5: La prueba de Gilead

CINCO

La prueba de Gilead

Sólo prométeme esto: que mirarás mis ojos y verás lo que yo vea.

Por ahora, basta. Ya habéis oído bastantes historias por esta noche. Estoy cansado y el frío cala mis viejos huesos. Quedaos aquí, si gustáis. Bebed mi vino y disfrutad del calor de mi fuego. La cama está llamándome y me duele la garganta de tanto contar historias.

Bueno, claro que hay más; más de Gilead y del leal Fithvael; más historias sanguinarias y tristes del ocaso de su mundo.

Así que sólo son leyendas, ¿verdad? Pensad lo que queráis. Yo sé que no. Las leyendas cuestan un centavo la decena y la tierra está llena de ellas. Las historias que guardo en la memoria están hechas de un material diferente. La verdad, para empezar…

¿Dudáis de mi palabra? Muy bien; pues oíd ésta antes de que me retire.

* * *

Había pasado tiempo desde su aventura en Ottryke Manor; tal vez, un año, quizá dos, o menos. Y hubo una batalla: sangrienta, devastadora, furiosa. Las colinas y bosques resonaron con estruendo. Se realizaron grandes hazañas, pero lo que importa para mi historia tuvo lugar después.

La batalla había concluido. No quedaba nada que no fuese la endecha que el viento cantaba entre los olmos ennegrecidos que señalaban la senda que se adentra en Drakwald.

Fithvael comenzó a despertar. Se encontraba tendido a oscuras sobre la húmeda tierra del campo de batalla, y hacía frío. No obstante, la causa de que despertara no fue ni el helor ni la humedad. Su sueño había sido interrumpido por la singular extrañeza de un cuerpo cálido y palpitante que yacía contra el suyo. Era una sensación que no le gustó especialmente.

Fithvael apartó con cuidado el cuerpo de aquella calidez. Podía percibir su propia fragilidad, aunque no localizaba ningún dolor definido. Con cada fibra de su instinto de guerrero, sentía la devastación que lo rodeaba.

Pero no tenía ningún recuerdo de dónde, cómo o cuándo se había producido.

Se limpió la nariz de cenizas y sangre, y los primeros olores que captó le trajeron claros recuerdos de la búsqueda de diez años que había emprendido con Gilead y de la constante lucha librada contra la Oscuridad del mundo. Era el hedor de la carne antinatural; carne antinatural, muerta. Era el olor pútrido y áspero del Caos, un hedor que no podía confundirse con nada más.

Lentamente, el veterano guerrero elfo recobró sus otros sentidos. Entonces podía sentir la tierra desigual bajo su cuerpo, y los lugares donde se habían formado charcos de sangre y agua estancada que le empapaban las ropas exteriores y le hacían sentir las articulaciones rígidas e inútiles. No deseaba más que moverse, aflojar su cuerpo rígido y agarrotado, y relajar los músculos que estaban contraídos a causa de la revulsión que le inspiraba el entorno.

Pero primero escucharía, sintonizaría el oído con aquel lugar y descubriría si su vida corría peligro inmediato.

El silencio era casi absoluto, excepto por el latir y la respiración del cuerpo que permanecía por completo inmóvil a su lado. Tenía un sabor tranquilizador en la boca, el sabor agridulce del sueño y de la última comida que había tomado hacía mucho. El temido gustó metálico de su propia sangre y bilis estaba afortunada y absolutamente ausente; al menos, no sufría ninguna herida grave.

Recobrada la confianza, Fithvael abrió los ojos poco a poco. Había esperado, contra toda razón, que el cuerpo que había junto al suyo fuese el de Gilead, herido tal vez, pero vivo y estable, necesitado de sus cuidados. Pero no lo era, y el guerrero veterano reprimió la decepción.

Fithvael y Gilead nunca podrían estar tan estrechamente unidos como lo habían estado los gemelos, Gilead y Galeth, pero el maestro de esgrima le había dedicado su vida a Gilead y a la búsqueda emprendida por éste tras la muerte de Galeth, y su relación se había hecho muy íntima. En el campo de batalla, luchaban como si fuesen uno solo, y podían comunicarse cualquier cantidad de información con una mirada breve o un asentimiento de cabeza. Tenían una meta única y representaban una sola fuerza. Hacía tiempo que su relación había dejado de ser la de un señor y su servidor, la de un hombre y un muchacho, o incluso la de compañeros. Eran uno solo tanto como podían serlo dos seres separados y diferentes como ellos.

Los ojos elfos de Fithvael se adaptaron de modo instantáneo a las últimas tinieblas de la noche. Sonrió para sí y se movió con libertad por primera vez en horas. Su yegua volvió la cabeza hacia él, relinchó, y luego se levantó del lugar en que descansaba, junto a su jinete. La vigilia del animal había concluido.

* * *

Al sentir que la guarda de la espada chocaba contra el esternón de su atacante, Gilead se volvió y recorrió con un rápido vistazo la zona que lo rodeaba. El tiempo era escaso en el campo de batalla, incluso para un guerrero de su consumada destreza y velocidad de sombra. Sí, Fithvael continuaba allí, a unos cien pasos a la derecha, y luchaba con vigor.

Los enemigos los rodeaban por todas partes. Altos, vagamente nobles, aunque deformes y corruptos. Elfos, y sin embargo extraños; blasfemas parodias de su raza, pálidos como muertos y ataviados con hediondas armaduras negras. Los ojos se les pudrían en los cráneos, y respiraciones inmundas salían por bocas de labios negros. Sus armaduras herrumbrosas estaban decoradas con dorados que se descascarillaban, sedas desteñidas y brocados comidos por los gusanos.

El último hijo de Tor Anrok y su maestro de esgrima habían penetrado en las más oscuras profundidades de Drakwald meridional, en busca de la Torre de Takhos Elios, el lugar de nacimiento de la perdida Níobe. Habían descubierto historias recién acuñadas que decían que Tákhos Elios guardaba un túmulo inmundo, una antigua cripta, que, según la leyenda, descendía hasta el propio infierno. Allí se habían librado guerras, escaramuzas de la luz contra la Oscuridad, hasta que la estirpe de Ellos había acabado con los engendros del Caos y los había enterrado bajo el suelo. A partir de ese día, su torre se había alzado allí para vigilar la brecha contra futuras incursiones.

Eso decía la leyenda, y la tierra está llena de ellas, pero era un comienzo, la débil esperanza de una pista, y Gilead se había aferrado a ella con ansiedad.

Los rumores llegaban hasta ellos con rapidez y abundancia mientras avanzaban hacia el interior del gran bosque. Se decía que la Oscuridad había despertado, que la vigilancia había caído hacía mucho tiempo. Y luego, de modo repentino, tuvieron al enemigo encima. No se trataba de hombres bestia ni de numerosos clanes de guerreros del Caos.

Eran elfos, elfos deformes; ecos quebrantados, retorcidos, putrefactos, de nobles guerreros.

Gilead arrancó la espada de un pecho gimoteante. Volvió a blandir la espada dibujando un arco al mismo tiempo que la acompañaba con el peso de su propio cuerpo, y la hundió tan profundamente en el cuello del atacante que tenía detrás que éste se quedó allí de pie, con el rostro inexpresivo y literalmente muerto en posición erguida.

