Aunque todos sabían a qué enemigo se enfrentaban, no pudieron evitar sentirse impresionados al ver las vastas huestes de la fuerza tártara. Avanzaban como una lenta mancha por las estepas, una oscura masa de jinetes, carros y gers. Temujin y sus hermanos ya los habían encontrado mucho más al norte, pero seguía siendo una visión perturbadora. Y sin embargo, ninguno de ellos vacilaba. Los hombres que cabalgaban con los hijos de Yesugei sabían que estaban listos para luchar. Si había miedo entre las filas, los rostros impasibles no lo mostraban. Sólo la constante comprobación de que las flechas estaban a punto revelaba la tensión que los invadió al oír los cuernos de los tártaros en la distancia.
Temujin atravesó un verde valle, y su yegua se fortaleció comiendo la hierba primaveral. Una y otra vez, bramaba distintas órdenes para controlar a los más impetuosos entre sus líderes. Eeluk era el peor de todos y su ala izquierda se adelantó y tuvo que ser frenada varias veces, hasta que Temujin se preguntó si no estaría desobedeciendo de forma deliberada sus órdenes. Delante de ellos, vieron a los tártaros bullir en torno a sus gers, aunque aún estaban lejos y sus voces no les llegaban. El sol brillaba con fuerza y Temujin recibió su calor en la espalda como una bendición. Volvió a comprobar sus flechas, encontrándolas preparadas en el carcaj como las otras veces que lo había hecho antes. Quería disparar contra los tártaros a galope tendido y sabía que debía mantener la aceleración hasta el último momento. Los tártaros llevaban avanzando al menos tres lunas, cabalgando todos los días. Confiaba en que no estarían tan frescos como sus guerreros, ni tan sedientos de sangre.
Cuando estuvieron a tres mil pasos, echó su peso hacia delante, acelerando el ritmo de los cascos de su montura hasta un medio galope. Sus hombres lo imitaron a la perfección, aunque una vez más Eeluk intentó ponerse el primero. Temujin hizo sonar el cuerno y notó que el khan de los Lobos le lanzaba una mirada hostil mientras reducían la velocidad y volvían a ponerse a la altura de los demás. El ruido de los cascos los ensordecía y algunos guerreros empezaron a lanzar gritos excitados, mientras todos entornaban los ojos para protegerse de la creciente fuerza del viento. Temujin colocó la primera flecha en la cuerda de su arco, sabiendo que pronto el aire se llenaría de ellas. Tal vez una le atravesara la garganta y lo derribara al suelo, en un último abrazo mortal. Su corazón bombeaba con fuerza y perdió el miedo al concentrarse. Las primeras flechas llegaron silbando desde el campamento tártaro, pero no dio la señal de lanzarse a galope tendido. Tenía que ser perfecto. Mientras los ejércitos se aproximaban, esperó a que llegara el momento preciso.
Temujin hincó los talones en los flancos de su caballo, diciéndole «¡Arre!». La yegua reaccionó con un aumento de la velocidad, prácticamente dando un salto adelante. Tal vez sintiera la misma excitación que ellos. La línea lo siguió y Temujin tensó el arco con toda la fuerza de sus músculos. Por unos momentos, fue como si sostuviera el peso de un hombre adulto con sólo dos dedos, pero su pulso era firme. Sintió cómo le atravesaba el ritmo del galope y se creó un momento de perfecta quietud cuando la yegua dejó de tocar el suelo.
Los tártaros ya avanzaban a galope tendido. Temujin se arriesgó a echar una ojeada a sus hombres. Dos filas cabalgaban por la llanura retumbando y los setecientos guerreros estaban preparados para luchar, los arcos en ristre. Enseñó los dientes por la tensión que soportaban sus hombros y disparó la primera flecha.
El ruido que se oyó a continuación fue un único chasquido que resonó en las colinas que los rodeaba. Las flechas salieron volando a través del cielo azul y parecieron quedarse suspendidas allí un instante antes de caer sobre las filas tártaras. Muchas se perdieron y se clavaron en el suelo hasta las plumas. Pero muchas más desgarraron la carne y les arrancaron de un solo golpe la vida a los jinetes.
