4: La senda de Gilead

CUATRO

La senda de Gilead

Tus sueños me dan miedo.

Temo que seamos demasiado viejos.

Así pues, queréis conocer el resto, ¿verdad? ¿Los tiempos oscuros que siguieron a la derrota del Señor de las Bestias Iré y la pérdida que eso acarreó? ¡Dioses! Bueno, pues, tal vez una más. Hasta ahí puedo. Escuchad bien…

* * *

Desde el lago humeante que fue cuanto quedó del bastión ilusorio de Iré, cabalgaron durante días, meses.

Cada jornada despertaban con el resplandor amarillento del alba y se encaminaban en la dirección en que se proyectaban sus sombras cada vez más cortas. A mediodía, la luz era blanca y clara, y las sombras eran más tibias y manchadas, y con la luz las esperanzas de Fithvael aumentaban. Pero entonces veía la cabeza gacha de su amigo y los nudillos blancos de tanto apretar las riendas del corcel lustrosas por el uso, y sabía que la luz pronto mermaría y las sombras volverían a alargarse, hasta que otra vez no habría nada más que oscuridad.

Cada anochecer, la luz mermante convertía todos los colores y matices en un monótono gris uniforme, un gris que tenía su reflejo en la palidez del semblante de Gilead. En él no había otra expresión que no fuese la oscura tristeza hermética a la que Fithvael se había acostumbrado tiempo atrás, hacía mucho, cuando era el recuerdo de Galeth lo que impulsaba a Gilead. Pero en los negros ojos de su amigo había entonces un dolor y un anhelo nuevos.

Fithvael avanzaba al paso del joven, observándolo mientras el pesado manto del cielo del anochecer viraba con rapidez para convertirse en una noche purpúrea que los llevaba a un nuevo campamento y a la tortura de otra pesadilla insomne.

Pasaron semanas, y los gastados y cansados cascos de sus corceles recorrieron muchos kilómetros de negro bosque, que fue clareando, y sendas de lozanas tierras verdes de pastoreo. Rozaban el borde del mundo humano. Gilead detestaba el tosco rastro dejado por los hombres en los árboles talados, los campos cultivados y la construcción de sus despreciables ciudades. Odiaba a los humanos por sus rostros carentes de gracilidad y sus mentes obtusas. Los odiaba por sus vidas cortas y sus duros corazones. Los odiaba a todos.

Por encima de todo, se odiaba a sí mismo por acercarse a ellos y mezclarse con ellos. Él los había salvado, aunque ellos poco sabían del asunto. Los había salvado, y eso le había costado todo lo que tenía.

Sin embargo, cada día continuaban avanzando hacia el sur.

Al principio, se habían ocultado en las profundidades de los bosques para evitar a los humanos, y cabalgaban en silencio, mirando sólo el paisaje.

—Tor Anrok sobrevivió…

Fithvael había oído a Gilead murmurar esa misma frase un centenar de veces al día.

—Tor Anrok sobrevivió todos estos años. ¿Cuántas otras fortalezas y refugios de nuestra raza puede haber en el mundo? Níobe habló de su hogar… Takhos Elios. Lo encontraremos, si aún permanece en pie.

La frente de Fithvael se arrugaba por el dolor de ver a su amigo en aquella búsqueda desesperanzada dentro de aquel desierto humano. Allí no había elfos. No los había habido desde hacía siglos. Ese lugar era humano, tan humano que el elfo era casi un mito, una historia que los ancianos les contaban a los bardos errantes, y que los bardos narraban en las tabernas llenas de incrédulos hombres y mujeres con ojos abiertos de asombro.

Durante las semanas inmediatamente posteriores a la pérdida de Níobe, Gilead hablaba de buscarla él mismo.

Fithvael apenas tuvo corazón para señalar la futilidad de ese intento. En cambio, se pusieron a buscar cualquier signo posible de vida elfa. Gilead veía en el paisaje grietas que de alguna forma le recordaban el rastro de Ulthuan. En sus ojos, se encendía un suave fuego oscilante, y entonces desmontaba, dejando que Fithvael se encargara de atar a su caballo, concentrado sólo en lo que había visto o creía haber visto. Caminaba entre el espeso sotobosque y se arañaba las botas y los guantes con las espinas de las plantas que lo formaban. Avanzaba, hundido hasta los muslos, por espesas aguas salobres, cubiertas por espuma maloliente de color verde o azul. Estudiaba cada piedra y roca que sobresalía del paisaje en busca de signos de su raza, en busca de signos que no existían y que tal vez nunca habían existido allí.

Y luego, Fithvael observaba cómo la luz de sus ojos se apagaba, y la expresión negra y vacua regresaba al semblante de su amigo.

Gilead se alimentaba sólo cuando Fithvael preparaba comida y lo obligaba a tomarla. No bebía más que cuando su amigo le ofrecía una botella llena. No dormía y, si Fithvael dormía, al despertar encontraba a Gilead con la mirada perdida en la noche purpúrea, viviendo sus pesadillas de vigilia, deseoso sólo de la muerte o el amor, deseoso sólo de un final. Era como si volviesen a estar en las ruinas de Tor Anrok justo antes de que la causa de Betsen Ziegler sacara a Gilead de su agotada desdicha.

No encontraron nada. Con cada día que pasaba, con cada nuevo territorio que investigaban, la desesperación de Gilead iba en aumento. Ya no se limitaba a examinar los arroyos, las rocas y los cambios en la conformación del terreno. Desgarraba, destrozaba y profanaba la tierra en busca de alguna pista. Se hería las manos y rasgaba las ropas, se cubría de inmundicia y hedor, y una vez y otra caía de rodillas con los cabellos lacios, apelmazados y sucios de sudor sobre el rostro, y el cuerpo destrozado de fatiga.

—¡Galeth!

Fithvael lo oía gritar ese nombre, y un puño frío le aferraba las entrañas. Gilead gritaba en su delirio. El veterano observaba y aguardaba el momento en que el elfo más joven abriría los ojos y la mente, y se daría cuenta de que no había nada que pudiesen encontrar allí. No había reliquias elfas ni hogares elfos, y no había elfos. Aquél no era un lugar en el que pudieran encontrar una casa con gentes de su propia raza. Aquél no era lugar para ellos.

Fithvael ya había visto antes ese desmoronamiento. Después de Galeth, después de la búsqueda de una década, Gilead había regresado a casa para encontrarse con que era el último de su familia. No sólo había perdido a su hermano y diez años de su propia vida; había perdido también un poco de sí mismo, un poco de su cordura, y el resto la había enterrado en un millar de días indolentes, absorto en sí mismo y en muchos centenares de botellas de licor. Tor Anrok se había desmoronado en torno a él, se había desmoronado con él y se había perdido.

Pero con la pérdida, la situación había dado un vuelco. Gilead había encontrado una lucha que librar, y luego otra, y con cada nueva causa que defendía llegaba la posibilidad de la muerte, que pondría fin al dolor que sentía. Gilead había abandonado Tor Anrok y era el último de su estirpe. Todo había desaparecido.

Fithvael se daba cuenta de que la búsqueda de Gilead era un vano intento de restablecer lo que él se negaba a aceptar que se había perdido para siempre. Pero mientras lo observaba debilitarse y avanzar hacia la locura, destruir su mente y cuerpo en aquella lucha fútil, Fithvael sabía que no había forma de apartarse de esa senda.

Pasó el vigésimo día, y el trigésimo, y los lozanos verdes y dorados de los días cambiaron a los profundos y aburridos tonos de la estación otoñal. Gilead no veía nada, pero Fithvael reconocía aquellos fenómenos con tanta claridad como las arrugas que aparecían en su propio rostro. Las noches caían antes y eran mis largas, pero eso no le importaba a Gilead, cuya oscuridad personal lo envolvía más con cada día que pasaba.

Fithvael calculaba que se acercaban con rapidez al cuadragésimo día desde la salida de la fortaleza de Ire. De pronto, mientras cabalgaban otra vez como lo habían hecho cada día, Gilead hizo girar con brusquedad su corcel en el umbroso claro al que acababan de llegar. Fithvael pensó que iban a detenerse, que por una vez Gilead tal vez pediría comida, bebida o algún otro sustento. El elfo más joven hizo girar el caballo otra vez…, y otra. Fithvael observaba cómo su amigo describía pequeños círculos, arrancando del claro la fina alfombra de salvia y camomila que lo cubría. Los círculos se hicieron cada vez más pequeños, hasta que Gilead obligó al corcel a girar sobre las patas traseras, como un caballo de escuela en un desfile.

—¡Galeth!

El suelo temblaba con los pesados pataleos del confuso caballo. El aire tembló con el angustiado bramido. Al caballo, que ya espumajeaba por la boca, comenzaron a caerle largos regueros de sudor por los flancos y el cuello.

Fithvael se acercó mientras su corcel pateaba la tierra y sacudía la cabeza con un relincho atemorizado.

El veterano guerrero y amigo leal desmontó y, tras dejar que su caballo trotara hasta una distancia segura entre los árboles, encogió el cuerpo para hacerse pequeño e inofensivo, y avanzó con cuidado hacia la doble criatura aterrorizada y obsesionada que conformaba Gilead sobre su corcel.

Tras agacharse bajo el cuello del caballo, Fithvael tendió con gesto inseguro una mano sin guante y comenzó a emitir sonidos suaves y tranquilizadores, que no iban dirigidos a Gilead, sino al caballo.

—Chsss, vamos. Tranquilo, tranquilo.

Mientras deslizaba los pies con lentitud hacia adelante, Fithvael posó con suavidad la mano sobre el cuello mojado y frío del animal, que se retorcía, apartándose de él, en su incesante intento de estrechar el círculo que describía pataleando sobre la tierra.

Fithvael se agachaba al pasar el caballo, y volvía a alzar la mano una y otra vez para tocar al animal. La respiración del elfo era suave y regular, y casi parecía no respirar en comparación con la angustiada bestia que bufaba con las fosas nasales dilatadas y calientes.

Por último, tras unas doce vueltas o más, el tiempo comenzó a ralentizarse para Fithvael, concentrado en la tarea que tenía entre manos. Con cada pasada, dejaba la mano durante más tiempo sobre la paletilla o el flanco del caballo, hasta que la mano mantuvo un contacto constante y se deslizó sobre los temblorosos músculos del animal, que se contraían espasmódicamente. Con cada giro, las sacudidas de la cabeza del corcel se hacían más suaves, la tensión del cuello comenzó a desaparecer y, finalmente, Fithvael logró asir las riendas caídas y hacer que el agotado animal caminara a paso lento y acabara por detenerse.

Gilead se encontraba sobre la silla, completamente erguido, y las manchas de su propio sudor se agrandaban en las gruesas ropas y formaban una Y en la parte de atrás de la capa de color escarlata, la cual iba oscureciéndose. El sudor le caía también en largos regueros por las mejillas y descendía en gruesas gotas desde los lóbulos de sus orejas puntiagudas. En ese momento, todo lo que hacía que Gilead fuese quien era quedó en el olvido para Fithvael. Avanzó hasta situarse ante la inclinada cabeza del corcel que Gilead aún montaba y miró a un rostro que ya no conocía, a unos ojos que ya no entendía. Gilead no superó la prueba. No miró a su amigo a los ojos. Fracasó.

Sin soltar las riendas que aún sujetaba con firmeza en una mano por temor a que Gilead repitiera aquella locura o encontrara algún nuevo horror que infligirle a su leal corcel, Fithvael avanzó hasta un lado del caballo, donde aferró con firmeza una bota de Gilead y tiró de ella con fuerza para soltarla del estribo de cuero. A continuación, tras flexionar las rodillas y separar las piernas a la distancia del ancho de los hombros, se afianzó bien sobre el terreno.

Fithvael inspiró profundamente, retuvo el aire y apoyó la bota de Gilead en ambas manos. Gilead no se movió. Al mismo tiempo que exhalaba el aire con un enorme suspiro sonoro, Fithvael lanzó a Gilead de la silla y lo hizo caer al suelo por el otro lado del caballo, donde impactó con un pesado sonido sordo y se quedó sin aliento. Tras erguirse y limpiarse las manos en los flancos de la blusa, Fithvael se tomó unos instantes para recobrar el aliento.

—Eso ha sido por el caballo —dijo, luego.

Fithvael arrancó puñados de las largas hierbas finas que crecían en torno a la base de los árboles del otro lado del calvero. Cuando tuvo un generoso puñado, plegó las hierbas por la mitad dentro de la mano para formar un cepillo suave, pero firme. Acarició el largo hocico delgado del corcel de Gilead con una mano mientras le frotaba el cuello y las paletillas con el cepillo improvisado. El caballo relinchó con suavidad y metió el morro bajo la axila de Fithvael, respirando entonces con regularidad, después de la dura experiencia. Tras frotar minuciosamente ambos flancos del cuello y las paletillas, el elfo desechó las hierbas usadas, ya húmedas y de color marrón, y recomenzó el proceso con un puñado nuevo. Con la hierba fresca, el veterano maestro de esgrima frotó las delgadas patas delanteras del corcel, moviéndose con lentitud y con una mano tranquilizadora apoyada constantemente sobre el animal, a la vez que le susurraba con voz suave.