El hedor de los borboteantes fluidos negros como alquitrán que manaron por la fatal herida abierta habría bastado para derribar a alguien de constitución más débil. A Gilead le proporcionó un brevísimo respiro para rehacerse, pues el cuerpo lo protegió de la acometida de otro enemigo, que tuvo que derribar a su propio camarada para lanzarse de cabeza contra él. El monstruo le enseñaba hileras de dientes negros, y sus delgados brazos, rematados por una masa de púas ensangrentadas, se agitaban, frenéticos, hacia el guerrero elfo.

Gilead aprovechó el hecho de que tenía baja su larga espada, cogida a dos manos, ante sí. Se limitó a levantarla cuando este último horror se le echaba encima. Fue fácil matarlo. La punta de la espada entró en la parte inferior del vientre del enemigo, y la guarda de la misma se estrelló contra la grotesca bragueta deforme. Gilead comenzó a retirar el arma, pero el adversario la aferró con sus puños cubiertos por guanteletes con púas. El guerrero la deslizó hacia arriba, cortó por la mitad las dos manos bestiales y, por último, la espada se posó sobre la juntura del cuello de la armadura del enemigo agonizante.

Los ojos del elfo volvieron a recorrer rápidamente los alrededores, una vez, dos… Fithvael había desaparecido, pero la lucha aún no había terminado.

Gilead había buscado durante diez largos años para vengar la muerte de su hermano. El fantasma de Galeth había permanecido con él durante todo ese tiempo, pero el gemelo que quedaba vivo no parecía pertenecer ni a este mundo ni al otro. Había pasado diez años de su vida luchando contra las fuerzas del mal con el fin de acabar con un solo hombre patético. A menudo, se cuestionaba el valor de su tarea. No había satisfacción en ella.

No obstante, la lucha había continuado, y principalmente a causa de Fithvael. Al principio, Gilead había estado comprometido en luchar del lado del bien. Entonces, la lucha se había transformado en su vida, y emplearía cualquier medio que tuviese a su alcance en la guerra contra la Oscuridad, hasta que un día llegase su muerte para liberarlo de esa violenta existencia.

Ya no tenía ningún hermano, y pocos preciosos parientes en aquella época decadente del mundo. Pero lucharía. Continuaría combatiendo contra la Oscuridad.

Así pues, combatía entonces, clavando duro acero en cuerpos deformes, cercenando extremidades, dividiendo aquellos torsos y cuellos, vertiendo el icor y los fluidos mortales y malolientes de aquellos seres. Gilead aborrecía a sus enemigos, cuerpos corrompidos y retorcidos, contaminados por el mal. Los conocía por su hedor y sus símbolos: bestiales devotos de la abominación, de Slaanesh, lascivamente adornados.

Gilead continuaba luchando mientras la tierra que tenía bajo los pies se transformaba en arcilla empapada en sangre. Un agua oscura se encharcaba en las huellas de pesados pasos dejados por el enemigo. Los cuerpos caían en todas direcciones a medida que los alaridos y gritos de guerra de los oponentes eran cada vez más escasos. Con cada nueva acometida, con cada respiro que se tomaba después de matar, los ojos de Gilead barrían el campo de batalla, pero continuaba sin ver a Fithvael por ninguna parte.

Y entonces sucedió. Debió perder momentáneamente la concentración al pensar en Fithvael, o tal vez en Galeth, en lugar de centrarse en el enemigo. Fue derribado, derribado por el último enemigo superviviente del campo de batalla, un enemigo que tenía una herida letal, pero que no estaba muerto aún. El cuerpo de Gilead se tambaleó como una parodia de sus propios giros gimnásticos de batalla, y su rostro, sorprendido, observó cómo el enemigo se desplomaba de rodillas. El semblante cadavérico y demacrado del monstruo golpeó contra el fango justo antes de que la cabeza de Gilead cayera sobre la espalda del muerto.

* * *

Cuando el sol comenzó a salir, Fithvael llevó su montura lejos de la carnicería, hasta un lugar verde en el que había agua fresca. Ató allí a la yegua, y ella se puso a desayunar, contenta. Se lo había ganado. Pero Fithvael necesitaba algo más. Le era preciso encontrar a Gilead.

No recordaba la batalla, ni guardaba memoria de la última vez que había visto a su compañero. Tenía la intención de seguir el curso de la lucha y rehacer la acción a medida que caminaba. Avanzó con precaución por el campo de no más de cien metros de ancho y otros tantos de largo. Contó unas tres docenas de cadáveres, pero Gilead, gracias a los dioses, no estaba entre ellos. El par de guerreros elfos había hecho frente a toda una partida de criaturas inmundas, y las habían destruido por completo. No se veía ningún corcel, así que, adondequiera que hubiese ido Gilead, el caballo lo había acompañado. Un segundo buen augurio.

Fithvael comenzó a distinguir a los enemigos que había matado él, de los que se habían enfrentado con Gilead. No resultaba difícil. Su propia forma de matar era limpia y bastante precisa, pero los muertos por Gilead eran dignos de contemplación. Con cada nuevo grupo de cadáveres, Fithvael era capaz de seguir los movimientos que había hecho el guerrero elfo. En sus imágenes mentales veía cada pirueta, cada firme postura. Las estocadas, las paradas y las fintas aparecían con claridad ante él. No sentía más que un inmenso respeto por la destreza de Gilead. Los había matado a todos de manera limpia. No había comienzos en falso, ni tajos innecesarios, ni carnicería. Un golpe, un tajo lateral o una estocada había destruido a cada monstruo por turno. Fithvael reparó en la gran variedad de golpes que Gilead había asestado durante la batalla. Casi podía oír el silbido de la espada en el aire, e incluso podía percibir dónde y cuándo la había cambiado de mano el elfo. La presa de la mano en que Gilead tenía sólo tres dedos era tan eficaz como la convencional de cuatro de su mano entera. Había perdido un dedo, pero Galeth había estado allí para salvarlo en aquella ocasión, hacía tanto tiempo.

El ejercicio de estudiar minuciosamente el campo de batalla comenzó a despejar y concentrar la mente de Fithvael. Recordaba acontecimientos del día anterior, así como de la semana, mes y año precedentes, pero nada parecía importante, porque Gilead había desaparecido. El veterano guerrero pasó el resto del día cruzando y volviendo a cruzar el campo de batalla, dividiéndolo en cuadrados como si se tratara de un enrejado y registrando cada sector en busca de pistas de su amigo. No encontró huellas, ya que la tierra era una mezcla de sangre y charcos negros, y los cadáveres putrefactos de los enemigos cubrían la mayor parte del terreno. Así pues, Fithvael comenzó a buscar un poco más profundamente.

Sus ojos se veían atraídos de manera constante hacia los cadáveres, tan parecidos a su propia raza y tan diferentes: formas de elfos corrompidas desde el interior, con sus armaduras y armas antiguas deslucidas y cubiertas con los húmedos restos de fajas de satén y chapa de oro batido. ¿Qué les había acaecido a esas…, esas cosas? ¿Qué desdicha se había apoderado de sus vidas, las había colmado de pasiones rencorosas y las había destruido? Apartó aquellas preguntas de su mente.

No pudo hallar jirones ni fragmentos arrancados de las prendas de Gilead, ni pedazos de su armadura, ni cabellos. El elfo no había dejado nada de sí en medio de la carnicería. Fithvael consideró que eso era el tercer buen augurio. Incluso su aroma estaba ausente. Habría resultado difícil de detectar bajo aquel manto de maloliente Caos, pero si se hubiese derramado la sangre de Gilead, su viejo amigo habría hallado su rastro.

