DOS
El destino de Gilead
No me moveré de aquí hasta que muerte venga a buscarme.
¿Así que queréis oír otras de mis historias?
Bueno, esta tierra está llena de historias, pero a buen seguro que la mayoría de ellas no son más que estúpido parloteo. En Munzig se cuenta que, en los bosques, hay un pájaro mágico que recorre los calveros de las tierras boscosas y canta el futuro con lastimeros trinos mientras va de un claro a otro. Si ya es de noche, se dice también que una sombra oscura merodea agachada por el campo santo y devora el tuétano de los huesos de vivos y muertos. Nodrizas y niñeras, viejos capitanes de la guardia y posaderos, son todos iguales. Disponen de gran variedad de cuentos para entretener a los niños, asombrar a los viajeros de paso e inquietar a los pobladores locales durante las horas nocturnas.
* * *
Lilanna fue el ama de cría de la familia Ziegler, ricos comerciantes de Munzig. Era una mujer regordeta, con el cabello gris cogido en un moño y ropa negra almidonada, que les contaba historias a los hijos de Ziegler cuando los bañaba o a la hora de dormir. Regocijados, ellos se removían en la cama e imploraban «sólo una más». Las mejores eran las de elfos, los pálidos vigilantes del bosque que rondaban por calveros y cascadas.
Lilanna conocía dos buenas historias sobre ese pueblo. La primera hablaba de una torre, la Torre de Tor Anrok, que era más antigua que el tiempo y se hallaba en las profundidades del bosque que había más allá de la población, fuera del alcance de los hombres. Ella insistía en que la torre sólo se hacía visible cuando la luz de las lunas caía sobre ella. Aunque para ser sincera no sabía muy bien por qué era así, tal circunstancia le confería encanto a la historia.
El otro relato hablaba de un estanque. No se conocía con precisión el emplazamiento del mismo, lo cual hacía que le resultase más fácil añadir detalles a la trama del cuento. El estanque se llamaba Eionthay, según juraba ella, y sus aguas eran quietas y transparentes como el cristal. La anciana contaba que, en tiempos de necesidad, los habitantes de Munzig podían acudir al estanque y pedirles un deseo a los elfos de Tor Anrok, los cuales estaban obligados a ayudarlos; al menos, según ella. Los moradores de la torre del claro de luna habían cuidado de la gente de Munzig durante siglos, y responderían a cualquier petición que se les formulase honradamente. Era su costumbre.
Los chiquillos reían. En aquella casa había cuatro niños: Russ, el mayor, más fuerte y decidido; Roder, el bromista; Emilon, la niña de cabellos dorados, y la pequeña Betsen. Lilanna conocía muchas historias, y los pequeños la adoraban.
Según se dice, el destino de aquellos niños fue más terrible de lo que podría haber inventado cualquier posadero o nodriza, aun en sus momentos más salaces. A Russ lo encontraron clavado a la viga de roble del techo, junto con los demás adultos de la familia. Roder fue asado en la chimenea. Lo único que pudieron hallar de Emilon fueron algunos mechones ensangrentados de sus cabellos de oro. Lilanna, la nodriza, apareció cortada en cinco trozos, al igual que los demás sirvientes de la casa, y todos juntos fueron dispensados, de modo indiscriminado, por el estercolero. Sólo sobrevivió Betsen, que por entonces tenía trece años de edad y se encontraba en la corte de Middenheim, preparándose para ser una de las camareras al servicio de la esposa de Graf.
Regreso para los funerales Era un fantasma pálido y silencioso, a quien cuidaba el príncipe Horgan en su palacio, y no hablaba con nadie.
Fue en una noche de verano cuando, por fin, encontró el estanque. Habían pasado dos años y, a despecho de las repetidas protestas de su guardián, había cabalgado casi todas las tardes y anocheceres hacia los calveros verde esmeralda del bosque. Siempre había creído en las historias que les contaba la anciana nodriza, y entonces eran lo único que le quedaba.
El estanque era profundo y transparente. Se hallaba situado en un claro muy alejado de los senderos más recorridos y estaba rodeado por veinte alerces solemnes. Supo que se trataba de Eilonthay en cuando llegó a él.
Betsen desmontó y se envolvió apretadamente con su vestido de terciopelo, tras lo cual se encaminó a la orilla del agua y se arrodilló.
—Pueblo de Tor Anrok, ayudadme ahora. Busco venganza para mi familia, cruelmente asesinada por diversión. No me volváis la espalda.
Sabía que sólo era una leyenda, pero eso no le impidió acudir al bosque noche tras noche.
Dejó en el suelo el hacha de leñador y se arrodilló. Sentía el corazón apesadumbrado. Allí estaba otra vez aquella muchacha humana, arrodillada junto al estanque de claras aguas, sollozando sus deseos. ¿Cuántas veces había acudido allí? ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Cuántas veces había percibido antes su presencia?
