UNO
El rastro de Gilead
Yo lo era todo y cualquier cosa.
Yo era una leyenda.
Soy un pobre don nadie que ha doblado la espalda sobre el arado durante cincuenta años, y no ha hecho nada más heroico que criar cinco hijas y un hijo. Todo mi mundo está formado por esta aldea insignificante situada en un rincón mediocre de la periferia del Imperio. En mí no hay nada que valga un ardite, excepto, tal vez, las historias que cuento.
En momentos como éste, cuando cae la noche y asciende la luna de invierno, todos acudís a mi hogar —los jóvenes, los viejos, los desdeñosos, los curiosos— y volvéis a pedirme que os cuente mis historias.
Las llamáis leyendas, de las que llena esta tierra; pero mis relatos no son leyendas. Son algo completamente raro. ¿Cuántos narradores conocéis que puedan atestiguar la veracidad de lo que cuentan? Tal vez yo sea un pobre don nadie, pero he conocido a grandes hombres.
La historia más antigua que puedo narrar comienza cerca de su final, con un guerrero solitario sentado con la espalda contra el tronco de un árbol e intentando dormir. Su nombre, en la lengua antigua, era Gilead te tuin Lothaln ut Tor Anrok. Llamadlo Gilead, si os place.
* * *
Diez amargos años lo habían llevado hasta aquel lugar.
Intentaba dormir, pero el sueño no acudía a sus ojos. Durante los diez inviernos y veranos transcurridos hasta entonces, su ligero sueño había sido inquieto y alterado, plagado del recuerdo de roncos alaridos y olor a sangre.
Permanecía sentado contra el tronco del árbol en la oscuridad, al borde del friego de campamento, y miraba hacia el fondo de un largo valle alpino. Allá abajo, ardían las hogueras de la empalizada de una fortificación. Parecía un lugar demasiado insignificante como para constituir la meta de una búsqueda de diez años.
Gilead suspiró.
Aquel lugar salvaje era solitario y remoto. Hacía varios días que había pasado por el último asentamiento, una aldea humana cuyo nombre ni siquiera se había molestado en averiguar mientras la recorría a caballo. Había visto una taberna donde los humanos se reunían a beber y contarse historias los unos a los otros, y se preguntó qué relatos narrarían esa noche.
Tal vez en ese preciso momento, un borracho desgraciado estaría farfullando un cuento sobre la Casa de Lothain, sobre el guerrero inmortal y la década de sangriento antagonismo con el Oscuro. Por supuesto, algunos de los que estuvieran junto al fuego se burlarían y afirmarían que se trataba de una leyenda, porque las leyendas no son más que eso, leyendas, y la tierra está llena de ellas. Con sonrisa burlona, dirían que ninguna venganza había sido jamás tan pura, que ningún dolor había sido tan agudo, ni siquiera aquella maldición nacida de la particular aflicción de Gilead Lothain.
Y se equivocarían.
La mente de Gilead se colmó de tinieblas, tinieblas ardientes que entraron como un torrente y encendieron frágiles recuerdos dentro de la cabeza. Su memoria se remontó hasta una noche mucho más oscura y profunda, diez años atrás, y le retrajo la luz de las llamas que oscilaban en el exterior de la herrumbrosa puerta de una jaula.
Con antorchas sujetas en alto, dos figuras regresaron con paso perezoso por el corredor hacia la jaula.
¿Ha llegado el momento de morir?, se preguntó Gilead. De ser así, tal vez constituiría un alivio. Llevaba tres días sin siguiera agua, encadenado a un peldaño de hierro y suspendido como una marioneta rota en la fría cueva sin aire situada en lo más profundo de los yernos. Su pálida piel —pues los captores le habían hecho de todo menos desollarlo— estaba azul a causa de los cardenales que las palizas regulares que le propinaban con alegría le habían producido. Sentía un dolor fantasmal en el sitio en que había tenido el cuarto dedo de la mano derecha.
Los captores se encontraban ya ante la puerta de la jaula, y alzaban hacia él brutales rostros humanos, sonrientes y relajados por el vino. Tenían el mismo aspecto que la primera noche, cuando acudieron a cortarle el dedo.
—Un dulce —lo había llamado uno de ellos.
—Para refrescar la memoria y abrir las bolsas de tus parientes —había añadido el otro.
Luego, rieron, le escupieron al rostro y abrieron las herrumbrosas tijeras de podar.
—¡Van a pagar, escoria elfa! —gruñó en ese momento uno de los captores a través de los barrotes de la jaula—. Acabamos de recibir noticias. ¡Van a pagar muy bien por tu miserable pellejo!
—¡Tu hermano traerá esta noche el dinero del rescate! —dijo el otro con una risa entre dientes.
Por primera vez en tres días, Gilead sonrió, aunque al hacerlo sintió dolor. Sabía que su hermano no iba a hacer nada parecido. Tal vez les hubiesen dicho a aquellas alimañas que les enviaban el rescate, pero lo que iba de camino era una sorpresa muy diferente.