Antes de que Temujin pudiera ver lo que había sucedido, se produjo la respuesta y las flechas volaron por encima de sus cabezas. Nunca había visto tantas y sintió que una sombra pasaba por encima de su línea desde el sol distante. Las flechas tártaras se movían con lentitud mientras las miraba, esforzándose en que su rostro no se crispara al verlas cernerse sobre él. De pronto, parecieron acelerar y las oyó acercarse con un zumbido de insectos. Buscó a tientas la segunda flecha y sus hombres dispararon de nuevo antes de que los proyectiles tártaros golpearan sus líneas como un martillo.
A galope tendido, varios hombres desaparecieron de sus sillas y sus gritos se perdieron, quedándose atrás en un instante. Temujin sintió que algo chocaba contra su muslo y su hombro y rebotaba. No había perforado la armadura y, con un grito triunfante, se puso casi de pie en los estribos, mientras lanzaba flecha tras flecha a sus enemigos. El viento le empañó los ojos y no podía ver los detalles, pero escogió a sus víctimas y mató con salvaje decisión.
Sólo debían haber transcurrido unos instantes desde que se encontraron con los primeros jinetes tártaros, pero parecía que había pasado muchísimo tiempo. Cuando se aproximaron, Temujin dejó el arco en un gancho de la silla para tenerlo a mano. Era una de las diversas ideas que habían tenido él y sus oficiales. Desenvainó la espada que Arslan había fabricado para él, oyendo la hoja raspar la funda al salir. Cada décima de segundo era una eternidad y él tenía tiempo. Tiró del cuerno que colgaba de su cuello con una cuerda y se lo llevó a los labios, soplando tres veces. Por el rabillo del ojo, vio avanzar las alas y tomó la espada con ambas manos mientras continuaba galopando, listo y en equilibrio.
Cayeron sobre los tártaros con un inmenso estruendo. Los caballos se encontraron a toda velocidad, sin que ningún jinete cediera ni una pulgada, por lo que muchos salieron disparados de la silla con el sonido del trueno. Los ejércitos chocaron entre sí y las flechas se lanzaron contra rostros y cuellos desde la corta distancia. La muerte llegó veloz y ambas fuerzas perdieron docenas de hombres en un solo instante. Temujin advirtió que la armadura daba resultado y volvió a rugir desafiante, animando al enemigo a que se arrojara contra él. Un guerrero tártaro pasó junto a él como un rayo borroso, pero Temujin ya lo había atravesado con su hoja. Otro disparó una flecha desde tan cerca que atravesó la armadura y la punta cortó el pecho de Temujin haciéndole gritar de dolor. Sentía cómo se movía la flecha desgarrándole la carne con cada violento ademán. Su espada describió un amplio arco y decapitó al arquero.
Estaba empapado de sangre, que resbalaba entre las placas de hierro de la armadura. La carga había destruido la primera línea de los tártaros, pero eran tan numerosos que no se derrumbaron. Las líneas de batalla habían empezado a deshacerse en pequeños grupos de hombres que asestaban golpes a diestro y siniestro, y lanzaban flechas hasta que se les dormían los dedos, y, cuando los arcos fueron inservibles, recurrían a las espadas. Temujin buscó a sus hermanos con la vista, pero no los encontró en esa masa de hombres. Mató y mató sin cesar y su yegua avanzaba bruscamente cada vez que la tocaba con las rodillas. Un tártaro aullante se lanzó contra él con la boca abierta llena de sangre. Temujin hundió la espada en su pecho, tirando con violencia para liberarla. Otro llegó por un lado con un hacha, con la que le golpeó la armadura. Los golpes no penetraban, pero la fuerza derribó a Temujin. Sintió como si los músculos de sus muslos fueran a desgarrarse mientras se esforzaba para permanecer en la silla, pero el tártaro había seguido camino.