Con la caída de la segunda noche pasada en el campo de batalla, Fithvael se retiró al refugio verde donde había dejado a la yegua, contento de saber que Gilead estaba vivo en alguna parte. Durante todo el día se había valido de las pruebas físicas para deducir lo sucedido. Durante toda la noche ejercitó su mente en suposiciones y posibilidades. Sólo podía hacer conjeturas, pero de lo que estaba seguro era de que algo había hecho que Gilead abandonara a su amigo, o bien se olvidara de él. Si Gilead hubiese recorrido el campo de batalla como lo había hecho Fithvael, no habría tardado en hallar al veterano a pesar de la oscuridad, el frío y la carnicería. No lo habría dado por muerto, sino que lo habría rescatado y se habría ocupado de sus necesidades. Por supuesto, la mente del veterano había sufrido un cierto grado de amnesia, pero en ningún momento perdió de vista a Gilead. El mal flotaba tan espeso en la atmósfera como el olor de los engendros del Caos, pero la mente del guerrero elfo era demasiado fuerte para sucumbir a las influencias oscuras, ¿verdad?

Así pues, Gilead estaba vivo e ileso, al menos físicamente. Sin embargo, Fithvael sabía que tenía que encontrar a su viejo amigo, porque había algo que iba muy mal.

* * *

La cabeza de Gilead ascendió y bajó en el ligero sueño de la semiconsciencia. Sabía que iba montado y podía sentir las riendas en sus manos, aunque no se daba cuenta de que una cuerda atada a la brida guiaba al caballo. De haberlo advertido, habría supuesto sencillamente que era Fithvael quien lo llevaba, puesto que allí no había nadie más. No podía despertar, no lograba reunir las energías necesarias para hacerlo, a pesar de que tampoco podía entender del todo su propio abandono.

Continuó dormitando, sin conciencia del tiempo, el espacio o cualquier necesidad, deseo o apetito. No cuestionó nada.

Amanecía una vez más. Fithvael había dormido poco, porque su mente se negaba a quedar inactiva. Se incorporó sobre los codos en la tierra fría y resolvió emprender una nueva búsqueda. La búsqueda de Gilead, y si necesitaba diez años para concluirla, como había sucedido con la búsqueda en memoria de Galeth, pues que así fuera. Rezó para que la desaparición de Gilead se debiera a algún otro acontecimiento que no fuese la muerte.

* * *

La habitación estaba suavemente iluminada por la luz de una vela, cuyas llamas constantes alumbraban tapices de pared que representaban batallas épicas entre nobles elfos de los Leones Blancos y hombres bestia del Caos. Las alfombras que cubrían las losas de piedra del piso eran de los colores apagados del otoño, gruesas y de aspecto cálido, y los pesados muebles de tosca talla adquirían un aspecto majestuoso a causa de los chales y telas de oro y plata que los cubrían y les conferían una apariencia acogedora. Sobre una mesita pequeña situada junto a la cama, había un cántaro de agua y un cuenco de pétalos de aroma dulce. Los paños suaves destinados a lavarle las heridas ocultaban a medias un pequeño y ornamentado espejo de mano, con marco dorado. La suave luz de las velas oscilaba y se reflejaba en la brillante superficie del espejo, y luego se proyectaba sobre el rostro de Gilead.

El elfo se giró ligeramente en la calidez de una cama limpia y de dulce aroma, y despertó. De repente, tomó conciencia del tipo de comodidad que se había negado a sí mismo durante mucho tiempo. Por un momento se sintió completamente despierto, suspiró y estiró las extremidades en el lujoso espacio.

—Despierta, guerrero. Tu sueño ha sido tan largo como profundo.

Oyó las bajas, suaves cadencias de su propio pueblo, pronunciadas en los rítmicos tonos aspirados de una mujer joven. Le resultaban familiares de alguna manera.

—Ahora despierta y toma algo de alimento, señor.

La voz era tan hermosa y tan familiar que no se atrevía a abrir los ojos por temor a estar soñando.

—Déjale dormir un poco, hija. Hay tiempo suficiente.

Era la misma voz, pero masculina y más grave, y ligeramente cascada por la edad. También le resultaba familiar y pertenecía a un elfo… Sonaba maravillosa a los oídos de Gilead.

Abrió los ojos sin saber durante cuánto tiempo había dormido y cómo había llegado hasta aquel lugar. La comodidad amortecía su instinto de formular preguntas. Se sentía limpio y podía percibir los ungüentos aplicados sobre las contusiones de su cuerpo. No olía al campo de batalla, sino a jabones y bálsamos fragantes, y a sueño dulce. Alguien lo había cuidado bien y con bondad.

—¡Padre, ya despierta!

Aquella voz familiar se alzó ligeramente con deleite, y una sonrisa dejó al descubierto la pulcra hilera de dientes pequeños y blancos enmarcados por unos labios perfectos. Gilead le devolvió la sonrisa y se ajustó la sábana alrededor del torso.

—Déjanos, pequeña.

El padre la despidió, y ella salió de la habitación, aunque no sin antes echarle una última mirada a Gilead. Aquella mirada le mostró a él la totalidad del rostro femenino en toda su gloria elfa. Los ojos muy separados y la delgada nariz recta de su raza; la alta frente inteligente y la mandíbula estrecha. ¡Níobe! ¡Era Níobe!

El padre bajó la mirada hacia él y le sonrió.

—Bienvenido, guerrero. Bienvenido a la Torre de Taithos Elios.

—Entonces…, ¿la he encontrado?

—¿Nos estabas buscando? Somos… tal vez difíciles de encontrar. Nos hemos escondido en la oscuridad del bosque durante muchos años. Vivimos tiempos duros y peligrosos.

Gilead alzó la mirada.

—¿A quién debo agradecer mi salvación?

—Yo soy Gadrol Elios, y te doy la bienvenida a esta casa.

—Tu hija…

—Ella me contó cómo la rescataste, hijo de Tor Anrok. Estoy en deuda contigo. Me alegra haberte rescatado a mi vez.

—Pero ¿cómo escapó ella… de esa escoria del Caos, de Ire?

—Níobe siempre ha tenido mucha inventiva. Escapó de sus ataduras después de que tú lo debilitaras, y halló el camino a casa.

Gilead permaneció en cama varios días, durante los que recibió visitas de Gadrol, así como comidas y otras atenciones por parte de los servidores elfos de la corte. Al segundo día, reapareció Níobe, y con ella llegaron los tranquilizadores aromas de la madera y las hierbas que había recolectado para curarlo. Eran las mismas plantas que le aplicaban sobre cortes y contusiones después de sus escaramuzas con Galeth, cuando era niño; las mismas que él había empleado para sanar a Fithvael después de que el tonto hubiese acudido en auxilio de la muchacha humana, Betsen Ziegler, sin la ayuda de Gilead…

«¿Fithvael?».

Gilead se puso ansioso.

—Tu amigo cayó en el campo de batalla…

—Yo lo vi —interrumpió Gilead a su enfermera—. No, eso no es cierto: lo perdí de vista. No sé realmente qué sucedió.

Níobe aquietó la mente del guerrero con sus palabras bondadosas y tonos serenos, relajantes.

—La partida de rescate sólo te halló a ti con vida entre muchos monstruos. Las bestias carroñeras habían estado en el lugar. Quedaba poco de los cadáveres. Sin duda, tu querido amigo halló una muerte heroica. ¡Acabar con tantos y triunfar! Vosotros dos a solas luchasteis contra tres docenas de oscuros y los matasteis.

—¿Y qué son?

