En el viento nocturno centelleaban y rugían las antorchas de hierro mientras Eeluk entraba en el campamento. Temujin había enviado a Arslan a concertar una reunión con el khan en cuanto los Lobos se detuvieron. Él no iba a ir a buscarlo, y aun cuando vio a Eeluk caminando entre las tiendas hacia donde Temujin lo aguardaba con sus hermanos, no estaba seguro de si sería capaz de dejarle irse con vida. Atacar a un invitado era un delito que dañaría su imagen ante los olkhun’ut y los keraítas, pero pensó que podría convencer a Eeluk para quebrantar el vínculo de protección, y entonces sería libre para matarle.
El cuerpo de Eeluk se había robustecido en los años en que Temujin no le había visto. Llevaba la cabeza descubierta, rapada excepto por un único mechón de pelo trenzado que se balanceaba cuando caminaba. Vestía una pesada túnica negra, bordeada de piel oscura, sobre un jubón y unos pantalones. Temujin entrecerró los ojos al reconocer la cabeza de lobo de la empuñadura de la espada que llevaba al cinto. Eeluk caminaba entre las tiendas sin mirar en derredor, manteniendo la mirada fija en las figuras que había junto al fuego central. Tolui iba a su lado, aún más alto y poderoso de lo que Temujin recordaba.
Temujin había planeado permanecer sentado para demostrar lo poco que le importaba el hombre que había ido a visitarle, pero no pudo. Cuando Eeluk y Tolui se aproximaron, se puso en pie y sus hermanos se levantaron a la vez, como obedeciendo una señal. Togrul notó su tensión y, con un suspiro, también se puso de pie con esfuerzo. Yuan y una docena de sus mejores hombres le guardaban las espaldas. Fuera lo que fuera lo que pretendía Eeluk, la más mínima provocación le costaría la vida.
La mirada de Eeluk pasó de Temujin a Khasar y Kachiun, y frunció el ceño al ver allí a Temuge. No reconoció al hijo menor de Yesugei, pero vio el miedo en sus ojos.
Los demás no tenían el menor temor. Estaban preparados para atacar: los rostros pálidos, los músculos tensos y los corazones palpitantes. El khan de los Lobos había visitado los sueños de todos ellos y lo habían asesinado de mil maneras distintas antes de despertar. La última vez que le habían visto Kachiun y Khasar fue cuando se llevó a los Lobos dejándolos atrás para que murieran en las inhóspitas llanuras con el invierno a punto de llegar. En su imaginación había adoptado las facciones de un monstruo y les resultó extraño ver a un hombre, más viejo, pero aún fuerte. Era difícil mantenerse impasibles.
La mirada de Tolui se vio atraída por Temujin y quedó atrapado en sus ojos amarillos. Él también tenía sus propios recuerdos, pero sentía mucha menos confianza en sí mismo que cuando había capturado al hijo de Yesugei para llevárselo a su khan. Había aprendido a meterse sólo con los que eran más débiles que él y a adular a los que le gobernaban. No sabía cómo reaccionar ante Temujin y desvió la mirada, incómodo.
Fue Togrul el que habló primero, cuando el silencio empezó a resultar incómodo.
—Bienvenido a nuestro campamento —saludó—. ¿Comerás con nosotros?
—Sí —respondió Eeluk sin retirar la vista de los hermanos.
Oír su voz provocó un nuevo arrebato de odio en Temujin, pero se sentó con los demás en la alfombra de fieltro, vigilando por si Eeluk o Tolui alargaban la mano hacia un arma. Tenía su propia espada lista junto a su mano y no se relajó. Sansar había creído estar a salvo en su propia tienda.
Eeluk tomó su cuenco de té salado con ambas manos, y sólo entonces Temujin cogió el suyo, sorbiendo la bebida sin paladearla en absoluto. No habló. Como invitado, Eeluk debía hablar antes, y Temujin ocultó su impaciencia detrás del cuenco, sin dejar traslucir nada de lo que sentía.
—Hemos sido enemigos en el pasado —dijo Eeluk cuando hubo vaciado el cuenco.
—Seguimos siendo enemigos —replicó Temujin de inmediato, liberado de su mutismo.