Los Lobos de Eeluk estaban aplastando a los tártaros por la izquierda. Algunos habían desmontado y se habían dirigido juntos hacia el centro del grupo de los tártaros, disparando flecha tras flecha. Llevaban armaduras de cuero bajo las túnicas y de muchos de ellos sobresalían flechas rotas. Algunos tenían gotas rojas en las comisuras de los labios, pero seguían luchando, presionando para acercarse más y más al corazón de los tártaros. Temujin vio a Eeluk cabalgando entre ellos, con el rostro manchado de sangre, mientras asestaba golpe tras golpe con la espada que una vez había pertenecido a Yesugei.
Había caballos tendidos en el suelo, muriendo y dando frenéticas coces, poniendo en peligro a cualquiera que se acercara demasiado a ellos. Temujin guió a su yegua en torno a uno de ellos al ver a un guerrero olkhun’ut atrapado debajo. Le miró a los ojos y lanzó una maldición, desmontando de un salto para liberarlo. Al tocar el suelo, otra flecha chocó contra su pecho, siendo detenida por el hierro. Cayó de espaldas, pero se puso en pie con esfuerzo y tiró del hombre hasta que él también estuvo en pie. Un carcaj lleno de flechas estaba tirado allí cerca y Temulun lo agarró antes de montar de nuevo, alargando la mano para coger su arco. Espoleó a su caballo, cobrando renovado brío. Los tártaros no parecían notar sus pérdidas y seguían aguantando. Los llamó, retándoles a que se atrevieran a enfrentarse a él, y sus guerreros notaron su remontada. Se animaron, dando tajos y luchando con renovada energía. No podía durar, lo sabía. Vio que los olkhun’ut seguían presionando por la derecha, aunque no contaban con efectivos suficientes para rodear al enemigo. Cuando las flechas se les hubieron agotado, arrojaron hachas contra los tártaros, matando a muchos antes de que tuvieran tiempo de coger las espadas.
Temujin oyó el estruendo de los cascos antes de ver a Khasar llegar con su reserva. Habían dado la vuelta al campo de batalla describiendo un gran círculo, escondidos tras las colinas. Desde el lomo de su yegua, Temujin podía ver la sólida línea avanzando a una velocidad insensata, con Khasar a la cabeza. Los tártaros del flanco trataron de enfrentarse a ellos, pero sus filas estaban demasiado apretadas. Por encima del ruido de los caballos al galope, Temujin oyó gritar a muchos de ellos al quedar atrapados entre los suyos.
Los caballos y los hombres, todos protegidos por sus corazas, cayeron sobre los tártaros como el envite de una lanza, hundiéndose profundamente en su flanco y dejando un rastro de cadáveres sangrantes. Las flechas tártaras hirieron a guerreros y monturas, pero apenas redujeron su marcha mientras penetraban hasta el núcleo del ejército enemigo, haciéndoles tambalearse y bramar de dolor.
Temujin sintió que los tártaros cedían terreno y fue incapaz de hablar por la feroz excitación que le llenaba el pecho. Hizo pasar a su yegua al trote entre una masa de hombres y notó que el animal se estremecía de dolor cada vez que una flecha golpeaba el cuero y el hierro que protegían su palpitante pecho. Su carcaj volvía a estar vacío y Temujin utilizó la espada de Arslan para atacar a todo aquél que se le aproximaba.
Buscó a sus oficiales con la mirada y vio que se habían reagrupado en formación y estaban avanzando como un solo guerrero. Kachiun y Arslan habían obligado a los olkhun’ut a unirse al salvaje Ímpetu de Khasar y a lanzarse hacia el centro, chillando mientras luchaban. Muchos habían perdido sus monturas, pero se mantenían juntos y recibían meros cortes en la armadura mientras ellos mataban con un solo golpe. Los tártaros oyeron sus voces a sus espaldas y los atravesó una oleada de pánico.
La batalla remitió a medida que los soldados se fueron cansando. Algunos de ellos se habían agotado con la matanza y, en ambos bandos, sus pechos subían y bajaban con la respiración entrecortada. Muchos fueron presa fácil de hombres con más energía y sus rostros expresaron su desesperación al sentir que su fuerza finalmente les fallaba. La hierba bajo sus pies estaba enrojecida por la sangre y plagada de cuerpos tendidos, algunos de los cuales todavía se agitaban débilmente mientras trataban de no pensar en el frío que se iba apoderando de ellos. La brisa soplaba a través de los grupos de hombres en combate, introduciendo el olor a muerte en sus exhaustos pulmones. Los tártaros empezaron a vacilar por fin, retrocediendo paso a paso.
