3: La decisión de Gilead

TRES

La decisión de Gilead

¡Hay demasiada magia en este lugar!

¿Que adonde fueron después de eso?

Veo que he despertado vuestra curiosidad. Pasadme la bota de vino y dejadme pensar. Las historias han permanecido en mi mente durante cincuenta años, y antes de eso ya eran antiguas. Aletean en torno a la seca buhardilla de mi cráneo, a la espera de que las deje salir otra vez. Sólo recuerdo algunos fragmentos. Perdonadme.

Tras marcharse de Tor Anrok por última vez, Gilead y Fithvael iniciaron un viaje casi sin destino, adentrándose en el mundo. Hubo algún incidente con una grandiosa bestia cornuda que se hallaba en los territorios salvajes que hay al este de Marienbeg, pero he olvidado los detalles. Y también hubo un encuentro con bandoleros, según recuerdo; se dedicaban al bandidaje en los altos pasos que hay a este lado de Parravon. No vivieron lo bastante como para lamentar el error de haber detenido a dos jinetes solitarios.

¿Qué más? ¡Maldita sea mi memoria, que se ha vuelto rancia! Esperad…, esperad… ¿Dos estaciones enteras bajo tierra? ¡Sí, en catacumbas oscuras para guerrear contra los hombres rata! ¡Qué hechos sucedieron allí! ¡Qué historia! Pero he jurado no contarla jamás en su totalidad. Algunos relatos contienen una maldición, y ése es uno de ellos.

Por lo que cuentan las historias, ésa fue una época mejor para Gilead Lothain, a despecho de los peligros. Pensad que la suya era una vida herida la muerte de su gemelo, la desolación de los diez años pasados en busca de venganza, la desdicha y el abatimiento que siguieron. Pero su compañero, Fithvael, le había proporcionado la salvación de un rey: primero, al incitarlo a dar caza al comerciante maldito Lugos, y después al persuadirlo para que abandonara su ruinosa casa natal, donde nada había, excepto fantasmas. El vagar de ambos le dio un propósito a Gilead, ya fuera luchando contra bandidos, bestias o los inmundos skavens. En su misión había suficiente valor, combate y justicia para conjurar a la fría mano de la muerte que se tendía hacia él desde el otro lado del abismo, aquella estrecha y antigua conexión que tenía con Galeth y que entonces persistía y tocaba su alma de muerte.

Los dos compañeros compartían un cierto grado de felicidad, camaradería, empeño. Fue una época digna. No obstante, el corazón de Gilead aún estaba manchado y oscurecido, y la desdicha que acosaba su vida no permanecería alejada por siempre. ¡Ay, sí, fue una época digna! No duraría, y una vez que concluyera, jamás se repetiría. ¡Dioses misericordiosos, sabía que estaba en mi cabeza! Ahora recuerdo lo que aconteció después. Llenad vuestro vaso, poneos cómodos y os contaré la historia de lo que sucedió. Pero os advierto: no tiene un final feliz.

Primero debo hablaros de la voz.

* * *

La voz había comenzado a llamarlo poco después de que Gilead volviese la espalda a Tor Anrok. Al principio, era tenue como una gasa, y él la oía fugazmente, sólo una vez, y no volvía a llamarlo durante varios meses; era un muy infrecuente susurro reprobatorio en lo más profundo de la noche. A lo largo de los meses y los años, no obstante, creció y se hizo más fuerte y frecuente. Al principio, parecía ser la voz de su padre; luego, la de su hermano. Después, se transformó en una única entonación ligera como el cristal dentro de su mente: la voz de una mujer elfa. Llegado un momento, se convirtió en una voz que Gilead tenía la sensación de haber conocido desde siempre, una voz del pasado y del futuro.

Para entonces, Gilead había decidido buscar a los que quedaran de su raza. El veterano Fithvael, a su lado día y noche, creía en secreto que aquélla sería una búsqueda estúpida. La raza antigua había abandonado aquellas orillas; sus espacios habían sido usurpados por la tosca humanidad de corta vida y por las repugnantes razas subhumanas. Pero le siguió la corriente a su compañero porque la idea de la búsqueda calmaba a Gilead y lo tornaba anhelante, curioso y decidido. Le devolvía la vida, y Fithvael se sentía profundamente agradecido por ese pequeño consuelo. Como creo haber dicho ya, fue una buena época para ambos.

Cuando comenzó a oír la voz con mayor frecuencia, Gilead descubrió que encaminaba sus pasos en dirección a ella. Acompañado por Fithvael, llegaron a una enmarañada región de las profundidades de Drakwald, en la que nadie vivía por temor a los hombres bestia. Sólo entonces dudó Fithvael, pero Gilead estaba decidido. En alguna parte de las proximidades había alguien de su raza, alguien con el poder de entrar en su mente y guiarlo. Seguiría esa voz hasta la muerte si era necesario.

En ese momento, la voz femenina colmaba los sueños de Gilead durante las largas y oscuras noches. Cuando llegaba a su mente, él le daba la bienvenida con alegría. Desde que la promesa de su joven vida le había sido arrebatada, no había visto nada en su futuro. Tenía la impresión de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había soñado como lo hacen los jóvenes: sueños de deseo, de una amante, de una esposa, incluso de un heredero. La voz que entraba en su mente le hacía sentir de nuevo que eso era posible.

Avanzando por el enmarañado bosque, cada día se concentraba sólo en seguir la voz con el fin de dar con su dueña. Ni una vez pensó en lo que podría suceder después de que encontrara a la mujer elfa que lo llamaba.

—¿Hoy aún continuaremos hacia el este? —se atrevió a preguntar Fithvael una mañana mientras levantaban el campamento y se preparaban para marchar.

—Iremos hacia el este hasta que me indiquen lo contrario —replicó Gilead.

—¿Y qué buscamos al este?

—Una vida —replicó Gilead al mismo tiempo que montaba sobre el corcel y hacía girar la cabeza del animal hacia la ruta escogida.

Fithvael no siguió con aquella conversación, al igual que no lo había hecho con las entabladas durante las semanas anteriores. Había comenzado a desconfiar del ansioso propósito que animaba a su amigo Durante mucho tiempo se habían limitado a vagar ociosamente, a veces avanzando un poco, otras describiendo enormes círculos en un área remota. Entonces, Gilead parecía saber con precisión hacia dónde iba, pero no le había proporcionado a Fithvael ninguna información. El viejo guerrero conocía bien las extravagancias de la mente de su compañero cuando ésta estaba alterada. Sin embargo, en ese momento Gilead mostraba una especie de serenidad aparejada con una energía bien canalizada, muy diferente del frenesí asesino que Fithvael, a menudo, había temido que apareciera en el elfo más joven.

Así pues, el veterano guerrero siguió a Gilead y dejó para mejor momento las preguntas.

Dos días más tarde, en la hora en que los colores del bosque se transforman en un único tono de gris apagado y uniforme al disminuir la luz, Gilead se volvió hacia su compañero. No podían ver el rostro del otro en medio de la oscuridad, pero Fithvael percibió la emoción que recorría el cuerpo del joven.

—Ya estarnos muy cerca —comentó Gilead, como si eso lo explicase todo.

—¿Cerca de qué? —inquirió Fithvael.

—No de qué —replicó su amigo—, ¡sino de quién! ¡La voz que nos llama!

Dicho eso, espoleó el caballo y se lanzó a través de las profundas sombras grises de las boscosas tierras vírgenes. Fithvael percibió el aroma de la marga levantada por los cascos del caballo, el musgo, la podredumbre de la corteza de los árboles. Oyó el crujido de la madera vieja, el resuello de los jabalíes a unos cien pasos de distancia, el rumor de los lustrosos escarabajos entre las hojas del suelo. Pero no oyó ninguna voz, excepto la de su propio corazón, que le decía: «Da media vuelta ahora mismo y deja que el joven estúpido siga con su búsqueda».

Fithvael acarició la crin de su caballo, dejó suelta la espada dentro de la vaina y, sabiendo que probablemente lo lamentaría, se lanzó al trote tras Gilead.

* * *

Su nombre era Níobe. Se encogió todo lo posible dentro de la sucia y hedionda habitación donde la habían arrojado.

No se atrevía a abrir los ojos por temor a lo que pudiese ver a su alrededor. Se concentró todo lo posible en el intento de no oír los gritos de sus compañeros de cautiverio, los alaridos y aullidos inhumanos que le colmaban los oídos y resonaban dentro de su cabeza. Intentó aislarse de los profundos gruñidos de sus bestiales guardias. Cerró su mente a todo lo que había visto y hecho.

No le sirvió de nada. Los hipnóticos y carismáticos encantos de Iré corrían por su alma como veneno en la sangre. Sabía qué estaba haciendo el y por qué la había llevado allí…, a ella y a los otros.

No podía hacer nada más que encogerse todo lo posible, cerrar los ojos, aislarse de los sonidos… y llamar.

Cuando Iré y su raza de abominables hombres bestia la habían arrastrado por primera vez hasta aquel lugar, con aquella arquitectura que confundía los sentidos y aquel hedor espantoso, había separado una parte de su mente. La había encerrado herméticamente y había dedicado todas las energías que había sido capaz de reunir al aislamiento de la misma.

Sabía que Iré estaba usando la magia de ella, cosechándola y dedicándola a algún oscuro propósito. Y sabía que si él lograba absorberle todos sus poderes arcanos, no le quedaría nada con lo que luchar ni con lo que lanzar una llamada al mundo.

Su magia mental siempre había sido potente, incluso cuando aún era un bebé. Eso había hecho que fuese un ser bendecido y especial en la torre de su padre. Por ello, había sido capaz de apartar una porción diminuta de esa magia y la había usado para enviar un ruego de auxilio. Si había alguien de su raza en un radio de mil leguas del punto en que se hallaba, cualquiera de la raza antigua dispuesto a escuchar, el ruego le llegaría y, tal vez, lo conduciría a su rescate. Ya había pasado demasiado tiempo —meses, años incluso— a solas en la oscuridad, mientras su magia continuaba mermando al ser drenada por el enemigo. Sin embargo, volvió a llamar, pues sabía que no pasaría mucho antes de que se viese incapacitada para continuar haciéndolo.

* * *

La voz resonó en la mente de Gilead una vez más.

Conforme avanzaban, los árboles de Drakwald crecían más juntos. Entonces se encontraban en la zona más antigua de la vasta maraña de árboles añosos, una tierra oscura y formidable, que había sido así desde la aurora de los tiempos. Era un bosque eterno, cuyos calveros prehistóricos habían permanecido intactos durante cien mil generaciones. Oscuro y deforme, olía a rancio, y retorcidos troncos y ramas caían al ser tocados, esponjosos y putrefactos. Con su denso sotobosque, las profundidades sin sendas de aquellas tierras podrían hacer que el más diestro explorador se perdiera y quedase perplejo, y en el aire había un constante olor a miedo subhumano.

Y a pesar de todo, Gilead se sentía lleno de energía, vigoroso y preparado para cualquier cosa, pues la hermosa voz de la mujer elfa lo animaba a continuar.

Hacía mucho que el cielo había quedado oculto por el dosel de hojas que formaban un manto opresivo y espeso muy en lo alto. Las ramas se arqueaban como una bóveda por encima de sus cabezas, y la atmósfera era oscura y húmeda. El olor a vegetación mojada y los crujidos del bosque colmaban el aire. Los dos jinetes se detuvieron y prestaron atención para ver si oían los familiares sonidos de los pájaros y las criaturas que normalmente poblaban el sotobosque. Pero esa parte de Drakwald estaba muerta; allí no podía sobrevivir nada que no fuese la vida más primitiva.

Fithvael se sobresaltó cuando los corceles se pusieron nerviosos de pronto, atiesaron las orejas y se les dilataron las fosas nasales. El olor dulzón del sudor de los caballos ascendió desde los estremecidos flancos, y comenzaron a patear el suelo, ansiosos por continuar adelante.

Los jinetes habían llegado a una alta muralla de denso follaje, una espesa barrera de retorcidas ramas negras con hojas lustrosas de color verde oscuro, que olía a cadáveres en descomposición. Desmontaron y se aproximaron al obstáculo; la brisa lo estremecía como a un ser vivo y parecía extenderse hacia ellos casi como si intentara rodearlos. El susurro de las hojas y las ramas se transformó en un estruendo de crujidos al esforzarse la vegetación de la barrera por crecer para hacerse más espesa y alta alrededor de ambos.

—Aquí hay demasiada magia —dijo Fithvael al mismo tiempo que intentaba librarse de la inquietud que sentía.

—Y en mi mente hay magia elfa. No tenemos nada que temer —replicó Gilead mientras se armaba con el par de armas que siempre llevaba a los lados.

Gilead descargó golpes sobre la barrera vegetal, y ambas armas zumbaron en el aire y penetraron en las hojas y las ramas que tenía delante. Al morir, las hojas se elevaron y quedaron flotando, donde agonizaron, se tornaron marrones y se marchitaron antes de convertirse en polvo y desaparecer. Las ramas cortadas gritaron y se retorcieron en estertores de muerte a la vez que escupían una savia pegajosa y marrón, que quemaba la garganta de ambos compañeros.

Fithvael tosió y jadeó mientras arrancaba una tira de tela de su camisa para cubrirse la boca con ella. Pero Gilead continuó luchando sin hacer caso de la trabajosa respiración que le raspaba la garganta ni de los puntos de su atuendo que ardían sin llama donde la savia ácida había comenzado a corroer la tela.

Fithvael pudo respirar con mayor facilidad a través de la improvisada máscara y, tras armarse, se agachó bajo el brazo de la espada de Gilçad, que cortaba como una guadaña, para unirse a la refriega. Mientras los dos continuaban cortando la oscura muralla, ésta se retorcía y crecía alrededor de ellos, hasta que llegó un momento en que pudieran sentir que las nuevas ramas les rozaban la parte posterior de las piernas.

—¡Más deprisa! —gritó Gilead sin dejar de cortar pese al estrecho espacio que les quedaba.

Al trabajar ambos guerreros de forma coordinada, comenzaron a destruir la barrera a una velocidad superior a la que ésta podía crecer. Fithvael asestaba golpes rápidos y potentes junto a su amigo, intentando cortar los brotes nuevos que aparecían en las ramas cercenadas.

Acometían al follaje con sus armas elfas como si se tratara de un ejército de pieles verdes, sin piedad. Los pequeños brotes de vegetación nueva parecían negros contra las hojas más antiguas de color verde oscuro, pero ya había muchos puntos en los que las ramas cortadas y partidas permanecían desnudas.

—¡Está funcionando! —bramó Gilead con tono triunfante.