Al secuestrar a Gilead, aquella Banda de Carroñeros había cometido el último error de su vida.
Galeth acudiría. Vendrían Galeth y otros cinco guerreros, lo más selecto de la guarnición que pudiera reunir la plaza fuerte de Tor Anrok. Incluso en ese mismo momento descendían por las chimeneas de ladrillo situadas al oeste de la entrada principal de los Yermos, cañones recubiertos de hollín que en otros tiempos habían dado salida a los humos de una antigua forja que, según algunos, los hombres rata habían construido bajo tierra en épocas remotas. Gilead podía oler el aire que respiraban Galeth y los otros; podía sentir el áspero roce de la cuerda que desenrollaban y dejaban caer verticalmente hacia la oscuridad azulada.
Galeth Lothain era su hermano, su gemelo. Había nacido un minuto después del toque de medianoche que había señalado el primer momento de la vida de Gilead. Había nacido bajo un par de lunas crecientes, al cabo de una semana de la aparición de una estrella fugaz; habían nacido con las primeras nieves, marcadas sólo por las huellas de un zorro y las de una liebre. Todos eran buenos signos: buenos augurios que señalaban vidas largas, orgullosas y valientes. Gilead y Galeth eran la derecha y la izquierda de un espejo, la derecha y la izquierda de Cothor Lothain, Señor de la Torre de Tor Anrok.
Los hermanos gemelos siempre están muy unidos; comparten muchísimas cosas, y tener el mismo rostro no es la de menor importancia. Pero Galeth y Gilead estaban aún más unidos, hecho que fue advertido primero por su nodriza y luego por el anciano sabio que Cothor Lothain había llamado para que los educara en física y sabiduría general. Sus mentes trabajaban como una sola, como si entre ellos existiese una comunicación de pensamiento. Si, en una habitación, Gilead se hacía un corte en un dedo con un cuchillo de desollar, en otra zona de la torre Galeth gritaba. Si, mientras cabalgaba por el exterior, Galeth caía en un arroyo de aguas heladas y se empapaba hasta los huesos, en casa, junto al friego, Gilead se echaba a temblar. «Sus espíritus están unidos», decía el consejero de Cothor, Taladryel. Eran un solo hijo en dos cuerpos.
Y así fue como, veintisiete inviernos después de la medianoche que les dio la bienvenida a la vida, Gilead supo que su hermano se aproximaba.
Podía percibir el hedor a moho en la oscuridad, las cisternas medio llenas por las que avanzaban en ese momento Galeth y sus guerreros, las espadas oscurecidas con carbón que sujetaban en las manos, listas para el ataque. Podía oír el chapoteo en las espesas aguas estancadas, el arañar de las patas de las alimañas, el suave rumor de la mecha que crepitaba dentro de la linterna sorda.
Y a la vez, sabía que Galeth compartía su experiencia. Galeth podía sentir el mordisco de las cadenas, el dolor de los cardenales, los latidos del muñón del dedo cercenado. Era ese brillante faro de dolor el que lo conducía.
La ciudad amurallada de Munzig se encuentra situada en el rompecabezas de los Reinos Fronterizos del sur del Imperio. Puede ser que sepáis de ella. Rodeada de profundos bosques y a la sombra del dentado perfil de las Montañas Negras, es una ciudad comercial, situada sobre el río Durich, y constituye una etapa para los viajeros que ascienden por los bosques hasta el paso del Fuego Negro. Prosperó durante más de un siglo, pero en la época de mi relato se había convertido en un lugar que intimidaba.
En la población, la gente hablaba con ansiedad de la Banda de Carroñeros. Nadie conocía los rostros de sus integrantes ni el número de ellos, e ignoraban qué villanía los alentaba, como no fuesen, en iguales proporciones, la codicia de oro y el deseo de causar dolor. Los rumores de taberna decían que habían establecido su plaza fuerte en los Yermos, un ruinoso laberinto de túneles y bóvedas subterráneas, situado al pie de las Montañas Negras, a pocas leguas de la ciudad.
Nadie sabía quién había construido aquellos túneles, ni hasta dónde llegaban. Las viejas leyendas decían que eran obra de los hombres rata, los skavens, pero las leyendas no eran más que leyendas, y la tierra está llena de ellas. Había, por ejemplo, una bonita historia, de las que se cuentan junto al fuego, que hablaba de cómo los colonos que fundaron Munzig habían sido protegidos por elfos del bosque, elfos que habían reunido a sus contingentes de guerra para expulsar a los skavens y lograr que el territorio fuese seguro. A los niños les gustaba especialmente esa historia, y proferían agudas exclamaciones de deleite cuando los adultos imitaban las chillonas voces de los hombres rata. Otras historias decían que aún había elfos en los bosques y que vivían en una hermosa torre que sólo aparecía con la luna llena y que jamás podía ser hallada por los humanos. No obstante, se afirmaba que los elfos reaparecerían para proteger la tierra si los hombres rata regresaban alguna vez a ella. A menos que se narraran a la hora de dormir ante niños de ojos como platos, tales relatos eran recibidos con sincera cordialidad y solicitud de más bebidas.