—La vieja maldición. Necrófagos a medio formar del túmulo cuya vigilancia es nuestro deber. El Caos vuelve a alzar la cabeza en estos tenebrosos bosques.

Gilead guardó silencio, sin escucharla realmente mientras ella continuaba hablando. Fithvael estaba muerto; Fithvael estaba muerto.

Durante el tercer y el cuarto día, el Señor de la Torre de Talthos Elios acudió a oír la historia de Gilead. Gadrol también habló, a su vez, de las cosas muertas que se levantaban de debajo del túmulo; cosas putrefactas y hediondas, que salían de la tierra para perseguir a los vivos. Eran seres oscuros del valle inferior. Una vez más, la guarnición de su torre se había armado para guardar el territorio. Los seres del túmulo tenían el imperio del miedo en aquella región. Eran corrientes las incursiones, los asesinatos, y cosas parecidas.

Una de las patrullas de Gadrol había encontrado a Gilead. El guerrero se había enfrentado en solitario a una partida de incursión del túmulo.

Él… y su amigo muerto, por supuesto.

Gilead estaba triste, pero se mostraba fuerte y resuelto ante el elfo de más edad. Cuando le hablaba a Níobe mientras ella lo curaba, su voz a menudo se quebraba, y él lloraba abiertamente al leal Fithvael, el último de los guerreros que lo habían acompañado en la búsqueda de diez años. Al anochecer del cuarto día, Níobe cogió el espejito que estaba sobre la mesa situada junto al lecho de Gilead.

—Mira el espejo —dijo la joven— y observa quién eres, y todo lo que eso significa para el futuro.

Gilead miró el espejo y le sorprendió lo que vio en él. Tenía la piel clara y brillante, y estaba completamente afeitado. Parecía el despreocupado joven guerrero que había practicado el combate con su gemelo, que había reído, había jugado y había disfrutado de la vida. Pensaba que el tiempo, su búsqueda y los campos de batalla lo habían avejentado y vuelto escéptico, pero en su rostro no veía las cicatrices de la vida. Eso le despertó esperanzas y trajo calma.

* * *

Al romper el alba, Fithvael despertó con sobresalto. Sus sueños no le habían causado más que angustia. Estaba exhausto, fatigado por sueños torturados e inquietas pesadillas; atormentado por los dolores y molestias de un cuerpo ágil, pero que envejecía, castigado en el campo de batalla; perturbado por el hedor del Caos siempre presente en el aire, y por la ausencia de Gilead. Todas sus facultades se hallaban comprometidas, pero no le quedaba la sensatez suficiente como para darse cuenta de ello. Su cuerpo y su espíritu estaban quebrantados, y su cansada mente se obsesionaba cada vez más.

Fithvael se contentó con un poco de agua limpia a modo de desayuno. No recordaba cuándo había tomado la última comida. Desató a la yegua y la guió en un amplio recorrido por el campo de batalla. Ella relinchó y bufó, y mantuvo el hocico alejado de la inmunda tierra.

Sólo horas más tarde encontró Fithvael lo que estaba buscando. Con resolución, había estado describiendo círculos desde el amanecer, y debía haber pasado ya varias veces ante las huellas de cascos. Él Gilead habían entrado en el terreno de la batalla y sólo Gilead había salido de él, pero aquéllas eran las únicas huellas halladas por el veterano y las seguiría, ciego entonces a las probabilidades y la razón.

Fithvael permaneció montado sobre su corcel hora tras hora, siguiendo las huellas de cascos que encontraba, sin hacer caso de la dirección que seguían o el número de las mismas. Ya no se sentía inútil. Tenía una misión que cumplir.

* * *

La pena de Gilead era grande y pesaba como una losa sobre él. Se hacía más insoportable aún porque estaba rodeado por los de su raza. Veía la sabiduría de Fitbvael en el anciano rostro del Señor de la Torre de Taithos Elios, y reconocía el tono de la voz del viejo guerrero en las palabras de un servidor de la corte. Su dolor se amortecía sólo a causa de la bondad de Níobe. Sus suaves palabras eran un sedante tan eficaz como sus tónicos de dulce sabor. Haberla encontrado otra vez…, era una victoria, una bendición.

Pasaron una semana, dos, un mes. Salió de la cama primero y luego de la habitación, y al cabo de poco comenzó a tomar las comidas en compañía de la familia y el séquito de la corte. Lo hicieron sentir bien acogido y celebraron su recuperación, y también hablaron de la constante amenaza del túmulo. Gilead, a su vez, les contó las historias de su búsqueda y de la infalible valentía de sus guerreros. Relató cómo, uno a uno, los había perdido a todos, y narró la heroica muerte de cada uno de sus compañeros.

Para Níobe reservó las historias de su casa, la torre que había abandonado antes de emprender la búsqueda de su vida. Le habló de su gemelo muerto, Galeth, y de que creía haber recibido la fuerza vital de su hermano para vencer el mal. Habló de Fithvael, de la lealtad del elfo muerto para con las viejas tradiciones e ideales de la antigua familia de Gilead, una familia que se extinguiría con su propia muerte.

Níobe permanecía sentada durante muchas horas, con la cabeza inclinada sobre alguna labor femenina, mientras escuchaba atentamente los relatos épicos de Gilead. En esos momentos, sus sentimientos a veces lo pillaban desprevenido y se descubría estudiando el rostro de ella en busca de alguna señal que indicara que la doncella le correspondía.

Cuando estaba solo, Gilead se miraba el rostro en el espejo y descubría en él algo nuevo y positivo, al fin, para el futuro. Comenzó a olvidar a Fithvael y a Galeth, así como la dura lucha y el dolor del pasado.

* * *

El aire era frío y húmero, y la oscuridad tenía un tono pardo sucio. Fithvael no podía distinguir la densa nube gris del lóbrego cielo tumultuoso. La noche caía con lentitud, negra y sin luna. No había estrellas por las cuales guiarse, aunque el viejo elfo hubiese sabido dónde estaba y hacia dónde debía ir. Fithvael se encontraba tan cansado que hacía mucho rato que había dejado caer las riendas de la yegua y permitía que vagara por el bosque, que se espesaba cada vez más. Todo se transformó en un paisaje sin relieve de tonalidad gris sepia, y ya no pudo ver los colores ni calcular las distancias.

Los días sin alimento y con poca agua habían afectado a Fithvael y su montura, y la yegua ralentizó la marcha hasta detenerse, exhausta, para luego inclinar la cabeza y pastar con lentitud en un claro forestal. Fithvael se echó sobre su cálido cuello, y después se deslizó pausadamente de su lomo para aterrizar sobre un dolorido y vacío flanco. Dormir, tenía que dormir. Tras cubrirse la cabeza con la capa, se dejó vencer por la fatiga, confiado en que su corcel haría guardia junto a él una vez más.

¿Quién sabe durante cuánto tiempo durmió? Los apagados días oscuros se transformaban en frías noches lóbregas e indiferenciables. No había sol que lo despertara. La yegua yacía junto a su dueño mientras el anciano elfo sudaba, se crispaba y gritaba. Pesadillas delirantes torturaban su sueño. En la vigilia, su mente había estado completamente ocupada por Gilead, por la necesidad de seguir sus huellas, encontrarlo, luchar por él. No pensaba en nada más desde que había despertado en el campo de batalla, pero en sueños no quedaba ni rastro de su mente racional, y las pesadillas se desbocaban.

Gilead estaba muerto. Gilead agonizaba. Gilead era hecho pedazos por una horda de bestias antropófagas. Gilead avanzaba hacia él, con el cuerpo abierto en canal, derramando sangre putrefacta e intentando decirle algo a través de los labios rotos y babeantes. Gilead regresaba de la muerte. Gilead era un monstruo.