La bestia estaba exhausta y no protestó cuando Fithvael comenzó a aflojar correas para quitarle la silla y las riendas. Podía percibir el dulce olor del sudor elfo de su compañero mezclado con d acre aroma a miedo del caballo. Al levantar la silla, Fithvael profirió un suspiro de pesar. En torno a las gruesas marcas blancuzcas de sudor, vio abrasiones profundas y enrojecidas. El olor de la piel desollada y en carne viva colmó el aire, y gordas moscas comenzaron a volar hacia las áreas contusas y ensangrentadas del lomo del caballo.

Con dos cortos chasquidos de la lengua, Fithvael llamó a su caballo, que se encontraba a la sombra de los árboles y que trotó hacia el elfo y el animal herido sin hacer caso del montón de carne, armadura y harapos que aún yacía, catatónico y enroscado en posición fetal, en medio del claro.

De las alforjas del caballo, Fithvael sacó cajas y frascos de ceras y aceites de olor acre. Se sentó sobre la esponjosa tierra cubierta de musgo, bajo el extenso dosel de los árboles, y se puso a trabajar; molió y golpeó con el puño de la daga sobre una piedra grande y plana que había encontrado entre la vegetación. Los dos caballos permanecían cerca, tocándose con el morro el uno al otro y solazándose en la nueva tranquilidad. Fithvael reunió hojas del suelo y raspó con su daga la fina corteza roja de un árbol joven. El aire se llenó de un olor fresco a savia, mezclado con el almizcle aromático de los aceites bien preparados. Cuando Fithvael avanzó por el claro con el preparado para curar al corcel de Gilead, las moscas zumbaron y huyeron del pequeño cuenco de madera que llevaba en las manos.

Fithvael extendió el ungüento sobre las heridas dejadas por la silla al mismo tiempo que les rezaba a sus antiguos dioses lejanos de Tiranoc para que la curación se extendiera a elfo y bestia por igual.

El pensamiento lo hizo vacilar, y dirigió una mirada ceñuda hacia la silueta del que en otros tiempos había sido su amigo y señor, y que aún yacía desmadejado en el suelo.

Fithvael pasó el resto de la tarde atendiendo a los dos caballos; buscó agua limpia para ellos y para llenar de nuevo las botellas, y los dejó pastar entre los árboles. Libres de arreos y jinetes, ambos caballos pacían en el sotobosque o caminaban tranquilamente juntos. Durante semanas habían descansado sólo después de oscurecer, y se sentían aliviados por el cambio en la monotonía cotidiana. No obstante, a Fithvael le parecían animales solemnes al mirarlos desde cierta distancia.

El guerrero elfo plantó campamento, buscó comida y las hierbas que iba a necesitar, limpió superficialmente sus ropas con un poco del agua recogida y, cuando el purpúreo anochecer oscureció el cielo, hizo un fuego.

Gilead continuaba sin moverse. Los únicos sonidos que se oían eran los del bosque que los rodeaba y los que hacían los caballos que descansaban en las proximidades. Fithvael saboreaba aún más la soledad al saber que pronto tendría que abandonarla.

Pasaron las horas y la luz diurna avanzó con lentitud mientras Fithvael comía y meditaba su próximo movimiento. No podía continuar soportando la demencia de Gilead. Necesitaba trazar un plan propio. El veterano maestro de esgrima dudaba aún que el hogar de Níobe, Taithos Elios, pudiese encontrarse en el sur, donde hacía tanto tiempo que vivían y reinaban los humanos. No obstante, no podía negar que Gilead tenía causa suficiente, en un principio al menos, para hacer ese viaje que se adentraba en las profundidades del territorio humano. Si tenía razón, entonces continuarían hacia el sur, pero debían hallar nuevas formas de seguir el rastro de sus viejos ancestros. El paisaje no les había aportado otra cosa que pesar y desesperación. El paisaje había despertado la locura de Gilead; el infortunio consumía su cordura, y la demencia nunca estaba muy lejos de la superficie del señor elfo austero y melancólico. Antes, durante el amanecer de color malva, Fithvael había pensado en abandonar a su señor, el cual ya no merecía su afecto, confianza ni obediencia. Pero apartó el pensamiento de su mente. La historia de ambos era demasiado larga, estaba demasiado entrelazada, y Gilead no podría sobrevivir allí en solitario; no, entonces.

En las últimas sombras color añil del atardecer, Fithvael decidió que despertaría a su compañero, pero la paz era demasiado completa, demasiado dulce sin él.

Llegó la noche, y el claro se sumió en negra oscuridad; sólo brillaba la opaca luz amarilla del fuego. Fithvael se levantó y avanzó para mirar a Gilead, que aún se encontraba acurrucado y sin moverse, pero con los inexpresivos ojos abiertos de par en par. Los viejos hábitos y la lealtad profundamente arraigada hicieron que el viejo maestro de esgrima echara una manta de caballo sobre su amigo semiconsciente, aunque con todo lo que había sucedido no hubo sentimiento de compañerismo suficiente como para que renunciara a su relajada soledad, y Fithvael dejó a Gilead donde estaba durante un rato mas.

El elfo permaneció sentado en la oscuridad durante toda la larga noche, contemplando el fuego y mirando de vez en cuando a su amigo. Al amanecer, empezó a preparar las pociones y las cataplasmas que sacarían a Gilead de su extraño trance y restablecerían su conciencia. Fíthvael sólo podía rezar para que su mente no estuviese perturbada por el comportamiento obsesivo y delirante que había ido en aumento y había madurado a lo largo de las semanas pasadas desde la pérdida de Níobe.

Cuando los primeros rayos de luz diurna iluminaban el horizonte con una caliza color ocre, Fithvael se levantó y avanzó por el claro hasta donde estaba Gilead. Tocó la alta, suave frente de su amigo y le echó hacia atrás la cabeza. Pasó el cuenco de poción reconstituyente ante los ojos de Gilead, que no veían, y luego lo inclinó para acercárselo a los labios. Una gran parte de la espesa infusión de hierbas corrió a lo largo de las mandíbulas cerradas como una prensa, y Fithvael inclinó aún más la cabeza de Gilead; para que la poción hiciese efecto, debía beberla. Dos o tres cucharadas lograron atravesar los labios resecos de Gilead, pero el preparado volvió a salir a borbotones, cálido, claro y pardo. No había reflejo de deglución.

Fithvael volvió a comenzar. Inclinó la cabeza para curvar el cuello rígido, y masajeó la garganta con el fin de fomentar la acción de tragar. Tal vez había esperado demasiado.

Pasados varios minutos, justo cuando Fithvael temía que iba a tener que preparar más poción, Gilead, por fin, jadeó y se atragantó. La garganta cerrada gorgoteó, y el cuello se estiró en un espasmo reflejo, que, de pronto, se manifestó en su mirada. Aparecieron lágrimas en los cantos de aquellos lánguidos ojos que se pusieron en blanco.

Al acabar el ataque de tos, Gilead se puso en pie de un salto sin decir una palabra y miró a su alrededor con ojos sorprendidos al ver el entorno que no recordaba.

—Estás a salvo, viejo amigo —dijo Fithvael con voz suave—. Un episodio menor, nada que no puedan solucionar unas cuantas hierbas.

Gilead no dijo nada, pero desplazó cabeza y cuerpo con brusquedad en círculos, con los pies separados en una agresiva posición de ataque. Sus manos buscaron la empuñadura de la larga espada de acero azul que, gracias a Ulthuan, se encontraba a salvo en la vaina de la silla de montar. Fithvael se levantó y se acercó a su amigo desquiciado.

—Tranquilízate, Gilead. Sólo necesitas descansar un poco. Siéntate conmigo un rato.

Gilead le lanzó golpes, agitando los brazos. Echó una pierna hacia adelante en un intento de patear a Fithvall, pero la falta de coordinación estuvo a punto de hacer que cayera.

—¡No tengas miedo! Soy yo, Fithvael, tu fiel amigo y compañero. No te haré ningún daño.

Se erguía en toda su estatura y avanzaba con lentitud, pues sabía que no tenía nada que temer del exhausto cuerpo de Gilead, y sólo desconfiaba de su mente perturbada. La poción había hecho efecto sobre el cuerpo del elfo, pero tal vez no mucho sobre su espíritu.

—¡GaIeth!

Con el regreso del lúgubre grito, el rostro de Fithvael se endureció como la piedra, y una mirada acerada cambió la expresión de sus ojos. Ya había tenido suficiente.

Fithvael desenvainó la daga corta que llevaba en el cinturón y que había usado para recoger hierbas y raspar corteza, y con ambas manos en alto y alejadas del cuerpo, cargó contra el que había sido su amigo en otros tiempos.

—¡Galeth está muerto!

—¿Galeth está muerto?

—¡Tú estás muerto!

—¿Gilead está muerto?

Fithvael acometió a Gilead con una mano abierta y vacía, más para mantener a distancia a su amigo que para atacarlo. Gilead se puso frenético.

Le lanzó una patada a la mano abierta de Fithvael y giró para acercarse más al viejo elfo. Su mano de cuatro dedos salió disparada para aferrar la muñeca de Fithvael, pero se quedó corto o lo hizo con torpeza, porque aferró con fuerza la hoja del cuchillo. Fithvael miró cómo los regueros de sangre, aparentemente negros en la luz del alba, caían de la mano de Gilead. Pero éste no sentía nada.

Fithvael soltó la empuñadura de hueso torneado de la daga, llevó el brazo atrás y, con un corto pero poderoso movimiento, estrelló los protuberantes nudillos contra la mandíbula de Gilead. Se oyó un rechinar de dientes que se deslizaban, demasiado apretados entre sí, y el sonido áspero del hueso al chocar contra hueso. Fithvael sacudió la mano a causa del dolor del golpe, pero Gilead permaneció de pie, girando como un derviche maníaco.

—No me obligues a golpearte otra vez, Gilead. —Fithvael hablaba casi para sí mismo—. Porque lo haré si es necesario.

Fithvael no tuvo necesidad de acercarse otra vez a Gilead, porque esa vez fue el otro quien cargó con la cabeza gacha, como un proyectil descontrolado, y casi perdió pie en el suelo empapado de rocío. Fithvael se volvió justo antes de que la coronilla de Gilead impactara contra su vientre. El veterano maestro de esgrima rodeó el cuello de Gilead con el brazo flexionado, luchó con él y lo hizo girar, para luego derribarlo y hacer que cayera de espaldas sobre la jugosa hierba. Fithvael percibió el aroma de la camomila deshecha en el momento en que Gilead tendía una mano hacia las piernas del viejo elfo.

—¡Basta! —gritó Fithvael al encontrarse de repente tendido de espaldas.

Pero Gilead no tenía bastante ni por asomo. Luchaba como si de ello dependiera su mismísima alma, de una manera salvaje y demoníaca que hizo que Fithvael se encogiera. Aliviado por el hecho de que Gilead estuviera débil y tuviera problemas de coordinación, se limitaba a parar los golpes ya defenderse de los agitados brazos y las piernas del elfo más joven. No obstante, cuando hacía apenas unos segundos que había comenzado aquel ataque, se dio cuenta de que Gilead continuaría hasta que el agotamiento lo venciera…, o hasta que Fithvael lo derrotara. A Gilead le faltaba mucho para recobrar la salud física y mental, y en ese momento el agotamiento podría matarlo. Sin embargo, Fithvael temía que, con un solo golpe más, pudiera matar él mismo al elfo.

Mientras Gilead manoteaba la capa de Fithvael en un intento de aferrarla con el fin de estrangularlo, su compañero se acurrucó, tendido sobre un lado, y recogió las rodillas contra el pecho. Posó los pies con suavidad en el esternón de Gilead, donde sintió el tamborileo como de pájaro de su corazón y, tras encontrar el punto correcto, empujó con las dos piernas, estirándolas al máximo, a la vez que exhalaba con un gruñido.

El cuerpo de Gilead se enroscó al salir de su interior todo el aire. Sin aliento, jadeaba para respirar con los ojos abultados y la mandíbula, por fin, laxa. Fithvael aguardó mientras varios segundos vacíos flotaban en el aire. Luego, todo acabó. Gilead rodó hasta quedar de lado y se rodeó las rodillas con los brazos. Fithvael oyó el primer sollozo y vio la primera sacudida de los hombros curvados cuando el cuerpo del guerrero elfo era devastado por el sufrimiento de la conciencia.

Gilead estaba despierto. Por primera vez en días, tal vez en semanas, Gilead estaba de vuelta allí.

—Ahora empieza realmente mi trabajo —le murmuró Fithvael mientras la luz del cielo iba tomándose blanca.