Luego, había llegado la Banda de Carroñeros, que había atacado por primera vez el verano anterior. Tras tenderle una emboscada a una carreta en el camino del bosque, se había apoderado de la hija de un comerciante. Se envió desesperadamente un rescate; la hija fue devuelta, muerta, por la crecida de otoño del río Durich, y el dinero se perdió para siempre. Siguieron otros ocho crímenes como ése, y la férrea zarpa del miedo se apoderó de Munzig. Se llevaban a los seres queridos, exigían dinero y derramaban su sangre con crueldad. Ninguna de las familias se había atrevido a no pagar, aunque sabían que había muy pocas probabilidades de que volviesen a ver a sus parientes. En la taberna se aventuraban estimaciones de la fortuna perdida hasta entonces.
—Treinta mil piezas de oro —decían unos.
—Y más —añadían otros.
El príncipe Horgan, Elector de Munzig, convocó reuniones de ciudadanos y declaró el estado de emergencia. El comercio, fuente de vida de la ciudad, casi se había extinguido. La atemorizada clase dirigente trazó planes, se dobló la guardia, se ampliaron los circuitos de patrulla y se hicieron rejas para cerrar los canales del río que pasaban por debajo de la muralla de la ciudad. A esas alturas, los Yermos parecían ser el escondrijo más probable de la Banda de Carroñeros, y el mito popular hablaba de pasajes subterráneos que desembocaban en el sistema de alcantarillado de la población. Nadie estaba a salvo.
Bakhezor Hergmund, un comerciante cuya esposa había sido la tercera víctima de los bandidos, había ofrecido una recompensa y había animado al consejo de la ciudad a que emprendiera una limpieza de los Yermos para expulsar y exterminar a los asesinos, pero incluso los mejor dispuestos tuvieron que reconocer la futilidad de un acto semejante: los Yermos eran enormes, no existían mapas y nadie los conocía, y la milicia de la ciudad ascendía a sólo cuatro veintenas de infantería regular y la caballería del propio Horgan, una unidad uniformada, más apropiada para los desfiles que para el combate.
—¿Y qué hay de los elfos, los elfos del bosque? —sugirió, sin duda, alguien—. ¿Qué hay del viejo pacto, la antigua leyenda? ¿No nos ayudarán?
Risas, nerviosas pero condenatorias, y después otra ronda de bebidas.
Así pues, el miedo fue en aumento, ascendió el coste en vidas y oro, y la sanguinaria carrera de la Banda de Carroñeros continuó sin impedimentos.
Lo extraño —e irónico por lo que respectaba a cualquiera de los habitantes de Munzig— era que, en efecto, había una torre en el bosque situado fuera de las murallas de la ciudad. Se trataba de una torre hermosa, que jamás habían atisbado siquiera los ojos humanos, pues se encontraba mágicamente oculta en las profundidades forestales.
Llamada la Torre de Tor Anrok en recuerdo de la ciudad hundida, había sido desde hacía largo tiempo el hogar de la Casa de Lothain, un linaje en proceso de desaparición, cuya sangre se remontaba al lejano reino de Tiranoc.
Entonces sólo había unos pocos habitantes en la torre oculta: el viejo Cothor, demasiado anciano para tenerse en pie; los hijos gemelos de Cothor, Galeth y Gilead; un puñado de guerreros leales; los criados de la casa, y las mujeres. Era cierto que sus ancestros habían expulsado a los skavens de las catacumbas conocidas en ese momento como los Yermos, pero eso había sido en tiempos antiguos, cuando eran más fuertes.
Un día la noticia de las correrías de la Banda de Carroñeros llegó a la torre, y Galeth quiso enviar un mensaje al príncipe y ofrecerle ayuda en secreto; anhelaba comenzar su etapa de guerrero con una victoria digna. El anciano Cothor, sin embargo, se negó. El patriarca concluyó que, siendo ellos tan pocos, su sangre resultaba demasiado preciosa para derramarla en lo que claramente era una disputa humana. Atacantes humanos, presas humanas. Los elfos evitan la compañía de los humanos, pues saben que los miran con miedo y suspicacia. Con independencia de lo que hubiese sucedido en el pasado, la Casa de Lothain no se levantaría entonces en armas.
Galeth se sintió decepcionado, pero Gilead, al percibir la angustia de su padre, intervino en la discusión y, finalmente, disuadió a Galeth de continuar adelante. Como hermano mayor, Gilead se tomaba con solemnidad sus responsabilidades en relación con la casa y el linaje.
En una fría tarde de invierno, tres días después de esa discusión, Gilead salió a cabalgar por el bosque con un solo compañero, Nekhion, el anciano caballerizo mayor de la torre que había educado a ambos jóvenes en el arte de la equitación Gilead dijo que iban a llevar los caballos a hacer ejercicio, pero en realidad quería despejarse la cabeza con una buena carrera al galope por los bosques escarchados.