Ni siquiera esos sueños despertaban a Fithvael. Luchaba, avanzando a través de ellos, matando bestias del Caos, y llegaba hasta Gilead cuando ya era demasiado tarde. Una y otra vez, los sueños se repetían dentro de su cabeza, y en cada ocasión el veterano guerrero luchaba con más ahínco y de manera más sangrienta. Necesitaba llegar antes hasta Gilead, y siempre llegaba demasiado tarde.

Una vez más el aire se colmó del hedor del Caos, y él despertó de modo brusco. Se puso en pie de un salto, con las rodillas flexionadas y los brazos separados del cuerpo. Sus ojos, sobresaltados, recorrieron con rapidez el claro y penetraron el follaje en busca del enemigo. Una sombra se movió, y el guerrero se lanzó hacia ella con un arma en cada mano al mismo tiempo que agitaba los brazos y de su garganta seca manaba un aullido. Se arrojó sobre la espalda del adversario y clavó ambas armas en sus clavículas, hombros, brazos, apuñalando y arañando de manera indiscriminada a la cosa que había matado a Gilead. Al fin, el enemigo, eco corrupto de un guerrero elfo, se quitó de encima al frenético Fithvael, que cayó brutalmente de espaldas, y se alejó dando traspiés mientras intentaba contener la hemorragia de una borboteante herida que tenía en el cuello.

Fithvael quedó tendido boca arriba, despierto y jadeante. La luz diurna se desvanecía. El enemigo había sido real y, encendido por sus propios sueños, el viejo guerrero lo había herido y lo había dejado marchar. Cansado y famélico como estaba, Fithvael halló dentro de sí una nueva determinación. Se sentía débil y falto de aliento, y sabía que debía comer, pero entonces también tenía una bestia a la que seguirle el rastro, una pista directa hacia Gilead. Tenía una probabilidad. Tenía esperanza.

La yegua se había llenado el vientre y estaba descansada. El viejo guerrero recogió algunos suministros y comió unas cuantas de las frutas y nueces que había encontrado. Se sacudió los polvorientos vestidos y se lavó la sangre que lo había salpicado cuando hirió al enemigo. Se tomó un poco de tiempo, pues sabía que la bestia avanzaría con lentitud. No deseaba darle alcance, ya que no quería tener que matarla antes de haber encontrado a su amigo. El placer de acabar con ella llegaría después, cuando estuviese en forma, cuando la hubiese seguido hasta su cubil y hasta Gilead.

* * *

La Torre de Takhos Elios estaba construida dentro de un patio abierto y espacioso de cuatro lados. Se alzaba hacia el cielo gris, por encima de las murallas de color grisáceo amarillento y los árboles de negra copa, como un dedo de hielo. Era una estructura vidriosa y perfecta, obra ejecutada siglos antes por los dotados y bienaventurados descendientes de Tiranoc, entonces desposeídos. Las paredes que miraban al mundo exterior eran gruesas y sólidas, y carecían de ventanas. Exteriormente, se trataba de una fortaleza, pero era un refugio en el interior. Las paredes que miraban al patio tenían muchas ventanas y puertas, e incluso balcones y galerías interiores. Gilead comenzó a apostarse regularmente en uno de los balcones del primer piso de la torre para observar cómo los quehaceres cotidianos se desarrollaban ante él.

Allí era donde los guerreros practicaban su destreza en el combate, se ejercitaban y hacían esgrima con armas sin filo. Gilead comenzó a anhelar la compañía de éstos y a desear compartir con ellos su destreza.

A última hora de una tarde, Gadrol se reunió con Gilead y se pusieron a hablar del mundo exterior a la torre y del interminable deber de la estirpe Elios. El túmulo se encontraba en el estrecho valle profundo que había al otro lado de las murallas, y los guerreros de la torre patrullaban los bosques. Sólo ellos guardaban la brecha del túmulo, una antigua herida en el orden del mundo, la cual había vuelto a abrirse hacía poco. Era un deber duro e implacable. Gadrol recibía con agradecimiento cualquier ayuda que pudiese conseguir.

Tres o cuatro meses después de que lo llevaran al castillo, Gilead estaba en el patio con otros guerreros, disfrutando de los simulacros de batalla y la camaradería. Su cuerpo había perdido la forma a causa de la convalecencia y la falta de ejercicio, pero su mente era tan aguda como siempre.

A los seis meses, ya pasaba menos noches de fiesta con el séquito de la corte y dedicaba los días a ejercitar su cuerpo para que llegase a su antigua buena forma de combatiente.

En los primeros días, reía a menudo cuando no lograba parar un golpe de su compañero o se lanzaba demasiado tarde y sus pies tropezaban por el excesivo impulso. Pero a medida que transcurría el tiempo, volvió a él la conciencia del valor de su arte guerrero y, con ésta, su antigua destreza para la lucha. Otra vez podía blandir una espada con cada mano, conseguía moverse con el tipo de gracilidad de danzarín que siempre había caracterizado su estrategia defensiva y, por fin, una tarde recuperó la velocidad de la sombra.

Había pasado todo el día practicando en el patio con los guerreros de Elios, que se habían convertido en sus amigos y aliados. De repente, percibió un ataque por la espalda, y luego otro desde la izquierda. Era un hábito regular de los guerreros el atacarse por sorpresa de ese modo, para mantener la vigilancia necesaria en la batalla o, al final de un largo día, para divertirse.

La adrenalina de Gilead comenzó a afluir a su sangre. Desarmó al elfo que tenía delante, cuyo bastón de madera ascendió girando por el aire y, antes de atraparlo diestramente, le asestó al guerrero un resonante golpe sobre ambas orejas con las manos. Mientras el bastón de entrenamiento aún estaba en el aire, giró sobre sí mismo y derribó al guerrero que tenía detrás con un golpe en las piernas. Un segundo golpe en las corvas lanzó al desprevenido atacante de Gilead, cuan largo era, al otro lado del patio empedrado, donde aterrizó de cara con un desagradable crujido de la cabeza. El tercer elfo no tuvo tiempo para defenderse del avance de dos bastones girantes. No los vio llegar. Uno le rompió el brazo de la espada a la altura del hombro, y el segundo lo golpeó de punta en el esternón y lo dejó sin aliento. Luego, el primer bastón le rodeó el cuello. Gilead estuvo a punto de estrangular al desdichado antes de relajarse y dejarlo caer, agradecido, sobre el empedrado.

En un momento, Gilead había estado luchando furiosamente contra un solo compañero, y al siguiente estaba en tres sitios a la vez, defendiéndose simultáneamente en tres frentes, desarmando y derribando a tres buenos guerreros en un abrir y cerrar de ojos, sin desplazamiento lineal aparente. Era tan veloz como la sombra, al igual que antes.

Sobre el suelo yacían tres guerreros agotados, que respiraban trabajosamente y buscaban con las manos las armas de entrenamiento hechas de madera, que Gilead había roto o confiscado en su acometida. Los miró durante un momento, pasmado, y luego echó la cabeza atrás y comenzó a reír con carcajadas vigorosas como un rugido.

Ya estaba muy cerca de su antiguo grado de habilidad. Ya anhelaba algo más que práctica. Deseaba enfrentarse a las siempre presentes incursiones de la Oscuridad procedentes del túmulo, con aquellos bravos guerreros a su lado.

