Sangre, carne de caballo, tendones, músculos humanos, bronce, hierro, fuego. Las monedas de la guerra estaban en curso y se intercambiaron hasta el alba.
Al salir el sol, los tileanos retrocedieron hacia la escarpa norte. Dejaron a setenta soldados de caballería y a ciento veinte de infantería en las llanuras anteriores a Maltane, y en las calles de su interior.
Los defensores, muchos heridos, todos agotados hasta el punto de caer dormidos, habían perdido a Le Claux y al viejo Swale, además de a otros diecinueve habitantes: cuatro mujeres, tres muchachos y doce hombres, todos los cuales habían participado en la lucha.
Sin embargo, desde cualquier perspectiva era obvio que habían obtenido otra extraordinaria victoria. Maltane se había convertido en la maldición tileana, aunque también se había transformado en un lugar de fatiga, de heridas sangrantes, de armas rotas.
Nithrom llamó a sus soldados y a los aldeanos de vuelta al recinto de lo alto del montículo. Habían hecho todo lo que podían y habían librado una defensa propia de inmortales. Si Maura continuaba entonces, no les quedaría nada más que el orgullo de haberlo rechazado la primera vez. No les quedaba nada más que dar.
* * *
Mientras avanzaba el amanecer, Maura, fiel a su naturaleza implacable, inició el segundo asalto.
Al principio, fue un sonido distante, como el de una ramita que se parte, y luego un chapoteo de fango. Fithvael y Vinze se encontraban fuera del pórtico del megarón curando las heridas de los aldeanos cuando lo oyeron.
Vinze imprecó. Volvió a oírse una suspirante tos quebrada, y luego los golpes sordos y húmedos al pie de la pendiente.
Fithvael cogió su ballesta y corrió a la empalizada. Llegó a tiempo de ver que dos de los nueve grandes cañones situados sobre la lejana escarpa norte vomitaban humo blanco. Un segundo después, llegó el sonido como de chasquido.
Cincuenta metros más abajo del foso interior salieron despedidos hacia lo alto penachos de fango.
—¿Es que no tiene calibrado el alcance? —preguntó Fithvael.
Brom se encontraba sobre la plataforma de la empalizada, junto a él, y miraba a través del catalejo de Vinze.
—No, sólo está tomando puntería.
El hombre bajó de un salto y le lanzó el catalejo de vuelta aVinze.
—¡Llevadlos adentro! ¡A los aldeanos! ¡Metedlos todos adentro y que bajen al sótano!
El movimiento se apoderó de la muchedumbre. Con los perplejos niños aferrados a las faldas, las mujeres los metieron a toda prisa en el ayuntamiento. Los hombres supervivientes de Maltane, unos treinta en total, cogieron sus improvisadas armas y escudos. Entre ellos había al menos una docena de muchachos que parecían demasiado jóvenes para combatir, y veinte mujeres que se negaron a ocultarse. Los guerreros de Nithrom, entretanto, estaban reuniéndose en la empalizada.
La primera bala de cañón dio en el blanco contra la torre del viejo templo situado detrás de la casa de la villa. Se oyó un rechinar de piedra perforada, y se desplomó hacia el interior una parte del tejado.
Un segundo más tarde, otra bala impactó en la empalizada exterior, partiendo tablas y haciendo estremecer la tierra. Uno de los hombres de Maltane fue arrojado de la plataforma de observación, y cayó al fango de abajo.
«Ya tienen la distancia bien calculada, que los dioses nos asistan», pensó Fithvael.
Se volvió. La puerta estalló hacia el interior y destrozó el abrevadero en una tremenda nube de piedra y agua, que mató a varias cabras. La puerta destrozada parecía muy abierta y vulnerable.
Otras dos balas de cañón entraron silbando; una atravesó el tejado del ayuntamiento, y la otra pasó a través de la parte superior de la empalizada. Se derrumbó una sección de la plataforma y cayeron otros dos habitantes de Maltane; uno se levantó, pero el otro, apenas un muchacho, quedó inmóvil sobre la marga con el lado izquierdo destrozado.
Gilead y Nithrom corrieron hasta la puerta abierta y miraron hacia abajo. Filas de escaramuzadores tileanos a caballo atravesaban a medio galope el foso exterior y penetraban en la parte inferior de la población. Detrás de ellos, avanzaban las líneas de infantería, armadas con picas, alabardas y arcos.
Más balas de cañón descendieron silbando, pasaron por encima del montículo y cayeron detrás de él, en el foso inferior.
—¡No podemos luchar contra esto! —imprecó Gilead.
—No, no podemos. —Nithrom miró otra vez hacia el exterior, y luego se volvió hacia los defensores—. ¡Adentro! Bajad al sótano. Tendrán que dejar de disparar antes de que entren las tropas. A ellas podremos hacerles frente. Necesito que dos se queden conmigo, para dar el aviso.
Todos los defensores se ofrecieron, así que Nithrom reflexionó un instante, y luego hizo su elección.
—Bruda, Dolph. El resto abajo. Gilead os conducirá al exterior cuando llegue el momento.
Incluso los de Maltane vacilaron ante aquello. Nithrom siempre le había dejado el segundo mando a Cloden, y el propio Gilead se sorprendió. Si no Cloden, entonces sin duda Caerdrath, antes que él.
—¡Haced lo que os dice! —rugió Cloden, sin hacer caso del desaire—. ¡Abajo!
Los defensores entraron y bajaron por la escalerilla hacia el interior del sótano. Cayeron más balas de cañón, que destrozaron el tejado del megarón y la cancillería del templo. Algunas impactaron contra la empalizada y destruyeron secciones. Nithrom, Dolph y Bruda se pusieron a cubierto.
En el aire cerrado y viciado del sótano, Cloden pidió calma. La tierra que los rodeaba se sacudía con los impactos del exterior, y de las vigas del techo caían polvo y fango. Los habitantes de Maltane estaban aterrorizados, y con mucha razón.
Harg se puso de pie —un enorme bulto peludo en medio de ellos—, y abrió los brazos.
—¡He conocido cosas peores que ésta, amigos! ¡Mucho peores! ¡Levantemos el ánimo y cantemos una canción!
Empezó a cantar un flemático himno de batalla de Norsca, que entonó con lentitud para que pudiesen aprender la letra y responderle, al mismo tiempo que daba palmas al ritmo del canto y de los impactos de lo alto.
Al ver el esfuerzo que hacía, la mayor parte de la partida de Nithrom intentó unirse a él: Cloden les enseñó a los niños a dar palmas; Vinze se puso a pronunciar con excesiva claridad las empastadas palabras del Norsca; Erill susurraba la letra y dirigía a las mujeres.
Brom cantaba con los demás, pero Fithvael vio que no dejaba de mirar hacia arriba con cada nuevo proyectil que caía. «Debería estar con su hermano», pensó el elfo.
También Gilead reparó en el nerviosismo del artillero, e hizo una mueca de dolor. Conocía demasiado bien el sufrimiento que conllevaba la separación de un gemelo. Se paseaba entre la apiñada muchedumbre y daba palmas para alentarlos a todos.
Madoc permanecía sentado en el fondo del sótano, cerca de los escalones, con el espadón colocado de través sobre las rodillas, y daba palmas a la vez que formaba los versos con los labios.
Fithvael se acercó a Gaude, que se encontraba acuclillado junto al cadáver de su señor, envuelto en la capa.
—¿Qué estas haciendo? —le preguntó con delicadeza por encima de la canción y los impactos.
Cuando Gaude se volvió, vio que había cogido la espada de Le Claux de las manos del muerto.
—Lo que debería haber hecho antes.
Fithvael se acuclillé cerca de él.
—Tú no eres un guerrero… —Dejó que las implicaciones de eso flotaran entre ambos.
—Ahora, puede ser que no. —Gaude se aclaró la garganta como si estuviera nervioso—. Lo fui una vez… Sir Gaude. Fui un campeón de la bendita Dama. En el Campo de Alesker, perdí el valor y el honor. Desde entonces, he seguido a este pobre tonto borracho como su escudero. Pobre Le Claux… no estaba hecho para ser caballero.
—Nos sirvió con orgullo.
—Puede ser. La Dama le dé paz, nunca tuvo el espíritu de un caballero.
—¿Y tú sí?
Gaude se puso de pie y sacó la hermosa espada de caballero de la vaina.
—Lo tuve. Creo que ha llegado el momento de recuperarlo.
Fithvael se sintió conmocionado por la pura valentía del escudero, y casi esperaba oír coros angélicos a su alrededor. Cuando empezaron a sonar, tuvo que sacudirse para volver a la realidad.
Pero era Caerdrath, que había sacado su lira elfa y estaba tocando y entonando el áspero canto de Harg. El hombre de Norsca parpadeó y volvió la cabeza, pero al ver la sonrisa en los ojos de Caerdrath, continuó. Era el sonido más extraño y plañidero oído jamás sobre la faz de la tierra. Un desamparado alto elfo de Saphery con la más pura música dorada en su voz, cantando una áspera y brutal canción épica del norte.
Cantaron juntos, en una armonía que ninguno de los presentes olvidaría nunca, y entonces, ahogados durante unos momentos los mortales impactos de los cañones enemigos, todas las voces del sótano se unieron al himno.
Los repetitivos golpes sordos de los impactos, intercalados siempre con las detonaciones de la piedra partida, los chasquidos de la madera al romperse y el estrépito de las tejas que caían, quedaron repentinamente acallados.
Hacía dos horas que estaban metidos bajo tierra. En la oscura bodega todos guardaron silencio y alzaron el rostro para mirar hacia el techo. Gilead, Vinze y Cloden levantaron las espadas. Caerdrath envolvió la lira y se puso el casco. Brom avanzó hasta el pie de la escalerilla con la maza en la mano.
Oyeron una voz lejana procedente del exterior, aunque no entendieron qué decía. No obstante, Gilead, Fithvael y Caerdrath supieron de inmediato que era Nithrom que los llamaba.
—¡Ahora! —gritó Gilead al mismo tiempo que ascendía la escalerilla detrás dé Brom, que ya había trepado hasta la trampilla.
Los luchadores lo siguieron —Cloden, Caerdrath, Harg, Vinze, Fithvael, Madoc y el joven Erill—, con Gaude pisándoles los talones, aún vestido de escudero pero armado con el espadón y el escudo de su señor muerto.
Tras ellos iban los guerreros de Maltane, los hombres, mujeres y muchachos capaces y preparados para luchar con herramientas rurales y armas oxidadas en la mano.
Gilead y Brom salieron por la trampilla y corrieron en cabeza por el megarón lleno de polvo. Del exterior les llegaban gritos, y sonidos esporádicos de combate. Apenas repararon en que el tejado de la gran estancia estaba derrumbado y abierto al cielo, y que corrían sobre tejas y vigas caídas.
Afuera, la empalizada era un vestigio de lo que había sido antes. La totalidad de la zona norte y la puerta eran una ruina de astillas. En realidad, todo el montículo interior había sido objeto de tremendos destrozos, pero la empalizada norte se había llevado la peor parte. Salía humo por doquier, y el ganado corría suelto, liberado de los establos por los disparos de cañón.
Nithrom, Bruda y Dolph defendían la brecha, codo con codo, asestándoles golpes a los soldados de la infantería tileana, que ya se abrían paso a través del foso. Nithrom había derrumbado el puente interior, pero la enorme cantidad de enemigos llegaba como un torrente y accedía al complejo de la cima.
Al cabo de un instante, Gilead estaba con Nithrom, y su espada asestaba estocadas y golpes en una danza mortal. Un momento más tarde, Brom y Vinze se unieron a Dolph, y Cloden intervino para apoyar a Bruda. Como demonios que blandieran espadas, asestaban golpes y estocadas, y arrojaban a tos vociferantes asesinos contra los compañeros que los seguían.
—¡Cuidado! ¡A la izquierda! —gritó Erill cuando él los demás salían del ayuntamiento.
Más mercenarios tileanos estaban abriéndose paso a través de las tablas resquebrajadas de la empalizada, a la izquierda, donde las balas de cañón las habían golpeado.
Erii corrió hacia el lugar, con Fithvael y Gande pisándole los talones, y el trío atacó a los primeros intrusos. Fithvael vio que el muchacho manejaba bien la espada corta elfica, como si hubiese nacido para empuñarla, pero no tenía destreza ni experiencia. Sus violentos golpes carentes de método lo dejaban sin defensa ante la manada de perros mercenarios que irrumpía a través de la brecha de la empalizada, y las heridas que tenía tampoco lo ayudaban. Una estocada de alabarda se estrelló contra un lado de su rostro, y Erill cayó.
Fithvael estaba rodeado por una muchedumbre de tileanos, y blandía la espada como un salvaje.
—¡Gaude! ¡Llévate al muchacho! —chilló.
