El fuerte construido en la frontera de las tierras de los Jin era una inmensa edificación de madera y piedra. Los pocos hombres de los keraítas que habían acompañado a su khan al exilio se iban poniendo más y más nerviosos a medida que se acercaban. Nunca habían visto ningún edificio así, con sus murallas y sus patios. La entrada era una enorme puerta de madera con refuerzos de hierro en la que se abría una puerta más pequeña. La guardaban dos soldados, vestidos con una armadura muy similar a la que llevaban los hombres de Wen Chao. Bajo el sol de la mañana, se diría que se trataba de estatuas, pulidas y perfectas.
Togrul levantó la vista hacia los altos muros y vio más hombres armados observándoles. La frontera en sí no era más que un simple sendero.
Durante el viaje, Wen Chao se había jactado de una gran muralla que se prolongaba más allá de lo imaginable, pero se encontraba más al sur. En cuanto vieron el fuerte, se había dirigido hacia allí sin rodeos, sabiendo que, de lo contrario, se arriesgaban a una muerte rápida.
Los amos de los Jin no daban la bienvenida a aquéllos que entraban en su territorio arrastrándose con sigilo. Togrul se sintió fuera de lugar y abrumado ante el edificio más alto que había visto jamás. Mientras los porteadores dejaban la litera de Wen Chao en el suelo y el embajador descendía de ella, Togrul no podía ocultar su excitación.
—Aguarda aquí. Tengo que mostrarles unos documentos para que nos permitan entrar —dijo Wen Chao.
Él también estaba animado al tener a su patria ante sus ojos. Dentro de poco estaría en el centro de Kaifeng y Zhang tendría que rechinar los dientes en privado por su éxito.
Togrul bajó de su carro y observó atentamente cómo Wen Chao se aproximaba a los guardias y hablaba con ellos. Se quedaron mirando un momento al grupo de mongoles, soldados y esclavos, y uno de ellos hizo una inclinación de cabeza, abrió la pequeña puerta y desapareció en el interior del fuerte. Wen Chao no mostró ninguna impaciencia mientras esperaba. Después de todo, había sobrevivido durante años lejos de las comodidades de la corte.
Yuan también observaba en silencio la escena. El comandante del fuerte salió y examinó los papeles de Wen Chao. No podía oír lo que decían e hizo caso omiso de las miradas interrogativas que le lanzaba Togrul. Como su amo, estaba cansado de aquellos mongoles, y la visión de las tierras de los Jin le había recordado a su familia y amigos.
Por fin, el comandante pareció satisfecho. Le devolvió los papeles a Wen Chao y el embajador le habló de nuevo, como a un subordinado. La autoridad del primer ministro exigía obediencia instantánea y los guardias se enderezaron, poniéndose tan rígidos como si los estuvieran inspeccionando. Yuan vio que la puerta se abría de nuevo y el comandante entraba, llevándose a sus soldados con él. Wen vaciló, sin saber si debía seguirlos, y se volvió hacia el grupo. Buscó con la mirada a Yuan, y sus ojos reflejaban su preocupación. Habló en el dialecto Jin de la corte, en el estilo más formal.
—No permiten entrar a estos hombres, Yuan. ¿Te dejo con ellos?
Yuan entornó los ojos, y Togrul dio un paso al frente.
—¿Qué ha dicho? ¿Qué está pasando?
La mirada de Wen Chao no se apartó de Yuan.
—Me fallaste, Yuan, cuando decidiste no matar al khan en su tienda. ¿Qué valor tiene tu vida para mí ahora?
Yuan permaneció inmóvil, sin mostrar ni el más mínimo temor.
—Dime que me quede aquí y me quedaré. Dime que entre y entraré.
Wen Chao asintió lentamente.
—Entonces entra, y vive, sabiendo que has conservado la vida gracias a mí.
Yuan recorrió la distancia hasta la puerta y entró. Togrul los miró, sintiendo que se adueñaba de él un pánico creciente.
—Y nosotros ¿cuándo pasamos? —preguntó su mujer.
Togrul se volvió hacia ella, cuyo rostro, al ver el pavor pintado en su expresión, se crispó en una mueca de horror. Wen, el embajador de los Jin, habló de nuevo, esta vez en el lenguaje de las tribus. Deseó que aquélla fuera la última vez que esos desagradables sonidos salieran de sus labios.
—Lo siento —dijo.
Dio media vuelta y penetró en el fuerte. La puerta se cerró a sus espaldas.
—¿Qué es esto? —Gritó Togrul, desesperado—. ¡Respóndeme! ¿Qué está pasando?
Se quedó paralizado al percibir movimiento en los altos muros de la fortaleza. Una hilera de hombres había aparecido y Togrul vio horrorizado que estaban tensando sus arcos y apuntándolos hacia él.
—¡No! ¡Me lo habías prometido! —bramó Togrul.
Las flechas surcaron el aire y los atravesaron, pese a que ya se habían dado la vuelta para huir aterrorizados. Togrul cayó de rodillas con los brazos extendidos, con una docena de flechas clavadas en el cuerpo. Sus hijas gritaron, sus chillidos interrumpidos por el impacto de las flechas dirigidas contra ellas, y su dolor le hirió tanto como su propia agonía. Durante un momento, maldijo a aquellos hombres que se habían aproximado a las tribus como aliados y habían logrado gobernar sus voluntades con oro y promesas. La delgada hierba que crecía bajo su cuerpo era el polvo de las tierras mongoles, que fue llenando sus pulmones y asfixiándolo. La ira fue disminuyendo y, al poco, la mañana recobró su calma.