Entretanto, un poco avergonzado, ayudó a dos de sus combatientes a levantarse. Al tercero se lo llevaron, inconsciente. Todos tardaron varios días en recobrarse lo suficiente como para estar en disposición de unirse a Gilead y el resto de sus compañeros en el patio de entrenamiento.

* * *

Los cielos nunca se despejaban y el follaje era cada vez más denso en torno a Fithvael, pero el rastro estaba caliente de sangre e icor, y resultaba fácil seguir la pista de la bestia.

El enemigo herido tenía un solo propósito: regresar al sitio del que había partido. No hacía ningún intento por ocultar su rastro o moverse con sigilo. El camuflaje era innecesario tanto para el perseguidor como para el perseguido, dado que nada resultaba visible en las profundidades del paisaje densamente boscoso. No obstante, Fithvael tenía cuidado de que no lo oyera, y a intervalos regulares comía y descansaba para recuperar fuerzas.

El veterano guerrero encontró el cuerpo herido del enemigo a menos de una hora de cabalgata tranquila desde la última parada que había hecho. Con cautela, desmontó y se detuvo junto al cuerpo. Podía percibir su calor y sentir que su corazón aún latía. Si no estaba muerto, aún podría conducir a Fithvael hasta su presa.

El viejo elfo volvió a montar, y la yegua retrocedió uno o dos pasos. Luego, Fithvael la hizo ponerse a dos patas y profirió un feroz grito de guerra al mismo tiempo que la yegua relinchaba y bufaba a causa de la sorpresa; después, dejó caer con fuerza las patas delanteras contra el suelo. El ruido fue tremendo en la quietud y el silencio del bosque, pero la criatura no despertó. Fithvael hizo que la yegua volviera a ponerse a dos patas, danzara en círculos alrededor del ser caído y pisoteara el sotobosque a la vez que él golpeaba la larga espada y la daga entre sí, por encima de la cabeza. El resuelto elfo no pensó en el riesgo de desatar los infiernos en un área frecuentada por el Caos. Su único pensamiento era arrastrar hacia la conciencia a aquel lamentable ser que era casi cadáver.

El ser oscuro gimoteó, y luego gritó en tanto sufría convulsiones entre la maleza aplastada y la húmeda tierra turbosa que lo rodeaba. Fithvael desmontó sin dejar de golpear las armas entre sí, y bramó su antiguo grito de guerra. Pero el ser no podía sentir ni miedo ni motivación. No podía levantarse, no quería hacerlo. Luego, dejó de retorcerse y miró con ferocidad a Fithvael mientras el icor aún encontraba una vía de salida a través de las gruesas costras que se formaban en torno a la docena de heridas o más que había en su cuerpo. El elfo vio que aquel ser no quería otra cosa excepto matarlo, pero ni eso podía hacer.

Fithvael le volvió la espalda a la bestia, amargado y furioso porque su plan había fracasado. Pero entonces la furia apareció en sus ojos y lo dominó. Su larga espada penetró en el pecho de la criatura caída un segundo antes de que la daga volviera a abrir la herida letal del cuello. La muerte fue instantánea, pero a Fithvael no le produjo ningún placer.

El viejo guerrero no tenía más alternativa que continuar con la búsqueda. Calculó, lo mejor que pudo, la dirección que había estado siguiendo la bestia, y decidió seguirla. Entonces avanzaba con mayor rapidez y urgencia. Los sueños no dejaban de pasar por su mente, imágenes de las criaturas del bosque intercaladas con el conocimiento de que, en sus pesadillas, había llegado demasiado tarde; demasiado tarde para salvar a su amigo; demasiado tarde para rescatar a Gilead y renovar su relación de compañerismo.

Fithvael luchó contra su mente febril…, y perdió. Comenzó a avanzar a toda velocidad por el bosque, sin hacer caso del ruido que hacía ni del rastro que dejaba. Olvidando que el bosque era su hogar natural, su aliado natural, el elfo se abrió paso entre la vegetación, destrozándolo todo a su paso. El suelo era entonces batido bajo los frenéticos cascos de la asustada yegua, y todo lo que no fuesen los árboles más grandes era cortado a su paso.

Su mente no veía final para aquella lucha, así que cuando, de pronto, se encontró en un empinado paso de negras coníferas, transcurrió un momento antes de que descansara el brazo con que blandía la espada y tirara de las riendas para detener y calmar la montura.

Su paranoia se transformó en júbilo. A lo lejos, delante de él, Fithvael podía ver los altos, brillantes laterales de una estructura. Tras refugiarse entre los árboles, se detuvo y volvió a mirar. Una fortaleza, una torre, un oscuro lugar del mal; ése era el lugar monstruoso donde encontraría a su amigo. Hacia allí había intentado dirigirse el enemigo muerto.

* * *

La Torre de Talthos Eiios resplandecía con magnificencia. En el gran salón se izaron pendones y estandartes. Telas de oro y plata adornaban los bancos, y las más espléndidas sillas cortesanas rodeaban la larga mesa, que crujía bajo el peso de la comida que la cubría. Carnes rojas, aves y caza de todas clases estaban dispuestas entre amplias bandejas que se posaban sobre largas patas, cargadas con montañas de especias, frutas y pan.

Se celebraría un gran banquete al día siguiente, y Gadrol y su hermosa hija Níobe estaban disponiéndolo todo. Se trataba de una ocasión especial, y Gilead sería el invitado de honor. Había residido en el castillo durante un año, así que al día siguiente celebrarían el aniversario y su aceptación formal como miembro de la corte. Se convertiría en uno de ellos, y el hecho de que un guerrero tan ilustre se uniera a su causa deleitaba a todos los habitantes del castillo. Tenían todas las razones del mundo para celebrar dicho acontecimiento.

También Gilead estaba dispuesto a celebrarlo y ansioso por convenirse en miembro de aquella sociedad. ¡Tenían tanto que ofrecerle! Compañerismo, una buena causa…, y además estaba Níobe, la razón por la cual él se encontraba allí. La hermosa doncella elfa le había devuelto la salud a Gilead, se había ocupado de sus necesidades cuando él estaba de duelo por Fithvael y había sido su compañera y confidente constante, incluso había hecho un radiante traje nuevo, dorado y azul, para que Gilead lo llevara en el día de su festín.

A medida que Fithvael avanzaba por el sendero y se acercaba cada vez más a la torre, el último resto de precaución abandonó al veterano guerrero. La torre estaba abandonada, en ruinas. Sus murallas se alzaban altas y cuadradas ante el mundo exterior, pero cuando levantó los ojos hacia lo más alto, las piedras parecieron insustanciales. No podía enfocar las piedras por separado; parecían moverse las unas alrededor de las otras, y podía ver el cielo a través de ellas. Las paredes más bajas del edificio estaban cubiertas por una capa negra y viscosa de musgo y líquenes. Fithvael posó una mano sobre la piedra, pero sólo sintió la blandura del musgo. Allí no había nada sólido. Tras describir un rodeo en torno a las murallas exteriores, Fithvael encontró el espacio donde en otros tiempos había estado la puerta. Una enorme puerta podrida con tachones negros aún colgaba de una bisagra, y la otra había caído hacia adentro, hacia lo que en otras épocas tuvo que ser un patio, pero que entonces era un erial de roca y vegetación muerta o agonizante.

El guerrero elfo se sentía confundido y decepcionado. Había estado convencido de que era ése el sitio, de que era sin duda allí donde retenían a Gilead. Sin embargo, no había señal de él ni de nadie más…, hasta que lo derribó un rápido golpe que no alcanzó a ver, asestado por la espalda.