Redoblando sus esfuerzos, penetró más profundamente con la espada en la barrera espinosa. Avanzó hacia el interior de la brecha abierta en la vegetación, sin dejar de asestar golpes para continuar abriéndose camino. Con su espalda contra la de Gilead, Fithvael hacía todo lo posible por mantener a raya a la vegetación nueva. Se encontraban envueltos en la densa muralla vegetal, que no paraba de crecer, y apenas tenían espacio para moverse, aunque continuaban avanzando.

Fithvael luchó contra el pensamiento de que serían ahogados por la maligna planta, emparedados por la acción de la magia oscura que de alguna forma había creado aquella barrera. Pero poco después, diminutos hilos de luz comenzaron a aparecer entre la densa vegetación que había delante de ellos, y luego rayos de luz solar más potentes motearon la capa escarlata de Gilead, estropeada por la savia ácida.

—Ya estamos —jadeó Gilead.

Repitió las mismas palabras una y otra vez al ritmo de los golpes dé espada y daga con los que cortaba el resto de la barrera. Finalmente, ésta se desmoronó y se quebró detrás de ellos, derrotada, seca y muerta. Momentos después de atravesarla, mientras aún respiraban trabajosamente a causa del esfuerzo, Fithvael y Gilead se volvieron a mirarla. No vieron nada más que sus propias débiles huellas, que retrocedían a través de los penumbrosos claros del bosque, y a sus caballos en las proximidades.

—¡No era real! —exclamó Fithvael—. Esa monstruosa barrera… no era más que una ilusión.

—¡Nuestro sudor y miedo eran muy reales! —respondió Gilead.

Le volvió la espalda al lugar donde hacía tan poco tiempo había estado la vegetación que les impedía el paso. No había nada más que el olor cadavérico, agridulce, que los había seguido desde el momento en que entraron en Drakwald. Entonces resultaba más penetrante que nunca.

Gilead dio un paso…, y luego cayó de rodillas. Fithvael se apresuró a acudir junto a él.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Estamos muy cerca, Fithvael te tuin. Nuestra guía nos aguarda… Acaba de decirme su nombre.

—¿Su nombre?

—Se llama Níobe —explicó Gilead al mismo tiempo que se arropaba con la capa y se levantaba sobre piernas inseguras—. Es tan hermosa…

—Por supuesto que lo es, pero…

Gilead lo hizo callar de manera brusca con un dedo alzado.

—Estamos muy cerca. Ella está mostrándome visiones. Un sendero.

* * *

En el compartimentado espacio de su mente, Níobe había almacenado muchísimas imágenes de su prisión. Algunas se habían reunido allí de modo espontáneo, y otras las había recogido deliberadamente con la esperanza de que pudiesen servirle para lograr su propia libertad y la de sus camaradas.

Entonces, podía sentir cerca a aquél hasta cuya mente había logrado llegar con su voz. Él había seguido su llamada, la había ido a buscar, y ya comenzaba a percibir la mente del elfo y a juzgar sus fortalezas. Sondeó su psique, donde encontró muchas sendas bloqueadas y puertas cerradas. Era como si estuviese herido por dentro, lesionado, cerrado al exterior. ¿Qué dolor había colmado su vida para hacer que fuese así?

Lo vio dentro de su propia mente. Era bello, alto y grácil, y blandía la espada con mano fuerte y veloz. En las melancólicas profundidades de su alma, Níobe encontró tanto la derrota como el triunfo, y se sintió satisfecha. A despecho del dolor, a pesar de las profundas heridas que plagaban su alma, sería el adecuado.

La mente de ella se encendió repentinamente con la brillante imagen del monstruoso matorral viviente, del que brotaban nuevas ramas espinosas. Níobe supo de inmediato que Ire también había detectado la presencia del intruso, el entrometido indeseado, en las tierras que había anexionado con su oscura brujería del Caos. Tenía que advertir a su rescatador.

* * *

—Manténte en guardia, Fithvael. La tienen encerrada unas bestias, y una magia poderosa que no le pertenece la rodea. Está advirtiéndome que éste sitio es maligno.

—¿Ah, sí? —inquirió Fithvael con tono sarcástico. Hacía días que sabía eso. Se tragó el cinismo, y se detuvo con brusquedad—. ¿Oyes eso? —preguntó.

—Oigo gruñidos y bufidos de bestias —replicó Gilead.

Fithvael desenvainó el arma y se echó el borde de su capa verde musgo por encima del hombro para dejar libre de los pliegues el brazo con que blandía la espada.

—Sí, gruñidos y bufidos de bestias, cuando antes oíamos sólo el crepitar y los gemidos de viles ramas retorcidas —asintió el veterano.

Pero Gilead no acusó recibo. Había desenvainado la espada en el preciso instante en que vio que Fithvael tendía la mano hacia la suya. Se situaron el uno de espaldas al otro, y Gilead interrumpió el torrente de imágenes que entonces afluían al interior de su cabeza: imágenes de un hombre enorme, rielante y sin rostro, ataviado con ropas negras y grises propias de la nobleza, y adornos de peltre y plata; imágenes de una vasta fortaleza etérea; imágenes de máquinas de guerra mágicas, que vomitaban rayos globulares al exterior, sobre el bosque; imágenes que, sin duda, enviaba Níobe a su mente para advertirlo del peligro que corría.

—Cuando diga ya —jadeó Gilead, dirigiéndose a Fithvael en el momento en que las capas de ambos se rozaron al aproximarse.

Precavidos, fijaron la vista en la penumbra forestal en busca de movimiento.

Cuando se produjo, fue sin cautela ni ceremonia. Se escuchó un profundo bramido aullante, y una marea de hombres bestia que espumajeaban por la boca y sonreían malignamente se les echó encima.

Eran bestias deformes, contrahechas, con cráneos aplanados y dislocadas mandíbulas distendidas. Muchas tenían cuernos y colmillos apiñados entre dientes torcidos y fosas nasales dilatadas. Sus flancos estaban desnudos y eran lampiños, y el pellejo correoso era del color de la piedra pómez, lo que les confería la palidez de la muerte. Fithvael vio lomos cubiertos con pieles y coronas de pelo grueso. Observó los ojos blanco grisáceo, aparentemente ciegos, de la bestia que tenía más cerca, y cargó al mismo tiempo que profería un grito de guerra.

Gilead le lanzó una estocada a la criatura gris de espalda jorobada que se encumbraba sobre él. Superaba en estatura al elfo por medio cuerpo, y era tres veces más ancha, con enormes articulaciones abultadas en sus robustos miembros, y gigantescas manos de amplios nudillos con las que blandía un hacha de doble filo y mango corto. El metal azul de la espada de Gilead chocó contra la hoja toscamente curva del hacha de la bestia. El elfo describió un repentino arco descendente con la espada para deslizarla a lo largo de la curva del arma del monstruo y aprovechar la debilidad. Descansó la hoja durante un momento en la curva, y luego asestó una estocada ascendente. La bestia estaba girando sobre sí, y recibió una profunda herida en lo alto de una extremidad superior, que se parecía más a una porra viviente que a un brazo.

La bestia gritó a través de la boca agarrotada, cuya mandíbula era demasiado deforme para abrirla del todo. Durante lo que parecieron minutos, Gilead vio gotas de saliva que volaban por el aire. El tiempo se había detenido para él cuando, con la velocidad de una sombra, se lanzó hacia adelante y dividió en dos la cara de la bestia a la altura de la mandíbula, cercenándole la quijada. Los dientes desnudos destellaron a través del nauseabundo icor que salía a borbotones por la herida. Gilead lanzó una segunda estocada, que atravesó el cuello de la bestia cuando ésta estaba en mitad de un aullido, y cayó muerta sobre la tierra.

Fithvael acometía con ahínco a su atacante, evitando la mirada fija de ojos inexpresivos y asestándole golpes con la espada. La abominación paraba los ataques con una cachiporra rematada en hierro que blandía con una sola mano, pero Fithvael se agachaba y giraba para evitar los potentes mamporros. No obstante, el hombre bestia se mantenía en pie; el arma zumbó en el aire al pasar junto a la cabeza de Fithvael cuando éste dobló las rodillas y le asestó una estocada ascendente. La espada encontró el cuello de buey del monstruo, de donde rebanó un buen trozo y cercenó las arterias, pero la criatura continuaba resistiendo. Fithvael la miró una vez a los ojos y descubrió su objetivo. Tras levantar la espada muy en alto, la clavó en uno de los ojos del aullador adversario.

—¡A la izquierda! —gritó Gilead cuando una maza provista de púas descendía para impactar en la parte trasera del cráneo de Fithvael.

El veterano guerrero hizo lo que el otro le indicaba, y ladeó el cuerpo para evitar el arma. Gilead atravesó un costillar con la espada, y cayó otra bestia.

Gilead y Fithvael luchaban juntos con la coordinación perfecta de la práctica, y tenían poca necesidad de palabras o señales. Esquivaban y asestaban golpes, se agachaban y hacían fintas; herían a una bestia en las rodillas, a otra en el pecho y a una tercera en el vientre.

Mientras el día iba oscureciendo y el dosel de hojas se ennegrecía sobre ellos, los guerreros continuaron luchando y mataron a tres docenas de hombres bestia de piel gris y ojos blancos.

Gilead habría continuado aquella misma noche, pero ambos estaban cansados, y Fithvael persuadió a su amigo para que descansaran y reemprendieran la búsqueda al día siguiente. Gilead se sentía inquieto, casi frenético. Sabía que se encontraba cerca de Níobe. Percibía cómo la mente de ella sondeaba la suya, y veía las imágenes que ella le enviaba. No obstante, respetó el consejo de Fithvael: descansaría si debía hacerlo.

* * *

Ire, Paladín del Caos, se encontraba en lo alto de una amplia escalera empinada, hecha de destellante obsidiana negra, que había sido pulida hasta tener el acabado de un espejo. Gilead alzó los ojos hacia el hombre, que parecía mucho más alto que el elfo; una figura escultural, de proporciones sobrenaturalmente perfectas. Iba vestido de pies a cabeza con un millón de matices de negro y gris. Su armadura y cuchilla parecían hechas de pizarra pulida, y el broche de su capa, las hebillas y los adornos eran de peltre y plata. Se encontraba de perfil y presentaba el lado derecho del rostro. Gilead se concentró en ese perfil, maravillado ante la perfecta coleta de cabello negro azulado que le caía en cascada sobre un hombro.

Gilead continuó mirando, sin parpadear, con la vista clavada en aquel gigante humano que tenía ante sí, allá arriba, en espera de que el hombre se volviera para encararlo. Aguardaba para mirarlo a los ojos y ver qué horrores acechaban dentro de ellos.

Cuando Gilead hizo el gesto de desenvainar la espada, el hombre, finalmente, volvió su cuerpo hacia el elfo. El giro fue lento. La cabeza de Ire dio la impresión de continuar de perfil durante unos instantes. Gilead observó cómo el hombre rotaba; sabía, por las imágenes que le había transmitido Níobe y por su voz, que aquél era el cruel Señor de las Bestias que la tenía cautiva. Ire volvió, por fin, la cabeza para encararse con su futuro atacante, y descendió el primer escalón de la larga escalera.

Gilead concentró hasta el último gramo de su voluntad en posar la mano sobre la empuñadura de la espada y desenvainarla, pero no pudo hacerlo. Tenía los ojos fijos en aquella figura y aquel rostro que se le acercaba cada vez más, e intentaba ahogar el horror que invadía su mente.

De perfil, el rostro del Señor de las Bestias Ire era pálido y elegante. La larga nariz recta y un labio superior fino sobre una mandíbula fuerte que le confería un aspecto más de elfo que de humano, aunque era humano sin duda. Iba totalmente afeitado, y el arco perfecto de la mitad de la frente que quedaba a la vista era una obra de arte por derecho propio.

Sin embargo, de frente, no guardaba ninguna simetría. El lado izquierdo del rostro de Ire constituía un tipo de arte muy distinto. El cabello que le crecía desde muy abajo sobre la frente estaba sujeto hacia atrás por una abrazadera de plata que le dividía la cabeza de arriba abajo y de izquierda a derecha. El cuadrante superior estaba bien cubierto de cabello negro, lustroso y aceitado. Donde debería haber brillado un ojo entre agitados párpados orlados de pestañas, había una serie de rendijas en la máscara de plata batida, y esos espacios mostraban un único orbe sin párpados, duro y blanco como mármol, que miraba sin parpadear y ciego. La parte inferior del rostro estaba también cubierta por el mismo pelo negro, lacio y lustroso, dividido de través por una boca púrpura que brillaba con saliva sanguinolenta.

Mientras el elfo clavaba la vista en el humano, el ojo vidente del Señor de las Bestias Ire se posó sobre él, y la mitad perfecta de su boca se contorsionó en una sonrisa torcida.

Gilead apartó la vista del monstruoso semblante y se inclinó para examinar la empuñadura de su espada. Se concentró durante un momento, la aferró y, finalmente, logró sacarla de la vaina. Al hacerlo, volvió a alzar la mirada hacia el Señor del Caos, que descendía la escalera. Vio que bajaba un pie, y luego nada más. Ire desapareció ante sus ojos.

Gilead oyó después las zancadas regulares de un hombre enorme por encima de su cabeza, pero al mirar hacia arriba no vio techo alguno, sino niebla.

Sobresaltado, Gilead bajó los ojos. Su hermosa espada de acero azul, la espada de Galeth con la ornamentada empuñadura y runas elfas talladas, había desaparecido. En su mano había lo que parecía ser un tosco objeto de madera, hecho de dos listones cruzados. Se trataba del tipo de juguete que había aprendido a blandir antes de dar sus primeros pasos, cuando era niño; el tipo de objeto con que él y Galeth habían jugado a luchar en el patio principal de Tor Anrok, bajo la tutela de Taladryel y Nithrom, hacía tantos años. Pero no podía ser.

Gilead corrió hacia la escalera al mismo tiempo que arrojaba lejos la espada de juguete. Al llegar al primer escalón, vio que la escalera descendía en lugar de subir…, y sin embargo, Ire había estado situado más arriba que él y había bajado por esos mismos escalones.

Al volverse bruscamente, semiagachado en una postura de defensa, Gilead se encontró junto a una segunda escalera. Ésta era recta y los ascendentes escalones de pizarra no tenían ningún soporte visible. Simplemente, flotaban en el aire. Gilead subió el primer escalón con cuidado, pero, al encontrarse con que era firme y resistente, ascendió los tres siguientes a paso normal para luego comenzar a correr y subirlos de dos en dos y de tres en tres hasta llegar al final.

De repente, ante él había una pared que no había visto mientras subía. Y entonces, los escalones se inclinaron hasta adoptar una posición diferente y se unieron para formar una pendiente empinada e implacable. Él se deslizó con desesperación por ella hasta llegar al final de la pendiente, y cayó por un borde.

Aterrizó de pie ante la abertura de un largo túnel arqueado.

Aquel lugar no era real. No podía serlo.