Gilead se sacudía y mecía mientras su amigo lo observaba hacia mas pociones y entibiaba las cataplasmas preparadas el día anterior. Por ultimo, Gilead quedo inmóvil y, por primera vez desde que había perdido a Níobe, durmió de verdad en lugar de desmayarse. Continuó durmiendo mientras Fithvael se aseguraba de que estuviese cómodo y le aplicaba cataplasmas tibias en la nuca y un bálsamo refrescante en la frente y las muñecas.

En tanto Gilead dormía, Fithvael preparó una comida sencilla: ensalada de hierbas curativas, varias tortitas de pan sin levadura y, para sí, un par de percas pequeñas pero gordas, sacadas con las manos desnudas de un oscuro arroyo cercano. Cuando los alimentos estuvieron listos y servidos en los pequeños platos limpios que Fithvael llevaba en su equipaje, el elfo llamó a Gilead por segunda vez, sabedor de que en esa ocasión su antiguo señor despertaría desconcertado, pero dócil y receptivo.

Ambos permanecieron en el claro durante casi una semana. Comieron, hablaron y descansaron mientras los corceles también se relajaban y se recuperaban. El caballo de Gilead se curó con rapidez, mucho antes que su dueño. Al tercer día, Fithvael le relató el incidente del claro, porque Gilead no lo había vivido de verdad y no podía recordarlo.

—Cumpliste con tu deber hacia mí y hacia el caballo —dijo Gilead con tristeza—. No podría pedirte nada más.

Eran las primeras, titubeantes palabras de Gilead. Una disculpa, tal vez una forma de dar las gracias; poco importaba para Fithvael, que había llegado a no esperar nada en absoluto.

—Te arrojé del caballo por lo que le hiciste a la bestia. Y volvería a hacerlo —respondió con malhumor.

Al cuarto día, Gilead ya era capaz de caminar por el claro sin que lo ayudaran. Tras completar el primer círculo, lo recorrió otra vez a la carrera, y luego una tercera, regocijado.

—Siéntate, Gilead —ordenó Fithvael, y el elfo mis joven volvió a instalarse sobre el cálido suelo sin hacer preguntas.

—Esta empresa, la búsqueda de Níobe, de los antiguos parientes, de tu salvación…, llámala como quieras, la búsqueda: eso tiene que acabar.

Gilead miró fijamente al elfo veterano.

—O…, si continúa, deberás atender a razones. Debes comenzar de nuevo y dejarte guiar por mí.

Así pues, Fithvael expuso su plan con firmeza, sin la más mínima intención de ceder ante el entonces dócil Gilead. Continuarían, pero buscarían una pista real. Recorrerían la periferia de las aldeas y las ciudades humanas y escucharían, desde los rincones más oscuros de las cervecerías y tabernas, las historias que contaba la gente. Se basarían en los mitos y leyendas que se contaban o cantaban en aquellos extraños lugares. Y si no encontraban nada, la búsqueda debería cesar.

Gilead, ya con la mente más fuerte y el cuerpo más sano, hizo lo que le decían. Ambos pasaron los días siguientes comiendo, durmiendo y haciendo ejercicio. Fíthvael hablaba, hasta muy entrada la noche, de razón, de justicia y de la posibilidad de que la búsqueda fuese fútil. Hizo todo lo que estuvo en su poder para preparar a Gilead, pues sabía que ésa podría ser la última oportunidad que tendría para salvar a su señor de la locura de su mente torturada, tal vez incluso de la muerte por algún insensato anhelo suicida de enderezar las cosas, de hacer que el tiempo diera marcha atrás, de restablecer a los nobles elfos en aquellas tierras.

Al octavo día, Fithvael y Gilead limpiaron todo rastro de su campamento, ensillaron los caballos y se marcharon del claro. Buscaban señales de vida humana, y las encontraron sin dificultad una hora después de partir.

Al principio, se movían con gran precaución y entraban en las periferias de aldeas pequeñas sólo después de caer la noche. Se sentaban en los más oscuros rincones de diminutas trastiendas, donde un barril de cerveza con espita bastaba para que todos bebieran durante una semana o más, y donde la comida era escasa o inexistente. Se cubrían la cabeza o la inclinaban y escuchaban a los humanos, afinando su oído a los duros y entrecortados acentos del sur, y extraían tanta información del tono y la cadencia como de las mismas palabras. Escuchaban sin hablar, bebían un único vaso de cerveza cada uno y se marchaban, distinguiéndose sólo como forasteros. En aquella zona nadie había visto un elfo en cien años, y como nadie esperaba ver un elfo, nadie lo veía.

Poco a poco, a medida que recorrían una aldea tras otra y entraban en ciudades de mayor tamaño, comenzaron a encontrar una pista. A los humanos les encantaba escuchar historias, y a menudo se contentaban con un mismo relato repetido una y otra vez. Fithvael y Gilead empezaron a comprender las pautas que animaban las tramas de los cuentos humanos. Continuaron adelante mientras su oído se afinaba mejor para captar los sonidos humanos y su mente se hacía más diestra en la traducción del áspero idioma rápido. Los relatos de torres elfas, grandiosos guerreros y nobles elfos que habían contribuido a evitar tragedias humanas se entretejían para crear un paisaje cada vez más rico de población elfa en aquella tierra. Y Gilead había estado en lo cierto: cuanto más se adentraban en el sur, más claras y regulares eran las historias.

Apenas dos semanas más tarde, Gilead y Fithvael llegaron a la que tal vez era la vigésima taberna que visitaban. Era un poco más grande que la anterior, pues habían ido adquiriendo cada vez más confianza en su invisibilidad para los tontos habitantes humanos. Fithvael avanzó hasta la estructura de barriles con una tabla de madera que servía de barra, mientras Gilead, detrás de él, miraba en torno para buscar un rincón seguro y oscuro donde sentarse.

Al volverse, casi se golpeó la cabeza contra una viga que cruzaba el techo de la sala baja pintada de color ocre, y por instinto retrocedió medio paso y se interpuso en el camino de una camarera. Inclinó la cabeza por reflejo cuando la muchacha giró la suya para disculparse, al pensar que había sido ella la culpable. A pocos centímetros de distancia, los ojos de Gilead se posaron sobre el lozano escote y los pechos que sobresalían del corpiño demasiado estrecho de la joven. Pensó en apartar la mirada de aquel bulto vulgar, la antítesis misma de la belleza elfa, pero no pudo.

Dos o tres centímetros de la hendidura que mediaba entre los descocados pechos humanos quedaron nítidamente enfocados mientras Gilead observaba una gota de sudor que se desprendía y descendía por la ladera de piel cremosa, antes de enredarse en el perfecto torneado de los eslabones de una pesada cadena de oro bellamente forjada. El delgado reguero de sudor volvió a reunirse y formó otra gota, rechoncha y destellante en el eslabón de la cadena, antes de caer al siguiente, donde quedó prendida, creció y volvió a caer. El tiempo se detuvo en ese instante en que la mirada de Gilead siguió la caída del sudor por la cadena hasta que llegó al disco medio oculto que se alojaba entre las protuberancias del cuerpo de la muchacha y las tensas cintas que atravesaban la hendidura donde el corpiño no podía cerrarse.

—Pe…, perdón, señor —dijo ella al mismo tiempo que intentaba volverse en el estrecho espacio que mediaba entre los taburetes y las mesas.

Se rompió el hechizo, y de repente Fithvael se encontraba junto a Gilead.

—¿Una mesa, moza? —preguntó Fithvael a la vez que amortecía y hacía más grave el timbre de su voz, y usaba el mínimo necesario de extrañas palabras humanas.

—Claro, señor —replicó ella. Tras posar una mano sobre el brazo de Gilead, que se tensó, añadió—: Le pido disculpas. Debería de haber mirado por dónde iba.

Gilead masculló algo incoherente con voz cantarina, y la mujer frunció el entrecejo. Apartó la mano, lo miró una vez más mientras él giraba e hizo un gesto hacia una mesa cercana mientras se marchaba a ocuparse de sus asuntos.

—¿Has visto eso? —preguntó Gilead, que habló antes de que se hubiesen sentado siquiera—. ¿Lo has visto?

—Sólo he visto que te interponías en su camino y le hablabas. ¡A una humana! Debemos ser circunspectos. En estos sitios tenemos que pasar inadvertidos.

—¡La fortuna nos favorece ahora, Fithvael! ¿Lo has visto?

Fithvael se sentía nervioso por el encuentro; esperaba que no hubiese sido demasiado largo y que Gilead no hubiese hecho nada que denunciara su identidad. Estaba ansioso por abandonar la taberna a la primera oportunidad. Aquél era su plan, un plan adoptado bajo coacción, un plan que debía ser seguido al píe de la letra, lo cual significaba el menor contacto posible con los humanos. Miró en torno mientras bebía un sorbo de la cerveza de sabor amargo, pero unos pocos minutos de vigilancia tranquilizaron al viejo guerrero respecto a que no había sucedido nada que hubiese que lamentar. Con cautela, se volvió a mirar a Gilead.

—¿Qué viste, viejo amigo? —preguntó.

—Alrededor del cuello de la camarera. Primero fue la cadena lo que atrajo mi atención, ¡una artesanía tan perfecta! Pero lo vi, sé que lo vi.

—No entiendo lo que dices. Cuéntame despacio qué viste.

Gilead inspiró profundamente y miró a Fithvael con aire solemne. Se inclinó hacia él por encima de la mesa a la que estaban unidos los bancos, como si le fuera a contar un secreto o la parte más espeluznante de alguna historia de terror, como hacían los cuentistas itinerantes.

—Me interpuse en el camino de la camarera, y cuando ella se volvió, se encontraba muy cerca de mí. Bajé los ojos por temor a que reconociera mi raza o me hiciera alguna pregunta. Y entonces la vi. Hace muchos años que no veo nada parecido. Muchas veces he pensado que nunca más volvería a ver una cosa parecida.

Gilead hablaba en serio. Fithvael se daba cuenta de ello y no parecía haber ni rastro de locura en sus ojos, sólo decisión.

—La cadena era como las que llevarían mi madre o mi hermana, de finos eslabones de oro torneados con hilos de oro y cuentas entretejidas con ellos, intrincada como un rompecabezas. Sólo alguien de nuestra raza llevaría una joya tan hermosa. Ningún humano haría algo semejante ni podría hacer un objeto como ése.

—Las joyas de ese tipo eran comunes entre nosotros, pero todas tenían un propósito o contenían una promesa —dijo Fithvael—. La cadena podría ser una copia de un antiguo diseño. Carece de significado sin su sello o talismán.

—¡Y ahí está la cosa! —gritó Gilead al mismo tiempo que su puño descendía con entusiasmo, aunque en el último segundo recordó que no debía golpear la mesa.

Fithvael volvió bruscamente la cabeza en busca de la muchacha, pero no pudo verla en la taberna, que entonces estaba llena de humo y palpitaba de vida.

—¿Tiene un talismán?

—Lo lleva contra su maloliente seno, maculando su significado como si no fuese nada…; pero eso no importa —prosiguió Gilead, tras calmarse—. Sin duda, ella sabe algo de nosotros, de nuestra raza. Puede ayudarnos en nuestra búsqueda.

Puesto que no quería atraer la atención sobre sí ni sobre su ansioso amigo, Fithvael se llevó a Gilead de la taberna. En el callejón lateral del viejo y tosco edificio, hablaron en voz baja sobre lo que podrían hacer para averiguar de dónde procedía el talismán de la muchacha; pero no tuvieron tiempo de decidir. Habían pasado apenas unos momentos cuando una figura delgada, con la cabeza inclinada y cubierta por un chal ligero, entró en el callejón, casi se estrelló contra los dos guerreros elfos y, luego, saltó hacia atrás, alarmada. El chal cayó hasta los hombros regordetes, y Fithvael captó un atisbo de la cadena que rodeaba el cuello corto y blanco de la muchacha.

—¡Sigmar! —exclamó la joven—. Me habéis dado un buen susto.

—No te haremos daño —le dijo Fithvael, que olvidó hacer más grave su voz.

La muchacha frunció el entrecejo de nuevo y miró con más atención a los personajes que tenía delante.

—¿Quiénes sois? —preguntó al mismo tiempo que retrocedía un paso y se ajustaba el chal alrededor del cuello, un gesto que hizo que volviera a quedar oculto el talismán que llevaba.

—No somos lo que parecemos —respondió Gilead a la vez que avanzaba.

No hizo ningún intento por ocultar la cadencia de su voz ni su acento extraño al pronunciar las palabras humanas que no tenía costumbre de usar.

—Buscamos a nuestro pueblo y deseamos tu ayuda en nuestro propósito.