Pero Gaude también estaba ocupado. Había arrojado a un lado el escudo de Le Claux y se había trabado en lucha con el enemigo; el espadón prestado destellaba. Era la más extraordinaria exhibición de lucha con espada que Fithvael había visto jamás en un humano. Ya fuese que lo impulsaba la aflicción o la necesidad de venganza, Gaude paraba, esquivaba y atacaba como un maestro, y su espada se movía como metal líquido.
Harg y Madoc entraron en la refriega desde detrás, y mientras Madoc atacaba con su espada, Harg se llevó a rastras el cuerpo ensangrentado de Erill. Entonces, llegaron más asesinos y se unieron a la lucha en la brecha de la empalizada.
Tras entrar y salir de la inconsciencia, Erill despertó y se encontró tendido lejos de la lucha, junto a los escalones destrozados del ayuntamiento. Se levantó, y entonces volvió a desmayarse a causa de un salvaje estallido de dolor; luego, recobró de nuevo el conocimiento y se reincorporó. Tenía el lado izquierdo de la cara insensible y frío, y por la sangre que le cubría el cuello y la parte frontal, supo que tenía una herida horrible. No podía ver con el ojo izquierdo, aunque no se atrevía a tocarse con los dedos por temor a lo que encontraría.
Pero con el ojo izquierdo veía… ¡Por los dioses, qué leyendas estaban forjándose!
En la brecha de la puerta principal, Nithrom, el poderoso elfo, se encumbraba sobre una pila de cadáveres mientras golpeaba con la espada a un lado y otro, formando una niebla de sangre en el aire. A su izquierda, Cloden, hundía el espadón largo de Carroburgo en las acorazadas cabezas de los atacantes… Los gemelos de Ostland, Dolph y Brom, reunidos en combate, golpeaban con sus mazas… Vinze y Bruda, la espada de Reikland y el sable de Kislev, reían al enfrentarse con la interminable marea de soldados de librea azul y blanca, bañados en sangre… Gilead era un borrón demoníaco que acometía al enemigo con su espada larga…
En la brecha de la izquierda de la empalizada, el canoso Fithvael, lado a lado con Madoc y Harg, asestaba estocadas y cortaba miembros en sangriento abandono. La gran hacha de Harg describía círculos y giros mientras mataba; la espada de Fithvael estocaba y golpeaba, y Madoc…, bueno, parecía usar su arma como si fuera un martillo de guerra, girando, flexionando y descendiendo a cada golpe, intentando emplear su ilimitada maestría con el martillo para sacar el máximo provecho a la espada.
Y Gaude, ¿era él de verdad? Casi perdido en la muchedumbre de tileanos, demostraba una destreza con el espadón que un humilde escudero no podía ni debería tener.
Drunn y los guerreros espontáneos de Makane también estaban en medio de la carnicería, asestando estocadas, puñetazos y cuchilladas. Erill vio caer a varios bajo la experta destreza de los mercenarios tileanos, pero ninguno murió sin honor.
Rodó de lado y vio a Caerdrath. El elfo había visto otra brecha en la empalizada y había corrido para cerrarla. Cuatro habitantes de Maltane lo habían acompañado, animados por sus gritos.
Lo que entró por la brecha no fue un hombre ni un elfo, ni nada que Erill quisiese volver a ver.
El ogro era tres veces más grande que el humano más voluminoso y de más tosca constitución. Iba vestido con harapos de color azul y blanco, y en cada uno de sus enormes puños blandía una azuela de hoja de pedernal. Los tileanos se escabullían al interior a través de la brecha, en torno a él, y lo animaban.
—¡Klork! ¡Klork! ¡Klork! —vitoreaban para que avanzara.
El ogro mató a los dos primeros guerreros de Makane que llegaron hasta él con un solo golpe de una de las azuelas. La bestia bramó y de sus dientes rotos saltaron gotas de saliva cuando el cuello fibroso alzó la boca deforme hacia el cielo.
Caerdrath llegó hasta él en tres pasos como un borrón dorado. Su espada descomponía la luz de tan rápido que volaba. Una de las enormes azuelas cayó en la marga, aún aferrada por la garra del ogro, y la sangre negra manó como una fuente en todas direcciones.
El ogro, Klork, bramó y le lanzó un golpe al elfo, pero Caerdrath esquivó la azuela mortal y, al lanzarse de cabeza, rajó con la espada un flanco del ogro.
Klork se volvió con lentitud al mismo tiempo que golpeaba, y la azuela restante abolió un lado de la hermosa armadura plateada de Caerdrath.
El elfo cayó, rodó y se puso de pie, enfrentado directamente con el ogro. EriI se tensó al ver que el alto elfo escupía sangre que caía sobre el bello peto.
Sin hacer caso del dolor que lo laceraba, Erill se puso trabajosamente de pie y encontró su espada. Mareado, corrió hacia la lucha, hacia el ogro. Un tileano cargó contra él y, de alguna manera, consiguió esquivarlo y decapitarlo con un tajo limpio en el que ni siquiera pensó.
Klork le lanzaba golpes a Caerdrath, que se movía como un rayo de un lado a otro; pero Erill comprendió que el elfo era más lento que de costumbre. La sangre manaba a través de las junturas de las placas de Ithilmar.
Erill se lanzó hacia adelante con la espada sujeta delante de él. La magnífica arma elfa se clavó en la espalda del ogro y la punta salió por la garganta de la descomunal bestia.
Klork vomitó sangre y cayó, estrellándose en el fondo del foso como un árbol talado.
Erill osciló, y vio que Caerdrath le sonreía. Luego, cuatro picas tileanas destrozaron al elfo herido, ensartándolo por todas partes.
Erill se lanzó contra los tileanos, chillando, agitando la espada manchada de sangre de ogro. Tuvo vaga conciencia de que Madoc y Cloden llegaban hasta él y se lanzaban a la brecha.
Después el dolor de la cabeza se hizo demasiado agudo, y el mundo comenzó a darle vueltas. Sonidos de acometida, fantasmas en el aire, el suspiro final de un elfo, oscuridad.
Durante tres horas seguidas, hasta pasado el mediodía, retuvieron el montículo interior de Maltane contra las hordas que llegaban en muchedumbre desde abajo. Sólo los soldados de infantería podían subir a la cima de la elevación, dado que el foso y lo empinado de la cuesta imposibilitaban el acceso de la caballería. Muchos jinetes tileanos desmontaban y se unían a la acometida de la infantería. Los mercenarios arremetían contra el espacio en que había estado la puerta, y entraban a gatas por puntos de la empalizada que habían sido debilitados por las balas de cañón. Algunos intentaban, incluso, escalar la empalizada. Los que trepaban o entraban por pequeñas brechas no podían llevar consigo nada más largo que una espada, pero en la puerta principal, hileras de picas y alabardas atacaban a los defensores.
Sin embargo, como había predicho Nithrom, al menos el bombardeo había cesado cuando la infantería tileana se puso a tiro.
Por dos veces los asesinos lograron entrar en el espacio interior, y la derrota pareció a punto de caer sobre el frágil Maltane. En la primera ocasión, en la puerta principal, poco después de que cayeran Klork y Caerdrath, Cloden, Vinze y Gaude efectuaron un contraataque de maníacos desde el flanco izquierdo de la entrada destruida, le cortaron la retirada al apresurado grupo de tileanos que ya estaba adentro, cerraron la brecha e hicieron retroceder a los demás atacantes con espadas que estaban tan empapadas en sangre que relumbraban con un color rojo apagado. Detrás de ellos, Harg y los gemelos artilleros de Osdand les hicieron frente a los que estaban dentro del recinto y acabaron con ellos en una refriega brutal librada sobre la marga, ante el pórtico del megarón.
En la segunda ocasión, justo antes de mediodía, un nuevo grupo de tileanos, a los que nadie vio circundar el montículo interior por el exterior de la empalizada, derribaron una sección con hachas. Esto se produjo al otro lado, al oeste, casi detrás del templo, una dirección desde la que aún no los habían atacado. El estruendo del combate que se libraba ahogó los golpes de las hachas, pero un niño, uno de los que habían ayudado a Gilead a afilar las armas, vio la incursión desde una ventana del templo donde se ocultaba. Sus alaridos alertaron a la madre y a una anciana, que atravesaron corriendo el salón comunal y les gritaron las noticias a los defensores.
Tres habitantes de Maltane lograron desenredarse de la refriega, y fueron los primeros en atravesar el recinto interior y responder al ataque. Uno era un arador llamado Galvm, alto, con hombros como un tirante de granero. Los otros dos eran un pastor y un tejedor.
Para cuando llegaron, ya había ocho mercenarios tileanos dentro de la empalizada y docenas más se esforzaban por atravesar el agujero. Iban todos sin escudo, y la mayoría estaban armados con hachas y espadas cortas, lo único que se habían atrevido a llevar al describir el traicionero circuito en torno a la empalizada. Pero dos tenían ballestas.
El pastor cayó con una flecha clavada en el cuello antes de que el trío hubiese llegado siquiera a la distancia necesaria para luchar con la espada. El otro ballestero clavó una flecha en un muslo de Galvin, pero el valeroso guerrero no ralentizó su carrera. Mató a ambos ballesteros mientras intentaban volver a cargar sus armas, con golpes salvajes de alabarda. Era un arma tilearia que le había quitado a un cadáver en un momento anterior de la batalla, y rió ante la justicia de ese hecho. Luego, el y el tejedor que blandía una espada se encontraron en medio de los enemigos.
Dos tileanos derribaron al tejedor a golpes de hacha, pues la templada experiencia de los mercenarios superó la febril ansiedad del defensor. Luego, se echaron todos sobre Galvin, y entraron más a través de la brecha. Para entonces, Gilead se había zafado de la lucha principal ante la entrada, y corría hacia el segundo frente por la ruta más directa: a través del destrozado megarón. Saltó hacia afuera por una ventana rota del oeste, donde el ayuntamiento se unía con la pared del templo, medio derrumbada. Al pasar por el megarón logró recoger su arco largo y negro, y la aljaba, que se encontraban entre los equipos que habían dejado amontonados al llegar.
Gilead se puso de pie, bien afianzado, sobre el tejado bajo de tejas de un estercolero, desde el que veía la brecha, y comenzó a disparar flechas de plumas rojas hacia los soldados enemigos. Cada vez que tensaba el arco y lo soltaba, lanzaba una larga flecha de madera de fresno, que iba a clavarse en un cuerpo tileano. Derribó a seis, los suficientes como para que el herido Galvin pudiera moverse y abrirse paso a golpes para salir de la muchedumbre de asesinos.
Llegaron volando mas flechas Bruda estaba arrodillada al borde del tejado del propio megarón, y disparaba con su arco kislevita de doble curva. Juntos, los dos arqueros de ojos de halcón continuaron matando a los tileanos que se movían en desorden. No había adónde correr, donde ponerse a cubierto de las mortales flechas, como no fuese al otro lado de la empalizada. Mientras los últimos arañaban y gateaban para salir y dejaban doce muertos o agonizantes en la tierra removida, Bruda y Gilead dispararon también contra su espalda.
Cuando estuvieron fuera de la vista, Gilead soltó el arco y saltó al suelo, donde desenvainó la espada de empuñadura de oro. Corrió hasta la brecha y, con ayuda de Galvin, arrastró un carro de heno hasta ella para cubrirla. Cuando estuvo segura de que no aparecerían más tileanos, Bruda también bajó el arco y descendió de un salto para ayudar. El trío colocó el carro en su sitio con bastante esfuerzo, y luego usaron un azadón para apuntalarlo bien con las maderas rotas de la empalizada.
Galvin se sentó de repente, debilitado por la sangre perdida. Aparte de la herida de flecha, tenía cortes y trozos de piel sueltos en una docena de sitios. Estaba bañado en sangre de pies a cabeza, pero no era toda suya.
—¿Qué puedo hacer? —les preguntó con voz jadeante al elfo ya la kíslevita.
—Vigila aquí —le respondió Bruda.
—Podrían intentarlo otra vez. Quédate aquí y vigila la brecha —añadió Gilead.
—Pero no puedo quedarme… —comenzó Galvin. Se balanceaba de manera excéntrica, pero el resonante rugido de la batalla era demasiado fuerte para no hacerle caso—. ¡Debo luchar, en nombre de Sigmar! ¡Mi aldea…!
—Entonces, recupera nuestras flechas mientras vigilas. Las necesitaremos más tarde.
Bruda le enseñó al arador cómo usar un cuchillo corto para abrir tajos y extraer las flechas sin romperlas.
Gilead y Bruda regresaron a la lucha justo a tiempo de sumarse a Nithrom y Madoc, a los que estaban haciendo retroceder los espadachines tileanos.