* * *

Giiead estaba ejercitándose en el patio, como siempre, cuando llevaron al interior el cuerpo inconsciente. Las patrullas salían del castillo a intervalos regulares, pero desde que habían conducido allí a Gilead, no había llegado nadie nuevo. Se sintió emocionado al ver que la última expedición elfa había tenido más éxito.

Tras tirar las armas de madera y asentir con la cabeza para darle las gracias a su compañero de prácticas, Gilead se encaminó hacia los dos guerreros que llevaban entre ambos a otro elfo andrajoso. Fithvael estaba inconsciente, con un brazo en torno a los hombros de cada guerrero, sus pies arrastraban por el patio y la cabeza le colgaba sobre el pecho. Al principio, Gilead no reconoció a su viejo amigo. Simplemente, deseaba ayudar al recién llegado, un extraño como él. Se echó el cuerpo sobre un hombro y lo subió a su dormitorio, la habitación en la que Níobe lo había atendido hasta que se recuperó.

Sólo cuando hubo depositado con suavidad su carga sobre la cama limpia, el elfo se dio cuenta de que el rescatado era su más querido amigo.

—¡Fithvael! Fithvael, mi viejo amigo… Pensaba que estabas muerto…

Gilead llamó a Níobe y Gadrol, y los tres velaron junto al lecho del viejo elfo mientras éste recobraba el conocimiento con lentitud. A Gilead no se le ocurría nada más perfecto que tener a Fithvael consigo en el banquete del día siguiente, en su nuevo hogar.

Cuando los ojos de Fithvael se abrieron, Gilead se inclinó sobre su viejo amigo.

El veterano guerrero se sentó con brusquedad y clavó los ojos más allá del rostro amable y sonriente de Gilead, en la habitación que lo rodeaba. Las paredes se hallaba cubiertas de vegetación pútrida y piojos. Los muebles estaban negros de podredumbre, y los alimentos que había junto a su cama estaban podridos y cubiertos de parásitos que se retorcían. El hedor del Caos lo rodeaba por todas partes, y sin embargo no cabía duda de que era Gilead quien se encontraba ante él.

—Fithvael, soy yo, de verdad. Estás vivo. Estás a salvo. Quiero presentarte a mis grandes amigos y rescatadores, Gadrol y su hija, la dama Níobe. ¡Dioses, tienes que recordar a Níobe!

Dos… cosas monstruosas salieron de las tinieblas que había detrás de Gilead y miraron a Fithvael con malevolencia al mismo tiempo que le enseñaban sus dientes ennegrecidos. Sobresaltado y acobardado, Fithvael parpadeó con ojos aterrorizados… y vio, en ese parpadeo, una habitación majestuosa y magnífica, decorada al estilo elfo. Vio a la hermosa joven elfa, Níobe, y a su viejo padre. Vio frutas y hierbas frescas, y olió dulces pociones medicinales.

Pero fue sólo un parpadeo, y cuando volvió a abrir los ojos, la habitación recobró su podrido y repugnante aspecto. Fithvael abrazó a Gilead, cerró los ojos por un momento y se concentró sólo en su amigo.

Con los ojos bien apretados, Fithvael sintió cómo la espesa magia rezumaba en torno a ellos. Por un instante, había visto lo que Gilead creía que era la verdad, pero Fithvael no sucumbiría a la ilusión. Veía al Caos y se daba cuenta de que aquellos seres no tenían intención de matar a Gilead, sino de reclutarlo, corromperlo como ellos mismos habían sido corrompidos. Convertir en malvado a alguien como Gilead sería un deleite para sus perversas mentes. Las criaturas deseaban utilizar la destreza de Gilead, su conocimiento, su tenacidad, su valentía. Eran elfos corrompidos por el inmundo atractivo del Caos. Reclutar a alguien de su propia raza, al mejor de su raza, era una meta que valía la pena intentar.

Fithvael se tendió de espaldas sobre el lecho y se concentró al máximo en su misión. Había jurado que salvaría a su amigo, pero entonces ya no estaba seguro de que pudiera hacerlo. Gilead no veía lo que en verdad lo rodeaba, y Fithvael no podría derrotar a tantos seres oscuros sin la ayuda de su viejo amigo.

Inspiró profundamente. Si no podía abrirse paso luchando para salir de aquella situación, tendría que pensar en un modo de escapar. Tendría que mostrarle la verdad a Gilead.

Fithvael permanecía tumbado en el lecho, rechazaba los alimentos y las pociones, y hablaba poco. Dejaba que hablara Gilead, y Gilead no podía hablar de nada más que del festín del día siguiente, su ingreso en la comunidad de Talthos Elios y su nueva vida.

—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí, viejo amigo? —inquirió Fithvael.

—Mañana hará un año, Fithvael. Me hace feliz saber que te sentarás a mi lado durante el banquete. He estado contento aquí; estas gentes son buenas…

Gilead continuó hablando mientras Fithvael se sumía en profundas meditaciones. Él había abandonado el campo de batalla, donde había visto a Gilead por última vez, hacía tan sólo un mes lunar. Y ahora, el viejo elfo contaba con un corto día por delante antes de que Gilead se perdiera para siempre, esclavizado por el Caos mediante cualquiera que fuese la repugnante ceremonia que le habían preparado.

Al amanecer, la torre tenía un aspecto glorioso a la luz del sol. Los estandartes ondeaban en el aire ventoso y azul. Las trompetas tocaron notas claras y agudas desde las almenas, y Gilead despertó con ese sonido y sonrió.

El día estuvo ocupado por torneos, exhibición de destreza y combates amistosos. Luego, al llegar la noche, se encendieron millares de lámparas y velas en el gran salón.

Gilead se vistió con el traje hermosamente labrado que le había hecho Níobe, pero Fithvael sólo vio las viejas, gastadas y sucias prendas de batalla que constituían el atavío habitual de su amigo. Sólo vio la inmundicia de las manos y el rostro de su amigo, y el olor le dijo que el guerrero elfo se había saltado tantos baños como él mismo.

Los habitantes de la torre se reunieron en el gran salón al son de las notas que tocaban los músicos situados en la galería y ocuparon su sitio en torno a las largas mesas.

Comenzó el festín. Fithvael experimentaba una creciente sensación de fatalidad.

Él se había compuesto las ropas y se había sentado a la derecha de Gilead en la mesa presidencial, y mantenía el rostro contra una manga. Las pilas de comida podrida y plagada de gusanos bastaban para provocarle náuseas, pero el hedor de la hueste allí reunida era aún peor. Fithvael tenía que recurrir a todo su autocontrol cada vez que miraba el entorno. Estaba asustado ante el gran número de seres oscuros: sesenta o más, todos de grotesca forma hedionda. Se maravillaba de que pudiesen haber creído que a él lo tenían engañado.

El veterano observaba cómo Gilead y su grupo saciaban su apetito con los alimentos podridos. Le sonreía a su amigo, pero toda la comida de su plato acababa bajo la mesa, en el suelo. Ni siquiera podía soportar la idea de ensuciarse la ropa si se la metía en los bolsillos.

Luego, comenzaron los discursos. Gilead se puso de pie para brindar a la salud de sus amigos y por su nuevo hogar, con palabras alegres. Fithvael miró a los ojos de su compañero y, a la luz de un millar de velas, vio lo que su amigo veía. Vio la belleza de la estancia suntuosamente decorada y la gloria del banquete puesto ante ellos. Cuando los ojos de Gilead se desplazaron por la sala, Fithvael vio, reflejado en ellos, un numeroso grupo de guerreros elfos, y luego la serenidad de una hermosa mujer elfa al posarse los ojos de su amigo sobre Níobe.