La sobresaltada muchacha intentó retroceder hasta salir del callejón, pero Gilead era demasiado rápido para ella y la sujetó con delicadeza, pero firmemente, por los brazos. El chal volvió a caer. Fithvael lo recogió del polvoriento suelo del callejón y envolvió con él los temblorosos hombros de la joven. Después, con delicadeza, tomó la cadena con una de sus delgadas manos.

—¿Dónde encontraste esto, niña? —preguntó Fithvael mientras acariciaba la delicada cadena.

La muchacha metió los dedos en su seno y sacó el grueso disco plano que se alojaba debajo del corpiño. Comenzó a blandirlo hasta que los nudillos se le pusieron de color blanco azulado.

—No lo encontré. Me protege de los que son como vosotros. ¡Me protegerá de todo mal!

—Ya lo sé, niña —respondió Fitbvael al a vez que soltaba la cadena y retrocedía un poco—. En otra época, hace mucho tiempo, perteneció a alguien de mi raza. Fue hecho por mi raza y llevado por ella. Es un poderoso talismán y una gran protección, como tú dices…

—No obstante, si no lo has encontrado, ¿de dónde ha salido? —Gilead clavó sus ojos en los de la muchacha y apretó un poco más la mano con que la sujetaba.

—¡Ah! Me haces daño —gritó ella, e intentó deshacerse de la presa, que para ella era férrea.

—Déjala libre, Gilead —dijo Fithvael en el único idioma que su amigo obedecería.

Gilead dejó caer las manos a los lados, y la muchacha se quedó allí, mirándolos fijamente a ambos, antes de bajar los ojos hacia el disco que aún tenía en la mano.

Temblorosa y con el semblante blanco, la camarera dudó sólo un momento antes de alzarse el cabello por detrás con sus cortas manos rollizas y abrir el broche de la cadena para quitársela del cuello, junto con el amuleto.

—E…, esto de…, debe perteneceros a…, a… vosotros —tartamudeó, con la cabeza gacha.

Tendió el talismán hacia adelante, con el brazo estirado al máximo, para que Fithvael lo cogiera de sus temblorosos dedos.

Fithvael miró larga y atentamente el disco que pendía de la hermosa cadena a la vez que lo volvía entre las manos y memorizaba las múltiples inscripciones en letra antigua que había en él. Luego, volvió a depositar el talismán en la mano de la muchacha y le cerró los dedos con delicadeza en torno al mismo, envolviendo la mano de ella con un solo movimiento de la suya, estrecha y larga, y de dedos elegantes.

—No. Ahora te pertenece a ti —le dijo al tiempo que adelantaba una mano hacia Gilead para que guardase silencio—. Sólo dinos de dónde lo sacaste y qué sabes de él.

—Y nunca hables de nosotros con nadie —añadió Gilead.

—Nadie me creería —respondió la joven mientras miraba a Fithvael a los ojos. Entonces, pareció que había tomado una decisión—. Seguidme, nobles señores. Conozco un sitio tranquilo donde podré contaros todo lo que sé.

Era ya muy tarde aquella noche cuando Gilead y Fithvael regresaron junto a los caballos que habían dejado en el campamento. Las ascuas negro grisáceo del fuego que habían cubierto enrojecieron cuando Fithvael las removió para avivarlas y, a la pálida luz de las llamas, anotó la inscripción que había visto en el talismán.

Era la primera prueba concreta que podría llevarlos a una verdadera pista. Con las inscripciones y la historia que la muchacha les había contado de buena gana, aunque un poco adornada y toscamente embellecida aquí y allá según el común estilo humano de contar historias, los elfos sabían cuanto necesitaban para continuar la búsqueda con renovado vigor y determinación.

En aquella zona del Imperio, todos los caminos conducen a Nuln. Veo que asentís, que Nuln os resulta conocida.

Siempre por los senderos forestales que hay al norte de la ruta comercial que une Averheim con esa vieja ciudad, Fithvael y Gilead avanzaron con rapidez sin ser vistos por el tráfico humano que aumentaba a medida que se aproximaban a NuIn. Cuando la ciudad apareció a la vista en el horizonte, los compañeros giraron al oeste y siguieron el curso del río Reik hasta descubrir lo que estaban buscando.

Desde el principio, los elfos se vieron rodeados de cosas que les recordaron a su hogar. No hubo necesidad de remover la vegetación para hallar la más pequeña señal; no hubo búsqueda desesperada de una sola piedra o planta que pudiese indicar la presencia de elfos. El paisaje estaba lleno de diseños y esculturas de elfos. Las plantas eran las apropiadas, las ondulaciones del terreno eran las correctas, y cuando se encontraron con el edificio de Ottryke Manor, les resultó evidente que cada piedra de los cimientos había sido tallada y colocada por elfos. Fithvael desmontó y condujo su caballo hasta una distancia prudencial entre los árboles. Lo único que Gilead podía hacer era mirar con ojos fijos.

Al observarlo desde el cobijo de los árboles, Fithvael chasqueó la lengua dos veces. El caballo de Gilead alzó la nariz, relinchó con suavidad y se volvió a mirar al veterano guerrero elfo. Momentos después, el elfo más joven giró la cabeza y respondió al gesto que hizo Fithvael para llamarlo.

—Hemos llegado —dijo Gilead al mismo tiempo que desmontaba—. ¿Es que no lo ves? Aquí ha habido elfos antes de que llegáramos nosotros. En otros tiempos, esto fue una grandiosa morada elfa.

—Ya lo creo —replicó Fithvael, y en sus ojos había una mirada ansiosa—. La doncella humana dijo la verdad.

«Yo heredé el talismán. Veréis, fue un regalo que le hicieron a mi abuela. Mi familia trabajaba en la hacienda de Ottryke, primo del Elector de NuIn. Mi abuela era una mujer muy hermosa y fue la favorita de su señoría. Le regaló el talismán como recuerdo cuando ella se casó y abandonó el servicio de la casa. A cambio, ella envió a mi madre a trabajar para él en la casa grande. Y allí trabaja aún».

—Debemos encontrar a la madre de la camarera —dijo Gilead, cuyos ojos brillaban de expectación.

—Menos prisas, señor. Primero reconozcamos la zona. Es posible que estos humanos no sientan ninguna simpatía por nuestra raza, después de tanto tiempo.

Gilead consintió, pues aún tenía fresco el recuerdo vergonzoso y culpable de su crisis mental.

Pasaron dos noches sin novedad, explorando cada centímetro de la hacienda, pero todo lo que hallaron sólo sirvió para convencerlos de que era verdad lo que ya pensaban. Los humanos habían construido su gran casa solariega sobre lo que en otros tiempos había sido una extensa hacienda elfa. La casa estaba orientada según la tradición, e incluso los corrales de ganado y campos de cultivo seguían las clásicas pautas elfas, por no hablar de parte de la arquitectura: los cimientos de la mayoría de los edificios grandes, las murallas exteriores y algunas vallas antiguas eran de diseño y construcción elfos. Las señales, semiocultas debajo y detrás de construcciones humanas más toscas y recientes, estaban allí para que las descubriera cualquier ojo capaz de distinguirlas por lo que eran.

«La casa solariega fue construida sobre ruinas elfas hace varias generaciones. Se decía que todas las joyas de la familia habían sido hechas por elfos, descubiertas en los terrenos años antes. Mi abuela siempre llevaba este talismán para que la protegiera contra el mal. Yo no sabía si esas historias eran ciertas».

—¿Cómo están nuestros visitantes? —le preguntó el señor al hombre que se encontraba de pie ante él y que no dejaba de estrujar su sombrero de tela entre las manos.

—Hace dos días que el fuego está tibio, señor. No los he visto aún. No están allí después de oscurecer ni antes del alba, y no me atrevo a buscarlos a la luz del día.

La entrevista se estaba celebrando en el salón de la planta baja de Ottryke Manor. El Señor de Ottryke solía ser muy duro con los intrusos, pero el explorador había despertado su interés. No se trataba de cazadores furtivos, pues no habían matado ningún animal, y su campamento estaba demasiado bien organizado para pertenecer a vagabundos. Había pruebas de caballos bien cuidados y comidas metódicas con elegantes utensilios de cocina. «Extraños y maravillosos», había dicho el explorador para describirlos.

—Muy bien. Puedes marcharte —dijo el Señor de Ottryke—. No le digas nada a nadie.

Y con un gesto de la mano enjoyada, despidió al explorador.

—Alguien ha estado otra vez aquí; un humano, sin duda —dijo Fithvael mientras avivaba el fuego poco después del amanecer del tercer día—. Tenemos que levantar campamento. Aquí nos ponemos en peligro.

—No, Fithvael; nos quedaremos. Aquí ha estado un humano, pero ninguno nos ha perseguido ni atacado. No les importa que estemos aquí.

—Tal vez nos vigilan, como nosotros a ellos.

—Y si lo hacen, quizá podamos ayudarnos unos a otros. Sólo deseo encontrar a Níobe o rastros de cualquier otro de nuestra raza. Tenemos un deber, tú y yo, Fithvael. Hace demasiado tiempo que no sabemos lo que es formar parte de algo más grande, tener una familia o nuestra propia gente alrededor. ¿Qué no darías por volver a tener algo así?

—Tus sueños me dan miedo. Temo que seamos demasiado viejos y hayamos permanecido solos durante demasiado tiempo para comportarnos ahora de manera justa con las mujeres y los niños —dijo Fithvael en voz tan baja que su compañero no lo oyó.

En esa época, Gilead dormía incluso a la luz del día, pese a que durante meses no había sido capaz de dormir ni en las noches más oscuras. Entonces, le había tocado a Fithvael el turno de desvelarse. Los estaban observando, y había visto signos de que alguien había visitado su campamento; no obstante, Gilead no parecía sentir ningún temor de aquellos humanos. Era un carácter de extremos, el elfo sentía miedo de todo o de nada, amor a la vida o pasión de muerte, se movía con la velocidad de la sombra o se quedaba en estado comatoso.

Fithvael permanecía sentado junto al fuego de campamento, que mantenía bajo por temor a que el humo los delatara, y vigilaba. Dedicaba el día a prepararse para la noche siguiente, aunque no sabía qué más había por descubrir en aquella hacienda. Cuando se sentaba, dejaba su espada corta al alcance de la mano, y la llevaba al cinturón cuando se desplazaba. Vivía con miedo constante, aunque no de lo que los humanos pudiesen hacer, porque tenían que hacer algo, ni del momento en que los humanos acudieran a su encuentro, lo que sin duda harían. En el corazón tenía miedo de Gilead y de lo que les sucediera a ambos por lo que él pudiera hacer.

El ocaso se aproximaba con colores turquesa y ámbar. Gilead despertaría pronto, así que Fithvael preparó la comida, avivó el fuego hasta que se encendió y se repantigó contra el cómodo nido de raíces y corteza que le proporcionaba el árbol más grande del pequeño calvero. Al mirar hacia el cielo que se oscurecía, Fithvael contempló jirones de nubes de color gris azulado que atravesaban las brechas que quedaban entre las hojas de lo alto.

Cuando acudieron a su encuentro, como Fithvael sabía lo que harían, era el momento del crepúsculo, ese instante en que un hilo negro y otra blanco sostenidos contra la luz parecen ambos grises.

Fithvael se encontraba semisentado contra el árbol; sus párpados se agitaban y sus pies se movían en un sueño intranquilo. Gilead yacía de lado dentro del refugio, bien descansado y a punto de despertar.

Cuando llegaron, no irrumpieron en el claro a lomos de caballo, pisoteando el suelo, haciendo que los corceles se pusieran a dos patas y golpeando las espadas contra los escudos.

Fithvael estaba reclinado, adormilado, y sus fosas nasales se dilataron al percibir un olor nuevo, desconocido durante las horas de sueño. Gilead rodó instintivamente hasta quedar de espaldas para que sus sentidos aletargados pudiesen oír mejor los sonidos nuevos que se aproximaban al calvero.

Cuando llegaron, lo hicieron con sigilo, apartando las hojas y ramas de los árboles, avanzando con lentitud y pasos casi silenciosos hacia el interior del claro. No llevaban armaduras para no hacer ruido y lucían sólo la insignia de su señor bordada en la parte delantera de los justillos.

Fithvael tomó conciencia del peso de su cuerpo, realizó una larga y lenta inspiración para aclararse la cabeza y abrió los ojos a medias. Gilead se incorporó en cuclillas para mantenerse a cubierto, con los ojos abiertos de par en par y una mano vacilante en medio del aire, a pocos centímetros del puño de la daga.

Pensaban que tomarían por sorpresa a los desconocidos, pero el olor humano es fuerte para el olfato elfo, y sus pasos resultaban muy sonoros para los oídos de la raza antigua. Los elfos oyen, huelen y sienten incluso mientras duermen, y Gilead y Fithvael ya no estaban dormidos.