Gilead no supo nunca si había sido casual o planeado; si la Banda de Carroñeros los había oído por casualidad cuando cabalgaban por las inmediaciones y se había puesto a cubierto, o si habían vigilado deliberadamente la torre y habían observado a los que salían y entraban. Una docena de ellos los atacó de súbito, dejándose caer desde los árboles o saliendo de debajo de la nieve. Eran todos humanos, excepto un par de feas blasfemias híbridas.
Una hoz derribó a Nelthion de la silla, y cayeron sobre él con azotes. La nieve se tiñó de sangre roja. Gilead se volvió al mismo tiempo que asestaba estocadas con su espada de empuñadura de oro; sin embargo, eran demasiados y estaban preparados para defenderse. Una porra lo golpeó de lado, pero él permaneció sobre la montura y la espoleó para que se apartara de un salto. Entonces, otro de los atacantes mató al caballo con una pica y se le aproximaron con cachiporras y sacos.
Así fue como Gilead Lothain cayó prisionero de la Banda de Carroñeros, y fue encadenado en las profundidades de los Yermos. Y así, también, se convirtió en el primer error de sus captores, que no contaron con el hecho de que, a diferencia de los otros a los que habían secuestrado —los humanos—, él podía llevar la cólera de sus parientes hasta el interior mismo del escondite que los cobijaba.
* * *
Galeth y sus hombres rodearon el borde de un charco sucio y avanzaron con agilidad, como si fueran gatos, por un saliente deformado por el lento y antiguo paso de raíces. Gilead olía a tierra mojada y sentía el peso de la espada de Galeth en su propia mano.
La Banda de Carroñeros no había apostado centinelas, pues tenían todas las razones del mundo para pensar que aquel húmedo rincón de los Yermos jamás sería localizado por las partidas de búsqueda. Su única concesión a un posible descubrimiento casual era una serie de alambres tendidos cerca del suelo, a lo largo de las estrechas cuevas naturales adyacentes a las bóvedas que ellos usaban como salón de fumar y dormitorio.
El viejo Fithvael, veterano maestro de esgrima de Tor Anrok, se arrodilló y cortó los alambres uno a uno con el estilete. Luego, los soltó con lentitud, para que las campanillas descendieran sin sonar.
Al ver aquello a través de los ojos de su hermano, Gílead sonrió.
Cinco flechas de plumas rojas fueron colocadas en cinco arcos tensos, al mismo tiempo que los hombres miraban a Galeth a la espera de una orden. Galeth les hizo con la cabeza un gesto para que entraran pasando por debajo del musgoso arco ornamentado, donde los rasgos de un titán en bajorrelieve habían quedado casi borrados por el agua que resbalaba por la superficie. Percibieron una mezcla de olores —fogones, sudor, sangre y bebida—, que procedía del lugar en que habían sacrificado un cerdo, y el hedor a orines de una letrina. Oyeron risas y voces alborotadoras, y un violín mal tocado que jadeaba la tosca música de una canción de taberna.
Galeth entró en el círculo de luz de la fogata, y Gilead contuvo la respiración. Ambos vieron los sudorosos rostros desconcertados que se volvieron a mirar. El violín se interrumpió en mitad de una nota, y comenzó la matanza.
Como un breve redoble de tambor, cinco sonidos huecos en rápida sucesión señalaron los cinco impactos de las flechas elfas. Tres bandidos murieron en los bancos, y uno de ellos se desplomó sobre la hoguera. Otro cayó girando sobre la mesa con una saeta clavada en un hombro, y allí quedó, sobre las destrozadas jarras de cerveza robada. Un quinto acabó clavado contra el respaldo de su silla por una flecha que le atravesó el vientre, y se puso a gritar mientras la sangre que le salía a borbotones por la boca le cubría los labios. Los alaridos aumentaron de volumen, hasta que, junto con sus atemorizadores ecos, llenaron la bóveda y las cámaras como una música monstruosa que acompañara la matanza.
Tras pasar al otro lado de la mesa de un salto, con la capa escarlata ondeando tras él, Galeth se enfrentó a los dos primeros bandidos que lograron armarse. En total, quedaban doce con vida en el salón de fumar, todos corrían para coger sus armas y chillaban como cerdos acorralados. Gilead sabía que había al menos otra media docena durmiendo en las bodegas que estaban situadas detrás de ese salón, así que también lo sabía Galeth.
Los elfos dejaron los arcos y se lanzaron al combate cuerpo a cuerpo tras su joven señor, el cual ya había cortado un cuello con su espada larga y había partido el azote de su segundo enemigo. Algunos elfos llevaban espadas largas y rodelas, además de un cuchillo en el puño del brazo que sostenía el escudo. Los demás blandían hachas de mango largo. Todos iban ataviados con capas escarlata y destellantes cotas de malla de Ithilmar de color negro azulado. Su piel y sus cabellos eran blancos como el hielo, y tenían los ojos oscurecidos por la furia. En el aire húmedo flotaban el humo y una niebla de saliva y sangre. El estruendo de la lucha hacía estremecer la bóveda subterránea.