Se enroscó dentro del árbol para que no lo viera y se mordió el labio para no responderle como exigía el honor.
Finalmente, ella volvió a ponerse de pie y regresó junto al caballo que la aguardaba. Un momento más tarde se perdió cabalgando en el claro de luna.
Fithvael, último guerrero de la Torre de Tor Anrok, suspiró. Aquello no estaba bien. Si al menos él fuera más joven y fuerte… Pero era viejo y estaba cansado. Hacía muchos, muchos años, antes de la búsqueda de una década y de los desdichados años pasados desde entonces, tal vez habría actuado de modo diferente. Pero entonces no era más que un leñador anciano, que recorría los calveros, atendía los árboles y cortaba leños para alimentar su hogar mientras aguardaba una muerte tranquila.
La Torre de Tor Anrok estaba tan silenciosa y oculta como siempre. La luz diurna, teñida de verde por el dosel de hojas, bañaba sus altas murallas sin par. Vista desde lejos, aún conservaba la belleza, pero de cerca se hacía evidente su decadencia.
Desde la muerte de Cothor, se había convertido en una ruina. Las zarzas cubrían las murallas exteriores y los líquenes manchaban la pálida piedra. Las ventanas se habían podrido y se habían desmoronado hacia adentro, y los pájaros anidaban en los agujeros abiertos entre las pizarras del tejado. Algunas secciones de la muralla se habían hundido, y trozos de translúcidas piedras de talla exquisita habían quedado esparcidos sobre la marga.
Fithvael se acercó a ella con aprensión. Los muchos trucos, trampas y custodias mágicas que protegían los claros de la torre continuaban activos aunque el lugar estuviese muerto, pero no representaban amenaza ninguna para Fithvael. Había morado allí durante la mayor parte de su vida, y como maestro de esgrima se había hecho cargo de mantener esas mismísimas defensas. Sus pies sabían dónde pisar, qué piedras y sendas evitar; sus manos sabían qué glifos debía hacer para anular los encantamientos.
Su aprensión se originaba en lo que podría encontrar allí. Recordaba demasiado bien el día en que él y Gilead habían regresado a la Torre de Tor Anrok tras la larga misión de venganza: la habían hallado abandonada. La desdicha de ese día jamás lo había abandonado. Cothor había muerto —vieron su sepultura en el soto sagrado—, y daba la impresión de que todo resto de vida se había desvanecido de la torre de un día para otro. Los sirvientes de la casa, los guardias, los mozos de cuadra y la vida misma, simplemente, habían desaparecido. El y Gilead buscaron durante un rato, presas de la desdicha, pero no hallaron ni el más mínimo rastro de nadie. La Torre de Tor Anrok había sido invadida por la maleza y estaba deshabitada. Fithvael no había regresado en mucho tiempo.
Puso en el arco una flecha de plumas rojas y avanzó con cautela por el lúgubre patio. El elfo era casi invisible. Mucho rato antes había guardado su capa color escarlata y se había puesto otra de cazador, de color verde apagado. Su cota de malla de Ithilmar estaba cubierta por una casaca de piel de topo. Recorrió con mirada triste el patio abandonado, donde zarzas y raíces espinosas habían partido las losas del piso. Evocó los días pasados hacía mucho tiempo, cuando los guerreros se entrenaban allí; grandes hombres como Taladryel, Nithrom y el propio Cothor. Y los muchachos, los herederos gemelos.
—¿Gilead? —llamó con voz queda—. ¿Mi señor? —añadió con precaución.
Sólo se oyó silencio, pero él no esperaba obtener una respuesta. Halló a Gilead en la sala del trono, encorvado en la grandiosa silla dorada que había pertenecido a Cothor Lothain. El guerrero elfo, delgado y poderoso, se encontraba dormido con la larga espada colgando de sus manos laxas. El acero de color blanco azulado tenía manchas, y el dorado dragón de la empuñadura había perdido brillo. Cerca se veían bandejas de frutas y carnes pasadas, así como botellas de vino vacías.
—¿Gilead?
Gilead Lothain despertó y se sacudió para librarse de algún sueño terrible.
—¿Fithvael? ¿Viejo amigo?
—Señor.
—Ha pasado mucho tiempo —murmuró Gilead, que tendió una mano hacia una botella que tenía cerca y, al darse cuenta de que estaba vacía, volvió a desplomarse en el asiento.
—Doce lunas desde la última visita que te hice —admitió Fithvael.
—¿Y qué tal va tu vida —inquirió Gilead con aire ausente— en tu pequeña cabaña del bosque? Ya sabes que siempre hay sitio para ti aquí, en la torre.
—No desearía vivir nunca más aquí —respondió Fithvad con amargura.
Miró aquel lugar ruinoso y vio que la gris luz diurna se filtraba a través de espacios abiertos entre las tejas y las paredes. Debajo de cada ventana había cristales rotos. La estancia olía a podredumbre y moho.