—¿Dónde está Caerdrath? —gritó Gilead por encima del tintineo de espadas y los roncos alaridos de dolor.
Nithrom lo miró, y se dio cuenta de que Gilead no sabía cómo había caído el otro elfo.
Abajo, el cuerno sonaba a lo largo del valle y redoblaban los tambores. Era la señal para que los tileanos se retiraran. Hasta el más fuerte asalto sólo puede mantener el ímpetu durante un tiempo tan largo sin obtener ventajas, y todas las ventajas les habían sido negadas.
Los asesinos de Maura dejaron de luchar y retrocedieron por la pendiente del montículo, y muchos echaron a correr porque sabían que los amargados defensores no los dejarían marchar sin impedimentos. En efecto, Bruda y Fithvael, y Dolph con un arco prestado, dispararon contra ellos mientras corrían, y con sus flechas mataron a media docena e hirieron a más. El foso interior y la pendiente norte del montículo estaban sembrados con los cadáveres de los atacantes del sur.
Los defensores se dejaron caer casi como un solo hombre, vencidos por el agotamiento. La mayoría de los aldeanos que habían luchado lloraban o jadeaban. Las mujeres, los niños y los ancianos salieron con precaución del ayuntamiento y el templo para atender a aquellos que aún podían recobrarse.
Madoc encontró a Erill y lo llevó al megarón. El muchacho estaba sin conocimiento y la parte izquierda de su rostro era una masa sanguinolenta.
Fithvael halló a Gilead de pie y en silencio, junto al destrozado cuerpo de Caerdrath. El veterano elfo podía sentir el dolor y la angustia que latían dentro de su viejo amigo ante aquella visión; casi eclipsaba el dolor que el propio Fithvael sentía por la pérdida.
—¡Gilead! ¡Gilead! —gritó una voz que se alzó por encima de los lamentos y llantos, y se impuso al redoblar de los tambores lejanos.
Pero Gílead no se volvió hasta que Fithvael le tocó un brazo. Giró con brusquedad. Era una alta figura pálida, de aspecto asesino, con la cota de mala negra salpicada de sangre y con ojos de un color sangre tan oscuro como sus hombreras y su capa escarlata.
Era Gaude quien gritaba. Se encontraba al otro lado del recinto interior, junto a la puerta derribada. Gilead avanzó hacia él a través de la muchedumbre de pobladores exhaustos y heridos, y Fithvael apresuró el paso para seguirlo.
Cuando se aproximaron, Gaude no dijo nada más, sino que se volvió a mirar el suelo pisoteado y empapado en sangre… donde yacía el cuerpo de Nithrom.
Vinze estaba arrodillado junto al cadáver quebrantado, y tenía entre los brazos la cabeza del elfo. Nithrom parecía dormir. Una espada tileana rota sobresalía entre sus costillas a través de la armadura de cuero con tachones.
Entonces, Fithvael sintió una punzada de dolor mucho más profunda que la experimentada por la pérdida de Caerdrath. Las lágrimas, calientes e irritantes, le escocían los ojos. Al mirar a su alrededor, se encontró con que estaban todos allí: Cloden, Madoc, Harg, Bruda, los gemelos. Los ojos de todos estaban enturbiados por el dolor. Bruda alzó el rostro al cielo y comenzó a gimotear una plegaria-himno kislevita. Cloden escupió al suelo, apartó los ojos y sacudió la cabeza con aire triste. Harg avanzó y se arrodilló con Vinze, dócil y dulce como un niño. Madoc guardaba silencio, como una estatua. Los gemelos, de modo simultáneo, hicieron la señal de bendición de Sigmar.
—¿Cómo? —preguntó Fithvael.
—En el último momento —respondió Gaude en voz baja—. Después de que sonara el cuerno, cuando retrocedían. Uno de los últimos en huir, el teniente Fuentes, por lo que pude ver.
—¡Fuentes! —Gilead siseó el nombre.
También los aldeanos estaban agrupándose allí, en silenciosa e incrédula masa. Fithvael sabía que aquél era el peor resultado posible. A pesar de todo lo que habían hecho, a pesar de la increíble resistencia que habían presentado para derrotar al salvaje enemigo, eso les arrancaba el corazón de cuajo. Nithrom era el líder de todos ellos, su jefe. Ninguno había contemplado la posibilidad de que jamás pudiese caer, ni su partida de guerreros formada por amigos y viejos camaradas, ni los aldeanos que habían creído hasta la última de sus alentadoras palabras; ni tampoco los dos elfos de Tor Anrok, los últimos de su estirpe, que lo consideraban como postrera unión con su propia herencia.
La moral de todos había muerto con Nithrom. Se alzó viento del este y el cielo, ya oscuro, comenzó a llorar con un fuerte aguacero. Abajo, en el valle, los tambores tileanos volvieron a sonar y los soldados mercenarios que regresaban comenzaron a formar en líneas de escaramuza en torno al foso exterior. Aún quedaban más de diez veintenas: caballería, infantería y arqueros, por no mencionar a los equipos de artillería que aguardaban en la escarpa norte.
—Debemos reforzar las defensas —dijo Dolph.
—Reconstruir lo que podamos antes de que vuelvan —acabó Brom.
—¡Al diablo con ello! —gruñó Vinze, mientras dejaba con delicadeza la cabeza de Nithrom sobre el suelo y se ponía de pie—. Se ha terminado. Estamos listos. Marchémonos; retrocedamos antes de que puedan echársenos encima otra vez. Cojamos lo que podamos y pasemos por la parte trasera de la empalizada. Podremos llegar al bosque al caer la noche.
—¿Todos nosotros? —preguntó Gaude con amargura—. ¿Mujeres y niños? ¿Los viejos, los enfermos, los heridos?
—¡Hemos hecho lo que hemos podido! —gritó Vinze al mismo tiempo que daba media vuelta y se alejaba—. ¡Hicimos más de lo que nadie habría creído posible! —Con esto, lanzó una larga, despectiva mirada hacia Gilead—. Pero ahora se ha acabado.
—¿Los abandonamos? —insistió Gaude, y Vinze se encogió de hombros.
—Pueden acompañarnos; como ellos quieran.
—¿Y que nos cacen los perros tileanos en esos bosques? —preguntó Harg—. Sabes que Maura no nos dejará marchar así como así, Vinze. Saldrá de cacería tras nosotros.
—¿Sin comida, provisiones, agotados como estamos todos? —Cloden completó el cuadro—. ¿Y ellos bien abastecidos y ansiosos por derramar sangre? Algunos de nosotros podríamos escapar: los más capacitados físicamente, tal vez; los que pueden cabalgar y luchar en caso necesario; los que han hecho una carrera de la habilidad de escabullirse como ladrones.
Vinze dio un paso hacia el de Carroburgo, y luego se volvió a un lado.
—¡Maldito seas, Cloden!
—Nos quedamos a luchar. Acabaremos esto —insistió Cloden con firmeza—. Nos… —Se detuvo en seco y se volvió hacia Gilead—. Perdóname, señor, estoy olvidando el sitio que me corresponde. Nithrom te nombró a ti como su sucesor. Yo… estoy demasiado acostumbrado a ser el segundo al mando.
Fithvael se tensó. Por un largo rato pensó que Gilead podría no responder. El hijo de Lothain era un bastardo arrogante en sus mejores momentos, pero entonces, rodeado por los esclavos humanos a los que despreciaba, con Nithrom y Caerdrath muertos… no sería un buen instante para comportarse de acuerdo con su naturaleza, para imprecar y maldecirlos a todos, para desesperarse y dejar que sus negros estados anímicos se apoderaran de él como habían hecho durante toda su vida. Sin embargo, Gilead escogió ese momento para sorprender a su compañero.
—No me siento ofendido, Cloden. Tal vez lo mejor sería que tú desempeñaras el papel que ya conoces.
Cloden sacudió la cabeza.
—Nithrom te nombró a ti. Lo hizo por alguna razón. Por tres veces me salvó la vida en combate, Nithrom te tuin, y otras tantas veces mediante la palabra, porque lo escuché. Nithrom te nombró a ti, y para mí basta.
Gaude y Madoc asintieron ambos con la cabeza, y también lo hicieron los gemelos.
—Da —añadió Bruda.
—Por su voluntad, debes ser tú el jefe —convino Harg. Gilead miró a Fithvael.
—¿Tienes que preguntármelo, viejo amigo? —respondió el veterano elfo.
Luego, Gilead se volvió a mirar a Vinze.
Vinze guardó un momento de silencio, y luego se giró con una ancha sonrisa y un encogimiento de hombros. En su rostro había tristeza, pero la sonrisa era genuina, el aire de un bribón, brillante como una llama transparente.
—Si todos estos idiotas están de acuerdo… —respondió. Gilead se volvió y miró hacia el pie de la cuesta a través de la puerta. El regimiento de Maura estaba reuniéndose al otro lado del foso, y podía ver fuegos de campamento. No volverían a acometerlos hasta que no hubiesen descansado y comido, pero podrían atacarlos con los cañones.
—Llevad a los muertos dentro y tendedlos de cuerpo presente en el megarón —dijo Gilead—. Luego, que bajen todos al sótano. Los cañones volverán a hablar antes de que acabe el día. Tú, y vosotros tres —escogió a algunos de los niños de más edad que habían afilado armas con él—, haced guardia aquí arriba. Entrad con nosotros si disparan los cañones. Si eso sucede, no os quiero aquí afuera. Pero gritad si veis que vuelven.
Ansiosos, los niños corrieron a la puerta.
—¿Qué hacemos con las defensas? —preguntaron Dolph y Brom con una sola voz.
—Ya no tiene sentido valerse de ellas. Los perros tileanos derribarán con los cañones cualquier cosa que nosotros podamos construir. Necesitamos un plan mejor.
El sótano era tan sórdido y estaba tan sucio como ellos lo recordaban. Entonces también había heridos allí abajo, que colmaban el aire con sus gemidos y el hedor de sus heridas abiertas. Se repartió agua y comida, aunque las reservas comenzaban a estar bajas. Fithvael hizo lo que pudo por Erill y el muchacho estaba otra vez consciente, con el rostro envuelto en vendas.
—Tendrás una buena cicatriz —comentó Fithvael con una risa entre dientes, mientras le quitaba las vendas y le aplicaba emplastos de hierbas sobre las heridas.
—Caerdrath ha muerto. Yo vi cómo sucedía —susurró el muchacho.
—Lo sé.
—Una mujer me ha dicho que Nithrom también cayó.
—Me parte el corazón decirlo, pero… sí, cayó, y entregó la vida. Valiente hasta el final.
—Ponme en forma. Ponme lo bastante bien como para que pueda luchar con vosotros.
—Tienes una fea herida, muchacho, y el ojo, bueno, lo…
Erill se sentó con elegancia.
—No me importa. Ponme lo bastante en forma como para que pueda resistir con vosotros hasta el final. Necesito hacerlo. Me importa un comino si caigo muerto un momento después de que el último de nosotros sea vencido, o después de que haya huido el último de ellos. Necesito luchar ahora, por amor a mi padre.
Fithvael se detuvo al darse cuenta de que hasta entonces no había entendido realmente por qué Erill estaba con ellos. Los otros eran todos viejos camaradas de Nithrom que habían luchado, habían guerreado y habían bebido a su lado, y todos tenían una deuda de batalla o un juramento de sangre con él. Pero ¿éste? Fithvael había supuesto que Erill estaba allí porque pretendía hacer carrera como soldado de fortuna, y Nithrom le había dado una oportunidad.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—Nithrom… era mi padre.
Fithvael dejó las hierbas en el suelo. Una cosa semejante no era del todo insólita en los cuentos, pero a pesar de todo… ¿Uno de la raza de los elfos y una mujer humana? Eso podría explicar el aspecto frágil del muchacho y su grácil fuerza física. De hecho, entonces que Fithvael se detenía, creía detectar algo nuevo en la herencia del muchacho. Y sin embargo, ¿era verdaderamente posible que las dos razas se mezclaran de ese modo?
—¿Cómo?
—Fui criado en una aldea cercana a Altdorf. Mi madre siempre me dijo que mí padre había muerto en una guerra del Imperio, cuando lo reclutaron para llevarlo al este. Pero al morir ella de fiebres cuando yo tenía dieciséis años, apareció Nithrom. Él me contó la verdad y se ocupó de mí.
Fithvael suspiró. Pensó en Nithrom dando vueltas por aquel tosco mundo, haciendo amistades, librando guerras, hallando consuelo para su soledad entre la especie humana de breve existencia. Nithroin había dejado a un lado las viejas costumbres de un modo tan definitivo y absoluto del jamás logrado por Fithvael y Gilead. Se había convertido en parte de eso que los humanos llamaban inocentemente el Viejo Mundo, no en un observador fantasmagórico que moraba en su periferia. Había vivido la vida y había criado aquel niño humano para que fuese un hijo del cual sentirse orgulloso, por muy contrario a las viejas costumbres que eso fuera.