Eeluk se arrojó contra unos tártaros como si se hubiera vuelto loco. Iba cubierto de sangre y parecía un espíritu de la muerte de ojos salvajes. Utilizó su enorme fuerza para derribar a varios tártaros con puños y codos, a los que luego pisoteó para seguir avanzando. Sus Lobos iban con él y, presas del terror que les había arrebatado todo su valor, los tártaros apenas alzaron las espadas.
Sin desmontar, Temujin vio los pálidos rostros de mujeres y niños, que observaban luchar a sus hombres. No le importaban nada. El Padre Cielo recompensaba a los fuertes con la suerte. Los débiles caerían.
—¡Ya los tenemos! —rugió, y sus hombres reaccionaron al verlo cabalgar con ellos. Estaban cansados, pero cobraron nuevas fuerzas al descubrir que estaba entre ellos y la matanza continuó. Los dedos de Temujin estaban resbaladizos de sangre cuando agarró el cuerno que colgaba de su cuello y lo hizo sonar tres veces indicando que debían rodear al enemigo. Dejó la huella de su palma en la pulida superficie, pero no se dio cuenta, pues Eeluk y Kachiun ya avanzaban y se apresuró a unirse a ellos. Todos los carcajes estaban vacíos, pero los guerreros seguían blandiendo sus espadas y los tártaros por fin se vinieron abajo, echando a correr de vuelta a sus gers antes de que los encerraran por completo. Temujin adivinó que organizarían allí una última resistencia y se alegró.
Sus hombres empezaron a correr tras ellos y Temujin hizo sonar una nota descendente para ralentizar la carga. Caminaron por encima de los muertos, hacia las tiendas tártaras. Los que habían escapado a la carrera eran menos de doscientos, todos los que quedaban con vida. Temujin no los temía ahora. Para su irritación, vio que los hombres de Eeluk, inmersos en la emoción de la matanza, no prestaban atención a su llamada. Por un instante, consideró permitirles luchar contra los guerreros de las gers ellos solos, pero no podía soportar ver a Eeluk morir sin más. Los tártaros tendrían arcos y flechas allí. Quienquiera que se enfrentara a ellos tendría que atravesar una destructiva lluvia de proyectiles. Tal vez Eeluk había tenido razón al no disminuir la marcha. Temujin preparó su mandíbula e hizo sonar una sola nota, ordenando el avance. Espoleó a su caballo, que pasó por encima de los cadáveres con un crujido de huesos, y se puso a la cabeza de sus hombres.
Una ráfaga irregular de flechas llegó desde las gers. Algunas se quedaron cortas, lanzadas por mujeres que habían recogido los arcos, pero otras surcaron el aire con suficiente fuerza para robar la vida de hombres que ya cantaban victoria. Temujin oyó a los miembros de su ejército jadear mientras corrían o azuzaban a sus monturas. Nada los detendría y las flechas silbaban entre sus filas en vano, haciendo únicamente que los hombres se tambalearan cuando chocaban contra las placas de hierro de su armadura. Temujin se inclinó contra el viento. La distancia que lo separaba de los tártaros fue disminuyendo y se preparó para concluir lo que habían iniciado.
Cuando todo hubo terminado, podía deducirse cómo habían planteado los tártaros la última resistencia por el modo en que los muertos se agrupaban. Durante un tiempo se habían mantenido en línea, hasta que los jinetes de Khasar los aplastaron. Temujin echó un vistazo a su alrededor mientras las tres tribus buscaban el botín entre los carros, actuando por una vez unidos por una única idea. Habían luchado y vencido unidos, y se dijo que sería difícil que volvieran a sentir su vieja desconfianza, al menos respecto a hombres que conocían.