Fithvael blandió el hacha e hirió en el vientre a un espadachín con casco y visera, y fue el primero que se internó por el túnel hacia la celda de Gilead. Mientras la lucha continuaba a sus espaldas, descolgó el anillo de llaves de un clavo que había en la pared y abrió la puerta de la jaula. El noble Taladryel, consejero de Cothor, empapado en sangre de otros, llegó junto a él un momento más tarde, y entre ambos soltaron a Gilead de las cadenas, lo bajaron y lo envolvieron en una capa.
—¡Lo tenemos! ¡Está vivo! —bramó Taladryel; pero Galeth ya lo sabía. Él y los otros tres guerreros de Tor Anrok acabaron con lo que quedaba de la derrotada Banda de Carroñeros. Unos pocos supervivientes, no más de cuatro o cinco, habían huido hacia el interior de los Yermos.
Fithvael y Taladryel condujeron a Gilead hasta la bóveda, donde fueron recibidos con vítores por los ensangrentados elfos. Galeth se arrodilló junto a su hermano gemelo y lo abrazó, al mismo tiempo que las lágrimas manaban abundantemente de los ojos de ambos hermanos. Gilead reparó en la marca roja que rodeaba el cuarto dedo de la mano derecha de Galeth.
Fithvael prendió fuego al lugar, y luego formaron para salir por donde habían entrado, prevenidos contra cualquier posible ataque de los bandidos que habían logrado escapar.
Nadie se dio cuenta de que el desgraciado al que una flecha había lanzado sobre la mesa aún respiraba. Nadie lo vio moverse tras ellos entre el arremolinado humo y las llamas cuando traspasaban el arco del titán.
La ballesta emitió un ligero chasquido al ser disparada.
El grito de Gilead heló el alma a sus compañeros, y Galeth cayó con una flecha de acero clavada en el corazón.
* * *
Cuando Gilead despertó, la luna lo miraba desde el cielo, llena y pálida como un fantasma. En alguna parte del bosque, un lobo aulló, y se oyó la respuesta de otro. El tronco del árbol en el que apoyaba la espalda era duro y frío como el hierro. En el valle de allá abajo, los fuegos de la empalizada se habían apagado.
Gilead se estremeció. Incluso después de diez años, los sueños acudían a él durante la noche y se le echaban encima como ladrones para impedir que durmiera.
Se puso de pie y se inclinó para avivar el mortecino fuego. Las piñas habían sido el combustible principal, y un espeso perfume penetrante le colmó las fosas nasales al remover las brasas.
El olor a pino, astringente y purificador, siempre le recordaba a la enfermería de la torre, donde el veterano Fithvael lo había cuidado hasta que se recuperó. Fithvael preparaba agua de pino y hoja de bruja para limpiar las heridas de Gilead y para calmar el dolor de sus cardenales, valiéndose de las antiguas habilidades de Ukhuan. Su destreza para curar era sólo superada por su talento como soldado y explorador, pero no tenía nada que pudiera sanar las heridas de la mente de Gilead.
Gilead había compartido la muerte de su hermano, un dolor que desafiaba la cordura, y después había sobrevivido al vacío dejado en su mente. Algunos decían que también él estaba muriendo, que la conexión de pensamiento que había tenido con Galeth estaba permitiendo que la lenta y fría mácula de la muerte penetrara en su cuerpo desde el otro mundo.
Si eso era verdad, Gilead Lothain llevaba mucho tiempo muriendo. Había transcurrido una década de lento dolor desde que Galeth había caído, víctima de la traición y el rencor, en el interior de los Yermos. Habían sido diez años de vagabundeos y sangre.
Cuando Gilead abandonó la Torre de Tor Anrok, hubo lamentos. El anciano Cothor lloraba la pérdida de ambos hijos a causa de un solo disparo de ballesta. ¿Iba a quedarse sin herederos? ¿Caería, al fin, la antigua Casa de Lothain, que había existido desde que su raza había llegado al Viejo Mundo procedente de Tiranoc?
Gilead no había respondido, y se había puesto en marcha. «Un día regresaré —se dijo—, cuando haya concluido mi labor». Pero al cabo de cinco años le llegó la noticia de que su padre estaba aquejado por una enfermedad de consunción y no regresó. Tampoco lo hizo al cabo de nueve, cuando un mensajero le comunicó la muerte de Cothor. Su heredad esperaba. Ni siquiera entonces volvió sobre sus pasos.
Fithvael salió de la tienda y encontró a Gilead junto al fuego. Los cinco guerreros que habían formado la partida de Galeth siguieron voluntariamente a Gilead en su misión. En ese momento, sólo quedaba el veterano Fithvael. Gilead pensó en los lugares solitarios e impíos donde habían enterrado a los otros, a cada uno por turno.