Eeluk volvió su rostro chato hacia él y se quedó muy quieto. Con tantos hombres dispuestos a saltarle al cuello, parecía tranquilo, aunque tenía los ojos inyectados en sangre, como si hubiera estado bebiendo antes de la reunión.
—Puede que sea verdad, aunque no he venido aquí por eso —dijo Eeluk en voz baja—. Todas las tribus están hablando del ejército tártaro que se dirige hacia el sur, un ejército que han creado como consecuencia de tus repetidas incursiones.
—¿Y qué? —exclamó Temujin.
Eeluk esbozó una sonrisa tensa, empezando a perder los nervios. Hacía muchos años que nadie se atrevía a utilizar un tono tan seco con él.
—Los nómadas han abandonado las extensas llanuras —continuó Eeluk—. Se han unido a ti contra un enemigo común.
Temujin comprendió de repente por qué Eeluk había venido con los Lobos hasta él. Su boca se entreabrió ligeramente, pero no dijo nada, dejando que Eeluk prosiguiera.
—He oído muchas veces hablar del joven Lobo que asaltaba a los tártaros una y otra vez —dijo Eeluk—. Tu nombre es famoso en las estepas. Tu padre estaría orgulloso de ti.
Temujin tuvo que esforzarse para no abalanzarse sobre él y sintió la ira ascender por su garganta como roja bilis. Le costó mucho contenerse, y Eeluk lo observó con atención, percibiéndolo.
—No sabía que te habías unido a los olkhun’ut con los guerreros keraítas hasta que los Lobos ya estábamos en marcha. Aun así, creo que necesitarás a mis hombres si quieres aplastar a los tártaros y obligarlos a regresar al norte.
—¿Con cuántos guerreros cuentas? —preguntó Togrul. Eeluk se encogió de hombros.
—Ciento cuarenta —contestó, y miró a Temujin—. Sabes que son unos guerreros excelentes.
—No los necesitamos —dijo Temujin—. Ahora soy el comandante de los olkhun’ut. No te necesitamos.
Eeluk sonrió.
—Veo que no estás tan desesperado como creía. Pero necesitas a todos los jinetes que puedas encontrar si las cifras que he oído son ciertas. Tener a los Lobos contigo significará que al final sobrevivirán más… miembros de tu tribu. Lo sabes.
—¿Y a cambio? No has venido aquí a proponer esto a cambio de nada —dijo Temujin.
—Los tártaros tienen plata y caballos —contestó Eeluk—. Tienen mujeres. Ese ejército ha puesto en movimiento a muchas tribus juntas. Tendrán objetos de valor.
—Así que ha sido la codicia lo que te ha puesto en marcha —afirmó Temujin, burlón.
La rabia hizo que Eeluk se sonrojara ligeramente y Tolui se movió inquieto a su lado, irritado por el insulto.
—Los Lobos no podrían enfrentarse a ellos solos —respondió Eeluk—. Tendríamos que replegarnos hacia el sur a medida que avanzaran. Cuando oí que los keraítas les plantarían cara y que tus guerreros se les habían unido, pensé que tal vez dejarías a un lado nuestra historia. Nada que haya visto aquí cambia eso. Necesitas a los Lobos. Necesitas que me una a ti.
—Por una sexta parte de sus riquezas —murmuró Togrul.
Eeluk lo miró, escondiendo su desagrado por el khan de los keraítas.
—Si tres khanes se enfrentan a ellos, el botín se debería dividir en tres partes.
—No pienso negociar como un mercader —intervino Temujin en tono cortante antes de que Togrul pudiera responder—. Todavía no he dicho que te vaya a permitir unirte a nosotros.
—No puedes impedir que luche contra los tártaros si decido hacerlo —dijo Eeluk con suavidad—. No es deshonroso discutir cómo se repartirá el botín cuando los hayamos derrotado.
—Podría detenerte con una simple orden —advirtió Temujin—. Podría hacer que aplastaran a los Lobos antes.
Había perdido los estribos y una pequeña parte de él sabía que estaba hablando como un insensato, pero la calma era sólo un recuerdo en su memoria. Casi sin darse cuenta, empezó a ponerse en pie.