Con cansancio, Temujin desmontó, y su rostro se crispó cuando tiró de las correas que le ceñían la pieza del pecho. Una docena de esas placas habían sido arrancadas y muchas de las que seguían allí estaban abolladas. Tres astiles rotos sobresalían de entre ellas. Dos colgaban lánguidos, pero el tercero estaba muy derecho y ése era el que quería extraerse. Se dio cuenta de que no podía quitarse la armadura. Mientras lo intentaba, algo se desgarró en sus músculos, provocándole un mareo.
—Déjame ayudarte —dijo Temuge, a su lado.
Temujin miró a su hermano menor y le hizo un gesto indicándole que le dejara solo. No le apetecía hablar y, ahora que la fiebre de la batalla había pasado, su cuerpo empezaba a sentir todos los dolores y golpes que había recibido. Lo único que quería era deshacerse de su pesada armadura y sentarse, pero ni siquiera podía hacer eso.
Temuge se aproximó y Temujin lo ignoró mientras sus dedos tanteaban la placa rota y la flecha que sobresalía de su cuerpo, subiendo y bajando con su respiración.
—No puede ser profundo —murmuró Temuge—. Si puedes quedarte quieto, te la sacaré.
—Entonces, hazlo —respondió Temujin, agotado hasta la indiferencia.
Le rechinaron los dientes mientras Temuge serraba el astil de la flecha con su cuchillo y luego introducía la mano en la armadura para agarrarla por el otro lado. Con un pausado tirón, quitó el protector del pecho y lo dejó caer mientras examinaba la herida. La seda no estaba agujereada, pero se había clavado muy adentro en el músculo pectoral. La sangre manaba en torno a la punta, pero Temuge parecía satisfecho.
—Un poco más adentro y estarías muerto. Creo que puedo sacarlo.
—¿Has visto alguna vez cómo se hace? —dijo Temujin, mirándole fijamente—. Tienes que girar la flecha al tiempo que tiras. Para su sorpresa, Temuge sonrió de oreja a oreja.
—Lo sé. La seda la ha atrapado. Tú quédate quieto.
Temuge respiró hondo y agarró la resbaladiza vara de madera, clavando las uñas en la madera para tener un apoyo. Temujin gruñó de dolor cuando la punta de flecha se movió en su carne. Su pecho se estremeció involuntariamente, como un caballo espantando moscas.
—Al revés —dijo.
—Ya la tengo —avisó Temuge ruborizándose, y Temujin sintió que el músculo se relajaba cuando su hermano dio la vuelta a la flecha.
Cuando se le clavó, había penetrado girando. Los hábiles dedos de Temuge la hicieron girar en dirección contraria y salió con facilidad, seguida por un delgado chorro de sangre medio coagulada.
—Mantén algo presionando contra la herida durante un rato —dijo Temuge. En su voz resonaba un sereno triunfo y Temujin inclinó la cabeza en reconocimiento y le dio una palmada en el hombro.
—Tienes una mano muy firme —dijo.
Temuge se encogió de hombros.
—No era yo quien la tenía clavada. Si no, habría gritado como un niño.
—No, no lo habrías hecho —dijo Temujin.
Alargó el brazo y cogió a su hermano por la nuca antes de darse la vuelta. Sin previo aviso, su expresión cambió con tanta rapidez que Temuge también se volvió para averiguar qué había visto.
Eeluk estaba subido a uno de los carros tártaros, con un odre de airag en una mano y una espada sangrienta en la otra. Aun desde la distancia, se le veía peligroso y lleno de vida. Verle devolvió la fuerza a los miembros de Temujin, acabando con su fatiga. Temuge se quedó mirando a Eeluk, que les gritaba algo a los Lobos.
—No lo recuerdo —murmuró con la vista clavada al otro extremo de la hierba roja—. Lo he intentado, pero todo sucedió hace mucho.
—Para mí no —exclamó Temujin—. Veo su cara cada vez que me duermo.
Desenvainó despacio. Temuge se asustó ante lo que vislumbró en el rostro de su hermano. Podían oír a los hombres reír en torno a las carretas y a algunos de ellos aclamar a Eeluk cada vez que les hablaba desde lo alto del carromato.