Fithvael miró al cielo.
—Amanecerá dentro de dos horas —dijo—. Mañana… será el día, al fin. ¿No es cierto?
Gilead respiró profundamente antes de responder.
—Si los espíritus así lo quieren.
Fithvael se acuclilló junto a Gilead. Incluso entonces, después de diez años, le dolía ver el rostro de su señor, pálido y frío como el alabastro; los ojos, muertos, hundidos como destellantes trozos de antracita en profundas órbitas huecas; los cabellos, plateados como la escarcha. «Gilead el Muerto», lo llamaban los que se encontraban con él por el camino y luego hablaban en las tabernas. Lo decían con un estremecimiento. Gilead el Aparecido, el muerto ambulante, cuya mente estaba unida al más allá.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —murmuró Fithvael, y Gilead asintió con la cabeza—. Nunca he dicho esto antes, y sólo ahora lo siento. Diez años llevamos, diez años persiguiendo al hediondo enemigo. Diez años, y cada segundo de ellos lo merece tu pobre hermano. Pero ¿será suficiente?
Gilead se volvió con brusquedad para mirarlo.
—Cuando llegue mañana y atravieses con tu espada la piel del hombre rata…, ¿será suficiente?
Gilead sonrió, aunque no fue una sonrisa que a Fithvael le gustara.
—Tendrá que serlo, viejo amigo.
El enemigo. No conocían su rostro, y tenía muchos nombres: Gibbetath, el Oscuro, Escurridizo. Había llamado por primera vez la atención de Gilead, alrededor de uno o dos meses después de que Galeth fuese llevado a su descanso eterno en el soto sagrado, cuando Taladryel y Fithvael capturaron a uno de los fugitivos de la Banda de Carroñeros que se ocultaba en los bosques. El humano fue interrogado y les habló del Oscuro y su imperio secreto.
Gibbetath era un skaven. Al hombre rata, con una mente aguda como una daga, no se le veía nunca; pero su dinero, sus ideas y sus confabulaciones orquestaban docenas de operaciones clandestinas que plagaban la zona meridional del Imperio. Las especias del mercado negro se vendían a través de su red, y los ingresos fraudulentos llenaban sus arcas. Disponía de mercenarios y espías, y vendía la información al mejor postor. Se decía que había iniciado dos guerras y que había impedido otras tres. Sus casas de placer situadas en las poblaciones fronterizas tenían mujeres espléndidas y se llevaban los beneficios más cuantiosos. Toda una cofradía de ladrones lo servía, y sus asesinos, sigilosos como sombras, eran los mejores que podía conseguir el oro. Se trataba de un imperio de inmundicia, una empresa de alimañas, una fraternidad oculta de ladrones, asesinos y pecadores, que se dedicaban al fraude y los actos delictivos en una docena de ciudades del Viejo Mundo para aprovisionar los bolsillos del Oscuro, la mente que estaba detrás de todo aquello.
La Banda de Carroñeros y su implacable ciclo de crímenes habían constituido uno de los provechosos planes de Gibbetath. Había equipado a los hombres, les había proporcionado suministros, les había dado información acerca de los posibles objetivos y se había llevado el noventa por ciento de los rescates. Fue decisión suya que no se devolviera con vida a ninguno de los secuestrados, porque eso habría hecho vulnerable a la banda.
Se decía que el Oscuro se había sentido de lo más irritado cuando los soldados de Galeth exterminaron a la Banda de Carroñeros.
«Así que sólo piensa en lo irritado que va a sentirse —se había dicho Gilead más de una vez— cuando el afilado acero elfo le abra la cabeza en dos».
El Oscuro era su objetivo, su presa. Le había seguido la pista durante diez años. El hombre rata era el máximo responsable de la muerte de Galeth, y Gilead había jurado que no descansaría hasta que aquel bastardo skaven también estuviese muerto. Ejecutaba con retraso —y su pesar por ello era indescriptible— precisamente la empresa que Galeth había deseado llevar a cabo: expulsar el mal de los Yermos y destruir el origen del mismo. Si entonces lo hubiese escuchado, si hubiese consentido…
En diez años, había seguido cada uno de los rastros referentes al paradero del Oscuro, y había destruido cada una de las operaciones skavens que había descubierto mientras cerraba lentamente el nudo corredizo en torno a su presa.
Durante los últimos tres años, el enemigo se había defendido y había enviado asesinos y partidas de guerra para detener al implacable vengador elfo; pero de nada había servido.
Tras diez largos y sangrientos años, Gilead se encontraba ante sus puertas.
* * *
Llegó el alba, y Gilead atacó. En realidad, no había sabido muy bien qué esperar, pero la fortificación de madera que halló en el bosque no era del todo la plaza fuerte que habría imaginado para el Oscuro. Pensó que una fortificación de superficie parecía impropia de una criatura que moraba bajo tierra, pero había sido siempre un personaje tan misterioso, tan contradictorio… Nadie lo había visto ni lo conocía; nadie sabía siquiera qué anhelos infernales impulsaban la implacable construcción de su imperio.