Avanzó y se encontró dentro de un arsenal gigantesco. Tras penetrar por la enorme puerta situada en el extremo norte, el hijo guerrero de Cothor Lothain no pudo ver las paredes sur, este u oeste, aunque sabía que tenían que existir. En lo alto, a unos ochocientos metros, vio que el techo era abovedado, formado por una serie de cúpulas monumentales conectadas entre sí.

Gilead profirió un horrorizado jadeo cuando sus ojos se posaron sobre lo que se extendía ante él. Amontonadas en la construcción ultraterrena, había más máquinas de guerra de las que jamás había pensado que vería en toda su vida. Complejos onagros de varios brazos se encontraban alineados junto a enormes cañones de guerra iridiscentes, cuyo cañón se encumbraba muy arriba. Gigantescas balistas con ornamentados manubrios, armadas con proyectiles hechos con troncos de árbol enteros, formaban al lado de catapultas descomunales que parecían extrañamente frágiles y etéreas, como meras sombras.

Mientras Gilead las contemplaba con horrorizado asombro, las máquinas comenzaron a palpitar y a sacudirse como si las hubiesen despertado de un profundo sueño. Gilead cerró los ojos y se llenó el pecho de aire. Una segunda inspiración despejó su mente elfa, y una tercera lentificó la descarga de adrenalina que había entrado en su sangre ante la vista de un armamento tan fabuloso.

Abrió los ojos y, por un breve instante, se vio otra vez rodeado por las imágenes y olores de Drakwald. Suspiró con alivio.

Luego, el arsenal volvió a aparecer en torno a él, tan vasto y aparentemente real como cuando había atravesado la entrada por primera vez. Gilead huyó; dio media vuelta y emprendió una desesperada carrera de kilómetros para llegar a la puerta que apenas unos momentos antes había estado justo detrás de él.

La piedra, la madera, el metal y el mortero carecían de significado en aquel lugar. Allí el espacio era algo maleable. Las reglas de la arquitectura, las reglas de la realidad no tenían sentido. Los principios elementales habían sido deformados hasta quedar tan rotos y distorsionados que ya no existían.

* * *

Fithvael despertó al romper el alba sobre el bosque, y encontró a Gilead, ya de pie, junto a los restos del fuego de campamento. Su amigo se encontraba completamente armado y vestido, pero estaba pálido y demacrado.

—Debemos marcharnos —dijo Gilead—. Tenemos que sacar de allí a la dama Níobe, y debemos hacerlo ahora.

—Hay tiempo, viejo amigo —respondió Fithvael con el tono tranquilizador que empleaba cuando Gilead se mostraba malhumorado y obsesivo.

—¡No! —insistió Gílead en un tono que no aceptaba concesiones—. Tengo la mente tan llena de ella, tan llena de las imágenes que ella me transmite, que ya no sé qué es real y qué es ilusión. Sólo sé que debo luchar por ella.

—Ya he luchado antes junto a ti, Gilead te tuin —le recordó Fithvael—, y no dudaré en luchar a tu lado otra vez. Pero si voy a seguirte, debes contarme lo que sabes.

—Sólo que Níobe necesita nuestra ayuda. Se encuentra en mortal peligro.

—¿La voz y las imágenes de tu mente proceden de ella? Pero ¿quién es ella?

—Mi futuro y mi pasado —respondió Gilead al mismo tiempo que se pasaba una mano por la fruncida frente.

—¿Conoces a esa mujer?

—Siempre la he conocido —fue la respuesta de Gilead.

—¿De Tor Anrok? —inquirió Fithvael, emocionado. Gilead, sin embargo, dejó caer la cabeza.

—¡No lo sé! ¡Sólo sé que debo luchar por ella!

Fithvael se echó la capa sobre los hombros con aire de resignación.

—Supongo que con eso me basta —concluyó.

Gilead se detuvo e inspiró profundamente al apartar el sotobosque que tenía delante. Lo que se alzaba en el espacio árido allende éste era enorme. Sólo podía ver la fachada del edificio, y lo que observaba a izquierda y derecha no le permitió hacerse una idea de la anchura porque era incapaz de distinguir las esquinas. Echó la cabeza hacia atrás y vio que el edificio se curvaba en dirección a la parte posterior, y se encumbraba tan arriba que no lograba distinguir el borde del tejado, sólo enormes murallas de granito y pedernal que quedaban interrumpidas en lo alto por unas nubes negras.

Fithvael se detuvo en seco detrás de Gilead, y al mirar por encima del hombro de su amigo vio por qué se habían parado de modo tan repentino. Retrocedió dos pasos con profundo asombro, y estuvo a punto de caer al tropezar con unas raíces de árbol que sobresalían de la tierra, detrás de él.

—¿Cómo…, cómo no hemos visto esto desde cien leguas de distancia? —preguntó el veterano guerrero.

Gilead no respondió, sino que pasó más allá del sotobosque. La gigantesca y horrenda estructura se encontraba a apenas un centenar de metros de ellos, pero la vegetación forestal se interrumpía de modo brusco ante los pies de los elfos, y nada crecía a la sombra del edificio. Avanzaron por una tierra de nadie que parecía antinaturalmente dura, negra y plana. De pronto, Gilead levantó un pie de la superficie líquida, y Fithvael profirió una exclamación cuando sus propios pies se hundieron en un pantano caliente y negro.

De repente, un oscuro géiser, de unos trescientos metros de alto, hizo erupción a unos cien metros a la derecha y roció a los elfos con inmundicia oscura y caliente. En ese momento, toda la tierra desolada se transformó en un tremedal burbujeante.

Gilead desenvainó la espada y comenzó a avanzar por el cenagal; quedó hundido en él hasta la cadera. Llevaba la capa envuelta en bandolera sobre el hombro, a salvo del maloliente calor y la suciedad del fango. Fithvael se calzó bien las botas, se ajustó el cinturón, metió la capa en el hatillo que llevaba a la espalda y siguió al elfo más joven.

—¡Desenvaina tu arma! —advirtió Gilead al mismo tiempo que se volvía a mirar a su amigo—. ¡Date prisa! —gritó mientras regresaba a toda velocidad hacia Fithvael.

Detrás del veterano guerrero, alzándose desde el fango como si acabaran de despertarlo de un sueño profundo, apareció un ser monstruoso. Enormes cuernos retorcidos descendían desde ambos lados de una cabeza plana y picada de viruelas, y sus ojos rojos parpadearon mientras el fango del pantano bajaba en regueros por su rostro verde marcado por cicatrices y cubierto por llagas supurantes. El monstruo flexionó la mandíbula y lanzó hacia adelante su cuerpo sumergido a medias, a la vez que gritaba y sus extremidades superiores en forma de remo salían del fango.

Fithvael se volvió en el momento en que Gilead lanzaba su daga cogiéndola por la punta. El arma silbó por el aire al girar sobre sus extremos y dibujar un grácil arco, y se clavó en la garganta desnuda de la enorme bestia del pantano.

La criatura alzó una larga mano palmeada para coger la empuñadura de la daga, pero Fitbvael fue más rápido, aunque aún estaba desarmado. Lanzó todo su peso contra la daga, la cual se clavó más profundamente y más abajo, hacia el interior del pecho de la bestia. Luego, el elfo tiró de la empuñadura cubierta de sangre para arrancarla y clavarla por segunda vez en la garganta del monstruo, entonces más abajo.

Las enormes manos fangosas de la bestia rodearon los hombros de Fjthvael, lo abrazaron y lo arrastraron, haciéndole perder pie sobre el lecho del pantano. Al desequilibrarse, el veterano guerrero sintió que la empuñadura de la daga de Gilead se le clavaba en el pecho. El monstruo alzó a Fithvael con facilidad, pero el elfo levantó los pies con tanta rapidez como le permitía la acción absorbente del fango y, tras recoger las rodillas contra su cuerpo, apoyó con firmeza las enlodadas botas contra el vientre de la bestia y empujó con todas sus fuerzas.

El veterano guerrero cayó pesadamente de espaldas y provocó una lenta ola de barro. El enorme monstruo se encumbraba sobre él.

Gilead no había podido hacer otra cosa que quedarse quieto y observar la acción, porque Fithvael se interponía entre él y el enemigo, pero en cuanto tuvo ante sí el enorme cuerpo de la criatura, atacó.

El joven elfo asestó estocadas en la abultada superficie callosa del lomo de la bestia con la espada; cortó la gruesa piel verde hasta dejar a la vista el costillar de huesos marrones muy contorsionados. La criatura comenzó a sufrir convulsiones, y una de las extremidades palmeadas traseras ascendió a la superficie y quedó flotando. Entonces, Gilead hundió la mano izquierda en el pantano, encontró un asidero en el justillo de Fithvael y sacó a su amigo del limo. El veterano guerrero tosió, escupió e inspiró larga y ansiosamente, mientras observaba cómo el ser al que habían matado volvía a deslizarse bajo las aguas que serían su sepultura.

Cuando Fithvael se hubo recuperado, Gilead buscó a Níobe en su mente, conectando con la persistente urgencia de la llamada. Ella los había llevado hasta allí y confiaba en que los conduciría a salvo hasta donde estaba.

Tras ponerse otra vez en marcha, caminando a medias ya medias nadando mientras sus manos remaban en la superficie del pantano que ondulaba en torno a ellos, los dos guerreros avanzaron a buen paso y pronto tuvieron las altísimas y lisas paredes del castillo a la distancia del brazo.

—¿Lo ves? —preguntó Fithvael en tanto examinaba la superficie cercana de la muralla.

—No hay junturas —respondió Gilead—. Las murallas son monolíticas.

Gilead retrocedió un poco y miró más arriba en busca de pautas que pudiesen aportarle algún indicio referente a la estructura de las impenetrables murallas. En la superficie del fango que lo rodeaba podía ver reflejos que formaban oblicuos rectángulos de luz. Alzó otra vez los ojos hacia la enorme muralla y vio que los reflejos procedían de algunas ventanas. Se encontraban muy en lo alto, pero eran enormes. Los cristales de las ventanas tenían un denso lustre, como espejos negros, y estaban colocados a ras de la piedra; no se veían ni marcos ni antepechos. Gilead recordó el imposible edificio de su sueño, y cerró los ojos para concentrarse otra vez en la voz de Níobe.

Fithvael y su compañero avanzaron por el fango a lo largo de la base de la pared, que parecía curvarse suavemente. Gilead buscaba algo, pero fue Fithvael quien lo vio primero.

—¡Allí! —exclamó el veterano guerrero—. ¿Podría ser eso?

Gilead no veía nada delante de él, aunque examinó la muralla con gran atención.

—A medio metro a tu derecha, a medio palmo por encima de tu hombro —lo dirigió Fithvael.

—No veo nada —respondió Gilead, y retrocedió hacia Fithvael.

Al ocupar el sitio del veterano guerrero, también él pudo ver la abertura que había en la muralla: una especie de desagüe de lluvia cubierto por una reja, arqueado y amenazante. El fango del pantano parecía saltar hasta la obra de pizarra de la reja, pero no penetraba a través de ella.

«Es todo una ilusión. ¡Recuérdalo!», se dijo Gilead, y luego regresó al lugar donde debería haber estado el desagüe, pero éste había vuelto a desaparecer. Fithvael se encontraba entonces junto a su amigo, pero la abertura era invisible también para él.

El veterano guerrero volvió sobre sus pasos hasta el sitio por el que había estado caminando cuando vio el desagüe por primera vez. Necesitó varios minutos para encontrar el lugar correcto, pero, al fin, lo logró. Siguiendo las explícitas instrucciones de Fithvael, Gilead se izó, aferrándose a los barrotes de una reja que era invisible para él.

Intentó mirar hacia dentro, pero no se veía nada. Una corriente de aire frío pilló desprevenido al último hijo de Tor Anrok. Se protegió el rostro por un momento, y cuando volvió a abrir los ojos se encontraba otra vez sobre terreno sólido. El fango y la suciedad del pantano habían desaparecido de sus ropas.

—¡Fithvael, ya estamos en el interior! —dijo Gilead, y se volvió para mirar a través de la rejilla, pero detrás de él sólo había muralla sólida.

Como un cuadro vivo que pintara en su mente despierta, Níobe tendió una mano y le cubrió los ojos.

Gilead cerró los ojos y palpó la muralla que se alzaba ante él. Al mirarla, había parecido dura y lustrosa, pero tenía un tacto arenoso y se desmenuzaba al tocarla. No había ninguna abertura.

Gilead se quitó la capa que llevaba envuelta alrededor del cuerpo y rasgó una estrecha tira de densa tela del ruedo de la prenda. Con ella se envolvió el rostro para protegerse los ojos con varias capas de tela bien apretada. A pesar de que estaba cegado por completo, Gilead cerró los ojos una vez más y tendió las manos.

Pudo palpar la reja ante sí, y pasó las manos a través de los barrotes.

Fithvael estaba seguro de no haber parpadeado siquiera, y sin embargo su amigo había desaparecido a través de la reja sin que él viese cómo sucedía. Sabía que entonces debía intentarlo él mismo.

A ojo, midió con cuidado la distancia a lo largo de la muralla y avanzó lentamente hacia la abertura. En cuanto se desplazó, la reja volvió a quedar invisible, pero confiaba en el cálculo mental hecho y midió la pared con el ancho de las manos, poniéndolas sucesivamente una junto a otra, al mismo tiempo que contaba. Tras alcanzar su aparente destino, Fithvael pasó las manos sobre la sólida superficie de la muralla para palparla, pero no notó ni reja ni abertura alguna, y comenzó a desesperarse.

Desde unos pocos metros de distancia, el desagüe de lluvia parecía muy grande, y sin embargo no podía encontrarlo ni siquiera cuando lo buscaba al tacto.

Fithvael se desplazó un paso a la izquierda y alzó las manos más que la vez anterior, para luego palpar un área más grande de la muralla, con las palmas planas.

Nada. Bajó los brazos un momento para concentrarse, y luego clavó la mirada en la muralla, como si intentara ver el interior o a través de ella.

El veterano guerrero elfo sintió las manos sobre los hombros antes de verlas, y se tensó por un momento, dispuesto a luchar contra otro enemigo. Luego, vio las largas manos delgadas de Gilead, que reconoció por el dedo que le faltaba en la izquierda. Los brazos del joven sobresalían de la sólida muralla de roca.

Al instante siguiente, Fithvael se encontraba de pie junto a su amigo, limpio de fango pero más que un poco confuso. Buscó la mirada de Gilead.

—Debes habituarte a estas cosas —le dijo el joven elfo—. Ya he visto demasiadas por el estilo en este lugar, y es todo igual. Ya no estamos en nuestro mundo, Fithvael te tuin.

—Puedo percibirlo —replicó el veterano—. Puedo olerlo y sentir su sabor. Me pone la carne de gallina y me penetra el cuerpo ¡Corrupción!