Fithvael experimentó el dolor más profundo y terriblemente vacío de toda su existencia. Necesitó unos momentos antes de hablar otra vez, así que se ocupó en volver a vendar la herida y se alejó del muchacho tumbado en el camastro para regresar un poco más tarde con la espada larga de Nithrom.
—Úsala bien, Erill te tuin —dijo al ponerla en las manos del muchacho. Resultaba irrelevante si el relato de Erill era o no cierto, cuando estaban tan cerca de perderlo todo.
—Ya tengo la tuya —susurró Erill al mismo tiempo que señalaba la espada corta que le había prestado Fithvael—. La manejo sin problemas.
—Así debe ser. Y la espada de tu…, de tu padre, la manejarás todavía mejor. Vivirás, Erill. Si puedes levantarte, levántate. Si puedes luchar, lucha. Yo no te detendré. Te lo has ganado.
* * *
—¿Así que estamos aquí sentados esperando a que vengan? —preguntó Bruda mientras afilaba su cimitarra con una muela.
Gracias a Galvin, su aljaba —y también la de Gilead—, estaba casi llena otra vez. Entonces, el arador herido era atendido en el fondo del sótano.
—No —respondió Gilead—. Respondedme a esto… —Los miró a todos, a los restantes soldados de fortuna que se encontraban sentados o de pie por la bodega—. ¿Cómo nos han causado más daño, ellos?
—¡Con sus condenadas espadas, maldito seas! —espetó Harg.
—No, el daño mayor —insistió el elfo con paciencia—. ¿Qué estuvo a punto de hacernos renunciar?
Madoc hizo un gesto. Primero intentó hablar, pero su boca chasqueó sin pronunciar palabra. Al recordar que no podía hacerlo, dibujó en el aire con un dedo índice la runa elfa inicial del nombre de Nithrom.
—Exacto. Mataron a nuestro líder. Durante un rato después, estuvimos perdidos, al borde de la derrota.
—Por lo que estás diciendo —comentó Vinze con frialdad—, supongo que tienes algo que proponernos.
—Ya veo adónde quiere ir a parar —dijo Gaude.
—Y yo —añadió Cloden.
—¡Maura! —exclamaron los dos gemelos a un tiempo.
—Maura el Asesino. Justo. —Gilead sonrió, y su expresión no era tranquilizadora.
—Esas escorias se han lanzado contra nosotros una y otra vez, y han pagado el precio. ¿Acaso volverían si no tuvieran detrás a ningún gran asesino con un látigo? Si Maura estuviera muerto, ¿qué harían? ¿Atacar? Yo no lo creo. Renunciarían y echarían a correr.
—Así que —dijo Vinze al mismo tiempo que se levantaba y bebía un trago de una bota— tu plan es matar a Maura y dejarlos como un cuerpo sin cabeza. Bien. Vamos allá. ¡Ah…!, sólo una cosa más: ¿cómo demonios vamos a hacer eso?
Gilead llamó a Drunn, el pastor, que se les acercó.
—¿Qué edad tiene este poblado? —le preguntó al demacrado hombre maduro.
—Es más viejo que mi memoria o que mi familia, señor —replicó el hombre.
—¿Y el ayuntamiento y el templo?
—Hace años que están aquí, generaciones; la ciudad creció en torno a ellos. El padre de mi padre decía que en tiempos del padre de su madre, o era en tiempos de su tío abuelo.
—Eso no importa ahora mismo.
—No; estoy seguro de que no. En cualquier caso, en otros tiempos esto fue la casa solariega de un noble, las construcciones de aquí, en lo alto del montículo; antes de que fuese una aldea, decía mi familia. El templo es de esa época. El ayuntamiento es más moderno, por supuesto. El Gran Fuego de Invierno de cuando mi bisabuelo era joven se desmoronó, y construyeron otro. Parece que vamos a tener que volver a hacer lo mismo, si tenemos oportunidad.
—¿Y esta bodega?
—¡Ah!, es una reliquia de tiempos antiguos.
—¿Y esto? —Gilead se deslizó detrás de una de las grandes tinajas de agua y levantó una losa suelta. Debajo había un oscuro pozo húmedo.
—¡No sabía que eso estuviera allí! —dijo Drunn, con una expresión de asombro pintada en el pálido rostro.
—¿Cómo lo has descubierto tú? —preguntó Fithvael.
—Lo advertí la primera vez que bajamos aquí. Estaba buscándolo. Los humanos que construyen fortalezas nunca se quedan sin una salida trasera.
—Muy impresionante —murmuró Bruda.
—Pero ¿cómo sabes eso? —insistió Fithvael.
—Me lo dijo Nithrom —respondió Gilead tras una pausa. Tosió y continuó—. He aquí lo que debemos hacer ahora: bajar allí y seguir el pasadizo hasta el exterior, y podremos salir de este montículo sin que se enteren los asesinos. Así llegaremos hasta Maura.
—Pero ¿adónde puede conducir el pasadizo? —preguntó Dolph.
—¿Adónde va a salir? —añadió Brom, y Gilead se encogió de hombros.
—Eso no lo sé. A los bosques, lejos de la aldea si sigue las pautas habituales. Yo sugiero, si estamos de acuerdo, que enviemos a averiguarlo a alguien que esté habituado a escabullirse de los sitios.
Todos se volvieron a mirar a Vinze, el cual parpadeó y se puso de pie para coger una lámpara.
—¡Oh, será un enorme placer! —dijo con sequedad. Encendió la lámpara y avanzó hasta el agujero sin más protestas, donde Gilead lo sujetó de los brazos mientras bajaba.
Antes de soltarlo, Gilead clavó sus ojos en el ladrón de rubios cabellos.
—No querrías ni soñar lo que sucedería si no regresaras.
—Lo sé. Confía en mí, elfo. —Le hizo un enorme guiño—. Nithrom siempre lo hizo.
Justo antes de la cuarta hora de la tarde, los tíleanos reiniciaron los cañonazos. Los niños que Gilead había puesto a vigilar sintieron los primeros impactos más que los vieron. Luego, saltaron al aire fuentes de fango líquido de la rajada tierra de la pendiente del montículo, y los chiquillos corrieron al interior, gritando a la máxima potencia de sus voces atemorizadas.
La lluvia no había cesado en toda la tarde. Entonces era torrencial y caía como una cortina bajo las rachas del borrascoso viento del norte. El cíelo estaba permanentemente gris y opalescente. Daba la impresión de que el aguacero no era más que el heraldo de una tormenta aún peor que se avecinaba.
Empapados y temblorosos, los niños bajaron precipitadamente a la bodega, chillando todos a la vez, pero el escándalo no necesitaba intérpretes. Todos habían sentido los estremecimientos del montículo.
Vinze aún no había regresado. Gilead envió a Dolph y a Brom a la superficie para que hiciesen una valoración del bombardeo y discernieran lo que pudiesen de las tácticas enemigas. La tormenta estaba oscureciendo el cielo hasta un negro nocturno, y en las lejanas montañas del norte destellaban los rayos. Los gemelos de Ostland informaron de que habían visto movimientos en el campamento enemigo, claramente algún tipo de preparativo, pero nada avanzaba hacia ellos, excepto los disparos de cañón; es decir, a menos que los tileanos estuviesen usando algún tipo de brujería de ocultación o camuflaje que ni siquiera sus agudos ojos podían detectar.
Gilead acababa de envainar su espada y se la había colgado entre los omóplatos, preparado para descender por el agujero del suelo de la bodega cuando regresara Vinze.
El de Reildand estaba completamente cubierto de fango negro, así que sólo se le veía el blanco de los ojos. Muchos de los habitantes de Makane profirieron exclamaciones ahogadas y retrocedieron al verlo impulsarse hacia arriba desde el piso, casi un ser no muerto cubierto de porquería de una tumba.
No habló hasta que se enjugó la boca con vino, escupió varios sorbos de fango y luego bebió de verdad. Con una manga se enjugó la boca, que quedó blanca y nítida sobre el fondo de suciedad.
—Tres buenos kilómetros, se desvía hacia el oeste —informó entre jadeos. Fithvael se dio cuenta de que estaba cansado y sin aliento—. Luego, asciende y gira hacia el norte y sale al bosque del lomo de la escarpa, a unos ochocientos metros del campamento de Maura, según mis cálculos, por encima y detrás de él.
—Y no es fácil de recorrer —observó Gilead, y Vínze volvió a escupir.
—Pero servirá —dijo Bruda, ansiosa.
—¿Quién va? —preguntó Cloden.
—Todos iremos —replicó Gilead—. Para matar a Maura en su campamento, seremos necesarios todos nosotros… por lo menos.
—Pero ¿qué sucederá si ataca, mientras estamos bajo tierra? —preguntó Cloden.
—Entonces, que se queden dos para defender la puerta y mantenerlos entretenidos mientras los demás hacemos el recorrido.
—¿Quiénes?
Gilead dudó durante un segundo.
—Recuerdo —dijo Vinze— que Nithrom solía echarlo a suertes.
—Entonces, eso haremos —asintió Gilead.
Sacaron pajitas de la mano cerrada de Drunn. Brom y Gaude sacaron las más cortas.
—Pues seréis vosotros dos —concluyó Gilead.
—Tres.
Al volverse vieron que Erill se encontraba de pie detrás de ellos, con la hermosa espada de Nithrom en una mano. Estaba pálido y parecía débil, con el ojo perdido y el lado izquierdo de la cara vendados, pero en su voz joven había valor.
—No os serviría de nada ahí abajo, pero resistiré aquí de buena gana, con Gaude y Brom.
—Que así sea —dijo Gilead con ojos de orgullo—. Ahora, pongámonos a cumplir con nuestro propósito.
Abajo las cosas eran mucho peores de lo que Vinze les había descrito. Una chimenea desigual de piedras que se desmenuzaban descendía hasta el corazón del montículo, mojada de fango y otros limos menos sanos. Entraron en la total oscuridad casi de inmediato, y bajaron a tientas. La chimenea en sí era traicionera, y todos se dieron cuenta muy pronto de hasta qué punto Vinze era diestro y ágil. Había que apoyar pies y manos a ciegas sobre piedras que se desintegraban. Después de que Cloden resbalara y estuviera a punto de caer, Gilead les ordenó que bajaran de uno en uno y avisaran al llegar al fondo. No quería que alguien cayera y arrastrara a otros dos o tres consigo. Según estaban las cosas, si alguien se caía y se rompía algún hueso, dudaba que pudieran volver a izarlo por la estrecha chimenea. El desdichado, sin duda, moriría atrapado en el fondo, y bloquearía el paso a todos los demás.
Abajo, el pasadizo era aún más bajo y estrecho, apenas un túnel cavado a través de empapados sedimentos negros. Tenían que arrastrarse en fila india con las armas y equipos delante de ellos. El lugar era muy húmedo y encerrado, y olía a moho y podredumbre. Continuaron arrastrándose, sin aliento, a través de la interminable oscuridad. De vez en cuando, les llegaba un trueno lejano. Ninguno podía distinguir si se debía a la tormenta del exterior o al bombardeo de lo alto, o al gruñido en sueños de gigantescos reptiles que descansahan en las profundidades de la tierra.
Fithvael maldijo cada centímetro demoledor de huesos que tuvo que recorrer a rastras. Perdió toda noción del tiempo y la situación, posiblemente por primera vez en su larga vida de adulto. La profundidad, el encierro, la negra oscuridad, todos abrumaban sus naturales capacidades para juzgar la distancia y el emplazamiento. Tenía la boca y el cabello llenos de tierra pegajosa, y estaba cubierto de suciedad. Aquél no era sitio para un elfo.
Había convertido el largo escudo en un trineo para sus armas y zurrón, y lo arrastraba detrás de él con una larga correa atada al cinturón. Cada cinco minutos, el escudo se atascaba y lo detenía, y él se veía obligado a tender una mano hacia atrás o empujarlo con el pie para soltarlo. No tenía ningún contacto con los otros. Harg iba delante de él, demasiado lejos para verlo; Bruda, según creía, estaba detrás, pero sólo podía oír cómo se arrastraba y sus lejanas imprecaciones apagadas. De vez en cuando, una llamada en voz baja descendía por el estrecho túnel, de Vinze o Gilead, que iban en cabeza, pero no lograba entender ninguna de sus palabras.
Estuvo a punto de estrellarse con Harg desde atrás. El hombre de Norsca estaba detenido y gemía.
—¿Harg? ¿Qué te sucede?
—¿Quién eres?
Fithvael había olvidado lo mal que veían los humanos en la oscuridad.
—Soy Fithvael.