Un tubo de pólvora negra de enanos derribó un tramo de diez metros de la muralla de madera, y Fithvael, a cubierto, eliminó a los centinelas con el arco.
Picadores ataviados con cota de malla cargaron contra Gilead cuando éste traspasó la humeante brecha, pero su larga espada se movió con una velocidad que la hacía invisible. Luchó como había luchado Galeth. Al morir Galeth, las habilidades de éste con el arco y la espada habían fluido por el puente mental, ya frío, hasta la mente de Gilead, donde se habían mezclado con sus propias destrezas.
«Un hijo en dos cuerpos», había dicho Taladryel. Entonces, sin duda, los dos hijos estaban en un solo cuerpo.
La sangre salpicó la cota de malla de Ithilmar del vengador, que se movía con la velocidad de una sombra, como un fantasma asesino que hendía y cortaba a los defensores sin misericordia ni descanso.
Los guardias humanos —los que aún no estaban hechos pedazos— comenzaron a romper filas y huir, pero dos ogros se abrieron paso entre ellos para acometer a Gilead. De dos metros setenta de alto, la gran corpulencia de los ogros se irguió como una mole para cerrarle el paso, echando espuma por sus dilatadas fosas nasales. Uno tenía un hacha, y el otro, un mangual de aspecto terrible.
El ogro del hacha avanzó al mismo tiempo que blandía su enorme arma de hoja plana hacia Gilead. El hijo de Cothor saltó a un lado y antes de que pudiese lanzarle otro golpe, la pesada bestia retrocedió, tambaleándose y chillando, con una flecha de plumas rojas alojada en el ojo izquierdo. A cubierto y desde la entrada de la brecha de la empalizada, Fithvael disparó otras dos flechas, que acabaron con la vida de la criatura. El otro rugió e hizo girar su mangual en dirección a Gilead, que, en lugar de retroceder, continuó con el ataque y se acercó más al enemigo para luego dejar que el peso e impulso de la carga de éste hiciera el trabajo y lo ensartara en su espada.
Silencio. El humo se deslizaba por el aire a través de la empalizada destruida y los cadáveres retorcidos. En alguna parte gemía un hombre herido. Con el arco preparado, Fithvael se reunió con Gilead, y ambos recorrieron el entorno con los ojos mientras sus capas rojas ondeaban al viento. Las defensas habían caído, y las puertas del blocao los llamaban como un faro. Fithvael comenzó a avanzar, pero Gilead lo detuvo.
—Este es el último acto —le dijo—. Me enfrentaré yo solo con él, Fithvael te tuin. Si yo caigo aquí, alguien tiene que llevar la noticia a casa de mi padre.
Su compañero tragó con dificultad, pero asintió con un gesto de cabeza, y Gilead avanzó en solitario.
El blocao estaba formado por una sala larga, y el humo de leña flotaba en torno a los cabrios. El interior era oscuro, profundo, y estaba poblado por sombras danzantes que proyectaban las antorchas colocadas en las abrazaderas de la pared.
Gilead se detuvo durante un segundo, y luego entró con la espada a punto.
Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, vio sacos y cofres vacíos tirados en desorden por el suelo de la sala. ¿Era aquello, realmente, el corazón del imperio del Oscuro?
—No es gran cosa, ¿verdad? —dijo una voz, como si hubiese leído sus pensamientos.
Gilead avanzó hacia la oscuridad y, por fin, vio al delgado hombre de aspecto miserable que se encontraba sentado, encorvado, en una silla de respaldo alto situada en el otro extremo del salón.
—¿Eres Gilead, el elfo?
Gilead no respondió.
—Mi guardia me dijo que erais sólo dos: tú y un arquero. ¿Derribasteis vosotros solos la empalizada?
—Sí —respondió Gilead tras un largo silencio. Habló en el torpe idioma humano con que le habían dirigido la palabra—. ¿Quién eres?
—¿De verdad que no lo sabes? —El hombre andrajoso y de aspecto enfermizo lo miró directamente a los ojos—. Yo soy… comoquiera que me llames: el Oscuro, Escurridizo, Gibbetath…
—Pero… —comenzó a decir Gilead.
—¿No soy el monstruo hombre rata al que crees haber estado persiguiendo? ¡Por supuesto que no! Rumores…, leyendas… han contribuido a mantenerme a salvo, a mí y a la verdad. O acaso no…
El hombre miró a su alrededor con aire pensativo.
—En algunas poblaciones era un hombre rata, en otras una bestia del Caos, y aun en otras un hechicero. Cualquier cosa que se ajustara a las supersticiones locales. Yo lo era todo y cualquier cosa. Yo era una leyenda.
—Una leyenda…
—La tierra está llena de ellos. —El hombre sonrió.