—Entonces, lucha contra ella —replicó Gilead—, como siempre hemos luchado contra el mal…, pero pelea sólo para defenderte. El mal y la magia de este lugar son demasiado enormes para que luchemos en solitario contra ellos. Nuestro propósito es liberar a Níobe, y luego salir de este vil mundo extraño.

Gilead fijó la mirada en su amigo para que éste pudiera recordar la advertencia que acababa de hacerle, y después se alejó con paso majestuoso por un largo corredor curvo que se adentraba en el extraño territorio de aquella descomunal fortaleza de piedra.

Níobe los guió bien, aunque ellos continuaban estando confusos a causa de los engaños arquitectónicos y las ilusiones ópticas del entorno.

Los espacios que parecían gigantescos desde lejos eran estrechos una vez que se hallaban dentro de ellos. Los suelos y los techos se inclinaban hacia abajo y hacia arriba, respectivamente, alargando la perspectiva, o se hinchaban y aplanaban, y cambiaban de forma y dimensión ante sus propios ojos. Se golpeaban contra paredes que no podían ver, parecían caminar por techos y ascendían escaleras que aparentaban ser superficies planas.

Fithvael miró a través de una de las ventanas de vidrio negro, que era transparente como el cristal desde dentro. Sólo lo hizo una vez, porque atisbó un panorama infinito de agitado desierto, cuyas dunas de arena negra volcánica eran movidas por un abominable siroco en el horizonte. Nada crecía allí, pero el territorio cambiaba de manera constante. El veterano vio que una descomunal tormenta de arena se encumbraba a lo lejos, se convertía en un tornado de ocho kilómetros de alto, y luego desaparecía en un instante. No tenía explicación alguna para lo que veía, salvo que aquél fuese de verdad un territorio que estaba bajo el dominio de los Poderes Oscuros.

* * *

Níobe podía percibir a Gilead y ver a través de sus ojos. Contempló al anciano guerrero, más pequeño, que seguía a su señor, y observó la confusión que había en el rostro de Fithvael al enfrentarse con las pruebas que le planteaba el entorno. Fithvael. Su nombre era Fithvael. Lo compadeció.

Estaban ya tan cerca que casi podía extender un brazo y tocarlos. Hacía muchísimo tiempo que no tocaba a otro ser.

No sabía si habían pasado días o años. El tiempo, al igual que el tejido material de aquel sitio, estaba retorcido y distorsionado para adecuarlo al gusto del Señor de las Bestias Ire, que moraba en el Caos.

Níobe se arrodilló sobre la plataforma porque era demasiado alta para ponerse de pie, y tenía las manos atadas a una fina, casi invisible, cadena de plata perfecta, ligera y de aspecto frágil, pero que presentaba la resistencia de los eslabones forjados por los enanos. El plinto era una estrecha columna de no más de un metro de diámetro y perfectamente circular. Flotaba a menos de un tercio de la altura de la descomunal sala como una catedral que alojaba a todos los esclavos hechiceros que el Señor de las Bestias Ire había reunido con gran satisfacción.

Cada día, a veces a cada hora que pasaba, la distribución de las columnas cambiaba. Ella temía esos movimientos. La forma en que la columna flotaba por el enorme espacio de la catedral sin fin la mareaba y descomponía… ¿O era el conocimiento de que cuanto más ascendía más se aproximaba a su destino final?

Si llegaba a lo más alto, ¿qué sentiría allí? ¿Cómo moriría? Había dejado de mirar las formas esqueléticas que continuaban adheridas a las columnas más altas, que cuando habían ascendido llevaban sobre sí criaturas vivas: humanos, enanos, elfos. Todas las razas y especies se hallaban representadas, y todas estaban vivas durante el ascenso. No todas las columnas descendían con su carga intacta. Muchas se limitaban a desplomarse, pasando entre las otras que flotaban, y dejaban caer los cuerpos disecados que quedaban sobre ellas. Los cuerpos se convertían en polvo, y luego desaparecían en la nada, antes de llegar siquiera al fondo.

Las columnas que descendían con lentitud y que llevaban encima esqueletos y, a veces, cuerpos en estado de putrefacción lo hacían así sólo debido a que aún quedaba una pizca de magia en los cadáveres después de que hubiesen exhalado el último aliento. Esas columnas flotaban y languidecían, y daba la impresión de que no se movían con tanta frecuencia ni tan lejos como las demás.

Níobe no podía soportar la idea de que pronto podría ser una de ellos. Si debía morir allí, quería tener un final limpio y rápido. Para ella, no podía haber magia sin conciencia, ni conciencia sin vida.

Había dejado de mirar a los otros seres mágicos que la rodeaban, a los vivos y a los muertos. Había intentado contarlos al principio, cuando la encadenaron a la plataforma, pero eran incontables; ascendían a decenas de miles hasta donde pudo ver, y no sabía cuántos más había en lo más alto de la catedral. Había dejado de mirar a los recién llegados, a los que encadenaban a los plintos que los muertos desocupaban, o a nuevas columnas de mármol blanco, acabadas de tallar, que con el tiempo se oscurecerían y envejecerían como las otras.

Pero, más que nada, Níobe había dejado de mirar hacia el altar, pues tenía un efecto hipnótico sobre todos los que posaban los ojos en él.

El altar era un gran bloque de roca sólida cubierto por cambiantes runas negras y grises que periódicamente siseaban al iluminarse y, en ocasiones, rezumaban un líquido viscoso de color negro azulado. Ocupaba una posición central en el espacio elíptico donde debería haber estado el piso, en caso de que hubiese habido un piso visible. Níobe no podía ver nada debajo del altar, que parecía flotar en el aíre de modo semejante a las columnas.

Entre las runas del Caos que se contorsionaban y recorrían la superficie del altar, cada centímetro del espacio disponible estaba ocupado por conectores finos como alfilerazos, donde se fijaban hilos de plata de sujeción, decenas de miles de ellos. Muchos eran de plata; algunos brillaban con los colores cambiantes de un arco iris inverosímil; otros eran de color cobre, o negros y erosionados por la corrosión.

Sobre el altar vivía el Cipher, un ser que no se alimentaba de nada que no fuese lo que absorbía del propio altar. No tenía rasgos distintivos, ni extremidades, ni ojos, ni orejas, ni voz. Era enorme e inmóvil, palpitaba lentamente de vez en cuando y latía con espasmódico ritmo propio. No cambiaba, carecía de edad y de forma, aunque Níobe sabía que se trataba del elemento más poderoso de todos ellos. Era el altar el que drenaba a los esclavos de su magia al mismo tiempo que mantenía su forma física. Las ataduras como hilos que conectaban a los esclavos con el altar eran como cordones umbilicales que los sometían a todos a la voluntad de aquel lugar y de aquella cosa oscura.

* * *

Fithvael y Gilead avanzaban a través de la estructura que no tenía estructura, conscientes sólo de que seguían el camino trazado por Níobe. Miraban constantemente a su alrededor por si aparecía algún enemigo: hombre bestia, monstruo del Caos, incluso el abominablemente hermoso Señor de las Bestias que Gilead había visto en su sueño.

Ansiaban sentir un arma en las manos; algo sólido, real, inalterable en aquel lugar de pesadilla. Deseaban concentrar la mente en la única forma de verdad satisfactoria que conocían; anhelaban luchar, derramar sangre e icor, cortar, desgarrar y hender carne, cualquier carne.

—¿Dónde están? —preguntó Fithvael—. ¿Dónde están las hordas enemigas?

—También a mí se me va la mano a la espada —respondió Gilead con brusquedad mientras sus dedos se flexionaban a menos de dos centímetros de la empuñadura del arma.

Cada centímetro de aquel lugar que hedía a maligna corrupción, y cada inspiración, ponía a los elfos tan tensos que estaban a punto de gritar.

—¿Dónde estamos? —quiso saber Fithvael.

—Limítate a seguirme —le contestó Gilead, que volvió a flexionar la mano cerca de la espada y miró a su compañero con ferocidad.

A cada paso que daba Gilead, el corazón de Níobe respondía con un latido. Y a medida que se acercaba, los pies de él resonaban con más rapidez y fuerza sobre los suelos, las escaleras y los techos que recorría. Ella ya casi llenaba su mente por completo. El elfo había olvidado al enemigo ausente que Fithvael aún esperaba encontrar a cada paso, y sentía sólo a Níobe. Avanzaba con tal rapidez que el veterano guerrero apenas podía seguirle el paso sin lanzarse a una dolorosa carrera.

El corazón agitado de Níobe latía cada vez más rápidamente y jadeaba para respirar; arrodillada, intentó llevarse las palmas al pecho, pero tuvo que inclinarse más limitarse a apoyar la cabeza sobre las manos atadas. En su desesperación por mantener el contacto mental con el elfo, había unido su propio ser muy estrechamente al de él, y entonces debía pagar el precio de sus actos. Desesperado por encontrarla, Gilead avanzaba casi a la velocidad de una sombra. Ella estaba débil, al limite de su resistencia. Su cuerpo, su mente y su alma corrían, sin que pudiera evitarlo, al ritmo que él marcaba, incapaces de lentificar la marcha, incapaces siquiera de interrumpir la conexión. La magia mental que había obrado para lograr la huida estaba matándola. Su corazón se agitó una vez más y se paró. Ella cayó sobre la plataforma.

La voz guardó silencio, y Gilead se estremeció ante el vacío repentino. Dio unos últimos pasos y entró en una estancia más vasta que cualquier catedral.

Se detuvo con los pies sobre el borde de roca que dominaba la abismal bóveda de la inmensa cámara. Por encima, debajo y en torno a él, las numerosas columnas flotaban en el aire frío. Vio a los desdichados seres encadenados a cada una de ellas, los vivos y los muertos. Oyó los gemidos y lejanos lamentos de los cautivos. A lo lejos, a través de la multitud de plintos flotantes, vio el pálido destello del altar.

—¡Níobe! —gritó.

No había eco. El espacio era aire muerto.

El hedor había desaparecido. El repulsivo olor a corrupción estaba por completo ausente de aquel vasto espacio. No olía a nada. A los esclavos mágicos se les extraía hasta la última gota de poder; nada escapaba a las ataduras —ni olores, ni energía—, nada en absoluto.

Gilead se quedó allí, impotente, al borde del abismo. Fithvael se le acercó por la espalda.

—Por todos los dioses de Ukhuan… —tartamudeó el veterano guerrero, cuya voz también estaba amortecida.

—Ella está aquí, en alguna parte —balbuceó Gilead.

—¿Dónde?

—No lo sé. Ya no puedo oírla.

Gilead temía lo peor. Se esforzó por captar algún indicio de ella. Nada. La voz y el corazón de Níobe habían callado para siempre cinco minutos antes.

—Tenemos que encontrarla… —comenzó a decir.

Fithvael miró hacia el espacio que se abría ante él. No tenía color ni matices. Parecía no haber ninguna fuente de luz, ni tampoco sombras. No podía ver pared alguna, sólo sentía que tenían que estar allende los millares de plataformas flotantes que lo rodeaban por todas partes. Miró hacia abajo. No había piso.

—¡En ese caso, encontrémosla! —gruñó.

Saltó desde el borde del umbral sobre el plinto más cercano, que se bamboleó ligeramente cuando cayó sobre él. El ser humano demacrado y consumido que estaba encadenado al mismo gimió.

Fithvael saltó a la siguiente plataforma, y recorrió con la mirada las columnas flotantes que lo rodeaban y los seres atados sobre las mismas. Allí había especies y razas que jamás había visto, de las que nunca había oído hablar, ni siquiera en las leyendas. Se encontraban de pie, arrodillados, agachados, o yacían muertos sobre un perfecto disco de roca flotante. Náufragos, aprisionados sobre diminutas islas en la oscuridad. Nunca había visto una variedad tan enorme de seres pensantes en un mismo sitio, ni un lugar tan vasto como aquél, aunque tan claustrofóbico… y tan cruel.

Inundado por una repentina cólera arrasadora, Fithvael comenzó a moverse otra vez, saltando de una plataforma a la siguiente, sin hacer caso del abismo que se abría debajo. Comenzó a tironear de los seres para intentar que despertaran. Ninguno se movía; ni siquiera parecían darse cuenta de su presencia. Cuando no pudo despertarlos, el anciano elfo intentó liberarlos. Sacó la espada cogiéndola con tal fuerza que se le pusieron blancos los nudillos rugosos y delgados, y enseñó los dientes al apoderarse de él un frenesí por cortar y destruir las delicadas ataduras. No pudo romper ni una sola.

La visión de su amigo pasando de una columna a otra hizo que Gilead Lothain entrara en acción. También él saltó sobre el plinto más cercano, donde un enano yacía atado en posición fetal. Intentó apartar el pensamiento que entonces se repetía en su mente: ella ya estaba perdida.

Continuó avanzando con otro salto, y luego otro y otro más. Fithvael estaba mucho más abajo que él, casi fuera de la vista.

—¡Níobe!

Algo hizo que mirara el cuerpo que había sobre la columna que tenía debajo, a la derecha. Estaba desplomado y enroscado como un ovillo. El largo cabello caía por un lado del plinto y colgaba una mano. El rostro estaba gris, pero lo reconoció por las imágenes de su mente.

Gilead saltó al vacío. Estuvo a punto de errar, pero se aferró al borde y se izó sobre la plataforma, junto a ella.

Níobe realizó dos inspiraciones cortas, jadeantes y separadas entre sí por varios segundos, y apenas se movió. Gilead podía oír la voz interior de ella, lejana y frágil, en el fondo de su mente.

El guerrero se inclinó para recoger a la doncella elfa. Era ligera, casi insustancial. Sólo pudo alzarla a un metro por encima del plinto antes de que las ataduras se tensaran y se negaran a ceder. Gilead miró los finísimos hilos de plata que retenían juntas las delgadas muñecas de Níobe; desaparecían en el interior de la columna sobre la cual la habían colocado. Los cogió con ambas manos con el fin de romperlos, pero no pudo sentirlos al tacto, y se miró las palmas abiertas para asegurarse de que estaban allí. Dio un brusco tirón con las manos en direcciones opuestas; sin embargo, no logró romperlos.

—No podrás hacerlo —dijo la voz de Fithvael. Se encontraba sobre una plataforma que flotaba por encima y a la izquierda de la de Níebe. La compartía con un joven varón humano atado, que permanecía sentado en silencio y no reaccionaba—. Nada puede liberar a estas pobres criaturas —dijo al mismo tiempo que abarcaba el vasto espacio con un gesto—. Nada cortará esas malditas ataduras.

—¡No! ¡Eso no puede ser verdad! —declaró Gilead—. ¡Ella está viva! ¡Muy débil, pero viva!

Sacó la espada y rodeó con el delgado hilo dos veces el ancho de la hoja. Luego dio un tirón hacia arriba, pero el arma se detuvo antes de describir el elegante arco que él esperaba. Los hilos no se cortaron.

