No podría haber escrito este libro sin la ayuda del pueblo mongol, que me acogió durante un tiempo y me enseñó su historia mientras tomábamos té salado y vodka, y el invierno iba dando paso a la primavera.

Quiero expresar mi especial gratitud a Mary Clements, por su pericia con los caballos, y a Shelagh Broughton, cuya inapreciable labor de investigación ha hecho posible gran parte de este libro.