—No le harías eso a las familias —dijo Eeluk con certeza, atajándole—. Y aunque pudieras, sería una pérdida inútil de vidas que necesitas para luchar contra los tártaros. ¿Qué sentido tiene combatir entre nosotros? Me han dicho que eres un hombre con visión de futuro, Temujin. Muéstralo ahora.
Todos los presentes se volvieron hacia Temujin para ver cómo reaccionaba. Sintió sus miradas sobre él y abrió los puños que había mantenido fuertemente apretados, se volvió a sentar y retiró la mano de la empuñadura de su espada. Eeluk no se había movido. Si lo hubiera hecho, habría muerto. El coraje de su enemigo al atreverse a venir a verle avergonzaba a Temujin, haciéndole evocar el momento en el que él era un niño entre hombres. Sabía que necesitaba a los guerreros que Eeluk traía consigo si era capaz de soportar la alianza.
—¿Aceptarán los Lobos mis órdenes? ¿Y lo harás tú? —preguntó.
—Sólo puede haber un líder en una batalla —dijo Eeluk—. Danos un ala y permite que yo la comande. Cabalgaré con tanta furia como cualquiera de tus hombres.
Temujin negó con la cabeza.
—Es necesario que conozcáis las señales con el cuerno, las formaciones que utilizo con los demás. No se trata sólo de cabalgar y matar a tantos como puedas.
Eeluk retiró la vista. Cuando les dijo a los Lobos que empaquetaran, recogieran gers y montaran sus caballos, no sabía qué se iba a encontrar. Había considerado la posibilidad de pelear por el botín de las tribus derrotadas por los tártaros, pero en el fondo de su corazón había olido sangre en el viento como un lobo auténtico y no podía resistirse a su perfume. A lo largo de toda su vida, no había habido nada en las estepas como el ejército de los tártaros. Yesugei habría luchado contra ellos, y saber que los hijos del antiguo khan iban a atacar a esas huestes que se dirigían hacia el sur había hecho arder su alma.
Con todo, había esperado ser recibido por hombres temerosos. Aquella alianza con los olkhun’ut había cambiado el valor de sus guerreros. Había planeado exigir la mitad del botín y, en vez de eso, tenía que aguantar la fría arrogancia de los hijos de Yesugei. Y, sin embargo, estaba implicado en su empresa hasta el final. No podía marcharse sin más y decirles a los Lobos que regresaban, su control sobre la tribu se tambalearía tras verle irse rechazado. A la luz parpadeante de las antorchas, veía docenas de tiendas extendiéndose a su alrededor y perdiéndose en la oscuridad. ¿Qué podía lograr un hombre que tenía tantos a la espalda? Si los hijos de Yesugei morían en combate, sus hombres se sentirían perdidos y asustados. Podrían pasar a engrosar las filas de los Lobos.
—Mis hombres obedecerán tus órdenes a través de mí —dijo por fin.
Temujin se echó hacia delante.
—Pero después, cuando los tártaros hayan sido destruidos, arreglaremos esa vieja cuenta que queda pendiente entre nosotros. Reclamo a los Lobos como hijo mayor con vida de Yesugei. ¿Te enfrentarás a mí con esa espada que empuñas como si fuera tuya?
—Es mía —respondió Eeluk, con expresión tensa.
A su alrededor se hizo el silencio en el campamento. Togrul miró a ambos, observando el odio apenas oculto tras una máscara de urbanidad. Eeluk se obligó a mantenerse quieto fingiendo que reflexionaba. Ya sabía que Temujin quería matarlo. Había barajado la posibilidad de hacerse con los guerreros que sobrevivieran, tomarlos de las manos sin vida de Temujin para sumarios a los Lobos. En vez de eso, estaba sentado frente al khan de los olkhun’ut y el premio era cien veces superior. Tal vez los espíritus estaban a su lado como nunca antes lo habían estado.
—Cuando hayamos destruido a los tártaros, me enfrentaré a ti —dijo, con ojos centelleantes—. Me alegraré de tener esa oportunidad.
Temujin se puso en pie de repente, haciendo que varias manos aferraran sus espadas. Eeluk ni se inmutó y alzó la vista hacia él, pero los ojos de Temujin miraban otra cosa.