—Y sin embargo ¿has venido? ¿Por qué?
—Fiel a nuestro antiguo pacto, el pacto que se estableció con los humanos de la población cercana. Alguien ha acudido al estanque a solicitar nuestra ayuda. Se trata de una muchacha humana. Su situación es grave.
—Esos días han pasado… —dijo Gilead al mismo tiempo que sacudía la cabeza.
—Así parece —replicó Fithvael con acritud.
Gilead, que captó el tono de la voz del otro, alzó la cabeza con expresión feroz.
—¿Qué quieres decir?
—Deberíamos ayudarla, señor. Era nuestra costumbre, la costumbre del viejo pacto que se estableció mucho antes de los tiempos de tu difunto padre…
Gilead profirió una imprecación en voz baja y le hizo a Fithvael un gesto para que se marchara.
—Yo ya he hecho mi trabajo. Diez años he pasado vengando a mi hermano. No me moveré de aquí hasta que la muerte venga a buscarme.
—Tu hermano la habría ayudado. Galeth la habría socorrido.
Incluso antes de que esas palabras hubiesen salido de su boca, Fithvael supo que había abierto la vieja herida. Se quedó petrificado, preparado para la acometida.
Gilead se puso de pie, vacilante. La espada deslucida cayó de su mano y repicó sobre el suelo.
—¿Te atreves a hablarme de eso? —siseó, y el siseo se transformó en tos. Gilead tardó un momento en recobrar la voz—. ¡Galeth era uno conmigo, mi hermano, mi gemelo! ¡Éramos un alma en dos cuerpos! ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo, señor —respondió Fithvael a la vez que inclinaba la cabeza—. Eso decían de vosotros…
—¡Y cuando él murió, quedé cortado en dos! ¡La muerte entró en mi alma! ¡Diez años! ¡Durante diez años perseguí al asesino! ¡Busqué venganza! ¡Y cuando lo encontré, ni siquiera ese placer mitigó el dolor de mi corazón!
Fithvael dio media vuelta con la intención de marcharse porque no podía enfrentarse con eso.
Luego, sin embargo, se detuvo. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Lo sorprendió, pero había enojo en su sangre. Se volvió con brusquedad, temeroso de lo que vería. Gilead permanecía de pie e inmóvil. Era mucho más alto que él, y los oscuros ojos hundidos lo miraban con expresión funesta desde el rostro delgado y macilento.
—¡Yo también estaba allí! —le gruñó Fithvael a su señor—. ¡Durante diez años permanecí contigo, hasta el final! ¡Fui el único de tus seguidores que sobrevivió a la empresa! ¿Acaso no sufrí también yo? ¿Acaso no te lo di todo? ¿Los demás murieron por nada?
—Quería decir que… —tartamudeó Gilead.
—¡Y mira en qué se convirtió esta orgullosa casa durante tu ausencia! ¡Todos muertos! ¡Todo convertido en polvo! ¡El orgullo de Tor Anrok se marchitó porque el hijo y heredero estaba perdido en ninguna parte, buscando su propio dolor! ¡La estirpe de Lothain echada a rodar pata tu consuelo!
Fithvael estaba seguro de que Gilead lo golpearía, pero no le importaba. El joven se estremeció; los ojos le ardían de cólera. Fithvael avanzó hacia él, gruñendo.
—¡Me das lástima, señor! ¡Siempre me has dado lástima y he llorado tu pérdida! ¡Pero ahora…, ahora te revuelcas en esa lástima y esperas una muerte que podría no llegar! ¿Un guerrero de tu temple, indolente y perdiéndose cuando otros podrían beneficiarse de tu destreza? Puede ser que ansíes la muerte, pero ¿por qué no usar lo que te quede de vida para ayudar a otros? ¡Ésa ha sido siempre nuestra forma de proceder! ¡Siempre!
—¡Fuera! —chilló Gilead, que temblaba de furia. Pared con saña los platos y botellas que había desparramados por el suelo, alrededor del trono—. ¡Fuera! —Y se inclinó para recoger una botella y arrojársela a su más viejo amigo.
La botella erró por un metro y se hizo añicos, pero Fithvael no se agachó ni dio un solo respingo mientras salía del salón a grandes zancadas.
* * *
Pasaron cuatro días. Gilead Lothain tuvo poca conciencia de ellos. Dormía o bebía, y lanzaba las botellas vacías a través de las ventanas rotas de la sala del trono para observar cómo se hacían pedazos y destellaban en el patio de afuera. El dolor le latía dentro del cráneo, un dolor que no podía aliviar ni detener. De vez en cuando, le aullaba al cielo por la noche.
Llegó el alba y lo despertó. Yacía al pie del trono dorado de su padre, sucio y con frío. El dolor de su mente era tan tremendo que necesitó unos momentos para darse cuenta de que no era la pálida luz que lo había despertado, sino el frenético graznido de los cuervos.