—¡Ten cuidado! ¿No puedes volverte?
—¿Volverme? ¿Dar la vuelta? ¡No! ¡El túnel es demasiado estrecho! —Una fría punzada de miedo le atravesó el corazón. Harg imprecó.
—Estoy completamente atascado.
Fithvael sintió que se le ponía la carne de gallina, y que las paredes se le echaban encima. Si el de Norsca estaba atascado, no habría manera de continuar avanzando…, ni de retroceder. El pensamiento hizo que le diera vueltas la cabeza.
Miró en torno de las piernas del hombre. El ya estrecho túnel se estrechaba aún mis en aquel punto, y el techo se curvaba hacia abajo. Pensó en encender una lámpara para ver mejor, pero recordó con qué rapidez consumiría la llama el escaso aire que tenían. Consumiría el aire… Fithvael intentó ahogar el miedo que lo invadió.
Cayó en el fango alrededor de Harg, y luego lo empujó con la esperanza de que el estrechamiento fuese algo localizado. En caso contrario, estaría encajando a Harg mis apretadamente en su tumba. El hombre del norte no pareció moverse en absoluto. Los dos se pusieron a arañar el fango. Entonces Fithvael oyó que Bruda se les aproximaba por detris, jadeando a medida que avanzaba.
—¿Qué problema hay? —gritó.
—Harg está atascado —respondió Fithvael, también a gritos, a la vez que empujaba el peso muerto del hombretón.
¡Malditos fuesen todos por el hecho de que ninguno hubiese pensado en eso! Harg, el más grande y ancho de todos ellos, no estaba hecho para deslizarse con facilidad por donde podía pasar un delgado ladrón como Vinze.
—¡Empújalo! —lo exhortó Bruda.
—¡Lo estoy intentando! —gruñó Fithvael.
—¡Déjame pasar! ¡Yo lo empujaré!
—¡No hay espacio! —le espetó Fithvael al mismo tiempo que se limpiaba la boca de limo.
Rodó hasta ponerse sobre el lado izquierdo, apoyó las piernas contra las paredes del túnel y volvió a empujar con todas sus fuerzas.
—¡No sirve de nada! —gimió Harg, a cuya profunda voz de bajo afloró una nota de pánico.
«¡Tiene que servir, por todos los dioses!», gritó Fithvael para sí mismo, y volvió a empujar con todas sus fuerzas.
La resistencia se debilitó, y Harg se alejó de él patinando sobre el fango, con un grito. Fithvael cayó de narices sobre el légamo del piso, y grandes goterones de fango y trozos de piedra se precipitaron desde el techo.
—¿Harg?
—Puedo moverme… ¡Por el bendito árbol del mundo! ¡Puedo moverme!
El túnel había vuelto a ensancharse tras el abombamiento, y Fithvael pudo oír que Harg volvía a arrastrarse.
—¡Vamos! —le gritó a Bruda.
En el momento de reanudar su implacable avance, el elfo se dio cuenta de lo rápidos y potentes que eran los latidos de su corazón.
Allá lejos, en la superficie, se aproximaba la octava hora de la tarde y la tormenta cerraba su puño en torno a la noche de Maltane. Cada pocos segundos, el cielo destellaba, incandescente con fuego blanco, y el resonante trueno hacía temblar los árboles, las tejas, las paredes y el suelo. La cortina de agua había estado cayendo durante varias horas.
Envueltos en capas empapadas, Gaude, Brom y Erill permanecían ocultos junto a la puerta del recinto interior, mirando hacia las líneas tileanas a través del diluvio. Los cañonazos habían cesado hacía una hora y media, más o menos, y a través de la tormenta no se veía señal alguna en la zona baja, excepto algunos braseros que los mercenarios habían encendido bajo colgadizos y toldos para protegerlos de la lluvia.
—Al menos han parado con los cañonazos —murmuró Gaude.
Brom asintió con la cabeza. Estaba sentado sobre un cubo invertido y devoraba un cuenco de estofado que mantenía protegido de la lluvia con un pliegue de la capa como si fuera el ala de un martín pescador.
—No pueden encender mechas ni pólvora en una lluvia como ésta. Pero yo tampoco puedo. —Hizo un gesto triste hacia su arma de fuego, envuelta en hule y apoyada bajo el reborde de la empalizada.
Erill observaba bajo la luz de los relámpagos. Cada destello dejaba claramente a la vista el paisaje durante un segundo, nítido y blanco azulado. Mirar a los relámpagos lo obligaba parpadear y le hacía daño en el ojo sano, pero cada parpadeo captaba la fugaz imagen en negativo que quedaba grabada en su memoria. El dolor de las heridas era agudo y le latía de manera intolerable.
—Hace mucho que partieron —dijo Brom al mismo tiempo que dejaba el cuenco en el suelo—. El doble de tiempo que Vinze, y él fue y volvió.
—Llegarán —murmuró Gaude.
Otro destello y un rugido. Incluso la torrencial lluvia pareció dar un respingo.
—¡Movimiento! —gritó Erill, y los otros se reunieron con él de un salto.
—¿Dónde?
—Dentro del foso exterior, en las viviendas de abajo —dijo Erill a la vez que señalaba.
—Es tu imaginación…
—Espera otro relámpago.
—Pero…
—¡Espera! —La voz del muchacho era de certidumbre. El relámpago recorrió el cielo una vez más.
—¡Allí!
—No he visto nada —se quejó Gaude, y Brom sacudió la cabeza.
Pero Erill sabía qué había visto: puntos oscuros, negro lustroso en la lluvia, destellando en la luz de la tormenta justo debajo de ellos. Y con el último relámpago, se había dado cuenta de que algunos estaban ya al pie del montículo.
—Id a la casa de la villa. ¡Traer aquí a los demás!
—Estás asustándote de las sombras —dijo Gaude con paciencia, y dio un respingo cuando sobre ellos estalló otro mazazo de luz y trueno.
—No es verdad —dijo Brom, de pronto, a la vez que tensaba el arco—. También yo los he visto esta vez. Erill, ve a buscar a cualquiera de los aldeanos que sea capaz de luchar.
Erill se alejó corriendo en la tormenta hacia el megarón, sumergido hasta las espinillas en el agua estancada dentro del recinto.
Gaude ya tenía la espada desenvainada y miraba hacia donde señalaba Brom. Distinguió algo entre las formas oscuras y manchas de lluvia. Cosas que había tomado por cercas y desagües, o montículos de hierba, se estaban moviendo: había veintenas de hombres armados ascendiendo el montículo en silencio.
—¡Por la Dama! —jadeó, y en su voz había auténtico miedo.
Erill regresó con Galvin, Drunn y unos treinta y cinco defensores o futuros defensores que quedaban; eran los últimos. A los que tenían arcos, Brom los reunió a lo largo de la empalizada norte y en torno a la puerta, donde los que empuñaban espadas, picas y guadañas formaron una falange con Gaude, detrás de la muralla de escudos que habían levantado en la entrada. El agua chorreaba de los puños y las narices, de las placas de los cascos y las armas. Todos estaban inmóviles y decididos.
Se oyó un sonido siseante y un golpeteo, como si la lluvia hubiese arreciado una vez más; pero era una andanada de flechas de plumas azules que ascendía por la colina. Golpearon con ruido sordo contra los escudos, los postes de la empalizada y el suelo. El granjero que estaba junto a Erill cayó con una flecha atravesada en la garganta y otra en la cadera. El hombre ni siquiera había llegado a hablar.
Entonces, unas siluetas oscuras corrían montículo arriba. Eran siluetas que podían verse incluso sin ayuda de los relámpagos, y cuyas armas desenvainadas destellaban.
—Preparados, preparados… —les advirtió Gaude.
Se produjo otra andanada de flechas, que, al clavar sus puntas metálicas en la empalizada, parecieron chasquear más sonoramente. Erill percibió un incongruente olor a humo.
Llegaron más flechas que describieron arcos anaranjados en el cielo. Flechas con brea encendida, que continuaba ardiendo a pesar de la lluvia. Siseaban y crepitaban contra las maderas mojadas de la empalizada, pero algunas se clavaron en puntos donde la brea se extendió. Erill sabía que entonces la tormenta estaba de parte de ellos. Porque si la lluvia cesaba, Maltane comenzaría a arder.
Agachado y escupiendo fango, Dolph salió a gatas por la abertura hecha de piedra en la ladera norte del bosque. Era el último en emerger. La abertura estaba cubierta de aulaga y zarzas, pero Gilead y Vinze habían cortado la mayor parte para que resultase más fácil salir.
La última parte de largo camino recorrido a rastras había sido la más dura, pues habían tenido que salvar un túnel ascendente casi tan empinado como aquel por el que habían descendido desde el suelo de la bodega, pero sin la ventaja de contar con piedras viejas para apoyar los pies. Además, empujaban o arrastraban equipo, y entonces estaban cansados más allá de toda medida.
No había estrellas para calcular la hora, y por encima de los susurrantes árboles bramaba la tormenta. No obstante, Fithvael estimaba que habían tardado cuatro o cinco horas en hacer el recorrido. Estaban todos cerca, reclinados o desplomados contra troncos de árboles, jadeando. Madoc alzó el rostro hacia el cielo y dejó que la torrencial lluvia le lavara el limo. Harg bebió un largo trago de vino de la bota que llevaba en el zurrón. Daba la impresión de que lo último que estaba dispuesto a hacer cualquiera de ellos era una incursión armada.
Gilead les concedió unos momentos para estirarse y comprobar sus equipos. Con el agua de lluvia corriéndole por la cara y los brazos, se puso la capa roja sobre los hombros, ajustó la posición de la aljaba y el arco, y deslizó el brazo en las correas de su largo escudo sin ornamentos. Hecho esto, desenvainó la espada.
Avanzó hasta Vinze, que se hallaba sentado de espaldas contra un olmo y tenía el rostro entre las manos. Aunque mejor preparado que los demás para el recorrido, estaba exhausto por hacerlo realizado tres veces en un espacio de ocho horas.
—¿Vinze?
—Preparado cuando tú lo estés —respondió el de Reikland con un suspiro y sin alzar la mirada.
Gilead se volvió hacia los demás. Bruda ya estaba otra vez de pie, con la cimitarra desenfundada y el pequeño escudo redondo en el brazo. Harg tenía dispuesta el hacha. Madoc apretaba las correas de cuero que envolvían la empuñadura del espadón, y le hizo un gesto de asentimiento a Gilead. Cloden le había quitado las protecciones a su espadón largo y estaba probando el filo del mismo. Dolph tenía a punto el escudo y la maza, por no mencionar el zurrón que había arrastrado desde el montículo y que contenía su arma de fuego.
Fithvael preparó la ballesta. Llevaba la espada envainada y el escudo sujeto a la espalda.
—Lo haremos —le dijo a Gilead—. Ya hemos llegado hasta aquí.
Gilead asintió, y Fithvael vio oscuridad en su expresión, una oscuridad que no había visto tan intensa desde los perdidos tiempos pasados, cuando habían ido tras el asesino de Galeth.
Era la expresión de la venganza, y de inmediato se dio cuenta de qué había impulsado a Gilead a llegar tan lejos, qué había activado su admirable dirección de la compañía. La venganza…, por Caerdrath, por Nithrom, por la esperanza que ellos habían simbolizado.
Y también —Fithvael estaba seguro de ello—, lo había impulsado la pura cólera sanguinaria por los dolores y agonías de toda una vida. Con gran tristeza y claridad, comprendió que Gilead no esperaba de esa aventura nada más que la oportunidad de apagar su sed de venganza, de coquetear otra vez con la muerte. No necesitaba la victoria. No necesitaba salvar Maltane; ni siquiera necesitaba vivir lo suficiente como para ver otro amanecer.
Sólo quería enviar a Maura, el arquitecto de todo aquello, y a su teniente Fuentes, la escoria que había asesinado a Nithrom, chillando camino del infierno.
Fithvael sintió hielo en el corazón. Había seguido a Nithrom para hallar un propósito, y se había sentido lleno de júbilo cuando Gilead se reunió con ellos. Pero la empresa no había logrado más que destruir a Nithrom y despertar en Gilead aquel terrible impulso melancólico que ya había consumido la mayor parte de su vida.
Iban a enfrentarse con un maníaco asesino, conducidos por un jefe que no estaba mucho más cuerdo que él, cuyas decisiones estarían enturbiadas por sus peores emociones.
La pintoresca partida de guerreros se escabulló escarpa abajo a cubierto de los agitados árboles y la lluvia, acercándose a la parte trasera del campamento de Maura. La tormenta no amainaba.
Cuando hicieron una pausa a cubierto, vieron dardos de fuego que volaban hacia el lejano montículo interior, y a la luz de los relámpagos distinguieron siluetas oscuras que se movían por la pendiente. En una parte de la empalizada se veían varios focos de fuego.