—Te he dicho… —comenzó Fithvael, cuya voz sonaba átona en el espacio amortecedor.

—¡Silencio!

Gilead intentaba pensar. Tenía que haber una forma de romper el hilo físico que retenía la mente de ella y la drenaba de su magia.

La voz de Níobe, quebrada y frágil, habló dentro de su mente.

—No… cortes los hilos —dijo—. Destruye la plataforma.

Gilead apoyó con firmeza los pies, un poco más afuera de la línea de los hombros y, tras coger la espada a dos manos, la hundió en la roca.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Fithvael.

El acero azul de la hoja penetró en la piedra entre una nube de chispas blancas, frías. Gilead volvió a clavarla. La espada comenzó a adoptar la misma oscuridad incolora de todo lo que había en aquel espacio, y el elfo se miró por un instante. Su capa no conservaba ni rastro de su color rojo, y la empuñadura de la espada ya no era dorada y brillante. La bóveda los estaba drenando también a ellos.

Gilead realizó una profunda inspiración vigorizadora, y el pecho de Níobe se elevó y descendió por simpatía. El volvió a golpear, y se abrió una grieta en la superficie de la plataforma al mismo tiempo que esquirlas de piedra caían al vacío.

—¡En el nombre de Ulthuan, Gilead! ¡Caerás y te matarás!

—Si eso es lo único que puedes decir, guárdatelo para ti mismo.

Tras proferir una imprecación desesperada, Fithvael se puso de pie y desenvolvió el largo rollo de cuerda elfa que llevaba en torno a la cintura. Sus manos expertas la envolvieron dos veces alrededor de la plataforma a la vez que él se desplazaba rodeando al joven inmóvil. Luego, llamó a Gilead y le lanzó el otro extremo de la cuerda.

El joven guerrero elfo la atrapó, asintió apenas para darle las gracias, y la ató en torno al cuerpo de Níobe, por debajo de los brazos de la joven. A continuación, prosiguió con los golpes demoledores.

En sus manos, la espada de Galeth comenzó a recobrar tímidamente sus colores originales. Gilead estaba debilitando a aquel poder. Solo allí, solo en aquel diminuto lugar, estaba hendiendo el frío que todo lo absorbía y reanimando la vida y el color.

Los golpes se hicieron más veloces. Al adquirir la rapidez de la sombra, el acero azul de su espada comenzó a relumbrar, y el oro de la empuñadura se tomó brillante e iridiscente.

Fithvael lo observaba con creciente alarma. Las manos, tensas, sujetaban la cuerda; estaba preparado para resistir el tirón. Incluso desde allí arriba podía ver que el pecho de Níobe se estremecía y se agitaba como las alas de una mariposa. Tenía convulsiones, agónicos espasmos producidos por su corazón, que latía a un ritmo muy superior a cualquier cosa que hubiese presenciado Fithvael; mucho más. El esfuerzo la mataría.

De la rajada plataforma de Níobe comenzaron a desprenderse trozos de roca, que se convertían en bolas de niebla y se alejaban flotando en la atmósfera muerta de la cámara.

La plataforma se partió. El cuerpo laxo de Níobe salió despedido de la roca y cayó de modo brusco, pues los hilos quedaron libres del punto de anclaje. Con un grito gutural a causa del esfuerzo, Fithvael clavó los talones y tiró de la cuerda, con lo que detuvo la caída, y ella quedó balanceándose como un péndulo debajo de la columna sobre la que se encontraba él. Fithvael tenía los dientes apretados; el veterano guerrero había estado a punto de caer de la plataforma.

Gilead se precipitó al vacío. Abrió los brazos y cayó por el frío aire, dando vueltas sobre sí mismo como un salmón que salta del agua. Casi logró aterrizar en una plataforma situada doce metros más abajo, pero el impacto la hizo girar sobre los extremos como un témpano de hielo en aguas rápidas, y el joven elfo volvió a caer.

Parecía que la oscuridad ascendía hacia él. Por fin, aterrizó de pleno y con un fuerte golpe sobre una plataforma ennegrecida, donde destrozó los huesos que se desintegraban, atados, sobre ella.

Fithvael subió a Níobe a su columna, y luego miró hacia abajo.

—¡Gilead! ¡Gilead!

Tras un momento de silencio, la voz de Gilead ascendió hacia él.

—Estoy vivo. Coge a la doncella y avanza hacia la salida.

En la helada oscuridad de la bóveda, destellaron chispas de luz. Al liberar a Níobe, habían roto un eslabón de la cadena mágica, interrumpiendo los trabajos del vasto mecanismo arcano construido por el Señor de las Bestias Ire.

Se oyó un grave atronar. Los gritos comenzaron a estremecer el vasto espacio cuando algunos de los esclavos despertaron y se dieron cuenta de que las pesadillas eran reales.

Con Níobe echada sobre un hombro, Fithvael desanduvo el camino saltando de un balanceante plinto a otro, hacia la puerta. Entonces casi podía oler la magia, desgarrada, rota. Respiraba trabajosamente, y cada salto constituía un esfuerzo.

Llegó a la solidez del umbral y depositó a Níobe, profundamente dormida, sobre el suelo; ella gimió. Fithvael volvió la mirada hacia la bóveda; no había ni rastro de Gilead. Las luces continuaban chisporroteando en la oscuridad y, del lejano altar, ascendían vapores incandescentes.

—¿Gilead?

—¡Dame la mano!

Fithvael miró hacia abajo y vio que su compañero escalaba la pared de roca despareja situada por debajo del umbral, aferrándose a todos los resquicios que hallaba. El veterano guerrero bajó una mano e izó al elfo más joven.

Con las espadas desenvainadas, los camaradas volvieron sobre sus pasos a través de los imposibles pasillos y las salas de la fortaleza. Gilead llevaba a Níobe. Con los corazones en la boca, esperaban ser descubiertos en cualquier momento, pero el lugar parecía despoblado. Nadie trató de detenerlos.

* * *

En el exterior, rugía una tormenta que azotaba el bosque antiguo. Los elfos no pudieron deducir si era de día o de noche, pero el cielo tenía un color negro espejado y se agitaba con bucles y torbellinos de nubes. Lanzas de rayo se precipitaban hacia las altas murallas del bastión del Señor de las Bestias Ire, y la lluvia era tan abundante que parecía un velo. Avanzaron dando traspiés bajo el aguacero, con las botas cubiertas por el repulsivo fango, hasta que encontraron a los aterrorizados caballos atados en el calvero que se hallaba más allá de la fortaleza.

Gilead sujetó amorosamente el delgado cuerpo de Níobe contra su pecho, mientras Fithvael le preparaba un lecho bajo el dosel de los árboles. Cuando estuvo listo, buscó hierbas frescas con las que tratarla, pero no pudo hallar ninguna; las plantas de salud y curación no podían crecer en aquel sitio, así que tuvo que arreglárselas con la provisión de plantas secas empaquetadas algunos meses antes.

Pasadas algunas horas, la lluvia comenzó a disminuir y un gris pálido inundó el cielo. Fithvael encendió un fuego y revivió las hierbas secas en un poco de vino elfo que guardaban en el único odre que les quedaba de los que se habían llevado al marchar de Tor Anrok.

—Podrías haberla matado —dijo Fithvael.

—Yo, no —contestó Gilead—. Ese lugar terrible, sí.

Escupió con asco al volver a sentir, de pronto, el sabor y el olor de la residencia de Ire.

—En efecto, Gilead te tuin —lo aplacó Fithvael—. Sin duda, habría perecido de haber permanecido en ese lugar, pero me temo que debo advertirte que nosotros podríamos… haber apresurado su fin, de todas formas.

—¿Cómo? —preguntó Gilead mientras observaba cómo Fithvael preparaba sus pociones en el mortero que siempre llevaba consigo.

—La dama Níobe te buscó y te atrajo hacia ella. Su voz, decías tú. Como un anzuelo en la boca de un pez. Te atrajo, primero, a través de este lóbrego bosque y, luego, a través de la demente arquitectura de esa fortaleza.

Fithvael mojó unos trapos limpios con un poco más de vino y envolvió en ellos la mixtura de hierbas para hacer con ellas una cataplasma que colocó sobre el pecho de Níobe antes de poner agua a hervir para hacer una infusión reanimadora. Luego, alzó la mirada hacia su compañero.

—Tú y ella os habéis convertido en uno solo de una manera muy profunda. Debido al lazo que ella forjó contigo, vuestras almas se superponen. Lo que ella siente lo sientes tú, y viceversa. Tus acciones afectan a la fuerza vital de ella.

—¿Eso la mataría? —preguntó Gilead.

—Está débil, y sin embargo su cuerpo no tuvo otra alternativa que imitar al tuyo cuando adquiriste la velocidad de la sombra —respondió Fithvael—. Puede ser que haya sido demasiado para ella. No sé si su cuerpo podrá sobrevivir a un asalto tan feroz.

Gilead se dejó caer sobre la tierra, indiferente al sitio en el que se sentaba, y hundió la cabeza entre las manos.

—¿Estoy tan maldito —dijo— que pierdo a un gemelo y después mato a otra persona que se ha unido a mí?

Luego, alzó la cabeza con brusquedad, y Fithvael quedó sorprendido al ver una sonrisa en su rostro manchado por la lluvia.

—No —se respondió Gilead a sí mismo—. Si mi unión con ella es tan grande que mi fuerza la perjudica… ¡entonces también puede disponer de esa fuerza para curarse!

Fithvael asintió ante la lógica del razonamiento.

—Tal vez…

—¡Maldito sea tu tal vez, Fithvael! ¡Sabes que tengo razón! Si permanezco sereno, descansado, si me fortalezco, entonces ella, debido a nuestra unión, no tendrá más alternativa que recuperarse también.

—¿No tendrá más alternativa? —Fithvael sonrió—. ¿Vas a ordenarle que recupere la salud?

Gilead le dijo a Fithvael lo que pensaba de eso con palabras nada ambiguas. Se levantó y se puso a caminar con paso lento y seguro a través del bosque, describiendo círculos en torno al campamento que Fithvael había construido. Respiraba con regularidad, no hacía ningún movimiento brusco y se concentraba en su propia salud. Se sentía fuerte. Era fuerte. Retuvo esa sensación y observó cómo el día se encaminaba hacia la noche mientras él dirigía sus pensamientos hacia Níobe e intentaba llevarla de vuelta a la salubridad.

Durante tres días, Fithvael atendió a la doncella elfa, que continuaba débil, y no dejó de vigilar su estado. Gilead lo asombró con su determinación de desempeñar el papel que le tocaba en el proceso de curación. Observó que su amigo se mostraba más ansioso de alimentarse con regularidad y hacer ejercicio suave, aunque no logró convencer al guerrero elfo de que durmiera.

Al final del tercer día, Gilead casi había logrado ponerse en trance a fuerza de caminar. Intentaba no pensar en el sitio en que habían estado ni en lo, que se había hecho allí, por temor a que eso afectara a Níobe.

Intentaba pensar sólo en Tor Anrok, en la época en que él vivía allí con su familia, cuando Galeth estaba a su lado y su padre gobernaba la hacienda; cuando Fithvael era un joven y leal guardia; cuando el chambelán Taladryel aconsejaba y entrenaba a los herederos gemelos de Lothain; cuando Nithrom, aquel gran guerrero elfo, jugaba a esgrima con él en el patio. Volvió a narrar mentalmente las viejas historias de familia para dejar que Níobe conociera las mejores partes de su pasado. Podía sentirla en las profundidades de algún rincón de su mente, escuchándolo.

Mientras comían junto al fuego al final del tercer día, de repente Gilead volvió a oír una suave voz dentro de su cabeza. Apartó a un lado el plato y se encaminó hacia donde yacía Níobe, sobre una cama de helechos, cubierta con la capa roja de él.

Cuando despertó, Gilead estaba haciendo guardia junto a ella. La doncella lo miró y sonrió.

—Te conozco, Gilead te tuín Lothain, último Señor de la Torre de Tor Anrok —dijo, y volvió a cerrar los ojos.

Aquella noche, Gilead durmió como no había dormido en años. Durmió como lo hacía en otros tiempos, tras un largo día de jugar y luchar con su hermano. Durmió como un niño cansado y feliz.

Pasaron cinco días enteros desde el rescate antes de que Níobe permaneciera despierta durante algún tiempo. Comía poco, hablaba menos y dormía mucho. Aceptaba los cuidados de Fithvael con decoro y gratitud mientras observaba cada movimiento de Gilead con ojos cansados y deleitados.

Diez días y diez inhóspitas noches pasaron sin incidentes. Fithvael comenzaba a preocuparse porque su buena suerte no podía durar mucho más. Se encontraban en el oscuro corazón de Drakwald, la más peligrosa e impredecible región de las tierras que los humanos llamaban el Imperio. ¿Por qué no había aparecido ningún hombre bestia? ¿Por qué no se había producido ningún vengativo ataque del Señor del Caos? El veterano elfo estaba ansioso por ponerse en marcha, y comenzó a levantar el campamento en la mañana del undécimo día.

—Está lo bastante bien como para viajar con nosotros —le explicó Fithvael a Gilead—. Y en este lugar, viajar es más seguro que quedarse demasiado tiempo en un mismo sitio.

—¿De qué estás hablando?

Ambos se volvieron con sorpresa al oír los alegres tonos femeninos, y vieron que Níobe estaba sentada y los miraba.

—De marcharnos de este sitio e ir a otro —replicó Fithvael—. Aquí ya no estamos seguros. Nos hemos quedado tanto como podíamos.

—Entonces, ya está hecho —dijo ella al mismo tiempo que sonreía y volvía a tenderse de espaldas—. El Señor de las Bestias Ire ha sido destruido.

Fithvael miró a Gilead, y éste sacudió la cabeza y se alejó. El anciano elfo se ocupó de la comodidad de Níobe, y luego siguió a su amigo hasta un poco más lejos, bosque adentro. Gilead no quería decir lo que tenía que decir delante de la doncella.

—Níobe me llamó, y yo respondí a su llamada. Ella ha sido rescatada de aquel repugnante lugar, y no regresaremos a él.

—Entonces, la engañarás —respondió Fithvael—. Pero ella te conoce, Gilead te tuin. Está aquí dentro —añadió a la vez que daba unos golpecitos en la frente de Gilead—. Si te conoce, descubrirá el engaño.

Gilead sacudió la cabeza.

—Si su propósito era destruir a ese Ire, se llevará una decepción.

—¿Dónde está tu sensatez, amigo mío? —se mofó Fithvael—. Creí oírte decir que conocías a esa doncella, que la conocías por ese lazo íntimo que ella forjó. No te llamó por razones egoístas, ni habría puesto en peligro nuestras vidas simplemente por salvar la suya propia.

—¿Y eso quiere decir…?