Con paso tambaleante, salió al parto de la torre. Los oscuros cuervos se encontraban alineados sobre las murallas, donde aleteaban y graznaban. Muchos otros describían círculos en lo alto. Ocasionalmente, uno se precipitaba para picar a la forma acurrucada que yacía sobre las losas de la entrada.
—¡Por los Reyes Fénix! —tartamudeó Gilead al darse cuenta de qué era aquella forma.
Fithvael estaba casi muerto. Había recibido heridas terribles al haber sido atravesada la antigua armadura, y la sangre seca le cubría el cuerpo y los brazos. Gilead alejó las aves carroñeras y lo tomó entre los brazos. Entonces, los ojos del veterano maestro de esgrima se abrieron con un estremecimiento.
—¿Quién te ha hecho esto? —murmuró Cucad—. ¿Qué has hecho, viejo amigo?
Fithvael parecía incapaz de hablar.
—¿Me has…, me has avergonzado, Fithvael? ¿Has ido a ayudar a la muchacha humana?
Fithvael asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Eres un estúpido viejo testarudo! —imprecó Gilead.
—¿Y… yo, señor? ¿Te… testarudo? —logró decir Fithvael. Gilead lo tomó en brazos y lo llevó al interior de la torre.
* * *
La población amurallada de Muuzig como tal vez he dicho ya, está situada en el rompecabezas de los Reinos Fronterizos del sur del Imperio, en los bosques que hay al pie de las Montañas Negras. Es de casas de madera con tejado a dos aguas y está rodeada por murallas altas. Altivo y orgulloso, el palacio del príncipe de Munzig se alza en un promontorio de roca que domina la ciudad comercial, con buena vista sobre el río Durich y los senderos que ascienden allende éste, hacia el paso del Fuego Negro.
Betsen Ziegler había vivido en ese palacio durante los dos años pasados desde su regreso para los funerales. Tenía sus habitaciones en el ala oeste, donde no había hecho otra cosa durante meses que dormitar con sueño inquieto y llorar. Los criados del palacio estaban preocupados por ella. Sólo tenía quince años, pero su mente y la postura de su cuerpo eran de alguien mucho mayor. El dolor hace eso con las personas. El dolor y la aflicción.
Tras pasar el primer año en el palacio, comenzó a pedir que le llevaran libros y a salir por la ciudad para renovar amistades con aquellos que habían conocido a sus familiares perdidos. Al anochecer, le gustaba sentarse en la hierba del jardín del palacio para leer.
Aquel atardecer en concreto, los aromas del jardín que la rodeaba eran fuertes y embriagadores, y el libro permanecía sin abrir sobre el banco, junto a ella. El antiguo, el extraño leñador elfo de ojos bondadosos y voz dulce que se le había aparecido junto al estanque, le había prometido muchas cosas, pero, no obstante, no había tenido noticia ninguna. Comenzaba a creer que el encuentro no habla sido más que un sueño. Una noche mis, y luego se escabulliría del palacio al anochecer y regresaría al estanque.
La brisa movió los dulces aromas del espliego y la mejorana que la envolvían. Comenzaba a refrescar. Estaba a punto de levantarse para entrar en el palacio cuando se dio cuenta de que había alguien detrás de ella. Una silueta alta y delgada, como una sombra, la estaba observando. La muchacha profirió una exclamación ahogada y se sobresaltó.
—¿Quién…?
La silueta avanzó hasta la luz, y al principio ella pensó que el elfo anciano había regresado. Pero no era él. Mientras que su misterioso guardián parecía bondadoso y nada tenía de amenazador, éste era delgado y poderoso, y su noble semblante pálido tenía un aspecto casi cruel. Su mirada extraña la atravesó como un hierro candente. Llevaba una capa de color escarlata y, debajo, se adivinaba una complicada armadura. En verdad, parecía una criatura del mundo de los sueños.
Le habló en un idioma musical que la muchacha no comprendió, y luego volvió a hablar, tras chasquear la lengua suavemente para sí.
—Por supuesto. Debo emplear el pesado idioma humano. ¿Eres Betsen Ziegler?
A pesar de sí misma, la muchacha asintió con la cabeza.
—¿Quién eres tú?
—Soy Gilead Lothain, el último de mi estirpe. Me han dicho que acudiste a Eilonthay para pedir que mi pueblo te ayudara.
Ella volvió a asentir.
—Otro guerrero respondió a mi ruego y dijo que me prestaría auxilio —comenzó ella—. No comprendo por qué…
Él la hizo callar.
—Fithvael es un alma valiente, pero sus años de lucha han pasado ya. Me ha pedido que me haga cargo de tu ruego y lo lleve a término.
—Yo… te doy las gracias por ello —replicó Betsen, aún nerviosa.
—Recoge tus cosas y una montura, y escabúllete del palacio cuando haya caído la noche. Te esperaré al otro lado de la puerta de la ciudad.