Mucho más cerca, justo debajo de ellos y al final de los árboles y zarzas, se encontraba el campamento tileano: una agrupación de tiendas y grandes doseles, alumbrados desde dentro por lámparas y pequeñas hogueras. Al oeste había corrales de caballos y mulas, los que tiraban de los carros de los cañones y de las carretas, y los corceles de la caballería. Al parecer, todos los hombres de Maura avanzaban a pie en este nuevo ataque.
Al este del campamento, más cerca de ellos, los cañones tileanos estaban alineados sobre las laderas, con los equipos de artilleros reunidos bajo toldos, fumando y bebiendo. Unas pocas siluetas vagaban por el campamento principal de tiendas, y los tambores redoblaban.
Con un gesto silencioso, Gilead le indicó a su línea que avanzara. Entraron por la retaguardia del campamento. Bruda, Vinze y Gilead, con las espadas envainadas, cayeron sobre los artilleros por detrás y los silenciaron con las dagas. En grupos de dos y tres, los hombres quedaron muertos sin saber qué les había sucedido.
Entonces, los detuvo Dolph y, con ayuda de Harg, movieron los contenedores de pólvora, bajos y anchos, y los apilaron. Dolph echó sobre ellos un hule y usó su pedernal para encender una mecha lenta.
Gilead parecía impaciente, pero aguardó hasta que concluyó el trabajo. Luego, volvieron a ponerse en movimiento, internándose entre las tiendas.
Madoc abrió una raja en la parte trasera de una tienda con su espada, y al entrar sorprendió a dos oficiales que estaban jugando a dados. Los mató a ambos antes de que pudieran gritar.
Bruda se agachó bajo un cable de retén y esperó hasta que un centinela llegó a su altura antes de salir y matarlo con un golpe firme de cimitarra.
Harg atrapó a otro centinela con sus carnosas manos y le partió el cuello.
Gilead se deslizó hasta una de las tiendas más grandes e irrumpió en el interior con la espada desnuda.
Estaba vacía. El elfo volvió a salir y miró a su alrededor para buscar otro objetivo probable.
Fithvael, que se encontraba un poco más abajo que su viejo amigo, en el pasillo que quedaba entre dos tiendas, vio al centinela tileano que aparecía por detrás de Gilead. El hombre comenzó a proferir un grito de alarma que cortó en seco la ballesta de Fithvael, pero el precipitado disparo sólo había herido al hombre en un brazo, y éste cayó entre alaridos de dolor.
Gilead dio media vuelta y lo mató, para luego lanzar una mirada furiosa hacia Fithvael. Para entonces, el campamento ya había despertado a la vida, y los mercenarios ataviados de blanco y azul estaban saliendo de todas partes con las armas en la mano. La lucha comenzó de verdad.
* * *
En el montículo, los defensores sólo podrían mantener a los tileanos a raya durante un tiempo limitado. Aparte de apagar la mayoría de las flechas encendidas, la lluvia los ayudaba al convertir las cuestas del montículo en toboganes de fango, que hacían caer y resbalar hacia atrás a muchos de los soldados de infantería que avanzaban. Bajo el mando de Brom, los arqueros de Maltane aprendieron pronto a matar a los asesinos que se encontraban más cerca a la cima de la cuesta, de modo que, al caer hacia atrás, derribaran a algunos de sus camaradas, a los que arrastraban consigo en aquel desfavorable terreno.
Pero no era suficiente. Los ballesteros tileanos situados al pie del montículo continuaban disparando lluvias de flechas y por la mera superioridad numérica, los asesinos estaban ganando la puerta y cargando contra Gaude, Erill y los defensores de Maltane armados con espadas y picas.
Una feroz refriega estalló en la entrada, y Erill se dio cuenta de la auténtica desventaja que constituía la pérdida del ojo. Tenía problemas para calcular con rapidez el espacio y el tamaño, y la luz y el tiempo atmosférico atroces hacían que resultase aún más difícil. Estaba rodeado por una carnicería vertiginosa, llena de alaridos y estocadas.
Brom bajó de la empalizada de un salto, tiró a un lado el arco porque se había quedado sin flechas, y atacó a la muchedumbre de atacantes con la maza. Se abrió paso a golpes que hicieron volar a los perros tileanos, se situó junto a Galvm, y ambos arremetieron contra la masa de enemigos con la maza y estocadas de alabarda.
Gaude blandía la espada de su antiguo señor con la misma formidable destreza que había demostrado en el enfrentamiento anterior. Tenía las ropas y armadura destrozadas y ensangrentadas. Con una mano, levantó a un joven de Maltane que había sido derribado por la acometida de la masa, al mismo tiempo que asestaba estocadas con la espada. Ya no podía ver a Erill. ¿Habría caído el muchacho? Antes de que pudiese volver la cabeza para mirar, otros dos tileanos se le echaron encima con sus espadas.
En una repentina pausa de la refriega, Gaude se dio cuenta de que la lluvia había mermado. Los ardientes rayos aún iluminaban el combate, pero se había levantado viento y las ondulantes nubes de lo alto ya no tenían agua.
Los focos de fuego de la empalizada, aviados por el viento, comenzaron a propagarse en el momento en que otra andanada de flechas encendidas se clavaba en ella.
* * *
Bruda, Cloden y Fithvael estaban trabados en lucha cuerpo a cuerpo dentro de unos de los estrechos pasajes que mediaban entre las tiendas. Los tileanos se afanaban en torno a ellos, gruñendo y gritando. El espadón de Carroburgo susurró al describir un arco en el aire, y dos hombres con armadura de la caballería fueron lanzados por el aire hacia atrás y derribaron un toldo sobre un brasero. Las llamas prendieron en la tela caída. Más tiendas se estremecían y se hundían, algunas arrastradas por los cuerpos que caían. Fithvael avanzaba trabajosamente sobre las lonas flojas e intercambiaba golpes de espada con un trío de brutales mercenarios. Entonces llevaba en el otro brazo el escudo largo del que los tileanos cortaban virutas de madera.
Bruda derribó a un artillero que arremetió contra ella con una lanza, y luego se situó junto a Fithvael, y uno de los asaltantes se alejó girando sobre sí mismo, muerto. Fithvael mató a otro con una estocada, pero acudieron más a sustituir al tileano.
Dolph, que asestaba golpes a diestra y siniestra, partía cráneos con su maza. Se encontraba acorralado junto a una hilera de letrinas y destrozaba cualquier cosa que se acercase con la pesada cabeza de su arma.
Vinze y Madoc se encontraban juntos al lado de los corrales de caballos, y sus espadas danzaban de un lado a otro. Vinze estaba haciendo buen uso de su pequeño escudo como arma ofensiva, pues alejaba a tantos con los golpes de éste como con su espada. El espadón de Madoc giraba y daba vuelas como un martillo, trazando órbitas y circuitos en el aire, atravesando armaduras y carne, y haciendo volar cascos.
Con un grito salvaje, Gilead se abrió paso a tajos desde el interior de una tienda que comenzaba a caérsele encima, donde dejó a tres tileanos muertos bajo el desplomado sudario. A través del confuso tumulto, de pronto atisbó a Fuentes, el teniente de Maura, que avanzaba con una espada corta curvada en cada mano. Gilead gritó el nombre del mercenario y se lanzó hacia él.
Fuentes oyó el grito y giró su musculoso cuerpo con un gruñido de respuesta. Su pétreo rostro se veía lustroso de sudor, y su ojo sano estaba tan entrecerrado y oscuro que hacía juego con el parche que cubría el otro, lo cual convertía su semblante en una calavera a la luz de la tormenta. Despertado de un sueño o arrancado de una juerga de bebida dentro de las tiendas, no había tenido tiempo de ponerse la capa de color azul vivo, y sólo llevaba la ornamentada coraza dorada y las hombreras sobre las cuales las gotas de lluvia brillaban como joyas.
Se lanzaron el uno hacia el otro como venados en celo, dividiendo la muchedumbre para tener al enemigo al alcance de la espada. Gilead partió por la mitad a un mercenario que llevaba una podadera, para abrirse paso hasta el asesino de Nithrom. Fuentes demostró igual menosprecio por los, suyos al matar a otros dos de sus mercenarios que fueron lo bastante tontos como para interponerse en su camino, con golpes de tijera asestados con ambas espadas curvas. La primera derrota se la había tomado como algo personal, y sin duda había sufrido el enojo de Maura por el fracaso. Entonces, nada pondría freno a la sanguinaria furia que lo lanzaba tras quienes lo habían vencido. Nithrom ya había pagado por ello. En ese momento, tenía a la vista a su otro perro inhumano, al que Fuentes conocía por el encuentro en el foso exterior.
Se acometieron con dureza, y Gilead pasó una de las espadas cortas con la suya, mientras la otra dejaba una zanja en su largo escudo elfo. Fuentes giró sobre sí mismo y atacó otra vez, blandiendo la pareja de espadas en arcos independientes. A despecho de su corpulencia, era veloz como un gato y las dos armas hacían que resultase imposible luchar con él de manera convencional. Era como luchar con dos espadachines expertos al mismo tiempo.
Gilead saltó por encima de una de las espadas como si fuese un salmón, y bloqueó la otra con un golpe descendente de la suya cuando estaba en medio del salto, al mismo tiempo que giraba la mitad superior del cuerpo y describía un círculo con el escudo como si fuese un arma. La punta del mismo impactó debajo del mentón de Fuentes y lo lanzó hacia atrás, dando traspiés y atragantado.
Gilead había visto cómo Virize usaba su escudo como arma, pero el de Vinze era una pequeña rodela con peso añadido. Hacía falta un ser de fortaleza sobrenatural —o uno de mente desquiciada— para blandir del mismo modo un escudo largo en forma de hoja de planta.
Fuentes se rehizo y, al acometerlo otra vez, lanzó un ataque vertical con la espada derecha a la vez que una baja estocada con la izquierda. La de la izquierda resbaló por el borde del escudo de Gilead y le abrió una herida por encima de la cadera izquierda, a través de la cota de malla de Ithilmar. El último hijo de Lothain arremetió con el escudo y lo estrelló contra el pecho de Fuentes antes de acometerlo con la espada en una estocada lateral, que Fuentes apenas fue capaz de parar.
Se separaron y caminaron en círculo uno frente al otro por un segundo. Las espadas cortas y curvas giraban como aspas de molino de viento bajo las expertas manos de Fuentes. Luego, el corpulento tileano volvió a atacar. La espada corta derecha se clavó en el escudo de Gilead, donde quedó atascada, y abrió un tajo en el brazo del elfo. La izquierda cortó la malla del hombro derecho de Gilead, y también allí apareció una herida.
Gilead dio un fuerte tirón del escudo, que arrancó la espada atascada de la mano de Fuentes. La otra arma curva le lanzó una cuchillada, pero Gilead la hizo rebotar contra el acero azul de su espada larga, y la lanzó despedida hacia arriba. Luego, descargó un golpe descendente con su arma elfa, y le abrió a Fuentes un tajo diagonal que le cruzó el rostro y bajó hasta su pecho.
La sangre manó como un surtidor, y Fuentes retrocedió con paso tambaleante, profiriendo alaridos. Se llevó las manos a la cara al mismo tiempo que gritaba e imprecaba de furia y desesperación al darse cuenta de que Gilead le había destrozado el ojo sano. Ciego, empapado en la sangre que bombeaba a través de la salvaje herida, asestaba tajos al aire a su alrededor con la espada restante.
Con una sonrisa cruel en su macilento semblante elfo que Fithvael sabía que no olvidaría jamás, Gilead pasó por un lado del hombre y se situó de tal forma que la siguiente arremetida ciega de Fuentes lo llevara hacia la espada elfa. Noventa centímetros de azul acero sobresalieron por la espalda de Fuentes, y la sangre manó sobre la empuñadura de oro en forma de cabezas de dragón y sobre la mano del joven guerrero elfo.
—¡Por Nithrom, perro bastardo! —le espetó Gilead al rostro agonizante del hombre en tileano chapurreado.
Fithvael presenció el breve y explosivo enfrentamiento desde veinte pasos de distancia, mientras él Bruda batallaban con la escoria de tileanos que los rodeaban. Bruda profirió un chillido de alegría cuando vio caer a Fuentes, y también bramó otro, Harg o Vinze, perdido en la masa del combate.
Entretanto, Cloden estaba rodeado por lanceros y alabarderos. Cortaba y golpeaba, haciendo girar el espadón largo en círculos, partiendo astas de alabardas y lanzas, y destrozando cada arma que intentaba clavársele. Pero la punta de una pica llegó intacta hasta él, lo bastante larga como para atravesarle un hombro al de Carroburgo. Manó la sangre, y Cloden se desplomó de rodillas, arrastrando la pica consigo. Se le cayó el espadón largo, y con ambas manos intentó arrancarse el arma que lo atravesaba.