—Deberías esperar a estar descansado —dijo Temuge—. La herida es superficial, pero te habrá debilitado.
—No. Es el momento —contestó Temujin y echó a andar.
Temuge estuvo a punto de unirse a él, pero vio a Kachiun y a Khasar intercambiar una mirada y se fue hacia ellos. Temuge no quería ver otra muerte. No podía soportar la idea de que Temujin pudiera morir, y el miedo le hizo sentir mareo y un nudo en el estómago. Si Eeluk luchaba y ganaba, todo lo que habían logrado se perdería. Temuge observó cómo Temujin se alejaba con paso firme y de pronto supo que tenía que estar allí. Eran los hijos de Yesugei y era el momento. Dio un paso titubeante y, al instante siguiente, estaba corriendo en pos de su hermano.
Eeluk estaba riéndose a carcajadas de algo que le habían gritado. Había sido una victoria gloriosa contra el invasor tártaro. Había luchado con coraje y los hombres le habían seguido hasta el corazón de la batalla. No se engañaba al aceptar como justa su ovación. Había desempeñado su parte y más aún, y ahora se repartirían y disfrutarían de la riqueza de los tártaros. Las mujeres escondidas bajo los carros serían parte de la celebración, y llevaría a muchas jóvenes nuevas a los Lobos para que le dieran hijos a sus vasallos. La tribu crecería y la noticia de que los Lobos habían participado en aquella batalla se propagaría por todas partes. Estaba embriagado por los placeres de la vida, mientras dejaba que el viento le secara el sudor. Tolui estaba peleando en broma con un par de guerreros de los Lobos, riéndose mientras intentaban derribarlo. Los tres cayeron hechos un ovillo y Eeluk rió, sintiendo que la piel se le tensaba mientras la sangre seca se agrietaba. Dejó la espada a un lado y se frotó la cara con sus manazas, quitándose la mugre reseca de la batalla. Cuando alzó la vista, vio a Temujin y sus hermanos dirigiéndose hacia él.
Eeluk hizo una mueca antes de agacharse y recoger su espada de nuevo. El carromato era alto, pero saltó al suelo para evitar bajar dándoles la espalda. Aterrizó bien y se enfrentó a los hijos de Yesugei con una sonrisa bailándole en los labios. Temujin y él eran los únicos khanes que habían presenciado la victoria. Aunque los keraítas habían peleado bien, su gordo líder estaba en sus gers, a una hora de allí, en el sur. Eeluk cogió aliento y asentó bien los pies mientras miraba a su alrededor. Sus Lobos lo habían visto saltar y se estaban acercando poco a poco, rodeando a su khan. Los olkhun’ut y los keraítas también habían interrumpido el saqueo y se aproximaron en parejas y tríos para ver qué pasaba. Se había corrido la voz del resentimiento que existía entre sus dos líderes y no querían perderse la pelea. Las mujeres ocultas bajo los carromatos lloraban sin que nadie les hiciera caso, mientras los guerreros cruzaban la hierba hasta donde Eeluk y Temujin se miraban en silencio.
—Ha sido una gran victoria —dijo Eeluk, mirando a los hombres reunidos.
Cien de sus Lobos habían sobrevivido a la batalla, y habían dejado de sonreír al ver la amenaza. Y, sin embargo, eran muy inferiores en número, y Eeluk sabía que era algo que sólo podía saldarse entre los dos hombres que los habían llevado a aquel lugar.
—Ésta es una vieja deuda —les gritó Eeluk—. No habrá represalias. —Sus ojos brillaban mientras miraba a Temujin, de pie frente a él—. No he pedido que se derrame sangre entre nosotros, pero soy el khan de los Lobos y no me negaré.
—Reclamo el pueblo de mi padre —dijo Temujin, y su mirada recorrió las filas de guerreros—. No veo en ti a ningún khan. Eeluk emitió una risita y alzó la espada.
—Entonces tendré que hacer que lo veas —lo retó.