—¿Por qué? No puedes simplemente…
—Tu misión tiene que ver con la venganza, según me han dicho. Yo lo sé todo sobre la venganza. Debes acompañarme.
Ella parpadeó y se esforzó por formularle otra pregunta, pero él había desaparecido.
* * *
Entre los árboles oscuros que había a cien metros de la puerta de la ciudad, Gilead esperaba a la muchacha montado en un esbelto corcel de guerra. Betsen cabalgó hasta él se reunieron bajo las ramas de un viejo olmo, que, movido por la brisa nocturna, susurraba.
—¿Estoy soñando todo esto? —preguntó la joven.
—Los humanos, a menudo, soñáis con mi pueblo porque no creéis en nuestra existencia. Pero yo existo. Estoy vivo. De eso, al menos, estoy seguro. Comencemos.
La muchacha era inteligente y de ingenio rápido, y eso sorprendió a Gilead, que nunca se había sentido muy impresionado por la destreza mental de los humanos, aunque no había tenido muchos tratos con ellos a lo largo de los años. Cuando Betsen le habló del crimen cometido contra su familia, del terrible asesinato perpetrado, él experimentó una dolorosa punzada de compasión, que también lo sorprendió. Una vez que acabó de darle cuenta de los asesinatos, Betsen guardó silencio durante largo rato. Gilead se sorprendió observándola. Tenía quince años; era joven, incluso según la escala temporal desdichadamente corta de los humanos. También era bonita, al estilo común de los humanos.
Luego, Betsen comenzó a explicarle lo que había descubierto a lo largo de los dos años pasados desde el asesinato, y él se sintió impresionado por tercera vez. Se habría necesitado una gran cantidad de agudeza e ingenio, por no hablar de valentía, para burlar aquella inteligencia. Allí estaban los hechos como ella los conocía y como se los había contado a Fithvael, los hechos que habían lanzado al veterano elfo hacia su desdichada derrota. En ese momento, se los repitió a Gilead.
Había un señor comerciante, llamado Lugos, que moraba en una antigua mansión fortificada, a unos quince kilómetros de Munzig. Era viejo y muy rico, algunos decían que tan rico como el propio príncipe, y otros, que lo era más aún. De hecha, nadie podía explicarse de qué modo un comerciante, aunque fuese un hombre tan próspero y con tanto éxito como Lugos, había logrado amasar una fortuna tan enorme. Y también tenía ambiciones de corte. Los Reinos Fronterizos siempre tenían sitio para otro conde, otro duque.
Los rumores más extendidos decían que Lugos se había pasado al bando de la Oscuridad, que se había puesto a manejar fuerzas que no comprendía y que no debería haber dejado en libertad. Aunque probablemente se trataba de un hechicero casado con el mal, no había pruebas de ello. Nadie, excepto tal vez la propia Betsen, se había atrevido jamás a buscarlas. Lugos era un hombre respetado y poderoso. Tenía una milicia privada que rivalizaba con las guarniciones de algunas poblaciones pequeñas. Su mansión era una fortaleza, y contaba con el favor de poderosos hombres de la corte.
Betsen sabía que su padre, que había sido un comerciante joven y prometedor, había entrado en tratos con Lugos en un intento de expandir su negocio. Lugos le había dado formación, como todos los buenos señores comerciantes hacen cuando encuentran un socio ansioso por aprender y prosperar. Betsen creía que, en el curso de aquellos tratos comerciales, su padre se había enterado de demasiadas cosas acerca de Lugos, y este último había decidido silenciarlo. Y lo había hecho de la manera brutal que habían decidido sus atroces señores.
La mansión era, en efecto, una fortaleza; un gran edificio de piedra negra con buenas murallas y torres de vigilancia en torno al perímetro.
Gilead la observó mientras permanecía oculto por la línea de árboles. No necesitaba pruebas materiales del mal que la habitaba, al menos no como parecían necesitarlas los humanos. Podía percibir cómo la vil inmundicia del lugar rezumaba hacia él. De haber encontrado aquella construcción en circunstancias diferentes, no habría precisado las instancias de la muchacha para experimentar la necesidad de destruirla. Era una afrenta contra la naturaleza del mundo.
—Quédate aquí —le indicó a la joven humana al mismo tiempo que le entregaba una ballesta ligera—. Te mandaré llamar cuando llegue el momento. Esta arma está cargada. En caso de necesidad, apunta con cuidado y aprieta aquí. Aunque no creo que vayan a molestarte. Los mantendré ocupados.
—¿A solas? —inquirió ella.
—A solas —asintió el elfo, cuyos ojos se veían oscuros en las sombras—. Les ajustaré las cuentas en solitario.
—Me refería a mí —le contestó ella, furiosa.
—Estarás a salvo —repitió Gilead, sorprendido por el tono de la voz de ella. Hablaba de manera cortante, mucho más de lo que habría esperado de un mero ser humano.