Hoelun se dirigía con paso lento hacia la reunión, como si estuviera en trance. Eeluk se volvió para ver qué había captado la atención de Temujin y, cuando vio a la esposa de Yesugei, él también se puso en pie, girándose hacia ella. Tolui lo imitó.
Hoelun estaba pálida y Eeluk vio que se pasaba la punta de la lengua por el labio inferior, una punta roja como el aviso de una serpiente. Cuando sus miradas se encontraron, Hoelun se lanzó a toda velocidad sobre él con el brazo levantado para golpear.
Kachiun se interpuso entre ellos antes de que pudiera llegar al khan de los Lobos. Sujetó a su madre con firmeza mientras ella intentaba atacar a Eeluk con la mano encogida como una garra, esforzándose en alcanzar su rostro. Las uñas no llegaron a tocarle y Eeluk no dijo nada, sintiendo la presencia de Temujin a sus espaldas, listo para actuar si era necesario. Hoelun luchaba para liberarse, y su mirada buscó a su hijo mayor.
—¿Cómo puedes dejarlo vivir después de lo que nos hizo? —preguntó, debatiéndose para desembarazarse de Kachiun.
Temujin negó con la cabeza.
—Es mi huésped en el campamento, madre. Cuando hayamos luchado contra los tártaros, yo me quedaré con los Lobos o él se quedará con los olkhun’ut.
Eeluk se volvió a mirarlo y Temujin sonrió con ironía.
—¿No es eso lo que quieres, Eeluk? No veo más gers en tu campamento que cuando nos dejaste en las llanuras para que muriéramos. El Padre Cielo ha abandonado a los Lobos bajo tu gobierno, pero eso cambiará.
Eeluk se rió entre dientes y echó los hombros hacia atrás.
—He dicho todo lo que había venido a decir. Cuando cabalguemos, verás que el que dirige tu ala es mejor que tú. Después de eso, te daré una buena lección. No te dejaré con vida una segunda vez.
—Vuelve a tus gers, Eeluk —dijo Temujin—. Mañana empezaré a adiestrar a tus hombres.
A medida que los tártaros avanzaban hacia el sur, adentrándose en las verdes llanuras, diversas tribus pequeñas huyeron al ver un grupo tan inmenso. Algunos ni se detuvieron al ver las huestes que había reunido Temujin, evitándolos. Temujin y los suyos los veían cruzar las colinas, manchas oscuras moviéndose a lo lejos. Otros se unieron a sus guerreros, de modo que el ejército crecía a diario con un goteo de furiosos jinetes. Temujin había enviado mensajeros a los naimanos, los oirats, a todas las grandes tribus que lograron localizar. O bien no pudieron dar con ellos o rechazaron su oferta. Comprendía su reticencia, aunque se burlara de ellos. Las tribus no habían luchado juntas en toda su historia. Haber reunido aunque sólo fuera a tres de ellas en una única fuerza era asombroso. Se habían adiestrado juntos hasta que sintieron que estaban preparados, tanto como podían llegar a estarlo. Y, sin embargo, en los atardeceres había tenido que acudir una y otra vez a impedir ajustes de cuentas, o para castigar a bandas que se habían enfrentado entre sí al recordar agravios sufridos generaciones antes.
No había visitado las tiendas de los Lobos. Ninguna de las antiguas familias había defendido a su madre cuando fue abandonada junto con sus hijos. Había habido una época en la que lo habría dado todo por caminar entre aquellas personas que conocía desde su niñez, pero, como Hoelun había descubierto antes que él, ya no eran las mismas. Mientras Eeluk los gobernara, no tendría paz.