En medio parpadeo de ojo, Fithvael había visto a los cinco hombres que merodeaban por el claro, se acercaban al fuego y examinaban la comida que en él se cocía. Buscaban el refugio, que se parecía a las formas de la fronda de los árboles inmaduros y resultaba invisible en el crepúsculo. Sabía que Gilead estaba con él; podía sentir su presencia, aguda como el filo de una espada elfa. Fithvael podía acabar con los dos hombres que se encontraban en el lado oeste del claro. Gilead se encargaría del resto.

En cuestión de dos segundos, Gilead identificó cinco pares de pies pesados al alcance del oído. Dos en el lado oeste del claro, dos más en el centro, y uno que se le aproximaba cada vez más, por el lado este. Podía derrotar con facilidad a los tres humanos que tenía más cerca; sabía que Fithvael estaría a mano para encargarse de los restantes.

Ninguno de los hombres vio la silueta del guerrero elfo recostado contra el árbol, ni pudo ver el refugio dentro del cual se hallaba Gilead. Los cinco hombres pensaban esperar a sus presas mientras recorrían la zona de terreno abierto y se maravillaban ante la construcción de un fuego tan perfecto y la elegante preparación de semejante comida. Por todo ello, supusieron que los hombres del campamento serían personas sofisticadas y cívicas; serían reservadas, lentas a la hora de luchar…, así que los recién llegados no esperaban nada más.

Gilead tomó la delantera al emerger del refugio invisible y lanzarse hacia adelante para atacar, con el cuerpo agazapado. La espada de Galeth le pesaba en la vaina, a un lado, y aún tenía la daga envainada en el cinturón. El guerrero elfo aferró al hombre bajo y fornido a la altura de las caderas, por debajo de su centro de gravedad, y lo arrojó al suelo de espaldas, donde el golpe lo dejó sin respiración. Un puñetazo bien dirigido a la mandíbula hizo que perdiera el conocimiento. A su derecha, Gilead oyó que Fithvael entraba en el claro.

—¡No los mates! —ordenó.

Fithvael envainó la espada de modo automática, siempre habituado a obedecer las órdenes de su compañero, más rápido que él en el campo de batalla.

Cuando Fithvael derribaba a su primer oponente con un golpe en el esternón, potente aunque dado con la mano plana, Gilead atacaba al segundo de los suyos, un joven desconcertado, que dejó caer inmediatamente el palo que llevaba y agitó los brazos hacia delante con gesto de alarma.

—¡No! ¡No! —gritó con voz potente y vacilante.

Gilead se agachó con rapidez y cogió con una mano un extremo del palo, con el cual asestó un golpe ligero en las corvas del muchacho, al que derribó sin miramientos sobre las posaderas.

Fithvael luchaba con el hombre más corpulento de todos, que a pesar de su corpachón era también rápido y, tras ver la suerte corrida por sus compañeros, estaba preparado para la carga del elfo. El guardia alzó su hacha y describió con ella un arco, pero Fithvael, que era aún ágil a pesar de ser un viejo guerrero, se agachó, aferró el largo mango del hacha por debajo de la hoja y se puso a rotar sobre sí mismo. La fuerza del giro levantó al hombre del suelo y lo estrelló contra el tronco del árbol en el que Fithvael había estado durmiendo apenas momentos antes.

Cuando alzó la mirada, caía el último atacante. Se trataba del más alto de todos, casi de la misma estatura que Gilead, con quien de momento describía cautelosos círculos. El elfo fue el primero en atacar; aferró una mano de su oponente, se irguió y giró arrastrando el cuerpo del hombre. Tras casi levantarlo del suelo, Gilead se agachó bajo las manos unidas y lanzó al humano por encima de su hombro. El hombre cayó de espaldas, su cabeza rebotó y perdió el conocimiento como los demás antes de saber siquiera contra qué se había golpeado.

—¿Cómo…, cómo has hecho eso…, señor? —preguntó una vocecilla desde el centro del calvero sembrado de cuerpos.

Fithvael y Gilead se detuvieron junto al único humano consciente que quedaba en el claro.

—¿Cómo? Son todos hombres de guerra con armas. Yo sólo estoy comenzando…, pero ellos…

El asustado muchacho tartamudeaba y parloteaba mientras los elfos se erguían sobre él, silenciosos.

Gilead señaló la insignia. La runa elfa senthoi, que significaba «unidad», había sido recientemente cosida en la parte frontal de la blusa almidonada y limpia del joven.

«Mi abuela me dijo que el señor aún utiliza uno de estos símbolos antiguos en su cimera, aunque nadie recuerda ya lo que significa. A mí me parece hermoso».

Aún de pie ante el farfullante muchacho, Fithvael y Gilead se descubrieron el rostro.

—Por Ulthuan… —dijo Fithvael en su idioma natal.

El muchacho no oyó nada mis. Los dos rostros y aquella singular voz extraña despojaron a su cabeza de cualquier sentido que le restase, y cayó de espaldas, desmayado.

Desmontaron en el patio de la casa solariega y, dado que el guardia habitual de aquella hora iba sobre la grupa del caballo de Fithvael, nadie se atrevió a impedirles el paso. El muchacho, Lyonen, estaba blanco a causa de la conmoción y parecía aturdido cuando el veterano elfo lo ayudó amablemente a desmontar del caballo que habían compartido.

Seguido por los dos elfos, Lyonen avanzó con paso ligero y asustado hacia el interior del salón inferior de la casa solariega, pues sentía las puntas de las botas de Gilead pegadas a sus talones. Los dos compañeros elfos no hicieron intento alguno de ocultar su identidad, y cuando una docena de rostros se volvieron a mirarlos, el silencio que se hizo fue más absoluto y completo que nunca antes en aquella estancia.

—¡Guardias! —gritó un hombre bajo y fornido con cara de halcón y oscuros cabellos en los que se veían listas plateadas—. ¡Los demás marchaos, ahora!

—¿Querías hablar con nosotros? —le preguntó Gilead al hombre que se había levantado a causa de la incredulidad y confusión que sentía, aunque, como señor de la casa, tenía derecho a permanecer sentado, como no fuese en presencia de los visitantes de más alto rango.

Pasados unos momentos de bullicio, la estancia quedó vacía, excepto por los guardias que los contemplaban, unos pálidos, y otros boquiabiertos ante los míticos desconocidos.

—Yo… —comenzó el Señor de Ottryke, que volvió la cabeza para asegurarse del lugar exacto en que estaba su asiento para sentarse en él con un poco de tranquilidad, al menos— simplemente quería saber quién había entrado en mis tierras sin permiso.

—Enviaste a cinco guardias armados en una misión furtiva —observó Gilead, cuyos labios casi se inclinaban en una sonrisa torcida, aunque mantuvo la expresión de seriedad en los ojos.

—Y vosotros regresáis con uno solo, y el más débil de los cinco —replicó el señor, que iba recobrando la compostura—. ¿Debo creer que habéis matado a los otros?

—Dado que no tenían ni la más mínima posibilidad de apoderarse de mí ni de mi compañero, vivos o muertos, nos pareció un poco exagerado matarlos sin más. Sin duda, regresarán cuando hayan atendido sus doloridas cabezas y hayan recobrado el sentido de la orientación —contestó Gilead, que estaba disfrutando con el duelo verbal.

Por lo general, cuando un elfo se encontraba con un humano era porque se trataba de alguien necesitado y presa de pasmo reverente ante «el pueblo mágico», o alguien intimidado e incrédulo, como parecían estarlo los guardias del señor. Este humano, sin embargo, tras tomarse un momento para recobrar la compostura, no parecía ni asustado ni reverente.

—Veo qué sois elfos, pero ¿qué os trae a mi hacienda? —preguntó el Señor de Ottryke sin más rodeos.

Gilead, sin embargo, necesitaba un poco más de duelo verbal.

—Si conoces la historia de tu heredad, entonces sabes por qué estamos aquí —respondió el elfo más joven al mismo tiempo que hacía un gesto leve hacia la blusa de Lyonen.

—En ese caso, parece que ambos conocemos la leyenda que rodea este lugar —contestó el señor—. Tal vez la razón por la que estáis aquí coincide con la que tuve yo para enviar una partida furtiva a buscaros, en lugar de enviar asesinos para que os mataran.

»Por favor, deponed vuestras armas y sentaos.

Gilead le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Fithvael, y ambos le entregaron, las armas al muchacho que los había acompañado, aunque se aseguraron de que continuase dentro de la habitación. Luego, ocuparon los asientos. Y así comenzó la entrevista.

«Según me contó mi abuela, los últimos elfos que vivieron en Ottryke, al darse cuenta de que su época había concluido, llevaron la mayoría de sus tesoros a las tumbas familiares y los enterraron. Pero ése es un cuento de viejas».

No invitaron a Fithvael y Gilead a quedarse en la casa esa noche, pero les devolvieron sus armas, y Lyonen regresó al campamento con ellos. A fin de cuentas, era él quien había llevado a los elfos a presencia del Señor de Ottryke, y este último tenía necesidad de las habilidades de los visitantes.

Cuando volvieron al campamento, no hallaron humanos en él, y nadie había tocado nada. Fithvael y Gilead hablaron hasta muy avanzada la noche mientras su joven guardián los contemplaba con aire solemne, sin entender nada de lo que decían. Debatieron la corrección de lo que iban a hacer.

Fithvael estaba horrorizado porque Gilead se atreviese a aprobar el saqueo de una antigua tumba elfa. Pero Gilead, por su parte, argumentaba que no cabía duda de que los fines justificaban los medios. Si podía entrar en posesión de los tesoros documentales de aquella rama de una familia elfa, el precio era razonable.

Pasó otro día, que Fithvael dedicó a recoger hierbas, llenar los odres de agua y atender a los caballos. Lyonen lo seguía a todas partes y observaba con asombro y curiosidad cada una de las tareas que realizaba mientras formulaba un centenar de preguntas. Fithvael comenzaba a aficionarse a la ansiosa inocencia del muchacho, y sus lacónicas respuestas se transformaron pronto en comentarios sobre lo que hacía, para pasar luego a establecerse un diálogo como el que puede existir entre un mentor y su discípulo. Incluso en cosas tan prosaicas y domésticas, la forma de obrar de los elfos era por completo diferente del tosco afán que caracterizaba las tareas humanas cotidianas.

Al otro, a Gilead, el muchacho sólo lo observaba desde lejos. Le atemorizaba, no porque el guerrero fuese elfo, sino porque mantenía a todo el mundo a distancia, incluso al compañero de su propia raza. Las lealtades del muchacho ya se encontraban en conflicto entre el Señor de Ottryke a quien le habían enseñado a alabar y obedecer, y aquellos maravillosos elfos, que sabían tanto y parecían tan completos.

Dos días después de la visita a la casa solariega, Fithvael y Gilead recibieron al Señor de Ottryke y su séquito en el campamento que habían plantado en aquellas tierras menos de una semana antes. Fithvael oyó cascos de caballo antes del amanecer, cuando Lyonen lo ayudaba a cargar los caballos y comprobar los arreos. Gilead se mantuvo firme en el centro del claro mientras era rodeado por el Señor de Ottry ke, ataviado con una especie de traje de caza, y cinco de sus guardias vestidos con ropas y capas grises, que no llevaban la insignia del noble humano. Los hombres armados no engañaban a nadie, y ambos elfos los reconocieron al instante como soldados que estaban allí para proteger los intereses del Señor de Ottryke contra cualquiera, incluidos Fithvael y Gilead.

—Bienvenido, señor —declaró Gilead con tono formal, aunque sin mostrar signos de reverencia ante aquel estúpido humano avaricioso—. ¿Entendemos todos el propósito que nos ha reunido? —No esperó a que le respondieran—. Os conduciré a las tumbas de mis ancestros a cambio de cualquier documento que en ellas encontremos, y toda otra propiedad os pertenece como actual Señor de Ottryke.

—Estamos plenamente de acuerdo —replicó el Señor de Ottryke—. Todos los objetos de valor material que se encuentren durante esta misión nos pertenecen sólo a mí y mi familia.

—En ese caso, no hay disputa. Partamos —concluyó Gilead al mismo tiempo que montaba en su caballo y Fithvael lo seguía.

Momentos más tarde, Lyonen, con un jadeante y torpe esfuerzo, también logró subir a la silla de su montura, acompañado por una mirada feroz de Gilead y uno o dos chasquidos de lengua de los seguidores del noble humano.

El primer día de camino transcurrió sin novedad. El terreno era plano y fácil de transitar, y los caballos avanzaban con paso seguro y confiado. Si los guardias de Ottryke estaban un poco nerviosos, se debía sólo a la compañía de los elfos; sabían que tales criaturas podían haber existido en la más remota aurora de los tiempos, pero jamás habían creído que pudiesen existir allí y en ese momento. Mientras Gilead y Fithvael cabalgaban un poco más adelante que el resto, seis pares de ojos furtivos y precavidos los observaban constantemente.