—Que cree que eres un gran héroe, tonto. ¡Te llamó para que acabaras con el Señor de las Bestias Ire por el bien de todos esos esclavos! ¡Está tan claro como una runa sobre una piedra blanca! Rescatarla a ella, sólo a ella, no era la finalidad de todo esto.

* * *

Cabalgaron a través del aire matinal y se detuvieron en la orilla de un lago forestal, donde, entre juncos blancos como el hueso, volaban libélulas de color verde botella. Níobe se sentó sobre la hierba y se puso a trenzar ramitas secas para hacer una corona mientras les contaba, por fin, su historia.

Gilead apenas si necesitaba oírla, pues las imágenes mentales que la doncella había compartido con él se la habían dado a conocer del modo más vívido. Experimentaba la revulsión que Níobe sentía por Ire como si fuese suya; sentía el dolor de la joven cuando ella explicaba el designio del atroz Señor Oscuro.

—Ire, que llegó al poder en algún innombrable reino que cayó en manos del Caos, y donde gobierna como un semidiós a los engendros subhumanos que allí acechan, hace tiempo que mira con envidia este mundo cálido y luminoso. Creo que tal vez fue humano en otros tiempos, hace muchas eras, antes de que se enredara con la brujería y el conocimiento nigromante prohibido, y fuera desterrado a los implacables Desiertos del Caos, situados muy al norte de aquí. Le resta algún vestigio de su condición humana, lo que hace que anhele este mundo que dejó atrás. Sólo tiene un propósito.

Mientras la doncella hablaba, las imágenes del hombre alto con su melena de lustrosos cabellos y sus atuendos grises aparecieron con gran nitidez en la mente de Gilead, que se estremeció.

—Ire tiene la intención de invadir este cálido mundo. Ha reunido grandiosas fuerzas de destrucción en su condenado reino y ha construido máquinas de guerra. Ha hecho pactos, según creo, con los auténticos Señores de la Destrucción, los abominables demonios que colman el vacío exterior con sus dementes aullidos. Es el instrumento de ellos. El plan de Ire los complace y le han conferido poder para abrir una entrada, una puerta entre este mundo mortal y su propio reino enfermo. Pero se necesita energía para mantenerla abierta, enormes recursos mágicos.

—De ahí, los esclavos —murmuró Fithvael.

—Exactamente, Fithvael te tuin. —Níobe sonrió con dulzura, aunque su semblante aún estaba pálido y demacrado—. Criaturas que tengan magia dentro de sí, tanto si lo saben como si no; seres de todas las razas, castas y especies; criaturas como yo. Nos arrancó de nuestras vidas, a menudo mediante sangrientas incursiones realizadas por sus guerreros bestiales, y nos conectó a esa puerta. A través de las ligaduras, nuestra magia era drenada para alimentar al Cipher.

—¿Qué es eso? —preguntó Gilead, de pronto, pero ya lo sabía: el ser monstruoso situado sobre el altar era una imagen vívida dentro de su cabeza.

—¿Su mimado, su sirviente? Lo ignoro. Sólo sé que, hinchado de magia robada, mantiene la puerta abierta. Y a través de esa puerta llegará el ejército invasor.

—Pero nada de eso es auténticamente real, ¿verdad? —inquirió Fithvael con incertidumbre—. Su bastión, todo lo demás, era como un lugar onírico, una ilusión.

—Es muy real… en su reino de sombras. Lo que vosotros visteis, el sitio a través del que os abristeis camino, era… como un fantasma de ese reino, un eco de su fortaleza proyectado al interior de este mundo a través de la puerta. Se vuelve más real con cada día que pasa. Pronto estará más aquí que allí, sólido, con consistencia física, inexpugnable. Entonces, las puertas de la fortaleza se abrirán.

Gilead se aclaró la garganta. Lo que estaba a punto de proponer era como una bofetada para todo su ser.

—Podríamos…, podríamos advertir a los humanos. Darles la noticia a los gobernantes de ese…, ese Imperio de hombres que reclama estas tierras.

—¿Y van a creer las palabras de un elfo? ¿Un ser salido de las sombras de sus leyendas folclóricas?

Fithvael estuvo a punto de reír entre dientes al oír las palabras de Níobe.

—¡Ya han rechazado antes a otros invasores! —le espetó Gilead—. Sus ejércitos no carecen de poder…

—Muchas invasiones, en efecto —replicó Níobe al mismo tiempo que asentía con un movimiento de cabeza—. Pero en todas y cada una de ellas los territorios humanos fueron asaltados desde el exterior, desde los límites o las fronteras. Esta procede del interior. Imagina durante cuánto tiempo habría resistido la orgullosa Tor Anrok si el Caos hubiese manado dentro de la mismísima sala del trono.

—Así pues —intervino Fithvael, con un suspiro—, ¿estás diciendo que debemos regresar… y cerrar la puerta?

—Sí, maestro Fithvael. Eso es. Regresar y cerrar la puerta.

Gilead se puso de pie a la vez que sacudía la cabeza. Recordaba lo duramente que había luchado para destruir sólo un plinto de los cientos de miles que había en aquel lugar. Sabía que no podría liberar a tantos seres aunque tuviese el tiempo de diez vidas para realizar la tarea.

—No podemos liberarlos a todos —fue su breve respuesta.

—No, en efecto —dijo Níobe—, pero podemos cerrar la puerta.

La fuerza que puso en la palabra podemos hizo que ambos guerreros experimentaran un escalofrío.

La joven alisó con las manos las arrugas de su vestido sucio.

—En Talthos Elios, mi padre me educó para que hiciese honor a la antigua promesa; la promesa que nuestra raza hizo en sus últimos años, cuando el número de los nuestros comenzó a mermar y nos retiramos del mundo que había sido nuestro. Es probable que los consideremos una raza infantil, tosca e ignorante, pero los humanos han heredado este mundo de nosotros. Mi padre me enseñó a honrar a la humanidad, con mi vida en caso de ser necesario. Nuestro tiempo ha pasado ya, amigos míos. El mundo es más nuevo y está más vacío que en las épocas de nuestros ancestros.

»Hay una expresión que emplean los señores de Bretonia: Noblese oblige. Por vuestro gesto, veo que sabéis lo que significa. Tenemos una deuda con nuestros herederos. Mi magia fue robada y utilizada para poner en práctica las abominables estrategias de los Poderes Malignos. Daría gustosamente la vida para destruir esa puerta.

—Suicidio —murmuró Gilead.

—No, mi señor: honor. Debemos honrar nuestro legado. Y para honrarlo, no liberamos a un esclavo solamente, sino que permitimos que un millar muera si eso significa que la disforme puerta de Ire desaparezca con ellos.

Fithvael alzó la mirada hacia Gilead, pero el joven guerrero elfo nada dijo.

—¿Quieres que los matemos a todos? ¿Todos los esclavos? —preguntó Fithvael.

—No lo sé —respondió Níobe al mismo tiempo que los miraba a ambos—. Pero sé que el Señor de las Bestias Ire tiene una sola debilidad.

—Entonces, dinos cuál es —pidió Gilead con tono seco.

—Vi algo en la mente de Ire, pero no me atreví a permanecer en ella mucho tiempo por temor a que la inmundicia del Caos me infectara. No tengo otra respuesta que la seguridad de que él sabía que había una debilidad, y que esa debilidad es su hijo.

—¿Su hijo?

—Tiene un hijo. Es su único punto vulnerable.

Sobre los tres cayó un largo silencio desolador.

—¿Me ayudaréis? ¿Lo haréis? —preguntó Níobe pasado un rato.

Gilead inclinó la cabeza porque no quería mirarla a los ojos.

—Creo que no —replicó.

Gilead se levantó del lado de su amigo y de la mujer a la que creía amar, y se alejó de ellos. Fithvael se puso trabajosamente de pie y lo siguió, llamándolo mientras se alejaba.

—¡Gilead! ¡Señor! ¿Incumplirás tu deber? —dijo, pero el joven elfo no se volvió.

Fithvael apresuró el paso hasta encontrarse justo detrás de Gilead, momento en que extendió un brazo, lo cogió por un hombro e hizo que se diera la vuelta con brusquedad.

—¡Dímelo a la cara! Dime que vas a darle la espalda a esto. ¿No recuerdas ya a Galeth, ni los diez años de búsqueda que te llevaron hasta su asesino? ¿No recuerdas los años que permaneciste bebiendo en las ruinas de Tor Anrok, desdichado hasta lo más hondo de ti? Fue tu sentido del deber lo que te salvó de la perdición, tu deber hacia un ser humano. ¡La hija de Ziegler! ¿La recuerdas? ¡Tuve que metértelo a golpes en la cabeza para hacer que te dieras cuenta…! ¡Dioses, tuve que llegar hasta el extremo de estar a punto de perder mi propia vida! Pero pronto lo comprendiste. Nuestra época llegó y pasó, Gilead Lothain. Es doloroso, pero es así. Éste es tu destino, amigo mío; nuestro destino. No le vuelvas ahora la espalda.

—¿Y si perdiéramos a Níobe? —preguntó Gilead.

—Amigo mío, si no haces esto, la perderás sin remedio, ¡de todas formas! Y si no puedes soportar la idea de destruir al Señor de las Bestias Ire por el bien de la humanidad, hazlo entonces por el de Níobe y el tuyo propio.

—¿Y tú? —inquirió Gilead.

—Yo iré de todas maneras, aunque estaré mejor si te tengo a mi lado. Tú, Gilead, fuiste criado para luchar. Así te crió Cothor, y por eso te entrenó Nithrom, un guerrero de Tor Anrok, de la antigua raza que está desapareciendo. Es tu esencia vital. Aunque negaras todo lo demás, eso no podrías negarlo.

Gilead clavó los ojos en su compañero. Durante un largo momento, Fithvael pensó que iba a golpearlo porque un furioso orgullo contrajo el rostro de Gilead. El último Señor de la Torre de Tor Anrok desvió la mirada hacia Níobe, que los observaba desde la orilla del agua, y luego volvió a posar la vista sobre Fithvael.

—Vayamos a hacer eso —dijo, al fin—. Pero mi señora se queda aquí.

—Pero la necesitamos, Gilead. Sólo ella puede guiamos allí dentro, sólo ella puede llevarnos hasta el hijo de Ire. Si vamos…, cuando nos marchemos, ella vendrá con nosotros, sin duda.

Cayó la noche, fría y húmeda bajo los árboles de ramas vencidas. Fithvael comprobó sus armas y el zurrón de campo que siempre llevaba consigo, reemplazó lo que pudo y se aseguró de que todo estuviese limpio y seco. También empaquetó hierbas fortalecedoras para Níobe, pues sabía que aún estaba débil.

* * *

Gilead comprobó sus armas, y se aseguró de que la aljaba estuviese llena y la cuerda del arco bien tensada. Más importante aún: le dedicó un tiempo mayor a la espada y a la daga, las cuales limpió y amoló hasta que tuvieron duros filos brillantes. Posó los dedos un momento sobre las runas elfas que decoraban el acero, y pensó en Tor Anrok y en los ideales que siempre habían gobernado la vida de su familia. Limpió el fango de su largo y estrecho escudo de guerra; luego, se sujetó la armadura de cuero con las hebillas y se colgó aljaba y escudo cruzados sobre la espalda.

Había llegado el momento. Níobe estaba preparada. Se había atado hacia atrás los largos cabellos y había cortado la falda del vestido por encima de la rodilla para correr y moverse sin impedimentos. Era tan hermosa que a Gilead se le contrajo la garganta.

¿—Por qué estás tan triste? —preguntó ella al devolverle a Gilead el cuchillo de larga hoja que le había prestado para cortarse el vestido.

—No estoy triste, sólo…, preparado. Quédatelo.

—Me educaron con muchas habilidades, Gilead, pero la guerra no fue una de ellas. Coge tu daga.

—No, Níobe. Métela en tu cinturón. Puede ser que esta noche tengas necesidad de ella. Asesta estocadas, no golpes. Y no dudes en hacerlo.

Ella deslizó el arma bajo su cinturón de cuero.

—Como quieras, Gilead. Estás enseñándome, ¿no?

—Si eso te salva la vida, al menos yo daré las gracias por hacerlo.

Guardó silencio. Había salido una luna de color enfermizo, y los árboles proyectaban sobre ellos largas sobras tristes.

—¿Qué? —preguntó ella.

—¿Qué pasa con nosotros… después? —susurró él.

—¿Después? —Una vivaz sonrisa iluminó el rostro de la doncella, que lo empujó con gesto juguetón—. Recemos para que haya un después.

—Lo habrá.

—¡Qué optimista, Gilead!

—Es una de mis mejores cualidades —mintió él. Fithvael, que estaba cerca, profirió un bufido, y Níobe se echó a reír.

—Cothor Lothain engendró un hijo hermoso…, incluso cuando miente.

—No has respondido a mi pregunta —insistió él.

Ella extendió un brazo y le tocó con suavidad la sien.

—Ya he permanecido aquí dentro durante bastante tiempo. Estamos unidos, Gilead. Con independencia de lo que suceda esta noche, la unión persistirá. Te lo juro.

Tembloroso, él la tomó entre los brazos y, mientras duró aquel precioso beso, el peligro pareció hallarse muy lejos.

Fithvael apartó la mirada y se dispuso a preparar los caballos en las proximidades. Estaban cargados y listos para la larga cabalgata de salida del bosque. Los dejaría atados con largas cuerdas, en previsión de una huida precipitada.

Los tres se cogieron de las manos en el calvero iluminado por la luna. Un pacto silencioso a la vieja usanza. Luego, lado a lado, los elfos se alejaron hacia el interior del bosque susurrante, en dirección al grandioso bastión fantasmal de su enemigo.

Pasó una hora y no encontraron nada. Durante la mayor parte de ese tiempo, los tres habían avanzado codo con codo. En una o dos ocasiones, tuvieron que caminar en fila india, y cuando esto sucedía, Gilead desenvainaba la espada y marchaba en cabeza, con Fithvael a la retaguardia del grupo. No obstante, incluso en aquellos estrechos senderos todo estaba en calma.

—Debemos detenernos —dijo Fithvael, de repente—. Algo no va bien.

—No oigo ninguna amenaza —respondió Gilead, tras volverse para mirarlo—. Todo está tranquilo; todo va bien. Fithvael, te inquietas por nada.

—No —insistió Fithvael al mismo tiempo que se descolgaba el arco de la espalda y lo tensaba—. ¿No te preocupa que no haya nada por lo que inquietarse? Esto es Drakwald, un lugar de terror, de bestias, y sin embargo caminamos por él como si fuese el parque de juegos de nuestra infancia.

Gilead miró a su alrededor y hacia el cielo nocturno a través del dosel que los cubría, y se tensó al darse cuenta de que Fithvael estaba en lo cierto.

—¿Percibes algo? —le preguntó a Níobe.