Madoc se abrió camino a golpes hasta su compañero y mató a los alabarderos que arremetían para acabar con el caído Cloden. La boca de Madoc estaba muy abierta en un grito de batalla que no sonaba. El fuego de Ulric, el Lobo Blanco, estaba en su cuerpo, y el espadón que blandía demolía a los enemigos. Cuatro perros tileanos se apartaron y huyeron aterrorizados. Otros, más valientes, se cerraron sobre el silencioso Madoc, que protegía al inclinado Cloden Se produjo un estruendo, y el primero de ellos cayó con el cráneo destrozado. Dolph arrojó a un lado su arma de fuego y corrió junto a Madoc al mismo tiempo que blandía la maza. Juntos, mantuvieron a raya a las oleadas de tileanos y arrastraron a Cloden hacia los corrales de caballos.
De algún lugar cercano llegaron roncos alaridos, y se derrumbó otra tienda. Dos figuras combatientes rasgaron la lona para salir al exterior, mientras sus espadas entrechocaban, golpeaban y cortaban. Era Vinze, que había encontrado a Maura el Asesino —o el Asesino lo había encontrado a él—, y los dos estaban entonces trabados en un combate a muerte.
Maltane estaba en llamas. Las paredes de madera ardían con luz más potente que los intermitentes destellos de la tormenta del cielo. Una caliente, oscilante luz de llamas bañaba la noche.
Abrumados, los defensores habían retrocedido hacia el interior del complejo, hasta las ruinas de la casa de la villa, y allí presentaban la última resistencia contra la tremenda acometida de las hordas que entraban como un torrente por las puertas incendiadas.
Justo antes de que se apartaran de la empalizada, Gaude les había dado órdenes a los que le rodeaban y podían oírlo.
Envió a Brom y a tres de los restantes moradores de Maltane de vuelta al sótano para que condujeran al bosque a cualquiera que aún pudiese moverse, a través del túnel. Sabía muy bien que eso dejaría dentro del sótano a docenas que estaban demasiado enfermos o heridos, o que eran demasiado viejos o demasiado pequeños, pero salvar a algunos ya sería una victoria. Al resto, los defendería hasta la muerte.
Con él permanecieron Erill, Galvin, dos jóvenes llamados Maikin y Froil, tres granjeros más viejos llamados Guilan, Kelfer y Hennum, un ganadero llamado Bundsman, y un viejo cabrero al que todo el mundo llamaba Viejo Perse. Drunn había querido quedarse, pero Gaude lo envió a ayudar a Brom en la evacuación de la gente.
Los últimos diez hombres usaron la estructura del megarón contra sus enemigos, matándolos de uno en uno cuando entraban por las puertas abiertas o las ventanas rotas.
Erill defendía la entrada principal con la espada de plata de Nithrom. Se había maravillado ante el peso y el equilibrio de la espada corta que le había prestado Fithvael, pero no era nada comparada con esta espada larga. En sus manos, parecía ajustarse a su problema de profundidad de campo e inexperiencia, retorciéndose y girando como un ser vivo que mordiera a los atacantes. Erill sabía que las espadas como ésa tenían nombre individual, y deseaba que Nithrom le hubiese dicho cuál era el nombre de la que blandía. Rogó para que Fithvael o Gilead lo supieran, y esperó vivir el tiempo suficiente como para preguntárselo.
Los mercenarios tileanos comenzaron a caer dentro del megarón a través de una rotura del tejado, algunos desplomándose y desparramando tejas sueltas. Habían subido en busca de una entrada, y derrumbaron consigo una parte del tejado dañado. Galvin y Bundsman mataron a los primeros con ayuda de Guilan, pero saltaron más de modo deliberado, y el primero que pudo atacar cortó la cabeza de Hennum de un tremendo tajo.
Gaude acudió al lugar y cortó por la mitad al tileano, matando al siguiente y a otro más. Maikin perdió una pierna a la altura de la rodilla y cayó entre alaridos, antes de que otro golpe del hacha del mercenario acabara con él.
Entraron más a través de una ventana del flanco izquierdo, y atropellaron al Viejo Perse, que cayó bajo las patadas y pisotones de sus botas. Ni siquiera se molestaron en rematarlo y quedó fracturado y gimiendo bajo el destrozado marco de la ventana.
Tres picadores tileanos irrumpieron por el extremo sur, y clavaron a FroIl, que se contraía como una marioneta, contra uno de los puntales del techo. Gaude se separó de la refriega para enfrentarse con ellos, y dejó que Bundsman y Galvin contuvieran el flujo procedente del tejado. Vio a Guilan muerto, tendido sobre las maderas empapadas, sobre un charco de su propia sangre; ni siquiera lo había visto caer.
El lugar estaba alumbrado por las oscilantes llamas del incendio del exterior, ya través de la niebla de humo teñido de rojo se movían veloces sombras y siluetas negras que luchaban.
Kelfer profirió un alarido cuando una espada le cercenó ambas manos, y el alarido se transformó en un gorgoteo al regresar la espada para cortarle la garganta.
El dueño de la espada arrojó a Kelfer a un lado, y Gaude lo reconoció al instante. Era Hroncic, el otro teniente de confianza de Maura el Asesino. Hroncic era un enorme hombre moreno del sur de Tilea, de barba fina y dientes estropeados. Las orejas desecadas de víctimas anteriores colgaban de un tiento de cuero en torno a su cuello oliváceo, y rebotaban contra el peto cuando él se movía. Llevaba una larga espada curva de Arabia, y una rodela en forma de luna creciente. Sus ornamentados calzones estaban decorados con borlas de oro trenzado.
Gaude se volvió contra él al mismo tiempo que profería terribles imprecaciones en idioma bretoniano. La espada de Gaude, que había pertenecido a Le Claux, era un arma vieja y había sido testigo de muchas cruzadas hacia el sur, donde había despachado a muchos de los herejes que llevaban precisamente ese tipo de espada curva. A Gaude le dio la impresión de que el espadón olfateaba a un antiguo enemigo.
El acero del cruzado bretoniano chocó contra el arma de Arabia y saltaron chispas en la penumbra. Pareció que Hroncic reía entre dientes de deleite mientras se defendía del frenético ataque del otro. Gaude lo hizo retroceder hasta el fondo del megarón en medio de un girante torbellino de espadas.
En la puerta, Bundsman cayó bajo tres golpes de espada simultáneos, y Galvin se desplomó cuando la punta de una pica se le clavó en la cabeza. Erill se dio cuenta de que Galvin aún estaba vivo, aunque aturdido, y se situó sobre él para mantener los enemigos a distancia con la espada de Nithrom. Había perdido la cuenta de las heridas que había infligido. El suelo del megarón estaba sembrado de cuerpos e inundado de sangre.
Hroncic paró la espada de Gaude, giró sobre sí y asestó una brutal estocada. Gaude se tensó y quedó inmóvil. Hroncic profirió una risilla. La totalidad de la hoja del sable había atravesado el cuello de Gaude, y lo único que mantenía en pie al valiente ex escudero era la hoja de la cual pendía su cuerpo.
Los ojos de Gaude estaban abiertos de par en par. Con una risa cascada, Hroncic retiró la espada.
Gaude debería haber caído en ese momento. Tenía el semblante blanco, pero el resto de su cuerpo, frente y espalda, estaban bañados en la sangre que manaba de la terrible herida. Sin embargo, al bretoniano le quedaba aún un resto de energía inspirada por la venganza. Muerto desde todos los puntos de vista, blandió su amada espada por última vez al caer, y la estocada casi decapitó a Hroncic, aunque no lo logró. El bruto saltó atrás, conmocionado, y la punta de la espada le abrió una mejilla.
Mientras se llevaba una manaza al rostro, Hroncic pasó por encima del cadáver de Gaude con los oscuros ojos fijos en Erill. Entonces no profería risillas. Escupió sangre y, hablando de manera gangosa a causa de la herida, les ordenó a sus hombres que retrocedieran.
Los mercenarios tileanos se alejaron de Erill. El joven volvió la cabeza y vio que Bundsman estaba acurrucado en un rincón con una lanza clavada en el pecho.
Se dio cuenta de que era el último que quedaba en pie. Un muchacho de un solo ojo, el último de la compañía que había salido a caballo para salvar Maltane, debía enfrentarse con un bastardo ensangrentado que acababa de derrotar a los mejores de entre ellos.
El humo entraba en el megarón en ruinas, y las llamas comenzaban entonces a consumirlo. Los tileanos golpeaban las manos entre sí y entonaban el nombre de Hroncic. El asesino sucio de sangre avanzó. Erill escupió y alzó la gloriosa espada elfa.
El duelo entre Vinze el Ladrón y Maura el Asesino duró tal vez unos noventa segundos, y en ese tiempo se intercambiaron centenares de golpes tan rápidos que el ojo no podía seguirlos.
Vinze, de un metro ochenta de estatura y tan duro y veloz como un látigo, tenía su espada recta de Reikland, con guarda en forma de cazoleta, en una mano, y un puñal de treinta centímetros de largo sujeto con la punta hacia arriba en la otra, bajo la guarda de su rodela.
Maura era un hombre monstruoso, de dos metros de alto, y llevaba una pesada coraza tileana dorada con intrincados ornamentos. Su cabeza estaba cubierta por un casco plateado en forma de cráneo de mastín, rematado por un penacho azul y blanco, y llevaba la visera baja para que nadie pudiese verle la cara. Ninguno de los de la compañía de Gilead se la vería jamás. Pero podían oír las bramadas imprecaciones tileanas que profería el bestia mientras describía círculos al acercarse a Vinze con su enjoyado espadón en un puño cubierto por un guantelete, y un hacha de caballería en la otra.
Eran un torbellino borroso, el tileano y el de Reikland, girando, describiendo círculos e intercambiando dos, tres golpes por segundo. El espadón y el hacha descargaban una lluvia de golpes y estocadas sobre la espada recta y la rodela. Volaban chispas. La espada de Maura le cortó un trozo a un muslo de Vinze y, a cambio, el puñal del ladrón le hizo a Maura un agujero en un hombro al atravesárselo.
Por la velocidad de los golpes, parecían caldereros locos que trabajaran el metal en una forja para desviar alguna maldición.
La aparición del propio Maura había hecho retroceder a los tileanos y había permitido que el resto de la compañía se acercara. Gilead, Bruda, Harg y Fithvael se abrieron paso a golpes para llegar hasta el lugar donde se desarrollaba el duelo, mientras Dolph y Madoc permanecían junto a Cloden y lo contemplaban con pasmo.
El trueno resonaba en lo alto. Ninguno vio cómo ardía la fortaleza interior de Maltane en lo alto del montículo.
Espada contra hacha, espada contra rodela, espada contra espada, hacha contra rodela, puñal clavado en un muslo, hacha clavada en rodela, espada contra espada… deslizándose una a lo largo de la otra en una lluvia de chispas. Espadón tileano a través de un hombro del de Reikland.
Rodela de Reikland contra el casco de rejilla tileano. Espada recta de Reikland contra hombrera tileana. Espadón tileano contra rodela de Reildand una y otra vez.
Espada recta de Reikland a través del penacho tileano. Una lluvia de aleteantes plumas azules y blancas del penacho. Hacha de tilea en el brazo del arma del hombre de Reikland. Un gran chorro de sangre. La espada recta de Reikland que rebota en el fango al caer de los dedos insensibles.
El espadón de tilea rebota sobre la desesperada rodela de Reikland. La hoja de la espada que resbala y queda atrapada entre la hoja y las voluminosas púas del puñal de Reikland. Mano de Reikland que gira con brusquedad, y fragmentos de espadón tileano roto, que vuelan en todas direcciones. Cabeza de hacha tileana clavada con fuerza en el pecho del de Reikland.
A los noventa segundos y apenas igual número de latidos del corazón, Vinze cayó.
La compañía, incluido Gilead que asestaba estocadas a los enemigos, se detuvo presa de la consternación. Maura bramó un atronador grito de victoria desde dentro de su casco en forma de cráneo de mastín, y un segundo más tarde un trueno mucho más sonoro los estremeció a todos.
Las cargas preparadas por Dólph estallaron, iluminando el cielo con un destello más potente y brillante que el del peor de los relámpagos. La pólvora lanzó al aire un fragmento de tierra de treinta metros, y provocó un alud de fango que cayó sobre el campamento tileano. Docenas de tileanos quedaron enterrados, y muchos más fueron destrozados por astillas y rocas lanzadas por el aire. Un carro entero con un cañón de dos toneladas encima fue lanzado al aire y se desplomó sobre las filas de asesinos que huían y caían. Los corrales de caballos quedaron destrozados y los aterrorizados corceles corrieron en todas direcciones. Todos los demás fueron lanzados al suelo.