Vio que Temujin se había quitado parte de la armadura y Eeluk levantó la palma de la mano. Temujin se colocó en posición, sin moverse mientras Eeluk se desataba los escudos de cuero que habían protegido su cuerpo en el combate. Temujin alzó los brazos y sus hermanos hicieron lo mismo con él, de modo que ambos hombres se quedaron sólo con las túnicas, los pantalones y las botas, llenos de manchas oscuras de sudor que la brisa empezó a secar. Ambos escondieron su fatiga y se preocuparon de lo descansado que veían a su rival.
Temujin alzó la espada y miró la hoja que Eeluk sostenía como si no pesara nada. Había visto el rostro de Leluk en mil sesiones de entrenamiento con Arslan y Yuan. La realidad era otra cosa, y no conseguía recobrar la calma que necesitaba desesperadamente. Eeluk parecía en cierto modo haber crecido en altura. El hombre que había abandonado a su suerte a la familia de Yesugei era inmensamente fuerte y, aun sin su armadura, su constitución resultaba intimidatoria. Temujin sacudió la cabeza, como para vaciarla de miedo.
—Ven a mí, carroña —murmuró, y los ojos de Eeluk se estrecharon.
Súbitamente, desde la más absoluta inmovilidad, ambos hombres se movieron, lanzándose hacia delante con pasos veloces. Temujin rechazó el primer golpe dirigido contra su cabeza, sintiendo sus brazos temblar por el encontronazo. Notó un dolor en el pecho donde la flecha le había desgarrado el músculo y se esforzó para controlar la indómita ira que le embargaba y que podía hacer que su rival lo matara. Eeluk lo presionó, blandía su espada como un cuchillo de carnicero con su enorme fuerza, obligando a Temujin a saltar a un lado o a soportar el poderoso golpe con su hoja. El brazo derecho se le estaba quedando entumecido de recibir y devolver mandobles. Los hombres de las tres tribus les habían dejado suficiente espacio, un gran círculo, pero no gritaban sus nombres ni los vitoreaban. Temujin veía sus rostros como manchas borrosas mientras se movía en torno a su enemigo, cambiando el ritmo y dirección de sus pasos para dar marcha atrás y vigilando cómo la espada de Eeluk cortaba el aire.
—Eres más lento que antes —le dijo Temujin.
Eeluk no respondió, pero se le enrojeció el rostro. Entró a fondo, pero Temujin desvió la hoja a un lado con un golpe y hundió el codo en la cara de Eeluk. Éste se revolvió al instante, dando un puñetazo en el pecho desprotegido de Temujin.
El dolor lo atravesó como un puñal y Temujin se dio cuenta de que Eeluk había apuntado a la mancha de sangre de su túnica. Se abalanzó sobre él rugiendo, su furia alimentada por el inmenso dolor. Eeluk paró su agresivo mandoble y le pegó de nuevo en el músculo ensangrentado, haciendo que empezara a manar un delgado chorro rojo que tiñó la túnica, donde ya se veían rastros secos de sangre. Temujin gritó y dio un paso atrás, pero cuando Eeluk le siguió, se hizo a un lado para evitar la espada de su padre y descargó la suya con fuerza en el brazo de Eeluk, por debajo del codo. En un hombre menos fornido, el brazo podría haber sido seccionado, pero los antebrazos de Eeluk eran tremendamente musculosos. Aun así, la herida era terrible y la sangre brotaba a chorros. Eeluk ni miró su mano inutilizada, pese a que la sangre le bañaba los nudillos y caía al suelo en gruesas gotas.
Temujin le hizo una inclinación de asentimiento con la cabeza, enseñando los dientes. Su enemigo se debilitaría y no quería apresurarse.
Eeluk volvió a atacar, tan veloz que su hoja fue sólo un borrón reluciente en los ojos de Temujin. Cada vez que chocaban sus metales, Temujin sentía un temblor que lo atravesaba de arriba abajo, pero estaba exultante porque sentía que la fuerza de Eeluk estaba mermando. Cuando se echaron atrás, Temujin recibió un tajo en el muslo que hizo que le fallara la pierna derecha, así que permaneció quieto mientras Eeluk giraba a su alrededor. Ambos estaban jadeando: habían perdido las últimas reservas de energía que consiguieran recobrar tras la batalla. La fatiga había aplastado sus fuerzas y sólo la voluntad y el odio los mantenían a uno enfrente del otro.