—El bosque está cargado de amenazas, pero un poco de magia mental puede alejar a una legión de criaturas ignorantes —replicó Níobe con una sonrisa sabia.

Gilead y Fithvael fijaron la mirada en ella. Entonces resultaba obvio: el avance sin peligros había sido garantizado por la doncella, que usaba todo el poder de su magia para buscar a las bestias y monstruos del bosque e implantar en sus débiles mentes imágenes que los distraían del rastro de ellos tres.

—¿Estamos a salvo debido a ti? —preguntó Fithvael.

—Por el momento —replicó Níobe con dulzura—. Cuando lleguemos al portal, mis poderes quedarán agotados y confundidos por la corrupción que hay allí.

—Bloquea tu magia —le pidió Gilead a Níobe, con ternura—. No permitas que Ire la perciba. Podemos enfrentarnos con lo que encontremos aquí. —A continuación, desenvainó su espada de acero azul.

—Como quieras —asintió ella.

Los rodeaba una noche sin estrellas, fría y tenebrosa. Se sobresaltaban ante cualquier crujido, chasquido y susurro del espeso sotobosque que los envolvía. Habían recorrido casi un kilómetro cuando ella se quedó inmóvil de modo repentino.

—¡A la izquierda! Es…, es…

Mientras ella tartamudeaba, Gilead desenvainó la espada con un solo movimiento elegante, pues el hedor a podrido del Caos inundó, de pronto, el aire.

Una bestia enorme cargó hacia el estrecho claro. En el momento de salir al descubierto, había dejado un rastro de madera procedente de los árboles y arbustos partidos. La criatura era del tamaño y la altura de un venado, y estaba recubierta por un grueso pelaje de manchas grises y negras. Sus pezuñas, de unos treinta centímetros de diámetro, remataban gruesos y fuertes tobillos y se dividían en romos dedos óseos. Las patas traseras del animal eran más cortas que las delanteras, y la cola resultaba apenas un vestigio, como la de una cabra. El monstruo rascó el suelo, donde abrió un profundo surco en la tierra putrefacta, al mismo tiempo que alzaba un par de poderosos brazos humanoides situados a ambos lados de un pecho grueso como un barril.

Gilead vio al instante que los brazos de la bestia estaban rematados por manos musculosas, cada una provista de dos dedos de una sola articulación, parecidos a los que tenía en las pezuñas hendidas. Un pulgar negro y calloso completaba las manos, que sujetaban una ballesta tosca pero enorme, ya cargada con una flecha que era casi tan grande como un antebrazo de Gilead.

El cuello del venado era tan grueso como el pecho de un hombre, y sobre el mismo se alzaba una cabeza medio humana, colocada allí como una incongruencia, más estrecha que el cuello y rematada por un solo cuerno curvo y ancho.

La bestia gruñó en el momento en que iba a disparar la flecha hacia Gilead, que se movía haciendo fintas, primero a la derecha y luego a la izquierda. La enorme flecha silbó con sonido agudo al hender el aire, pero erró por pocos centímetros, pues Gilead rodó y se protegió el cuerpo con el escudo.

La cabeza barbuda de la bestia del Caos pareció reír entre dientes con un rebuzno gutural mientras deslizaba otra flecha en la ranura de la ballesta.

La vista que Gilead tenía de la bestia era frontal y desde corta distancia. No veía nada por encima del cuello erguido y la cabeza, así que se concentraba sólo en la amenaza inmediata.

Fithvael, a unos pocos metros a la derecha de Gilead, tenía otra perspectiva, y durante una fracción de segundo quedó hipnotizado por lo que vio.

Sobre el lomo de aquella especie de venado, había una segunda monstruosidad. El hombre bestia iba montado en la criatura sobre una voluminosa silla hecha con cuero verde lleno de agujeros. Unos estribos grandes y planos del mismo material colgaban a los lados de la silla y sujetaban los pies enormes, parecidos a patas, del jinete. Las piernas eran cortas y deformes, y los huesos del muslo se torcían para formar rodillas hinchadas.

El cuerpo del jinete también parecía demasiado corto y ancho, y consistía sólo en un torso sin cintura ni abdomen. Por el contrario, sus brazos eran largos y fuertes, y sus hombros altos y poderosos. La cabeza del monstruo tenía forma humana, pero era fea y bulbosa, cubierta de verrugas y casi desdentada, y descansaba sobre los enormes hombros sin un cuello entre ambos. El jinete llevaba una cuchilla en una mano descomunal, y un azote en la otra. Su rostro mostraba una sonrisa sin dientes mientras balanceaba las dos armas en pequeños círculos entrelazados ante su cuerpo. Estaba preparándose para golpearlos y desgarrarlos a los tres, miembro a miembro.

Gilead esquivó la segunda flecha, que se clavó de pleno en el tronco de un árbol situado detrás de él, y dos tercios de la misma quedaron sobresaliendo por el otro lado. El elfo saltó hacia adelante, muy agazapado, y asestó una estocada ascendente por debajo del pecho del venado; usó el impulso de la corta carga para clavar la hoja en el corazón de la criatura. La espada penetró unos quince centímetros y luego chocó contra hueso; la fuerza del impacto hizo que se detuviera en seco. El guerrero elfo intentó liberar el arma de la herida que no sangraba, pero estaba atascada.

La bestia parecida a un venado dejó caer la ballesta y tendió las enormes manos deformes hacia el cuello del elfo.

Mientras continuaba sujetando la empuñadura de la espada con una mano, Gilead buscó a tientas su daga, pero la vaina estaba vacía. Se la había dado a Níobe. Se lanzó al suelo y rodó para evitar que el enemigo lo pisoteara con las pezuñas.

—¡Gilead! —gritó Níobe, que, adivinando lo que necesitaba el elfo, le lanzó la daga a través del claro.

Él la atrapó y lanzó una cuchillada al brazo que se extendía hacia él. Cortó músculos y tendones, y dejó a la vista los huesos. No manó sangre, ni icor, ni ningún otro fluido corporal.

Fithvael sacó dos armas y también se lanzó a atacar a la criatura impía que montaba al venado monstruoso. Primero, golpeó con la punta de la espada, que recorrió un muslo del hombre bestia y abrió en él una herida dentada; el corte se llenó rápidamente con un líquido negro amarillento. El hecho de que fuese un tajo descendente le permitió inclinar cabeza y hombros para esquivar el látigo provisto de tachones de la criatura, que salía disparado hacia su rostro.

A Fithvael lo animó el hecho de que la bestia fuese indisciplinada en el manejo del látigo, y mantuvo su posición para luego erguirse con el fin de hender con la espada el pecho del monstruo. El látigo volvió una vez más, y su tosca cadena negra se envolvió en torno a la hoja del arma de Fithvael. Con un movimiento seco y brusco, el veterano elfo liberó lá espada y lanzó al látigo de vuelta hacia su dueño, contra cuyo pecho impactó con un potente golpe sordo; pero la criatura no pareció advertirlo y volvió a alzarlo por encima del hombro para asestar otro golpe.

Fithvael cortó otro buen pedazo de la pierna del monstruo, al que le hendió la rodilla y casi le cercenó por completo el pie. La bestia respondió girando el cuerpo sobre la silla y descargando un fuerte golpe con una pesada cuchilla en un arco preciso que tomó a Fithvael por sorpresa. El elfo cayó de rodillas para esquivar la afilada hoja, y se puso de pie con rapidez, antes de que la bestia pudiese volver a atacarlo con el arma.

Gilead liberó su espada y rodó hasta quedar de espaldas en el suelo, debajo de las pataleantes pezuñas del ser con forma de venado. Desde esa posición, lanzó otra estocada con la espada y hendió la articulación donde la pata se unía al cuerpo. La herida seca quedó como una boca abierta ante el elfo, pero el ritmo del pisoteo del monstruo no cambió.

Esa vez, Gilead impulsó la larga espada hacia el pecho en línea oblicua al mismo tiempo que dirigía la daga hacia la garganta. Encontró espacio entre el gran costillar de barril, donde hundió la espada hasta la empuñadura, y luego la movió de izquierda a derecha, hasta que le fue posible retirarla. Asimismo, clavó la daga en la garganta de la bestia, con lo cual cortó en seco su bramante aullido y le abrió un agujero dentado en las vías respiratorias.

Concluido esto, Gilead retrocedió y observó cómo el monstruo intentaba respirar a través del agujero que tenía en la garganta. El tejido que rodeaba el tajo se pegaba y volvía a separarse. La monstruosidad intentó levantar la ballesta una vez más, pero la mano perteneciente al brazo herido tembló y no pudo encontrar el sitio para colocar la flecha.

Fithvael se irguió en toda su estatura y lanzó una estocada hacia el torso de la criatura montada. La hoja de la cuchilla paró la estocada del veterano elfo, y el brazo de éste recibió una fuerte sacudida antes de que lograra cambiar la espada de posición. Fithvael imprecó, giró sobre sí mismo y ensartó al jinete con la espada en un solo movimiento ininterrumpido.

El venado carente de sangre cayó de rodillas con lentitud, y luego se desplomó de cabeza, con la ballesta aún sujeta en la mano sana. Al inclinarse hacia adelante, el jinete fue lanzado sobre el cuello de su cabalgadura, y Fithvael logró retirar la espada y volver a clavarla. El monstruo cayó de su montura y soltó las armas, tras lo cual se irguió sobre los puños, de los que se valió, como si fueran pies, para escapar.

Gilead cargó el arco cuando el objetivo estaba ya a unos quince o veinte metros de distancia, y mató al hombre bestia con una sola flecha certera, que le atravesó la cabeza.

Fithvael se sacudió el polvo y envainó la espada con un suspiro de alivio. Los dos elfos regresaron adonde estaba Níobe y dejaron los cadáveres a su espalda, tirados en el bosque.

El trío había avanzado sólo unos pocos centenares de metros cuando Níobe los hizo detenerse.

—Ya hemos llegado —declaró al mismo tiempo que se volvía para mirar a Gilead y Fithvael—. ¿Cómo queréis que procedamos?

Fithvael miró por encima del hombro de la joven elfa, que se encontraba ante ellos.

—Yo no veo nada —dijo el veterano elfo—. ¿Dónde está el castillo del Señor de las Bestias Ire?

Níobe se volvió con lentitud hasta encarar la misma dirección que sus compañeros, y Fithvael y Gilead vieron que tomaba forma el vasto contorno del castillo del Paladín del Caos, imagen que rieló y apareció a la vista envuelta por la niebla nocturna del bosque.

—Sólo lo veis a través de mis ojos —explicó Níobe—, pero no dudéis de que está allí.

A treinta pasos de la monumental fachada del castillo, comenzaba a ascender una larga rampa desde el terreno pantanoso, la cual llevaba a un pórtico situado en el centro de la muralla.

—Una buena recepción —comentó Gilead con frialdad—. Es más de lo que nos concedieron la vez anterior.

—No es más que una entrada oculta a los ojos de todos los que no tengan la magia necesaria para verla —respondió Níobe, cuyos modales alegres y confiados intentaban ocultar el miedo que sentía.

* * *

El rancio hedor del Caos impregnaba el aíre que respiraban y la tierra que pisaban, y ella lo percibía más nítidamente que sus compañeros. Pero contaba con la fuerza de Gilead para alimentar la suya, y a cambio, él podía experimentar, al menos, algo de los poderes mágicos de la joven elfa.

Al acercarse al pórtico, Níobe se adelantó hasta la vanguardia del grupo y se detuvo a apenas unos metros de la entrada cubierta por una pesada reja. Los espacios cuadrados que había en la estructura, por lo demás sólida, comenzaron a deformarse y a latir, hasta que se abrió una brecha lo bastante ancha como para que la atravesaran los tres elfos.

—¿Cómo haces para cambiar la realidad de ese modo? —preguntó Fithvael, maravillado.

—Porque no es realidad —fue la sencilla respuesta de Níobe—; no, todavía, en todo caso. Está haciéndose cada vez más sólida, pero aún constituye una ilusión, un reflejo proyectado aquí del auténtico bastión en que se encuentran los dominios de Ire. Yo puedo dejarlo a la vista, mostrároslo. Mientras sea insustancial y no esté realmente ni aquí ni allá, puedo obrar sobre las ilusiones y conformarlas de acuerdo con nuestros propósitos.

—Pero este lugar es maligno —dijo Fithvael mientras se esforzaba por comprender las habilidades de ella y la forma en que podían utilizarlas.

—Maligno, sí —asintió Níobe—. Este lugar está completamente corrompido debido a que la magia es manipulada por el mal más tenebroso, pero créeme si te digo que el poder mágico por sí mismo no es maligno.

Entraron en un espacio ancho y largo, que podría definirse como un gran corredor. A lo largo de las paredes, había puertas cerradas con pestillo, de diferentes alturas, que Gilead supuso que conducirían a habitaciones. Los corredores que se alejaban en otras direcciones y las escaleras que ascendían y descendían en vectores imposibles parecían añadir otra dimensión insana a las tres que existían de manera natural en aquel sitio.

Níobe realizó el más breve examen de la topografía antes de conducir a Gilead y a Fithvael a través del espacioso corredor y ascender por una escalera que un momento antes daba la impresión de precipitarse hacia las entrañas del castillo.

Unos instantes más tarde llegaron a una enorme zona en forma de cubo que parecía haber sido forjada en algún metal, peltre tal vez. Donde las paredes se unían al techo y el piso, las junturas eran invisibles. Los muros tenían un acabado mate, había huellas de golpes y carecían de puertas, ventanas o cualquier otra entrada o salida visible. La luz que bañaba aquel espacio era uniforme y no proyectaba sombras. Lo más preocupante era que no se veía ninguna fuente de luz.

Gilead y Fithvael alzaron las espadas cuando un hedor nauseabundo comenzó a filtrarse en la estancia procedente de ninguna parte.

—Ire… —jadeó Níobe.

Una figura salió de las sombras y pareció aumentar de estatura a medida que avanzaba hacia ellos. Llenaba el espacio, y el espacio se expandía para dar cabida a la creciente estatura del hombre. La cámara cúbica de metal había tenido tal vez unos diez pasos en todas las direcciones, pero entonces medía unos trescientos metros de lado.

—Más espacio para obrar —dijo Gilead en voz alta mientras clavaba la mirada en el insondable rostro dividido del Señor de las Bestias Ire.

Los dos guerreros elfos se agazaparon ligeramente y adoptaron una postura agresiva.

Como si se burlase de la imagen misma que presentaban, Ire echó hacia atrás la cabeza y profirió un sonido que podría haber sido risa, pero que pareció resonar dentro de todo el cuerpo antes de escapar por la boca dividida.

—¡Ahora! —gritó Gilead, cuya voz sonó como música después del extraordinario bramido del Señor de las Bestias Ire.