En ese momento, Fithvael trazó su plan. Sólo rezó para que no fuese demasiado tarde.

Cuando Gilead volvió a sentarse, su viejo amigo se inclinó hacia él.

—Gilead, mi leal amigo, ha llegado el momento de mi brindis —dijo en voz baja—. Sólo prométeme esto: que mirarás mis ojos y verás lo que yo vea, lo que se refleje en ellos. Ahora permanece a mi lado.

Gilead lo miró con curiosidad.

—¡Prométemelo!

Dicho esto, Fithvael se puso de pie y paseó la vista por la estancia. Habló con lentitud del afecto que sentía por su amigo, pero concentró los ojos primero en la decoración, luego en la comida, a continuación en la banda de criaturas del Caos, y por último en el monstruo que era Níobe.

Gilead miró a los ojos de su amigo. Miró… miró…

Cuando Fithvael llegó al final de su discurso, se volvió hacia Gilead. La sonrisa había abandonado por completo el semblante del otro elfo.

—Ahora pongámonos de pie, amigo, alcemos las espadas y saludémonos.

Gilead se levantó, inspiró profundamente y alzó la espada ante su viejo amigo. Tras su rostro inmóvil se arremolinaban las emociones. Furia, decepción, culpabilidad, horror. Pero la furia era el sentimiento más potente.

Las criaturas sentadas en torno a la mesa, los inmundos, putrefactos restos de la noble estirpe de Elios, pervertidos y corrompidos por la funesta influencia del mismísimo túmulo que habían decidido vigilar, alzaron sus vasos en un burlesco saludo, y los dos elfos auténticos comenzaron su ataque.

Fithvael atravesó a tres de sus vecinos más cercanos antes de que los enemigos tuviesen siquiera tiempo de armarse. Gilead, ya veloz como la sombra, girando y asestando estocadas en varios sitios a la vez, ya había reducido a una docena de seres oscuros a una pila de cadáveres que salivaban y vomitaban.

Luego, la batalla comenzó en serio cuando la degenerada corte de Taithos Elios se puso a luchar.

Fithvael usaba la superioridad numérica de los monstruos contra ellos mismos. Cuando batallaba contra dos, logró escabullirse y atacar a un tercero mientras los dos primeros se mataban el uno al otro en su frenesí.

Gilead derribó una mesa y derramó todo lo que había sobre ella en el regazo de las bestias. Lucharon para ponerse de pie, pero Gilead era demasiado veloz y los atacó cuando yacían de espaldas entre los restos o quedaban atrapados por las pesadas fuentes que les llovían encima. Los que en otros tiempos habían sido elfos no estaban preparados para el ataque, y los que no tenían armas luchaban con las manos desnudas y perdían extremidades que cercenaba la larga espada de Gilead.

El joven guerrero elfo estaba de pie sobre las grandes mesas, desde donde asestaba golpes con la espada y clavaba la daga en todos los engendros del Caos que podía hallar. Se abrió paso, luchando para acercarse más a la puerta, y por el camino, sus armas, que se movían a gran velocidad, acabaron con media docena de engendros del túmulo. Los elfos corruptos se destrozaban unos a otros en su furor por matarlo.

Fithvael continuaba arremetiendo, con mayor lentitud, pero igual eficacia. Al asestar primero una estocada con la espada larga y luego una cuchillada con la daga, cortó la garganta de una de las criaturas del túmulo y le sacó los ojos a la siguiente. Después cercenó una pierna cuya arteria, al quedar cortada, le inundó las fosas nasales con el hedor del icor legamoso. Tenía tanta fuerza como determinación, y las usaba ambas de manera eficaz.

No podía ver a Gilead, pero veía el resultado de sus actos a medida que más inmundos enemigos caían cerca de él, y sus heridas mortales dejaban salir más pútrido hedor del Caos.

Con cada tajo, cada muerte, la sala se volvía más oscura, más sucia, más vieja y ruinosa. Las pilas de comida podrida se convirtieron pronto en charcos de líquido negro y, luego, desaparecieron. Los cadáveres de los enemigos dejaban salir su contenido liquido, se corrompían con rapidez hasta transformarse en feos esqueletos, y acababan por desaparecer tras convertirse en polvo gris.

Los elfos continuaron luchando mientras los restos de la inmunda horda se debilitaban y sucumbían. Al cabo de poco rato, Gilead y Fithvael se encontraban juntos en un extremo de lo que había sido el grandioso salón elfo, y luego una aterradora reunión del Caos. Entonces, era una ruina.

—Nuestro trabajo aquí ha terminado —dijo Fithvael al mismo tiempo que enfundaba la daga y se apoyaba sobre la espada.

Gilead inclinó la cabeza; ambos se miraron el uno al otro, y luego dirigieron los ojos una vez más hacia la estancia, antes de dar media vuelta para marcharse.

Al volverse, Gilead percibió un movimiento. Desenfundó espada y daga y regresó al interior del salón, a la vez que rotaba la espada muy arriba y describía un amplio arco en el aire. Cuando aterrizó, hundió la daga en el monstruo que se había incorporado ante él.

Fithvael se volvió al oír un golpe sordo. Era la cabeza de Gadrol, que golpeaba el piso. El cuerpo del Señor de Talthos Elios siguió a su decapitada cabeza y derribó consigo el cadáver de la criatura que había sido Níobe. La empuñadura de la daga de Gilead se veía sobresaliendo de la garganta del segundo ser del túmulo, por la que manaba icor a borbotones.

Fithvael tenía los ojos fijos sobre los últimos dos cuerpos, mientras Gadrol y Níobe se estremecían a causa de los postreros estertores de la muerte. Luego, también ellos comenzaron a deshacerse ante los ojos de los elfos.

—Lo lamento, Gilead —dijo Fithvael, a quien no se le ocurría nada más que decir.

—Níobe… —dijo su compañero en voz baja.

—No era ella… Níobe continúa perdida, en poder del Señor de las Bestias Ire. Estos monstruos se aprovecharon de tus sueños, tus esperanzas.

Gilead miró al veterano elfo, y luego se miró a sí mismo. De pronto, se sentía mortalmente cansado. No lo habían lavado ni le habían curado las heridas. Estaba andrajoso y sucio, y las contusiones sufridas en el campo de batalla todavía no habían desaparecido. Se llevó una mano al rostro y le sorprendió palpar la barba corta que le había crecido.

—El tiempo también estaba corrompido; aún estoy lleno de contusiones y sucio. Lo he soñado todo, ¿verdad? ¿Cómo me hicieron eso? —En sus ojos había una extraña mezcla de amargura y profunda tristeza—. Estoy en deuda contigo por… despertarme.

En el exterior, la tarde era de color gris pizarra sobre el paso de montaña. Los cuervos graznaban en las abruptas escarpas. Dos camaradas salieron de una pesadilla hacia la noche que todo lo invadía.

Sus antorchas prendieron fuego a los muros de la torre y se alzaron llamas oscilantes. El fuego comenzó a retorcerse y a agitarse en torno al edificio profanado. La Torre de Talthos Elios ardió, y su nobleza y maldición se alejaron con el hollín hacia la noche.

—Ahora, el túmulo —dijo Gilead, en cuyos cansados Ojos ardía la ferocidad.

Fithvael lo siguió. Había trabajo que hacer.