Gilead deseaba que la sangre afluyera a su cabeza, que lo invadiera la cólera para lanzarse hacia adelante y…
Pero no había nada. Se sentía vacío. Era el triste final de aquella desgraciada deuda de sangre. ¿Había intentado Fithvael hablarle de eso la noche anterior, junto al fuego del campamento?
El insignificante hombrecillo se puso de pie, y Gilead pudo ver cómo el desgraciado temblaba a causa de la perlesía o de alguna fiebre. Era frágil y delgado, y sus cabellos lacios encanecían. Tenía zonas calvas en la cabeza y llagas en la piel, y avanzó con los reumáticos ojos fijos en Gilead.
—Era más rico que los reyes, Gilead Lothain. Mi nombre no era más que un susurro en los callejones, pero durante tres décadas fui más poderoso que los monarcas. Tuve palacios, mansiones, cofres de oro, un ejército a mis órdenes… —Hizo una pausa—. Y luego cometí el error de matar a tu hermano.
La mano de Gilead aferró con más fuerza la empuñadura de la espada.
El hombre se sentó en un taburete, y sus frágiles articulaciones crujieron.
—Nos encontramos por primera vez, pero tú ya me has destruido. Cuando oí que venías tras mis pasos, hace años, no le di ninguna importancia al asunto. ¿Qué tenía que temer yo de una partida de vengadores elfos? Acabaríais muertos u os cansaríais de la búsqueda mucho antes de acercaros siquiera a mí.
»Pero no renunciaste. Comencé a gastar dinero y esfuerzos para contratar hombres que te liquidaran, ponerte trampas, lanzarte tras pistas falsas. Lo evitaste todo. Continuabas aproximándote. Mi salud comenzó a resentirse: pesadillas…, nervios…
—No esperes que sienta compasión por ti —respondió Gilead con tono gélido.
El hombre alzó las finas manos con desánimo.
—No lo espero. Sólo pensaba que te gustaría saber hasta qué punto me has destruido. Uno a uno, quemaste mis palacios y casas, saqueaste mis reservas, pasaste a espada a mis secuaces. Mi imperio se ha derrumbado. He huido de una plaza fuerte a otra y he derrochado mis riquezas para conservar la lealtad de mis guerreros, que estaban desertando. Y tú has continuado persiguiéndome y dejando destrucción a tu paso.
Hizo un gesto para abarcar el miserable blocao.
—Esto es cuanto queda, Gilead Lothain. Este último puesto avanzado y esos últimos soldados que acabas de matar. He dedicado la mitad de la vida a planificar mi fortuna, y luego he gastado hasta la última moneda de lo que tenía en el intento de protegerme de ti.
Irguió la cabeza y el curvado cuello para dejar al descubierto la garganta arrugada.
—Bastardo elfo, da el golpe, acaba con mi desdicha.
Gilead tembló y, de pronto, la espada de acero azul se hizo muy pesada.
—¡Hazlo! —dijo el enemigo con voz ronca, y se inclinó más hacia él—. ¡Acaba con tu venganza, y que te lleven los demonios! ¡Concédeme la paz!
Gilead se enjugó la frente con el reverso de una mano.
—¿Quieres que acabe con tu desdicha? El hecho de cortarte el cuello no acabará con la mía, aunque hace diez años pensaba que sí.
Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Detrás de él, el Oscuro gimoteó.
—¡Acaba conmigo! ¡No me queda nada!
—A mí tampoco me queda nada —respondió sencillamente Gilead—, y vivir con eso es lo que más cuesta.
Afuera, el frío sol de la montaña brillaba a través de los entablados de pino. Gilead clavó la espada en la tierra, una vez en el exterior de la fortificación, y se sentó sobre un madero inclinado.
—¿Se acabó? —preguntó Fithvael, y Gilead asintió—. ¿El enemigo está muerto?
Cuando Gilead sacudió la cabeza Fithvael frunció el entrecejo, pero sabía que era mejor no formular más preguntas.
Se oyó el canto de una alondra de los prados. En algún rincón de las profundidades de la mente de Gilead, persistía un dolor que se negaba a desaparecer.
* * *
Sé con total seguridad que la Torre de Tor Anrok continúa en pie, oculta entre los bosques que rodean la ciudad de Munzig, aunque nadie la ha encontrado jamás. Sus terrenos están descuidados y cubiertos de maleza, y las ventanas se hallan vacías como las cuencas de una calavera. No es más que otra pila de piedras muertas en medio de la naturaleza.
Algunos dicen que queda vivo un último Lothain, el hijo perdido de Cothor, que un día regresará para abrir las antiguas puertas del salón. Dicen que vaga por los más remotos confines del Viejo Mundo como un demonio inmortal con una espada insomne, aullándole su dolor a la luna y guerreando con las tribus que siguen los oscuros caminos del Caos. Hay quien dice que la muerte está en Sus ojos.
Tal vez no sea más que una leyenda. La tierra está llena de ellas.