Lyonen, que no sabía muy bien cuál era su sitio, cabalgaba detrás del grupo de guardias, incapaz de conversar con hombres que días antes lo habían considerado indigno y entonces sólo le temían a causa de su relación con aquellos nobles elfos. Cuando olvidaba quién era y a quién debía lealtad, cabalgaba junto a Fithvael, lo que provocaba desaprobadoras sacudidas de cabeza e incluso consternación entre su propia gente.

Tras una noche tranquila bajo las estrellas, la segunda jornada los llevó hasta las bajas pendientes que señalaban el pie de las montañas que constituían su destino, así como las primeras posibilidades de peligro. El jefe de la guardia habló con los temidos elfos por mediación de Lyonen, que nada tradujo ni nada interpretó, sino que se limitó a repetir las palabras de advertencia de su sargento. Y había peligro, en efecto.

Gilead se detuvo en seco, y Fithvael lo imitó a apenas unos pasos de él. El elfo más joven alzó una mano para detener al grupo, pero eran meros humanos y lo mejor que pudieron hacer fue lograr que los caballos arrastraran las patas, vacilaran y se movieran aún un poco más. Cuando consiguieron detenerse y mantenerse en silencio era demasiado tarde. El control que tenían de sus corceles era chapucero, y eso les costó caro.

La bestia descomunal arremetió como salida de la nada, atraída por el aroma de la carne humana y el sudor de los animales, contra la retaguardia del grupo. Cuando Gilead se volvió para amonestar a los toscos humanos, la vio venir, bamboleante; tenía hinchadas y curvadas patas, y enormes zarpas delanteras, lampiñas, que le llegaban al suelo. Los hombres de Ottryke manotearon las empuñaduras y mangos de sus variadas armas mientras Gilead daba media vuelta y salía al galope para pasar junto a ellos. Con la espada ya en la mano y dejando un rastro en el aire que los humanos casi pudieron ver, el guerrero elfo bramó un grito de furia y ataque. Los guardias que habían logrado armarse, comenzaron a alzar las armas para enfrentarse con el elfo.

Detrás de ellos, el último guardia ya estaba medio fuera de la silla y, con el único pie que aún tenía metido en el estribo, pateaba furiosamente el ancho cuerpo del monstruo, desnudo y cubierto de cicatrices. El pecho bestial era del tamaño de un barril y tan duro como una roca, y el guardia no le hizo ni un arañazo a su atacante. El puño con garras de hueso se tendió hacia él y lo atrapó por el cuello, que rodeó con facilidad para arrebatarlo de la aterrorizada montura.

Gilead hizo girar en redondo a su caballo, y la elegante espada elfa descendió con fuerza hendiendo el lomo de la bestia en el preciso instante en que oía el sobresaltado grito de un soldado detrás de él, el cual cortó las bramadas órdenes del sargento, que quedaron flotando en el aire sin que nadie las obedeciera. El primer tajo abrió una profunda zanja en el lomo antinaturalmente curvado del bruto, e hizo que el enorme hombre bestia se volviera, chillándole a Gilead al mismo tiempo que escupía saliva amarillenta entre los grises labios costrosos y las hileras de dientes rotos y aguzados. La bestia echó la cabeza atrás y miró la desnuda pierna izquierda de Gilead, pero antes de que los dientes pudiesen entrar en contacto con el tejido de los músculos finamente torneados, el elfo había clavado la daga en la depresión de la garganta de la bestia, más ancha que su estrecho cráneo aplanado. La sangre negra manó como una fuente por la herida letal, entró a borbotones en la boca que la bestia inclinaba y la hizo retorcerse en sofocados estertores de muerte.

En el pasmado silencio que siguió, el noble humano y sus guardias se reunieron en torno a la monstruosidad caída, que se contraía de vez en cuando. Sólo Fithvael avanzó para atender al conmocionado, aunque sólo ligeramente herido, objeto del hambre devoradora de la bestia. La boca de Lyonen quedó abierta durante varios instantes, y cuando por fin logró rehacerse estuvo a punto de aplaudir al guerrero elfo, aunque logró contenerse justo a tiempo.

Gilead desmontó y ajustó las riendas de su corcel. El Seflor de Ottryke permaneció sobre el caballo, mirándolo con altanería desde arriba. Cuando el elfo alzó la mirada, sus ojos se encontraron, y los guardias inspiraron profundamente, como un solo hombre, y contuvieron el aire. Pasaron breves segundos, que parecieron siglos.

—No me debes nada —dijo Gilead, al fin.

—En efecto —respondió el noble humano, y alzó el mentón mientras hacía girar el caballo.

—Ése… podría haber sido yo —le susurró Lyonen a Fithvael en tono de conspiración cuando volvieron a formar y prosiguieron la marcha— si justo entonces no hubiese estado cabalgando a tu lado.

—Entonces, continúa cabalgando conmigo —respondió Fithvael de manera bondadosa—. No preveo que las cosas vayan a mejorar.

Gilead marchaba en vanguardia cuando el terreno ascendió hasta unas rocosas planicies, cuya vegetación arbustiva de brezos color anaranjado y malva marcaba la ruta. Tras volver a detenerse junto a una fuente que manaba entre destellantes rocas grises recorridas por brillantes vetas de cobre, Gilead hizo un gesto para que la partida se agrupase.

—Aquí es donde comienza —dijo al mismo tiempo que posaba los ojos sobre el estrecho caudal de agua.

Un salto bastaría para atravesar la borboteante agua limpia. El grupo desmontó y se quedó junto a la corriente, con aspecto perplejo. La roca situada por encima de la fuente tenía grabada una inscripción desgastada por los elementos y apenas visible. Sólo el noble humano permaneció montado, mirando a Gilead con burlona sonrisa.

—¿Es esto algún tipo de chiste elfo? —preguntó con tono despreocupado, y miró a sus hombres como si esperase que lo aplaudieran.

—Cruza la corriente en ese caballo tuyo, y sin duda lo descubrirás.

—¡Sargento! —dijo el Señor de Ottryke—, ¿cuál es tu opinión?

Antes de que el sargento pudiese responder, Gilead se situó ante el caballo del noble humano y aferró con firmeza las bridas.

—Me pagas a mí para que sea tu explorador, y al sargento para que te proteja de mí —resumió el elfo con tono inquietante—. ¿Me permitirás hacer lo que quieres que haga, o prefieres que te deje aquí para que se dé un festín contigo el próximo hombre bestia?

El Señor de Ottryke desmontó mientras Gilead continuaba reteniendo las riendas de la cabalgadura.

Cuando los últimos del grupo ataban los caballos, un corpulento joven que se hallaba en medio de los demás —Fithvael pensaba que debía ser el cabo y sabía que se llamaba Groulle— movió las piernas sin avanzar durante un momento, y luego se lanzó hacia la corriente de agua antes de que los elfos pudiesen detenerlo. Con el impulso que adquirió podría haber franqueado un pequeño arroyo de dos metros y medio de ancho o más. Era un hombre popular, que durante el viaje había hecho una enorme cantidad de chistes y observaciones, sobre todo a expensas de los elfos. Su risa era un bramido resonante y sonoro, que había hecho saltar a Lyonen de la silla en más de una ocasión y que provocaba una mueca de dolor en Gilead ante la falta de sutileza del humano.

—¡No! —gritó Fithvael al mismo tiempo que se lanzaba tras el enorme cabo.

Pero era demasiado tarde: el pie izquierdo de Groulle había golpeado ya la orilla del arroyo.

Groulle continuó y se lanzó al aire, agitando las piernas a modo de un movimiento de carrera destinado a llevarlo algunos metros más allá. Los demás sólo pudieron mirar, atónitos, cuando el ojo de la fuente se transformó en un géiser de ardiente fuego amarillo. La ribera del arroyo tembló mientras los otros contemplaban la huella que Groulle había dejado en la tierra blanda. El suelo se agrietó y derrumbó hacia adentro, tragándose la huella a través de fisuras negras que se extendían con rapidez en torno a ellos. Se oyó un profundo atronar dentro de la tierra cuando el resto del grupo retrocedía sin dejar de mirar a Groulle, que pareció flotar en el aire durante muchos minutos.

Mientras se hallaba allí, suspendido, pudo ver cómo la ribera del arroyo se desplazaba hacia afuera y el agua situada debajo de él se volvía brillante y luminosa, a la vez que el géiser le escupía gotitas de ardiente fluido. Por mucho que Groulle avanzara en el aire, la orilla opuesta del arroyo se movía más rápidamente, alejándose del hombre, hasta que ni siquiera él creyó que pudiera atravesarlo.

Groulle se inclinó y estiró hacia adelante los brazos y los hombros tanto como pudo, de manera estúpida, asustado, mientras le rezaba a su dios con voz chillona, que los otros oían sólo como alaridos de terror. Por fin, sus dedos entraron en contacto con la entonces empinada y agrietada orilla opuesta. La tierra estaba caliente y seca, pero el humano se impulsaba contra ella para sacar de la burbujeante agua unas piernas que ya no podía sentir. Y luego, todo acabó. Cuando los pies de Groulle salieron del torrentoso líquido viscoso, el cabo perdió el sentido.

Grouile despertó, aparentemente sólo momentos más tarde.

La fuente volvía, entonces, a formar un bonito hilo de agua transparente, que se deslizaba, inofensivo, entre las rocas.

Gilead le hizo un asentimiento de cabeza a Fithvael, y luego miró al resto del grupo. Vio rostros de color ceniza a causa del miedo, y reparó en que el Señor de Ottryke había retrocedido hasta la retaguardia y estaba otra vez montado en su caballo.

—¿Quién será el siguiente? —preguntó el elfo, mientras sus labios dibujaban una sonrisa torcida.

Seis hombres y dos elfos pasaron el resto del día dedicados a salvar los afloramientos rocosos y cruzar por encima del ojo de la fuente y su gastada inscripción de la runa elfa sariour.

Anochecía ya cuando se reunieron otra vez con Groulle, que volvía a estar inconsciente. Sus largas botas y calzones de cuero se veían completamente quemados y consumidos, al igual que el cuarto inferior de la vaina de su espada, también de cuero. El extremo del arma estaba ennegrecido y deslustrado, y sus piernas, hasta la rodilla, eran una masa de ampollas negras y úlceras rojas, bajo cuya piel ya se formaba pus que hinchaba las llagas. Lyonen apartó la vista ante aquel espectáculo, y un guardia de más edad avanzó. Lucía una pulcra barba gris y largas patillas, y sólo llevaba una ballesta para protegerse, cuando el resto de los guardias tenían al menos dos armas y posiblemente una plétora de otras escondidas entre las ropas. Una tira de cuero que pasaba por encima del hombro del veterano sujetaba un zurrón contra su cuerpo, que colgaba sobre el flanco izquierdo, sujeto a la cintura y también al muslo. El zurrón contenía una serie de saquitos y bolsitas de diferentes tamaños y formas. Freuden, pues ése era su nombre, se quitó el zurrón y comenzó a disponer vendas e instrumentos médicos sobre un paño limpio, que extendió en el suelo.

—La medicina humana no servirá aquí —dijo Fithvael al mismo tiempo que posaba una mano sobre los encorvados hombros del humano.

Freuden dio un respingo.

—¿Y qué sugieres, entonces? —preguntó.

—¿Tenéis un par de botas de más unos calzones limpios entre vosotros? —inquirió Fithvael sin alzar los ojos de las piernas de Groulle, que estaba examinando.

Freuden asintió, dubitativo.

—Entonces, tráelos.

Gilead se reunió con Fithvael, que estaba junto a Groulle, cuando el veterano comenzaba a abrir las ampollas que dejaban salir un hedor fuerte y dulce, y pus negro manchado de sangre. Gilead recogió una suave bota de vino pequeña que se encontraba en el suelo, al lado de Fithvael, y la sopesó en la mano.

—¿Piensas ungir a un humano con esto? —preguntó Gilead con voz cortante.

—Es la única manera, Gilead, y lo sabes. La runa ha demostrado que nuestra gente controlaba la naturaleza en este lugar.

—También sé que este hombre es un estúpido, indigno huma…

—Y puede ser que aún lo necesitemos —lo interrumpió Fithvael—. Tú acaba con la vida si tienes que hacerlo. Yo la preservaré si puedo. Y éste es el único alcohol decente que tenemos. Limpiaré sus heridas y comenzaré la curación.

Y dicho esto, Fithvael cogió una de las últimas reservas de raro vino de Tor Anrok que Gilead tenía en la mano, y comenzó a verterlo, unas pocas gotas por vez, en las heridas de Groulle.

—Es el último de la cosecha —comentó Gilead con dureza.

—En ese caso, debe ser usado para el bien.

Al día siguiente, las heridas de Groulle estaban un poco mejor, y él decidió continuar adelante con los demás. Avanzaban con lentitud mientras ascendían por la ladera de la montaña en busca de una entrada. Gilead y Fithvael tenían que detenerse una y otra vez para esperar a los humanos, más lentos y torpes. Los guardias rodeaban a su noble señor, lo guiaban y ayudaban, pues era el más lento de todos en el ascenso de la ladera cada vez más abrupta.