Se dispuso a avanzar con el caballo, pero ella lo detuvo.
—Tu…, el otro… ¿Fithvael? Él me habló de ti. De tu dolor y pérdida y… de todo lo que has pasado.
—No debería haberlo hecho —replicó Gilead, cuyos rasgados ojos eran oscuros e insondables—. No es cosa de humanos.
—Me lo contó para que yo comprendiera por qué era él quien se hacía cargo de esta misión y no su señor, el gran guerrero.
Gilead permaneció en silencio.
—Lo entiendo —se apresuró a decir ella—. Entiendo que tu dolor fuese tan enorme que no desearas involucrarte en el dolor de otro. ¿Que…, qué te hizo cambiar de idea?
—Se me recordó el antiguo deber que los míos decidieron asumir. Eso me hizo cambiar de idea.
—Él dijo que sólo querías morir.
—Y es verdad.
—Pero también dijo que pensaba que deberías dedicar tu vida a ayudar a otros hasta que llegara la muerte.
—Dijo muchísimas cosas.
—Supongo que sí —replicó ella, sonriendo—. ¿Te sientes incómodo?
—No —mintió él, que aprovechó el tosco idioma humano para ocultar sus sentimientos.
—En cualquier caso, creo que tenía razón. Ni siquiera una vida de dolor puede desperdiciarse. ¿No te parece?
—Tal vez… Estoy aquí, ¿no? —respondió Gilead tras una pausa.
—¿Y qué vas a hacer con tu vida cuando esto haya acabado?
Gilead espoleó el caballo.
—En primer lugar —respondió—, veré si habrá una vida cuando esto haya acabado.
* * *
Había ensuciado con ceniza la hoja del cuchillo para que no se reflejara en ella el claro de luna. Cortó cuatro gargantas y se deslizó entre las placas traseras de tres armaduras mientras su mano izquierda acallaba los gritos. Hacia medianoche se encontraba ya al otro lado de la muralla; su sombra corría a lo largo del foso en dirección a la mansión.
Había una ventana alta situada directamente encima del foso interior. Tras detenerse para ocultarse de otro guardia que pasaba, Gilead cogió una cuerda de seda que llevaba colgada y, con un lanzamiento diestro, enlazó un canalón de agua. La piedra de la pared era negra, completamente vertical, y estaba húmeda a causa del fango y el musgo. Sin embargo, sus pies encontraban apoyos para las puntas mientras los brazos lo izaban.
En el antepecho de la ventana, volvió a enroscar la cuerda y sacó la larga espada. Desde el salón que había debajo de él, le llegaban canciones y algarabía festiva, llanto de violines y flautas, y tintineo de copas.
—Ahora —jadeó para sí.
Se dejó caer hacia el interior y aterrizó en medio de la mesa principal, donde el leve golpe sordo bastó para detener la fiesta de manera súbita. Había treinta personas presentes en el salón: nobles, mujeres, sirvientes, guerreros y músicos, y todos contemplaban con aire consternado al guerrero armado que había aparecido entre ellos.
A la cabecera de la mesa se encontraba sentado Lugos, un viejo humano apergaminado y vestido con ropas de color amarillo, que sonrió.
—¿Otro elfo? —preguntó con una risa entre dientes—. Dos en una semana. Me siento honrado.
Les hizo un gesto con la cabeza a sus hombres, que ya estaban avanzando y desenvainando las espadas. Los sirvientes y las mujeres retrocedieron con temor.
—A ver si podemos matar del todo a éste. Detestaría que lograra escapar y se desangrara en los bosques, como el otro.
Gilead se sintió atónito por la cruel alegría que había en el semblante de Lugos.
Lo acometieron, pero no se puede embestir a alguien que, de repente, se mueve con la velocidad de una sombra. Gilead estaba, bruscamente, en una docena de lugares a la vez, y su espada silbaba al asestar velocísimos tajos. Dos cayeron, y luego otros cuatro. Se oían alaridos y gritos, el estrépito de las armas que caían, el goteo de la sangre.
Lugos frunció el entrecejo al observar la matanza que se desarrollaba ante él. Se volvió hacia un ayudante, que se encontraba de pie, tembloroso, a su lado.
—Despierta a Siddroc.
—Pero, señor…
—¡Despiértalo, he dicho! ¡Éste es un demonio, mucho más que el estúpido anterior! ¡Despierta a Siddroc, o estamos todos acabados!
Gilead asestaba un golpe a izquierda y una estocada a derecha. Cercenó un brazo que blandía una espada y decapitó a otro guerrero que estaba detrás de él. Las espadas volaban alrededor del elfo como gansos espantados que alzaran el vuelo, y algunas se hacían trizas contra su larga espada como si hieran espejos. Otras rebotaban; él las paraba, y entonces la antigua espada lanzaba una estocada por debajo de la guardia del enemigo.