Eeluk trataba de sacar partido de la herida en la pierna de Temujin, lanzando un ataque y echándose con rapidez a un lado antes de que el otro tuviera tiempo de resituarse. Dos veces, las hojas resonaron cerca del cuello de Temujin y Eeluk rechazó el contraataque con facilidad. Pero estaba flaqueando. La herida de su brazo no había cesado de sangrar y, al retroceder, de pronto se tambaleó y su mirada se desenfocó. Temujin echó una ojeada al brazo de Eeluk y vio que la sangre seguía manando. Podía oír cómo sonaba al salpicar en el polvo cada vez que Eeluk se detenía, y su piel mostraba una palidez que antes no tenía.
—Te estás muriendo, Eeluk —dijo Temujin.
Eeluk no contestó y atacó de nuevo, respirando con dificultad. Temujin esquivó el primero de los golpes y dejó que el segundo le cortara el costado, para que Eeluk quedara más cerca de él. Devolvió el ataque como una serpiente y Eeluk salió despedido hacia atrás sobre sus piernas vacilantes. Tenía un agujero en lo alto del pecho del que goteaba la sangre. Eeluk se dobló, tratando de sostenerse aferrándose a sus rodillas. Su mano izquierda no respondía y casi se le cayó la espada mientras se esforzaba en respirar.
—Mi padre te quería —dijo Temujin, contemplándole—. Si te hubieras mantenido leal, ahora estarías aquí a mi lado.
La piel de Eeluk, que boqueaba tratando en vano de coger aire y recobrar fuerzas, había adoptado un blanco enfermizo.
—En vez de eso, traicionaste su confianza —continuó Temujin—. Muere, Eeluk. Ya no me sirves para nada.
Observó cómo Eeluk trataba de hablar, pero la sangre mojaba sus labios y de su boca no brotó ningún sonido. Eeluk cayó sobre una rodilla y Temujin envainó su espada, esperando. El tiempo parecía pasar a cámara lenta, porque Eeluk se aferraba a la vida, pero por fin se desplomó, cayendo al suelo despatarrado. Su pecho se detuvo y Temujin vio que uno de los Lobos se alejaba de donde habían estado contemplando la pelea. Temujin se puso tenso, temiendo otro ataque, pero vio que se trataba de Basan, y titubeó. El hombre que le había salvado de Eeluk una vez se acercó hasta el cadáver y se quedó mirándolo. El rostro de Basan tenía una expresión agitada, pero sin hablar, se agachó, recogió la espada con cabeza de lobo y se enderezó. Mientras Temujin y sus hermanos le observaban, Basan le alargó la espada a Temujin, con la empuñadura por delante, y éste la tomó, notando su peso en la mano como si fuera un viejo amigo. Pensó por un momento que se iba a desmayar y notó cómo sus hermanos lo sostenían.
—He esperado mucho tiempo para ver esto —murmuró Khasar entre dientes.
Temujin se sacudió la apatía y recordó la patada que su hermano le había dado al cuerpo muerto de Sansar.
—Trata al cadáver con dignidad, hermano. Necesito ganarme a los Lobos, no nos perdonarán si le tratamos mal. Llevémosle a las colinas y dejémoslo allí para los halcones. —Se volvió a mirar las filas silenciosas de las tres tribus—. Después, quiero regresar al campamento y reclamar lo que es mío. Soy el khan de los Lobos.
Paladeó las palabras en un susurro y sus hermanos lo agarraron con más fuerza al oírlas, aunque sus rostros no mostraban nada a los que los contemplaban.
—Yo me ocuparé —dijo Khasar—. Hay que vendar esa herida antes de que te desangres.
Temujin asintió, vencido por la fatiga. Basan no se había movido y pensó que debía hablar con los Lobos, que seguían rodeándoles paralizados. Pero eso tendría que esperar. Al fin y al cabo, tampoco tenían otro sitio adonde ir.