A media tarde, cuando sólo habían recorrido unos pocos centenares de metros, Gilead comenzaba a impacientarse. De haber viajado en solitario, habría hecho el recorrido con más rapidez y seguridad, pero todo tenía su precio, y hoy el precio era una tumba llena de antiguos tesoros elfos… y de conocimiento.

Apartó el pensamiento de su mente y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Al llegar a una roca cobriza que sobresalía a la altura del hombro de su cuerpo acuclillado, Gilead saltó sobre ella y, dado que podía ponerse de pie encima, sondeó con la mirada la ladera de la montaña. Un poco más abajo de donde estaba y a su derecha, encontró lo que buscaba. Al mirarla con atención, la roca parecía excesivamente lisa, y Gilead pudo ver una ligera niebla rojiza en torno a ella, así como el más ligero rastro de otra runa elfa, arhain, que significaba «secretos». Ésa era la entrada. Esperó a que el resto del abigarrado grupo se reuniera debajo de él.

—Entraremos por aquí —declaró al mismo tiempo que señalaba las rocas planas de color gris cobrizo situadas más abajo.

—¿Por dónde? —preguntó el sargento—. Yo no veo más que roca.

—Entonces, sígueme y lo verás todo —respondió Gilead mientras bajaba de la roca con movimientos gráciles y pisaba con levedad un plegamiento somero del terreno, en dirección a su objetivo.

—¡Espera! —ordenó el Señor de Ottryke—. Si tú entras primero, ¿cómo sabremos que podemos seguirte? Nosotros no vemos la entrada.

—En ese caso, tendréis que confiar en mí —replicó Gilead, con la mirada clavada en los ojos del noble.

—¡No! —discutió el humano—. Si hay una entrada, debemos enviar primero a uno de mis hombres al interior.

—¿S…, Señor? —tartamudeó el sargento.

—¿Qué sucede, hombre? —le espetó el noble, exasperado.

—Dos de mis hombres ya han resultado heridos… y no sabemos qué hay detrás de las rocas. Tal vez sea más… prudente que el elfo tome la delantera.

—La apuesta es alta, sargento —gruñó el Señor de Ottryke—. Perderemos hombres, pero, si lo prefieres, enviaremos al muchacho. Tiene poco valor como guerrero y dudo de su lealtad. Sí —continuó con tono malicioso—, pongamos a prueba al muchacho.

Lyonen le echó una última mirada de ojos muy abiertos a Fithvael, el cual asintió con gravedad, y luego tendió ante sí las manos para tocar la roca que no existía. Los ojos del muchacho se abrieron aún más y sintió que el sudor le chorreaba por el interior de la blusa, los flancos y la espalda. Arrastró los pies hasta tenerlos sobre el diminuto, sólido borde que precedía a la ilusión, y se encontró con que los primeros centímetros de sus botas se volvían invisibles. Al cabo de otro momento habían desaparecido sus dos brazos, y luego su cabeza y su torso. Un segundo más tarde, los guardias observaron, con horror y asombro, cómo se desvanecía tras la superficie de piedra el pie que Lyonen tenía más atrás, lo último que podían ver de él. Pasaron varios momentos de silencio.

—Está dentro —decidió el noble—. ¡Adelante!

Pero todos se detuvieron en seco al oír un agudo grito etéreo, amortiguado por la ladera de la montaña, y profirieron una exclamación ahogada cuando una mano flaca que surgía de la piedra, arañaba el aire ante ellos.

Fithvael fue el primero en lanzarse hacia el interior de la roca, donde desapareció casi antes de que lo hubiesen visto moverse. Luego, la mitad de su cuerpo volvió a surgir a la luz del día y pidió ayuda a gritos, para desaparecer una vez más en la ladera de la montaña.

Fithvael estaba arrodillado en la oscuridad, rodeado por una neblinosa luz roja y en medio de un túnel tallado toscamente, del que goteaba limo oscuro. Podía ver al muchacho sólo como matices de gris sobre gris en las tinieblas casi absolutas. Adelantó las manos y las deslizó sobre su cuerpo, que se retorcía en el suelo, ante él, hasta que un desgarrador alarido de dolor resonó por el túnel, y el joven se quedó inmóvil. Respiraba con jadeos cortos y someros.

Fithvael encontró la gruesa asta de una flecha que sobresalía sólo tres centímetros del esternón de Lyonen. Había penetrado demasiado profundamente. Fithvael palpó la pulida, sedosa textura del extremo de la flecha, que le habló como sólo un proyectil hecho por los elfos podría hablarle a un guerrero elfo. Una mano de Fithvael cubrió los ojos del muchacho humano mientras la otra presionaba fuerte y repentinamente sobre el extremo de la flecha elfa de bella factura. El muchacho ya había hallado el fin en la punta de un arma elfa. Lo único que el veterano guerrero podía hacer entonces por él era poner fin a su sufrimiento.

Fithvael avanzó hasta el borde de la entrada y sacó cabeza y manos a través de la roca ilusoria, de modo que el resto sólo pudiesen ver su expresión airada y sus manos manchadas de sangre.

—¡Está muerto! —dijo—. El primero de tus hombres se ha perdido, señor, y no había nadie más leal en tu guardia, aunque tú no lo supieras.

—Pero ¿podemos entrar sin peligro, elfo? —preguntó el Señor de Ottryke.

Fithvael dejó caer las manos que volvieron a desaparecer en la roca, con una expresión de asco en el rostro.

—¿Quién sabe cuántas otras trampas antiguas puede haber aún en esta tumba? Yo, no —contestó antes de desaparecer.

Con lentitud y gran precaución, los hombres de Ottryke siguieron a Fithvael a través de la entrada oculta que conducía al interior de la tumba elfa. Encendieron pequeñas lámparas y se reunieron en torno al cuerpo de Lyonen. En la claridad, pudieron ver el alambre con el que había tropezado, y la ballesta que había disparado la flecha que había acabado con su vida. Era tosca, según las pautas elfas, y cualquier buen explorador humano la habría visto, pero había sido demasiado para el valiente joven novato. El médico, Freuden, examinó el cadáver.

—¡Qué desperdicio! —murmuró.

—El muchacho murió en el cumplimiento del deber —declaró el Señor de Ottryke con pomposidad.

—Se llamaba Lyonen —dijo Fithvael con voz gélida al mismo tiempo que clavaba sus ojos en los del noble humano.

La tensión aumentaba a medida que avanzaban hacia el interior de la montaña. Fithvael guardaba silencio, apenado por la muerte de Lyonen, un muchacho inocente, que ni siquiera debería haber estado allí.

Los guardias habían comenzado a murmurar entre sí. Se les hacía evidente que el Señor de Ottryke no era un buen líder y que tendrían que hacer caso de Gilead, el guerrero elfo, si querían sobrevivir. No encontraron más trampas en el túnel, pero los guardias permanecían detrás de Gilead y observaban cada uno de sus movimientos. Cuando el túnel se abrió para formar una cámara abovedada más amplia, se volvieron a mirar al elfo, y ninguno se atrevió a salir al espacio abierto antes que él.

Gilead cogió una lámpara, alargó la mecha para que diese más luz y la colgó de la punta de una alabarda que le prestó el sargento. Balanceó la lámpara por encima del piso de la caverna, que se reveló como una serie de baldosas entrecruzadas y gastadas, y luego hacia las paredes, donde vio cinco aberturas oscuras en la roca. Las baldosas eran de dos formas distintas: las grandes y octogonales se intercalaban a intervalos con otras cuadradas y pequeñas. Aunque estaba gastado, el piso se veía lustroso e intacto en algunos sitios, y del mismo modo que las baldosas se intercalaban, también lo hacía el intrincado dibujo formado por las runas grabadas en ellas.

—¿Ves la pauta? —le preguntó Gilead a Fithvael.

—Es bastante sencilla —replicó el veterano guerrero—. Yo pasaré primero. —Había leído el pensamiento de Gilead.

El elfo más joven avanzó hasta el final del grupo para dar instrucciones a los guardias que esperaban en fila.

—Sigue los pasos del hombre que tengas delante —fue cuanto dijo al llegar al Señor de Ottryke—, a menos que yo te diga lo contrario. —A continuación, se situó detrás del noble humano.

Fithvael comenzó a avanzar por el piso. Las puntas de sus botas caían con precisión y levedad: dos pasos cortos a la derecha y, luego, media zancada hacia atrás. Mantenía los ojos en el suelo que lo rodeaba y cuidaba cada paso. Groulle lo seguía y se esforzaba con ahínco para no dar un traspié con sus piernas quemadas mientras Fithvael iba de un lado a otro. Luego, siguió Freuden, el apotecario. Cuando hubo conducido a los dos primeros hombres hasta aproximadamente un tercio de la distancia total, Fithvael se volvió y llamó al sargento, que en ese momento estaba a punto de comenzar a avanzar por las baldosas.

—Ya no puedes seguir mis pasos —le dijo—. Escucha —y le dio al sargento una serie de instrucciones nuevas que parecían conducirlo hacia la izquierda de la caverna y apartarlo del primer grupo.

De repente, el sargento se detuvo con dos dedos de un pie apoyados, casi a punto de pisar una de las diminutas baldosas cuadradas de piedra. Tenía ganas de secarse el sudor de las manos en los calzones, pero no se atrevió por temor a perder el equilibrio al hacerlo.

—¿Adónde me estás enviando? —gritó hacia la oscuridad casi total, pues se daba cuenta de que se alejaba del grupo de vanguardia.

—Debes confiar en mí —replicó Fithvael con voz grave y tranquilizadora.

El sargento volvió apenas la cabeza, vio a los otros dos hombres restantes que le seguían los pasos, y decidió que no los defraudaría. Tras inspirar lenta y profundamente y aquietar sus pensamientos, el sargento volvió a llamar a Fithvael.

—Continúa guiándome —dijo.

Durante la hora siguiente, Fithvael condujo a su grupo por el vacío y guió al sargento. Sólo quedaban Gilead y el Señor de Ottryke.

—¿Por qué los conducís como si fuesen niños jugando a monstruos? A mí, el piso me parece bastante sólido —declaró el noble humano al mismo tiempo que sorbía por la nariz con desdén.

Gilead miró a Ottryke y, luego, al mortecino gris de la luz que tenía ante sí. Sacó una flecha de la aljaba que llevaba a la espalda, la partió dos veces sobre una rodilla y la envolvió apretadamente en un jirón de tela.

—Sargento —llamó Gilead—. Coge esto.

Lanzó el pequeño hatillo por encima del piso. La mano del sargento, tendida para coger la tela, se vio repentinamente iluminada en oscuro naranja fluorescente. La flecha rota había caído al suelo y entonces una zona del piso se había iluminado y latía a su alrededor. Al cabo de un instante, la flecha ardía sin llama, con luz verde, y lanzaba chispas blancas que volaban en todas direcciones. A continuación, el piso se volvió fluido como burbujeante melaza caliente que corría, y el paquete hecho con la flecha rota y el jirón de tela fue tragado por el líquido viscoso. Al lado de la primera baldosa que se había disuelto, una segunda comenzó a fundirse, y luego una tercera.

—Ve tú delante —le dijo Gílead al noble de aspecto sobresaltado—. Y pisa sólo donde yo te diga.

Sólo Fithvael y Gilead sabían que con cada nuevo grupo que atravesaba el piso, la magia elfa se tornaba menos magnánima. Fithvael y su grupo necesitaron una hora para atravesar la cámara, pero el sargento y sus dos hombres invirtieron más de dos horas en hacerlo. Ottryke y Gilead no llegaron al otro lado de la cueva hasta pasadas cinco penosas horas. El viaje fue más largo y más traicionero, y en torno a ellos las baldosas se fundían como melaza que borboteaba y eructaba con asco. Cuando finalmente llegaron al otro lado, Ottryke estaba pálido y temblaba violentamente. El apotecario acudió a atenderlo, pero el noble lo despidió con un agotado gesto de la mano.

—Dame un poco de tu licor —le dijo a Gilead.

—El vino elfo no es para consumo humano —respondió el elfo con sequedad.

El Señor de Ottryke insistió en descansar en la oscura y estrecha salida de la caverna. Fithvael cambió los vendajes de Groulle, y el sargento fue de un guardia a otro para darles unos golpecitos en la espalda. Tras decirle unas palabras de aliento a Groulle, el hombre posó las manos sobre los hombros de Fithvael y le sostuvo la mirada durante un momento. No se dijeron una sola palabra.

Fithvael se reunió con Gilead en el oscuro fondo de la caverna, lo más lejos posible de los humanos que refunfuñaban.

—¿Es prudente esto, Gilead? —preguntó, pero no obtuvo respuesta—. Los hombres están desaprovechados por un hombre que no los lidera, confundidos respecto a cuál es su deber. ¿Cómo acabará todo?