Con la vista turbia y los oídos ensordecidos, se pusieron trabajosamente de pie. La mayoría de los tileanos del campamento huían, los que aún eran capaces de hacerlo. Más de cuarenta asesinos yacían destrozados, profiriendo alaridos o descuartizados en el fango.
Bruda pensó que era la primera en levantarse. Cuando una espada le abrió un tajo de través en la espalda y la derribó sobre fango, se dio cuenta de que se había equivocado. Luego, se desmayó.
Madoc vio caer a Bruda y vio a Maura de pie sobre ella, con la armadura dorada ennegrecida por el hollín y una enorme espada en las manos, a punto de rematarla.
Madoc se interpuso de un salto y bloqueó el golpe descendente. El espadón del tileano se hizo pedazos.
Con calma, Maura buscó a su alrededor un arma nueva y halló el espadón de Cloden caído en el fango. Sin esfuerzo, blandió la enorme arma de Carroburgo y apartó a Madoc de un golpe, que le volvió a abrir la herida de la garganta.
La masa de Dolph se estrelló contra un flanco del asesino y abolió la armadura dorada. Era como golpear una roca con una ramita.
Maura rugió, se volvió y atravesó el torso de Dolph con toda la hoja del espadón. Levantó al hombre de Ostland del suelo, y luego lo quitó de la hoja como un gato que, de pronto, se cansa de la alimaña muerta con la que ha estado jugando.
El cadáver acorazado de Dolph se estrelló contra Fithvael cuando éste avanzaba a la carrera, horrorizado, y el peso lo derribó como si fuese una bala de cañón. El elfo sintió que algo chasqueaba en su pierna izquierda al caer bajo el peso del cuerpo amortajado en metal.
Maura se volvió para enfrentarse con Harg, que lo acometió como un oso enfurecido. Hargen Hardradasson, señor de los lejanos fiordos y tierras heladas, estaba frenético y espumajeaba por la boca, canalizando toda su locura guerrera en cada golpe de hacha.
Infundía terror el contemplarlo, pero Maura se enfrentó con ese terror y abrió la vieja herida del rostro con casi total precisión a lo largo de la dentada cicatriz que había permanecido allí durante veinte veranos. Harg cayó mientras intentaba mantener unida su mejilla, aullando como un lobo herido en una trampa.
Maura sopesó la humeante espada de Cloden por encima de la cabeza inclinada de Harg, y masculló algo en tileaho. El golpe nunca se produjo.
Veloz como la sombra, Gilead estuvo allí en un abrir y cerrar de ojos, y su espada, la hoja de azul acero del hermano muerto, atravesó a Maura.
Maura se tambaleó y retrocedió. Su ornamentado peto se cubrió de profundos cortes, y de algunos manaba sangre. Para cuando logró lanzar una estocada con su espadón, Gilead había cortado completamente el peto del asesino y lo había despojado de él.
Los dos, cuyas espadas hendían en el aire, batallaron por el claro del campamento. El girante espadón del tileano mellaba una y otra vez la preciosa espada de Gilead, y fue cortando trozos del largo escudo elfo hasta reducirlo a la nada.
Mientras se arrastraba lejos del pobre Dolph muerto y hacía muecas de dolor cuando los extremos del hueso roto lo lastimaban a cada movimiento, Fithvael los observaba batallar. Una parte de él estaba orgullosa de Gilead, y la otra tenía un miedo espantoso. Deseaba ver aquello como un enfrentamiento entre titanes, como estaba escrito en los mitos, pero lo único en que podía pensar era en monstruos que se atacaban el uno al otro. Vio que Maura abría un enorme tajo en un hombro de Gilead, vio a Gilead atravesar limpiamente con su espada larga un muslo de Maura.
Se encontraban ambos bañados en sangre. Maura estaba haciendo retroceder a Gilead hacia la linde del bosque, donde la tierra caía en picado hasta el fondo del valle. Espada contra espada, contragolpe, barrido, parada, acero de Tor Anrok contra el poder de Carroburgo.
Luego, desaparecieron de la vista entre zarzas y árboles. El terreno era traicionero dentro del escarpado bosque. Despeñaderos de fango aflojado por la tormenta vertían cascadas de agua oscura hacia los claros de abajo, y se habían formado profundas charcas en las grietas de la escarpa.
Ninguno desistía. Maura, como una fábrica de fuerza motriz, blandía el espadón largo a dos manos con toda la destreza que jamás había demostrado su dueño, Cloden. Gilead asestaba estocadas y golpes, paraba y atacaba, recordando de manera instintiva cada movimiento y barrido que le había sido enseñado.
Por su padre; por Fithvael te tuin, maestro de armas; por el difunto Nithrom. Hacía tantos años…
Maura golpeó a Gilead en el rostro y le abrió una herida que le dejaría una cicatriz para el resto de su vida. Tras parpadear para quitarse la sangre del ojo, Gilead se lanzó contra Maura. Los dos perdieron pie y cayeron por el borde de un despeñadero de barro, a través de una cascada de agua de lluvia, al lago que se había formado abajo.
Cayeron al agua entre una nube de gotas, braceando para girar en busca del otro. Maura era arrastrado hacia abajo por su armadura y la enorme arma que blandía, pero a pesar de todo salió antes ala superficie.
Estaban hundidos en el agua hasta el pecho. Maura le asestó un golpe a Gilead, pero la hoja del espadón sólo hendió el agua.
Gilead se lanzó contra Mattra, y los dos volvieron a caer por el siguiente precipicio, a través de otra cascada y dentro de otro lago de agitadas aguas.
Gilead salió primero a la superficie, pero Maura había atacado por debajo del agua y la hoja del espadón hendió la cadera izquierda del elfo. El agua que giraba en torno a ellos se volvió aún más oscura.
Maura emergió bufando y tosiendo dentro del casco en forma de cráneo de mastín, y después retorció la espada bajo el agua.
Gilead profirió un alarido y, en su furor, cortó limpiamente la cabeza encerrada en el casco con la espada de azul acero forjada en Tor Anrok hacía muchísimo tiempo. La espada de Galeth.
La cabeza de Maura se alejó flotando en la corriente, y cayó por otra cascada, aún invisible y metida dentro del casco.
Gilead, con el espadón todavía clavado dentro, cayó de rodillas en el agua ensangrentada y comenzó a ahogarse.
* * *
Y ahí lo tenéis, como os lo había prometido. El relato de la batalla de Maltane con todos sus detalles. Nunca oiréis junto a mi fuego una historia de heroísmo mejor, más emocionante ni sangrienta.
¿Qué dices? ¡Ah, pero siempre hay una! ¿Por qué no puedes contentarte? ¿De verdad tengo que atar todos los cabos sueltos?
Muy bien. No, no se ahogó. Lo encontró Bruda. Estaba debilitada a causa de sus heridas, pero había visto a los luchadores caer por el borde del precipicio. Halló a Gilead, lo arrastró fuera del agua y le devolvió la vida soplándole aire en los pulmones con su propia boca.
El espadón. Nunca lo encontraron. Al hundirse, Gilead debió arrancárselo. Estoy seguro de que continúa oxidándose, incluso ahora, en el lago que hay al oeste de Maltane. Cloden tuvo que regresar a su tierra para conseguir otro, y ese viaje, según lo veo yo, es toda una aventura por derecho propio.
Bueno, sí, claro que Cloden sobrevivió. Su hombro nunca fue el mismo, por supuesto, pero continuó adelante y realizó hazañas más grandiosas. Tuvo una partida de guerreros propia, según me han dicho. Nunca perdió la destreza con el espadón, hasta el final de sus días.
¿Harg? Bueno, tenía la misma cicatriz que antes, sólo que más reciente. No tengo ni idea de qué le sucedió al fin, pero cada invierno recibo otra piel de oso y una botella de repugnante aguamiel de Norsca. Me gusta pensar que probablemente vuelve a ser el rey de alguna parte, algún sitio helado e inhóspito.
En cuanto a Vinze, se necesitó tiempo para curarlo, y el invierno aún le provoca dolor en el pecho. Se marchó con Cloden, según he oído. Lo vi hace más o menos diez años, en Vinsbrugge. Tenía una barba blanca como la nieve por entonces, y más cicatrices. Bebimos un trago por los viejos tiempos, pero probablemente ya esté muerto.
¿Bruda? Como ya he dicho, sobrevivió. Pasó el invierno en Maltane, curándose, y se marchó en primavera. No sé cuántos años vivió después de eso. Aunque siempre me gustó muchísimo. ¡Bueno, sí, soy viejo, gracias por mencionarlo! ¡Pero, creedme, aún puedo recordar lo hermosa que es una mujer!
¿Madoc? Tardó mucho en curarse. Feas heridas. Pero ya sabéis que sobrevivió, porque las leyendas del Lobo Silencioso son corrientes en este valle de los bosques, y más allá. Sí, ése es él. El mismísimo.
¿Qué más queréis? ¡Ah, sí! Brom y Drunn condujeron a los evacuados por el túnel y los llevaron al bosque. Así se salvaron cincuenta aldeanos. Drunn fue nombrado jefe, como ya sabéis, elegido un año tras otro por su valentía. Si, lo echo mucho de menos.
Maese Brom nunca fue el mismo después de la muerte de su gemelo. Él y Gilead se parecían mucho en eso, pero no creo que hablaran jamás del tema. Elfos, ¿eh? Demasiado cerrados. Brom…, a veces pienso en él y me pregunto dónde habrá acabado. Solo, realmente solo, dondequiera que fuese.
¡Ah!, ¿cómo dices? Sé paciente. Estoy reservando esa parte. Servidme otra taza. Bien.
Por supuesto, los tileanos quedaron quebrantados al morir Maura. Nunca encontraron su cabeza, ¿lo he dicho antes? Y de hecho, quedaron quebrantados mucho antes de eso, justo después de la explosión provocada por Dolph. En ese momento, perdieron el valor. Llegaron a Maltane con una hueste de guerra de tal vez unos cuatrocientos hombres, y dejaron las tres cuartas partes completas en los campos y las pendientes de la ciudad. Es bastante fuerte, ¿no os parece?
Comienzo a cansarme y tengo la taza medio vacía. ¿Qué más queréis saber?
¡Ah!, claro, claro.
Cuando los tileanos ya habían huido, la compañía subió al montículo interior, que para entonces estaba completamente en llamas. Pero de todas maneras sacaron a los enfermos y los heridos de la bodega. Añadid ésos a los evacuados, y veréis que la partida de Nithrom salvó a setenta y siete habitantes de Maltane. Y no es que para entonces quedara mucho de Maltane. Tardamos años en reconstruir el pueblo.
¡Ah!, callad ya. Muy bien, puesto que insistís, encontraron al joven Erill en el patio adonde Galvin lo había llevado.
Sólo habían sobrevivido ellos dos. Nadie sabe qué sucedió con exactitud, pero encontraron la cabeza del bestia Hroncic en el templo, sobre el altar de Sigmar.
Los supervivientes quemaron en una pira funeraria a Le Claux, Caerdrath, Nithrom, Gaude y Dolph, con todos los honores y muchos lamentos. No merecían menos.
La última vez que vi a los dos elfos fue cuando se alejaron a caballo en una mañana brumosa. Habían pasado aquí el invierno para curarse, y se marcharon en primavera, justo después de Bruda. Los dos cojeaban aún al caminar.
No, no sé adónde se dirigían. Y no creo que ellos tampoco lo supieran. Dudo que maese Fithvael permaneciese durante mucho más tiempo con Gilead. En el transcurso de ese invierno, su compañero se había vuelto muy hosco y retraído.
Pero ¿quién soy yo para decirlo? Tal vez aún están viajando juntos por este triste mundo, incluso ahora mismo.
Me gustaba Fithvael. Tenía alma. Su señor, bueno, no estoy muy seguro. Dudo que jamás encuentre lo que está buscando, pero sí sé que perder aquí el rastro, con la muerte de Caerdrath, fue una de las peores cosas que jamás le sucedieron. Durante aquel invierno, la nube oscura que vivía sobre él, relampagueó sobre todos nosotros y, aunque me siento mezquino al decirlo, fue un alivio cuando el señor elfo partió.
¿Yo? Me he contentado con quedarme aquí, en Maltane durante todas estas estaciones, hasta ahora, cuando me encuentro viejo y encorvado. Sí, todavía me duele el ojo, por lo general en invierno cuando el viento corta y se me mete bajo este viejo parche.
A menudo me complace haber formado parte de una leyenda, dado que esta tierra está tan llena de ellas. Pero echo de menos a mi padre…, si de verdad era mi padre. Ciertamente, yo creo que es así, y nunca pude averiguar cómo se llama esta gloriosa espada suya.