Gilead y Fithvael describieron un rodeo en torno a Ire y arremetieron contra él desde distintas direcciones, pero en ese momento la habitación comenzó a moverse sobre un eje invisible, y el suelo se inclinó al mismo tiempo que las paredes giraban. Los elfos quedaron desorientados, y sus pies trastabillaron. Buscaban alguna superficie plana y sólida cercana, pero no la había.

Gilead ya no podía ver a Níobe, aunque oía su dulce voz dentro de la mente.

—¡Deshazte de la ilusión! Está dentro de tu cabeza. ¡El posee este lugar y lo usará en su propio beneficio, pero no le servirá de nada si tú lo niegas! —le dijo.

Observó que Fithvael caía sobre una rodilla mientras la habitación se balanceaba y giraba.

—¡Es una mera ilusión, Fithvael! —le chilló—. ¡Bloquéala!

Los guerreros volvieron a lanzarse hacia el Señor de las Bestias Ire. La habitación volvió a girar e inclinarse, pero esa vez Gilead y Fithvael se mantuvieron en pie.

Ire desenvainó la espada, que era larga y ancha, aunque el Señor del Caos la sujetaba con una sola mano y la movía despreocupadamente, trazando formas de ocho en torno a su cuerpo.

Fithvael avanzó para parar la primera estocada de la terrible arma, pero el golpe lo derribó como si estuviese hecho de papel. Ire volvió a lanzarle un golpe a Fithvael, y el elfo se dejó caer al suelo y rodó. La enorme espada hizo impacto sobre la superficie de peltre, de la que arrancó chispas de color blanco azulado.

Gilead atacó al Señor de las Bestias Ire y le asestó una estocada tras otra, pero la armadura de pizarra del monstruo lo protegía con facilidad de todos los golpes.

Mientras los tres luchaban con mayor velocidad y ahínco, la habitación giraba más violentamente, pivotaba y rotaba sobre un conjunto de ejes invisibles. Gilead y Fithvael se mantenían en pie a pesar de todo, y entonces ambos luchaban arremetiendo con todas sus fuerzas contra Ire. El Señor del Caos se zafó de los atacantes y descargó su espada contra Fithvael, a quien le hizo un tajo en el hombro derecho antes de que Gilead pudiese parar el golpe.

Tras desplomarse de rodillas, Fithvael perdió la concentración y comenzó a rodar, indefenso, por el cubo que giraba. Gilead observó cómo su fiel amigo caía y vio que era lanzado sin remedio de un lado a otro por los movimientos del cubo metálico.

—¡Ilusión! ¡Es una ilusión! —chilló Gilead, pero Fithvael continuaba dándose implacables golpes contra las paredes de peltre.

—¡Fithvael!

El elfo había desaparecido.

—¿Dónde está? ¿Qué le has hecho, escoria corrupta? —gritó Gilead al mismo tiempo que se lanzaba contra la pesadilla que reía entre dientes.

El Señor de las Bestias Ire lo arrojó a un lado.

Pero Gilead no iba a dejarse desanimar. De pronto, veloz como la sombra, se transformó en un borrón en movimiento, que lanzaba estocadas, cortaba y golpeaba con su arma. La habitación giraba y corcoveaba, pero Gilead, inconscientemente, hacía lo que Níobe le había aconsejado: no prestaba atención a la ilusión y se concentraba sólo en Ire.

* * *

Níobe aguardaba en un pequeño espacio oscuro con Fithvael. Se trataba de una antecámara, aunque aparte de ese pequeño hecho, la joven no tenía ni idea de dónde estaba. Por pura fuerza de voluntad, se había llevado a Fithvael fuera del cubo metálico que se balanceaba.

—Quédate quieto —le siseó.

—¡Duele! —protestó Fithvael mientras ella le vendaba la herida.

—¡Claro que duele! ¡Estáte quieto!

—¿Dónde está Gilead?

* * *

El Señor de las Bestias Ire concentró un resonante bramido en sus entrañas y lo dejó escapar como un largo y retumbante sonido, que llenó el espacio en torno a Gilead. El último hijo de Tor Anrok acababa de clavar su espada a través de la guarda de metal que cubría el ojo muerto del lado subhumano de la deforme cabeza de Ire.

Gilead aprovechó la oportunidad y volvió a la carga. Entonces se movía a tal velocidad que la habitación parecía haberse detenido y vibrar sólo ligeramente. Ya fuese por la velocidad que Gilead había desarrollado o por la terrible herida que acababa de recibir Ire, el caso es que el guerrero elfo comenzó a ver algo muy diferente ante él. El Campeón Oscuro comenzó a perder su forma y a desdibujarse en los bordes. Durante una fracción de segundo, su silueta se transformó en una palpitante masa amorfa, antes de estabilizarse en su anterior figura humanoide.

* * *

Níobe se sobresaltó. Acababa de ver al Señor de las Bestias Ire como lo había visto Gilead, y la verdad revelada le hizo proferir un grito.

—¿Qué sucede? —preguntó Fithvael, cuya voz estaba amortecida por el dolor.

—El hijo… He visto al hijo…

Níobe condujo a Fithvael por un laberinto de pasillos de pesadilla, hasta que al fin llegaron, una vez más, a la vasta cámara en la que estaban atados los esclavos.

—¿Por qué me has traído aquí? —inquirió Fithvael mientras Níobe recorría el entorno con la mirada.

—No llores la muerte de estos esclavos, Fíthvael te tuin —comenzó ella con voz serena—. Agradecerán la muerte si les libera de esta existencia. Tanto si viven como si mueren, tú los habrás salvado. Y vivas o mueras, habrás salvado a la humanidad de un destino mucho peor que éste.

La joven creía lo que decía, y también lo creía el guerrero elfo, pero, a pesar de todo, una lágrima resbaló por el perfecto contorno de la mejilla de Níobe.

—Dime, ¿cuál de estas pobres almas es el hijo de Ire? —preguntó Fithvael mientras se preparaba para la misión más desagradable de su carrera.

Había matado a muchos en batalla, pero destruir a una pobre alma inerte que había sido atada a un yugo con el único fin de extraerle la energía mágica, eso era asesinato y sólo le causaba revulsión.

—Ninguna de ellas —replicó Níobe.

—Entonces, lo preguntaré otra vez —dijo Fithvael con severidad—. ¿Por qué me has traído aquí?

Níobe se volvió y posó los ojos sobre el altar que estaba situado más abajo que ellos, sobre las innumerables hebras conectadas al gran cubo de roca y sobre los cambiantes dibujos de las runas del Caos que se retorcían encima de la superficie del altar. Lo señaló, pues la muchacha apenas podía hablar.

—El altar. La cosa que hay sobre el altar —jadeó, luego.

—¿Qué cosa? —preguntó Fithvael al mismo tiempo que volvía la cabeza con brusquedad para echarle otra mirada a la abominación que flotaba allá abajo.

Y entonces, lo vio. Por primera vez se dio cuenta de que había algo sobre el altar. La vista de las hipnóticas runas y los millares de destellantes hebras habían apartado su atención de la opaca e informe superficie del altar, pero en ese momento la veía con claridad: una masa inanimada, amorfa e incolora, que carecía por completo de forma. La vio porque Níobe la había visto.

—¿Eso es… el hijo de Ire? —preguntó Fithvael con incredulidad.

—El Cipher —respondió Níobe con voz débil—. Reúne y controla la magia.

Tenía la voz quebrada y la boca seca. Intentó hablar otra vez, y Fithvael se inclinó para oírla.

—Se parece a Ire… —susurró la joven.

—¿Ese aspecto tiene Ire cuando la ilusión desaparece? —concluyó Fithvael, que ya alzaba la espada.

* * *

La grandiosa arma de Ire hendió el aire, y Gilead retrocedió a la velocidad del rayo. La caja de metal dentro de la que se encontraban continuaba girando y balanceándose. Gilead volvió a lanzar una estocada, pero la punta de la espada del monstruo llegó hasta su mejilla, donde le hizo un profundo corte sangrante. Gilead cayó y comenzó a temblar mientras la habitación se zarandeaba. Entonces era real, todo era demasiado real.

* * *

Saltando de un plinto a otro, Fithvael avanzaba hacia el altar. Sabía que tenía poco tiempo.

Saltó sobre el saliente de roca que rodeaba a la monstruosidad, y apareció el primero de los guardias de esclavos. Eran cuatro en total, que blandían armas diversas. Su piel era de piedra, con grietas en las articulaciones, sobre la que se veían arañazos y trozos que faltaban por obra de un millar de espadas y proyectiles. Cuando las criaturas flexionaban el cuerpo, la piel de piedra acompañaba el movimiento como la capa que se endurece sobre lava candente que fluye.

Los mutados engendros infernales formaron codo con codo ante el altar, armados sólo con varas y látigos. Eran los guardias de los esclavos y nunca habían necesitado más que esas armas ligeras para controlar a sus prisioneros.

Fithvael no vaciló, y se lanzó hacia ellos al mismo tiempo que blandía la espada de un lado a otro.

Pero su hoja sólo arrancó chispas al rebotar sobre la impenetrable piel de las bestias del Caos.

* * *

Dentro de la girante caja de peltre, Gilead se deslizó hacia abajo por una pared que ascendía y apenas se apartó antes de que la enorme espada de Ire hiciera una grieta sobre la superficie metálica, justo donde él había estado.

Intentó recobrar la concentración. Plañidera y lejana, la musical voz de Níobe aún le hablaba.

—Es una ilusión, Gilead…, una ilusión…

Alzó la espada, que chocó contra la de Ire en una chisporroteante lluvia de luz purpúrea. Otra vez un desvío, una parada. La destreza del Señor de las Bestias Ire con la espada era magistral.

Pero Gilead había sido entrenado por Nithrom, y el arma que blandía había sido de su hermano. No perdería esa lucha.

* * *

Fithvael abrió de un golpe la piel pétrea del guardia que tenía más cerca y retrocedió con revulsión. Debajo de la armadura de pizarra, la pierna del monstruo era una enorme herida pútrida. No había ni piel ni hueso, sólo carne negra putrefacta y un ejército de gusanos y parásitos que se alimentaban del cuerpo corrupto.

Fithvael se lanzó hacia adelante y volvió a atacar la zona debilitada; los golpes rociaron su arma y a él con icor y trozos de carne hediondos. El guardia cayó y se partió por las junturas, por donde salió disparada una hueste de cosas que se retorcían junto con la materia putrefacta que habían sido sus entrañas.

Fithvael pasó de un salto por encima de los repugnantes restos, moviéndose como un bailarín entre las armas de los otros guardias. Arriba, sobre el altar, el Cipher se removió un poco, como si estuviese incómodo.

* * *

Gilead volvió a lanzarse al ataque y su espada abrió una grieta en la hombrera de Ire.

—¿No te duele todavía? —lo aguijoneó Gilead, pero él no respondió—. No importa… Creo que te he mantenido entretenido el tiempo suficiente.

De pronto, el Señor de las Bestias Ire se quedó inmóvil y volvió la mirada hacia algo que Gilead no podía ver.

—Sí, creo que lo he logrado… —Gilead sonrió.

* * *

Fithvael alzó la espada y clavó una estocada en el repugnante saco amorfo que era el Cipher. Un maloliente fluido viscoso lo salpicó de pies a cabeza y cayó en chorretones por los lados del altar. El hedor a cadáver era abrumador.

—¡Señor de las Bestias Ire! —gritó Fithvael, desafiante, mientras sus manos aún aferraban el arma victoriosa—. ¡Tu hijo ha muerto!

* * *

La habitación de peltre había desaparecido. Perdido en una fortaleza construida sólo de magia oscura, Gilead murmuraba el nombre de Níobe e intentaba no perder los últimos rastros de su voz.

La realidad se rasgó. Huían en medio de la ilusión que se deshacía, mientras las torres se derrumbaban y una tormenta de pesadilla estallaba en el cielo desolado que dominaba el bastión. Chorros de energía mágica salían disparados hacia el cielo y hacían saltar trozos de la muralla que sólo era real a medias.

Cuando se encaminaba hacia la torre de la entrada, Fithvael casi colisionó con Gilead.

—¿Y Níobe? ¿Dónde está? —bramó Gilead.

Las vejadas y frustradas fuerzas del Caos estaban haciendo pedazos la construcción que los rodeaba.

—¿Es que no regresó junto a ti? —jadeó Fithvael.

En ese momento, en medio del torbellino, vieron su delicada silueta que corría hacia ellos al mismo tiempo que esquivaba objetos a través de la tormenta de estallidos de energía mágica.

Pero la tormenta se había concentrado y había adquirido una monstruosa forma de veinte metros de largo, con una cola como la de un cometa, que partía de ella hacia el infinito. Era el Señor de las Bestias Ire: en parte, humano angélico, como una obra maestra; en parte, masa gelatinosa hirviente; en parte, viento; en parte, ruido grotesco. El Paladín del Caos, con ánimos de venganza, se retorcía e intentaba destrozar con sus garras.

Gilead extendió un brazo para aferrar a la joven y arrastraría hacia ellos. La cogió de la mano y tiró de ella con todas las fuerzas que le restaban.

Níobe se estremeció y convulsionó bajo la fuerza del huracán brujo…, y luego se encontró con que era limpiamente arrebatada de los brazos de Gilead. Ascendió y giró en la corriente de aire que la aferraba con firmeza en un mortal abrazo.

Fithvael miraba la escena, apenas unos metros más lejos, pero aun así fuera del alcance. Observó cómo la descomunal fuerza furibunda arrancaba a Níobe de la desesperada presa de Gilead y, con ella abrazada, se transformaba en un tornado de energía que retrocedía hacia un infinito espacio negro, y desaparecía.

Luego, la noche misma cayó y consumió las ruinas del bastión del Señor de las Bestias Ire en una vasta explosión de ondas expansivas y humo.

* * *

Fithvael recobró el sentido y abrió los ojos. Era medianoche y se encontraba de pie en el último campamento que habían plantado, entre los árboles, en lo más profundo de Drakwald. Cerca había dos caballos, que, con el cuello inclinado, se alimentaban con la poca vegetación fresca que podían encontrar.

Fithvael depositó delicadamente a Gilead sobre el suelo y, con todas sus energías exhaustas y toda la voluntad agotada, el leal elfo se tendió junto a su amigo.

* * *

Así acaba, ya lo veis. Es mi relato más amargo. Os lo advertí. No tiene final feliz. A pesar de todo, tengo historias más heroicas en la manga, más triunfantes.

Pero la importante es ésta. Él la perdió. Gilead perdió a Níobe. Ella se había unido a la mente de él, y él dejó que se la arrebataran.

Pocos superan la muerte de un gemelo, pero esto…

No encuentro las palabras. Sí, eso es. Llenad mi maldito vaso hasta el borde. Estoy cansado de estas historias. Me agotan.

¿Qué dices? ¿Que si la encontró alguna vez?

Me temo que no lo sé. Espero que sí. Lo único que sé es lo que sucedió a continuación.