Gilead se regocijaba. Había pasado tanto tiempo, tanto desde la última vez que había sentido el ardor de la determinación… El brazo con el que blandía el arma y su alma de guerrero habían estado durmiendo. Giró otra vez, lanzó golpes y estocadas, y acabó con todos.
El elfo se volvió con los ojos brillantes y la espada teñida de rojo, y se encaró con Lugos desde el otro extremo de la larga mesa. Los únicos sonidos que se oían eran el crepitar de los leños en el fuego, los gemidos de los que aún no habían muerto y el goteo de una botella de vino derribada, cuyo contenido aún estaba vaciándose.
—¿Eres Lugos? —preguntó Gilead.
—Eso espero —replicó el humano con calma—, ya que de lo contrario habrías hecho una matanza terrible en el salón de otra persona…, elfo. —Pronunció la última palabra como si fuese una imprecación.
Gilead avanzó.
—Habla antes de morir. Confiesa la naturaleza de tus crímenes.
—¿Crímenes? ¿Qué pruebas tienes? Créeme, elfo, los mejores del Imperio te perseguirán por esta afrenta contra mi hacienda. Los Caballeros del Lobo Blanco, los Caballeros Pantera…, te perseguirán y te harán pedazos como a un asesino.
—Esas cosas no me asustan. Puedo oler el mal en este lugar. Sé que eres un adicto a los caminos oscuros. Conozco tus crímenes. ¿Los confesarás antes de que te haga pagar por ello?
Lugos alzó su copa y bebió. A Gilead le parecía que estaba casi sobrenaturalmente sereno para tratarse de alguien de una frenética raza de corta vida.
—¡Hummm!, veamos… Cuando era mercader viajé hasta lugares muy lejanos y traté con numerosos comerciantes para comprarles muchos objetos valiosos. Un día llegó a mis manos un collar. Estaba finamente labrado y era muy viejo, obra de algún lugar antiguo. ¡Dado que me gustó su aspecto, me lo puse en torno al cuello! —El rostro de Lugos se ensombreció—. Estaba maldito, maldito por los Poderes Oscuros del Caos. De inmediato, me convertí en su esclavo.
Se abrió la blusa y le enseñó a Gilead los eslabones metálicos enterrados en tejido cicatricial alrededor, del cuello. Gilead guardó silencio.
—Como ves, no tengo elección. Merezco un poco de compasión, ¿no te parece?
Gilead continuó sin hablar.
—Hay más. Desde que quedé maldito, he ordenado incontables sacrificios humanos, ha asesinado a docenas de inocentes, he dispuesto una muerte espantosa para cualquiera que se interpusiese en mi camino…
—¡Eres un monstruo! —dijo Gilead, sin más.
—En efecto, ¡lo soy! —asintió Lugos con una vigorosa carcajada—. Y lo que es más, soy un monstruo que te ha mantenido distraído con la charla…
Las puertas del otro extremo del salón, que estaban situadas detrás del comerciante, se abrieron con brusquedad, y entró un gigante que resollaba y arrastraba los pies. Era una cosa enorme e inhumana, recubierta totalmente por una armadura provista de puas, del color verde de los charcos estancados.
Gilead se quedó petrificado. El mal en estado puro emanaba de la criatura. Tenía la visera echada hacia atrás y parecía estar comiendo, masticando trozos de carne sanguinolenta con sus grandes mandíbulas. Un hedor repugnante, colmó la estancia.
—¡Éste es Siddroc! —dijo Lugos—. Es mi amigo. Mi guardián. Los Señores Oscuros me lo proporcionaron para mantenerme a salvo. —Se volvió para mirar a la descomunal criatura y chasqueó la lengua con aire melodramático—. ¡Ay, Siddroc! ¿Te has comido a otro de mis ayudantes? ¡Ya te he hablado de eso! —La criatura volvió su enorme cabeza y gruñó—. Muy bien… Este intruso me ha causado muchísimos problemas. Deshazte de el y te daré toda la carne que puedas comer.
Con un gruñido reverberante, la criatura avanzó arrastrando los pies al mismo tiempo que arrojaba a un lado los últimos despojos del desafortunado ayudante. Con la mano derecha hacía girar una cadena en cuyo extremo había una bola provista de pinchos, del tamaño de la cabeza de Gilead. En la izquierda tenía una cuchilla curva que rodeaba sus carnosos nudillos con púas.
Gilead se apartó de un salto cuando el primer golpe descendió y destrozó la mesa. Al aterrizar, rodó a un lado con gran rapidez en el momento en que otro golpe hacía pedazos las losas de piedra donde él había caído. A despecho de su tamaño descomunal, aquella cosa abominable era veloz. El elfo se desplazó a un lado para esquivar otro golpe y atacó con su propia arma, pero la larga espada rebotó sobre el hombro acorazado de la criatura y produjo un agudo tintineo.