—Los humanos son indignos y traicioneros, sin excepción —fue la única respuesta de Gilead.

—Lyonen era un muchacho digno, y el sargento parece un tipo reflexivo para ser humano. Creo que está resuelto a seguirte.

—No importa —dijo Gilead—. El final será el mismo.

Y le volvió la espalda a su viejo amigo para sumirse en sus propios pensamientos con una expresión hosca en la cara.

La luz no cambió en el interior de la caverna, aunque en el exterior rompía el alba con rapidez. Gilead y Fithvael estaban preparándose para continuar el viaje subterráneo y, tras observarlos durante unos momentos, el sargento comenzó a reunir a sus hombres. Habían dormido poco y habían comido menos, y sólo el aliento de su superior logró ponerlos en pie. El noble continuaba durmiendo, repantigado en una postura indigna; en una de sus sucias mejillas, la baba dejaba regueros limpios.

A despecho de algunas respetuosas sacudidas suaves, el sargento no logró despertarlo y se volvió hacia Gilead para que le diera instrucciones. El elfo suspiró, desenvainó la espada y la hizo sonar con fuerza contra la roca situada junto a cabeza del hombre. Farfullando y gritando, el Señor de Ottryke abrió los ojos con un sobresalto, aunque nada dijo al ver que era Gilead quien lo había despertado.

Fithvael condujo el grupo a través de una de las aberturas que había en la pared de la caverna hacia el interior de un corredor estrecho y sin luz, mientras Gilead volvía a ocupar su puesto en retaguardia, justo detrás del noble humano. El pasaje era empinado y alto, pero su ancho era justo el suficiente para que pasaran por él los estrechos hombros de un elfo. Cuando, al cabo de poco, Fithvael se dio cuenta de que Groulle tenía dificultades para avanzar, le aconsejó que se quitara las armas y las arrastrara detrás de él; luego, apenas unos metros más adelante, tuvo que hacer lo mismo con sus gruesas ropas externas. A pesar de la estrechez del espacio, Groulle obedeció sin protestar; no obstante, cuando le tocó el turno al noble humano, éste se le quejó vocingleramente a Gilead, que podía caminar con soltura en aquel lugar.

—¡Buscad otra ruta! —exigió Ottryke—. Éste no era el único túnel que había.

—Entonces, vete por otro —le respondió Gilead—. Pero date por advertido: las inscripciones elfas contienen intrincados hechizos, y Fithvael ha podido conducirnos por camino seguro sólo después de estudiarlas durante horas.

Gilead hablaba con serenidad, pero cuando al Señor de Ottryke se le puso rojo el rostro y empezó a bramar protestas, el elfo desenvainó la espada en el estrecho túnel y le cerró la retirada al noble humano. En aquel espacio ya esa distancia, el hombre era por completo incapaz de defenderse o de llamar a sus guardias para que lo protegieran; no le quedó alternativa. Mientras se esforzaba por volverle la espalda al elfo y continuar avanzando por el estrecho pasillo, el Señor de Ottryke maldijo al inmundo monstruo inhumano para sus adentros. Nunca antes había sido humillado por un hombre, y menos aún por un elfo como Gilead.

A medida que el túnel se adentraba más en la montaña, las paredes se volvieron más suaves y aparecieron cubiertas por grabados nítidos, que tenían el mismo aspecto que el día en que fueron hechos. El avance era muy lento; todos los humanos se veían obligados a caminar de lado, con la espalda y los codos contra una pared.

Groulle proseguía sin quejas, a pesar de que sus rodillas y codos se raspaban a cada paso y dejaban un rastro de sangre fresca, que era enjugado por las blusas de los hombres que lo seguían. El dolor no importaba, pero detestaba el hecho de estar en contacto con aquellas horribles runas elfas, las runas que casi lo habían sentenciado a muerte.

Fithvael, que iba uno o dos pasos delante de él, pasaba las manos distraídamente por las runas, maravillado por su belleza y sonriendo ante la bienvenida que en ellas se leía.

En la retaguardia del grupo, Gilead comenzaba a sentirse esperanzado, aunque, al mismo tiempo, se impacientaba con el noble humano. Ottryke parecía detenerse e inspeccionar cada abrasión y arañazo que hallaba, resoplando de enojo y chupándose los dientes para no decir nada que pudiese hacer que Gilead se volviese contra él por segunda vez. Se negó a quitarse incluso las prendas exteriores y mantuvo sujeta el arma, aunque no le habría servido de mucho, ya que sus guardias se habían despojado de las suyas hacía mucho. Por la expresión de su rostro, resultaba evidente que sólo la codicia lograba que continuase avanzando.

Ottryke olvidó todas las quejas en un abrir y cerrar de ojos cuando llegaron bruscamente al final del túnel. Al mirar desde lo alto de una pendiente de profundas terrazas, pudo verlo todo: su recién hallada riqueza estaba esparcida allá abajo, formando una destellante montaña de hermosos objetos elfos. Sus hombres estaban dispersos sobre la terraza superior, vestidos a medias y vapuleados, y contemplaban con reverencia y maravilla el espectáculo que se extendía ante ellos. El semblante de Groulle se veía pálido y grisáceo a la escasa luz de la extraña penumbra interior de la caverna, y no parpadeaba; tenía los ojos salidos de las órbitas. Freuden, exhausto, miraba con fijeza, y su rostro era la viva imagen de la incredulidad. El sargento se encontraba junto a Fithvael y sonreía.

—Que también vosotros encontréis aquí vuestra riqueza —le dijo al elfo en voz baja.

Gilead, que iba a la retaguardia, salió a la terraza en último lugar. Observó con asco cómo el Señor de Ottryke bajaba dando incoherentes tropezones por las terrazas con enormes zancadas erráticas al mismo tiempo que se quitaba el pesado justillo y el casco de cuero, cacareando y dando chillidos. Para Gilead, el noble humano no presentaba mejor aspecto que un borracho pendenciero que fuese dando traspiés detrás de una puta voluptuosa que no tuviese interés en él.

—Los documentos son míos. La historia es mía —le recordó Gilead con tono firme—. Llévate el oro, pero déjame a mi gente.

El Señor de Ottryke se volvió con aire perplejo.

—¿Qué me importáis a mí tú o tus preciosos muertos? —preguntó retóricamente y, tras volverse hacia su premio, se lanzó desde la última de las terrazas y quedó sumergido hasta la cintura en oro, pesado oro.

Fithvael y Gilead avanzaron con cuidado entre los tesoros antiguos. El aire era seco y de olor dulce, y todo parecía perfecto. Necesitaron un poco de tiempo, pero, tras buscar metódicamente, los dos elfos hallaron, por fin, una serie de cofres, cajas y cilindros de cuero, que se encontraban sobre un repositorio de piedra de tres lados, separados del resto de los objetos.

A su alrededor, oían las frenéticas órdenes del Señor de Ottryke, y el bullicio de los hombres que se apresuraban a obedecerlo. Todos daban vueltas intentando valorar el tamaño y el peso de las reliquias para dilucidar la forma de trasladarlas a la casa solariega del noble.

El propio Ottryke había renunciado a contar las riquezas y ya había comenzado a gastarlas mentalmente, tal vez para deponer a su primo, el Elector de Altdorf, de su trono. Riqueza y poder, poder y riqueza; inextricablemente unidos en la mente de Ottryke, significaban una sola cosa: codicia.

Gilead posaba una mirada anhelante sobre los verdaderos tesoros que había encontrado. Se quedó sentado sobre el pulido suelo de piedra durante lo que pareció una eternidad, examinando el cuero muy labrado, sobre el que había multitud de runas doradas, que parecían oscilar y cambiar de forma ante sus ojos. Miraba los grandes cierres y bisagras de oro con volutas. Absorbía la belleza de la artesanía y la perfección de cada centímetro de las obras.

Fithvael permanecía de pie detrás de él, sin saber muy bien qué decir, pero con la esperanza, tal vez por primera vez, de que la larga búsqueda pudiera dar frutos, al fin. Aplastó la esperanza antes de que fuese demasiado grande para contenerla en la mente, y la encerró detrás de una puerta mental, al menos de momento. Sabía que entre ambos, él y Gílead, serían capaces de transportar toda la historia contenida en aquellos sagrados libros y pergaminos. No podían regresar por el mismo camino por donde habían llegado. Los elfos que habían construido aquel lugar que habían llenado de trampas eran demasiado inteligentes para que pudiese ser así. Comenzó a buscar respuestas por los alrededores, y pronto las encontró en lo alto, en los techos elevados y abovedados. Él y Gilead podrían escapar sin problemas, pero ¿y los humanos? ¿Tendrían la habilidad o el valor necesarios para lograrlo?

Mientras Fithvael meditaba sobre esta cuestión, sus ojos fueron atraídos hacia abajo por un grito profundo, contenido y atemorizador. Al posar la mirada sobre su amigo, vio que Gilead retiraba la mano como si se la hubiese quemado en un horno, y a continuación una pequeña nubecilla amarillenta se posó sobre el piso, de un blanco perfecto.

—¡Demasiado tarde! —susurró Gilead, con terror—. ¡Hemos llegado demasiado tarde!

Con esas palabras, se puso de rodillas, echó atrás la cabeza y profirió un espantoso alarido de dolor y desesperación.

—¿Qué…, qué pasa? —susurró Fithvael cuando el grito se apagó—. ¿Qué sucede, viejo amigo? —repitió, con las manos flotando unos centímetros por encima de los hombros de Gilead porque, por mucho que lo desease, no se atrevía a tocarlos.

Al no recibir respuesta, Fithvael se inclinó sobre el cuerpo doblado de Gilead para posar una mino encima del rollo de cuero bellamente labrado que tenía cerca. Las puntas de sus dedos apenas lo habían tocado cuando desapareció, desmenuzándose en el aire. El segundo alarido de angustia de Gilead provocó todo el resto de acontecimientos. En torno a ellos, ya fuese debido a algún hechizo que se había activado a causa de su presencia, o incluso a causa del aire nuevo que habían dejado entrar en aquel antiguo lugar, todo se desmenuzaba y desaparecía en la nada. Cualquier precioso conocimiento que hubiese sido preservado en aquella tumba, se perdió por completo. Cuando se apagaron los ecos del terrible lamento, los siguió otro bramido. Una carcajada profunda procedente de las entrañas, casi tan estridente como aterrorizador había sido el grito del elfo, llenó la cámara. El Señor de Ottryke señaló a Gilead con un dedo rechoncho, echó atrás la cabeza y rugió de risa.

—¡Tu raza está muerta! —dijo en tono malicioso, con la boca abierta a causa de las carcajadas—. ¡Yo lo tengo todo! Y tú…, ¡tú no tienes nada! ¡Nada! —gritó, ya sin reír.

Todo lo que quedaba en el rostro del noble era triunfo y odio.

El Señor de Ottryke alzó los brazos y giró sobre sí mismo para invitar a su guardia a aclamarlo como el vencedor. Lentamente, también los hombres comenzaron a reír y señalar. Groulle pareció avergonzado e incómodo durante un momento, pero se contagió al cabo de poco y comenzó a reír junto con los demás. Freuden lanzó una sola mirada compasiva a la expresión perpleja y desolada de Fithvael, y empezó a reír con disimulo, casi a pesar de sí mismo. En la parte trasera del grupo, el sargento se dejó caer sentado, sacudió ligeramente la cabeza inclinada y se cubrió la cara con las manos. Pero el gesto, por sí solo, no fue suficiente para salvarlo, en comparación con la burla y el desprecio de su compañía.

El viaje al interior de la montaña había sido de varios días. El de salida, emprendido por dos elfos en solitario, fue meramente de horas.

Se alejaron de la montaña haciendo caso omiso de los débiles, lejanos gritos que se transformaron en alaridos a sus espaldas, y volvieron al sitio en que habían dejado los corceles. Gilead no se había llevado nada del interior de la montaña. Metida dentro del justillo de Fithvael, había un trozo de tela ensangrentada que tenía bordada una runa elfa, resto de un tabardo nuevo que había llevado puesto el miembro más joven de la guardia del Señor de Ottryke. Si Lyonen hubiese sobrevivido, tal vez Fithvael habría encontrado el medio de salvar a todos los humanos.

Cuando se reunieron con los caballos, Fithvael sacó el trozo de tela que llevaba sobre el corazón, y lo guardó en la alforja. Gilead lo observó durante un instante, y luego miró a Fithvael a los ojos.

—No he roto ninguna promesa —le dijo.

—Déjame, al menos, llorar al muchacho —respondió Fithvael.

—Debes llorar a quien tu corazón te diga —asintió Gilead—. Yo hice un contrato con esa escoria para conducirlo al interior de la tumba, un viaje sólo de ida. Él ni solicitó ni pagó por el viaje de regreso.

Y dicho esto, Gilead montó sobre su caballo y comenzó a descender la montaña, alejándose del pasado en ruinas de su pueblo y de Ottryke Manor.