Al amanecer del vigésimo día tras la llegada de los Lobos, los exploradores volvieron a la carrera para informar de que el ejército tártaro había aparecido en el horizonte, a menos de un día de marcha. Con ellos venía otra familia de nómadas, a la que conducían delante de ellos como si se tratara de cabras. Temujin dio la señal de reunión con el cuerno y mientras los guerreros se despedían con un beso de sus seres queridos y, subían a sus monturas, se hizo el silencio en los campamentos. Muchos de ellos masticaban, para fortalecerse, pedazos de cordero caliente con pan que les habían puesto en las manos sus hijas y sus madres. Las alas se formaron: los Lobos de Eeluk se situaron a la izquierda y Kachar y Kachiun a la derecha, dirigiendo a los olkhun’ut. Temujin lideraba a los keraítas en el centro y, cuando miró a derecha e izquierda a la línea de jinetes, se sintió satisfecho. Ochocientos guerreros aguardaban su señal para lanzarse contra sus enemigos. Las forjas de los keraítas y los olkhun’ut habían ardido noche y día, y casi un tercio de los hombres llevaban armaduras al estilo de las que les había entregado Wen Chao. Llevaban sus caballos protegidos con una especie de mandil tachonado con placas superpuestas de hierro. Temujin sabía que los tártaros nunca habían visto nada parecido. Esperó mientras las mujeres iban retrocediendo y vio a Arslan agacharse para besar a la joven tártara que había capturado y, más tarde, desposado. Temujin miró a su alrededor. No se veía a Borte por ningún lado. Ya había salido de cuentas y no esperaba encontrarla fuera de la ger. Recordaba que Hoelun le había dicho que Yesugei había partido la noche de su propio nacimiento y sonrió irónicamente al pensarlo. El círculo había girado, pero las apuestas habían aumentado. Había hecho todo lo que había podido y no era difícil imaginar a su padre vigilando a sus hijos. Temujin cruzó una mirada con Khasar y Kachiun, y luego encontró a Temuge en la segunda fila a su izquierda. Les hizo un gesto con la cabeza y Khasar esbozó una ancha sonrisa. Habían recorrido un largo camino desde aquella grieta en las colinas, donde cada día que sobrevivieron había supuesto un triunfo.
Cuando estuvieron listos, el chamán de los olkhun’ut se adelantó sobre una yegua de un blanco purísimo. Era un hombre delgado y anciano, con el cabello del color de su montura. Todos los ojos estaban posados en él mientras cantaba y elevaba las manos hacia el Padre Cielo. Sostenía un omóplato quemado de una oveja y hacía gestos con el hueso como si fuera un arma. Temujin sonrió para sus adentros. El chamán de los keraítas no había sentido tanta urgencia por luchar, Temujin había elegido al hombre adecuado para el ritual.
Mientras le observaban, el chamán desmontó y se tumbó en el suelo, abrazando a la Madre Tierra que los gobernaba a todos. El canto sonaba débil en la brisa, pero las filas de guerreros permanecían perfectamente quietas, esperando a que hablara. Por fin, el viejo estudió las líneas negras del hueso, leyéndolas mientras pasaba sus nudosos dedos por las fisuras.
—La Madre se regocija —exclamó—. Está anhelando recibir la sangre tártara que haremos manar sobre ella. El Padre Cielo nos pide que actuemos en su nombre. —Rompió el omóplato con la mano, demostrando una fuerza sorprendente.
—La tierra conoce sólo un pueblo, hermanos míos —bramó Temujin ante la línea de su ejército tras llenarse de aire los pulmones—. Recuerda el peso de nuestros pasos. Luchad bien hoy y saldrán corriendo delante de nosotros.
Levantaron los arcos con un estruendoso rugido y Temujin sintió que el corazón se le aceleraba. El chamán montó en su yegua y se retiró a la retaguardia de las filas. Movidos por un miedo supersticioso, ninguno de los guerreros se atrevió a mirar a los ojos al viejo, pero Temujin le saludó con una inclinación de cabeza.
En los extremos de las líneas, los jinetes llevaban pequeños tambores y empezaron a hacerlos sonar al compás de los latidos de su propio corazón. Temujin alzó el brazo y, al momento, lo dejó caer hacia la derecha. Cruzó una mirada con su hermano Khasar, que se había adelantado al trote con cien de los mejores guerreros olkhun’ut. Todos ellos llevaban la armadura con paneles. Temujin confiaba en que serían imparables cuando se lanzaran a la carga. Se alejaron de la fuerza principal y, mientras los observaba, Temujin rezó para que volvieran a verse.
Cuando la línea quedó en silencio y los cien hombres de Khasar estuvieron a algo más de dos mil pasos de distancia, Temujin espoleó a su montura, y los keraítas, los Lobos y los olkhun’ut avanzaron juntos, dejando atrás a las mujeres y a los niños, alejándose de la seguridad del campamento.