El ser llamado Siddroc hizo perder el equilibrio a Gilead con un golpe lateral, y luego la parte plana de la cuchilla lo lanzó por el aire mientras la sangre manaba de un tajo abierto en la línea de la mandíbula. Aterrizó sobre el hogar, destrozando dos violines que los músicos habían dejado allí en su prisa por huir. Apenas tuvo tiempo de levantarse y apartarse antes de que la bola de púas destrozara un banco y el guardafuego de hierro.
Gilead volvió a lanzarse hacia adelante una vez más en un intento de encontrar una abertura en la guardia del enemigo. Esa vez, su amada espada de acero azul chocó contra la cuchilla y se partió; Gilead se quedó con unos treinta centímetros de hoja dentada. La criatura comenzó a aullar —tal vez reía; era imposible saberlo— y cargó contra el elfo.
Gilead pensó con celeridad. Se enfrentaba con una muerte segura a menos que intentara huir, pero la muerte… ¡La muerte era lo que él deseaba! En ese momento, podía hacer cualquier cosa, ya que, aun en el caso de que fracasara, se vería recompensado con aquello que más ansiaba. La calma se apoderó de él.
Gilead hizo lo que Siddroc menos esperaba. Se enfrentó a la carga, lanzándose de cabeza. El extremo desigual de la hoja partida penetró a través de la rendija de la visera de Siddroc. Se oyó una detonación neumática y el ruido del hueso al partirse, y un icor maloliente manó por las junturas del cuello. Con un alarido monstruoso, la enorme criatura se desplomó.
Gilead se levantó para apartarse del gran corpachón que se estremecía.
«Una vez más —advirtió con fastidio—, la muerte ha decidido ponerse de mi parte».
Cuando miró a su alrededor, Lugos había desaparecido.
Gilead le dio alcance en el patio principal de la mansión. Las puertas estaban abiertas, y los sirvientes, presas del pánico, huían llevándose lo que podían. Gilead hizo caso omiso de los humanos, como lo habría hecho de un rebaño de ovejas.
Lugos estaba boca abajo sobre la tierra, ensartado por una flecha de ballesta, y Betsen se erguía junto a él.
—Es él, ¿verdad? —le preguntó al elfo, temblando de pies a cabeza.
—Sí —fue la simple respuesta de Gilead—. Y aquí tienes tu venganza cumplida.
Ella alzó la mirada hacia él, con los ojos inundados de lágrimas.
—Gracias…, pero en absoluto me parece suficiente.
—Nunca lo parece —replicó Gilead Lothain.
* * *
Y para Gilead, en realidad, nunca lo parecería, aunque, durante un corto tiempo, la determinación de la muchacha humana, Betsen, lo había sacado de su oscura desesperación. Posó los ojos por última vez en el trono dorado de su padre. Minutos antes había depositado una guirnalda de rosas silvestres, de un tono tan escarlata como la antigua librea de la Casa de Lothain, sobre la sepultura de Cothor.
Se llevó pocas cosas de la torre: unos cuantos abalorios y recuerdos, tres o cuatro de los libros más antiguos de la ruinosa biblioteca de Taladryel y las últimas botellas del raro vino añejo de los elfos que había en la bodega. Sus propios objetos personales eran pocos.
La larga espada de su padre era un objeto regio; la guarda de platino tenía incrustaciones de rubíes. Pero no era para él y la dejó cerrada con llave en su cofre, en la habitación de Cothor, donde aún permanece, según creo. Gilead escogió un arma más adecuada para reemplazar a la preciosa espada larga que quedó, rota, en el salón de Lugos: la espada de Galeth. Era gemela de la suya propia: un arma larga y delgada, hecha de acero azul y con picos de dragón que radiaban de la empuñadura, donde se engarzaba un rubí solitario.
Gilead hizo un último gesto silencioso con la cabeza para despedirse de Tor Anrok, salió al patio de la casa y avanzó hasta su caballo.
Fithvael, ya montado en su corcel, lo observaba desde un extremo del patio. Se le veía inclinado sobre un costado para mitigar el dolor de las heridas en proceso de curación.
—Nunca pensé… —comenzó.
Gilead subió con agilidad a la silla del caballo y tomó una mano del anciano elfo.
—El pasado está muerto, Fithvael. Ya no existe. Eso me lo enseñaste tú. No sé qué me espera en el futuro, pero continuaré adelante…, hasta que, por fin, halle la muerte.
—En ese caso, déjame cabalgar contigo hasta que llegue ese día —pidió Fithvael con voz queda.
Espolearon los caballos y se alejaron internándose en la bruma matinal. Detrás de ellos, la Torre de Tor Anrok quedó abandonada. Guardada por sus antiguos encantamientos y protecciones, envuelta en el misterioso bosque que sólo podría penetrar la destreza de un elfo, nunca más volvería a ser contemplada por ojos humanos.