Que los olkhun’ut se dirigieran a los keraítas para algo distinto a combatir era un hecho sin precedentes, y los guerreros de ambos bandos estaban nerviosos. Las dos tribus estaban avanzando, pues Togrul deseaba que la distancia entre su pueblo y los invasores tártaros, que estaban descendiendo hacia el sur, se mantuviera.
Temujin había mandado a Kachiun que se adelantara para informar a Togrul, pero aunque se hallaban sobre aviso, los keraítas se habían armado, habían montado a sus caballos y habían adoptado una formación defensiva alrededor del centro de su campamento. Los cuernos emitían una y otra vez su lúgubre nota en el aire inmóvil. Temujin hizo avanzar al pueblo de su madre hasta que ambos grupos pudieron verse, a unos dos mil pasos de distancia. Entonces dio el alto y cabalgó hasta el centro con Khasar, Arslan y diez de los vasallos de Sansar. Dejó a sus propios hombres junto a los carromatos, vigilando todos los ángulos por si se producía un ataque sorpresa. La tensión era patente y no hacía falta que les conminara a estar alerta. A pesar de que los keraítas se estaban retirando hacia el sur, los tártaros no podían estar a más de dos semanas de camino, y todavía no estaban preparados para responder a un posible ataque de ellos.
Desmontó en la verde hierba y permitió que su caballo bajara la cabeza y empezara a mordisquearla. En la distancia, divisó a Togrul y se preguntó distraídamente cómo iba a encontrar un caballo que pudiera con él. Esbozó una sonrisa irónica cuando lo vio aparecer montado en un carro tirado por dos caballos negros, a los que fustigaba con las riendas para que se dirigieran al grupo de Temujin. Wen Chao iba con él, y los siervos de los keraítas, provistos de arcos y espadas, formaban un apretado cuadrado en torno a su amo.
Temujin levantó las manos cuando se acercaron lo suficiente para poder oírle, con el fin de mostrar que estaban vacías. Era un gesto sin sentido, teniendo en cuenta que estaba rodeado de hombres armados, pero no quería preocupar a Togrul más de lo que ya lo había hecho. Necesitaba el apoyo de aquel orondo khan.
—Sé bienvenido a mi campamento, Togrul de los keraítas —exclamó Temujin—. Será un honor otorgarte derechos de hospitalidad.
Togrul desmontó con enorme cuidado, manteniendo una expresión pétrea en su mofletuda cara. Cuando estuvo a un par de pasos de Temujin, miró por encima de su hombro y contempló las filas de guerreros y la masa de los olkhun’ut en formación. La asamblea de guerreros era casi tan nutrida como la suya y se mordió el labio inferior antes de hablar.
—Los acepto, Temujin —respondió. Algo en los ojos de Temujin le movió a continuar—. ¿Eres ahora el khan de los olkhun’ut? No lo entiendo.
Temujin eligió sus palabras con cautela.
—Los he reclamado por derecho de madre y esposa. Sansar está muerto y se han unido a mí para combatir a los tártaros.
Conociéndole, Temujin había dispuesto que se encendieran las hogueras para cocinar en cuanto los olkhun’ut se detuvieran en la verde llanura. Mientras hablaba, fueron apareciendo enormes bandejas de cordero y cabra asados y el suelo se cubrió con grandes telas blancas de fieltro. Como anfitrión, normalmente Temujin se habría sentado el último, pero quería que Togrul se tranquilizara, así que se sentó sobre el fieltro con las piernas dobladas. Tras ese gesto, el khan de los keraítas no tenía elección y se acomodó frente a él, haciendo gestos a Wen Chao para que se les uniera. Temujin empezó a relajarse y no se volvió mientras Khasar y Arslan tomaban asiento con los demás. Por cada uno de ellos se sentó también un guerrero de los keraítas, hasta que las fuerzas estuvieron equilibradas. A espaldas de Temujin, el pueblo de los olkhun’ut aguardaba y observaba a su nuevo khan en silencio.
También Yuan estaba presente, y agachó la cabeza para no mirar a Temujin cuando se acuclilló para sentarse en la gruesa alfombra de fieltro. Wen Chao lanzó una mirada furtiva a su primer soldado y frunció el ceño.
—Si nadie más va a preguntarlo, Temujin —empezó Togrul—, ¿cómo es que te marchaste con una docena de hombres y ahora vuelves con una de las tribus más grandes bajo tu mando?
Temujin señaló la comida con un ademán antes de responder, y Togrul empezó a comer casi automáticamente, sus manos se movían con independencia de sus agudos ojos.
—El Padre Cielo me protege —dijo Temujin—. Recompensa a aquellos miembros de nuestro pueblo que reaccionan cuando alguien amenaza nuestras tierras.
No quería hablar de cómo había acabado con Sansar en su propia ger, no delante de un hombre que necesitaba como aliado. Podría suscitar fácilmente los temores de Togrul hacia el comandante de sus tropas.
Era evidente que la respuesta no había satisfecho a Togrul, que abrió la boca dispuesto a volver a hablar, dejando a la vista una papilla de carne y salsa. Antes de que prosiguiera, sin embargo, Temujin intervino con rapidez.
—Los he reclamado por vínculo de sangre, Togrul, y no me han rechazado. Lo que importa es que tengamos suficientes hombres para destruir a los tártaros cuando éstos lleguen.
—¿Cuántos has traído? —preguntó Togrul, masticando afanosamente.
—Trescientos jinetes, bien armados —repuso Temujin—. Tú puedes igualar esa cifra.
—Nos dijiste que los tártaros eran más de mil —intervino de repente Wen Chao.
Temujin posó su mirada ambarina en el embajador de los Jin sin responder. Notó que Yuan lo estaba observando, y se preguntó cuánto sabría Wen Chao, cuánto le habría contado Yuan.
—No será fácil —le dijo Temujin a Togrul, como si Wen Chao no hubiera hablado—. Necesitaremos muchas armaduras Jin. Los olkhun’ut tienen dos hombres con forjas y la habilidad de fabricar espadas y placas. Ya les he dado órdenes explícitas. También necesitaremos proteger con corazas a nuestros caballos, cubriéndoles el cuello y el pecho con hierro y cuero. —Hizo una pausa y observó a Togrul, que lidiaba con un trozo de carne correoso—. He demostrado el éxito de nuestra táctica contra las partidas más reducidas —continuó Temujin—, aunque incluso en esos momentos nuestro grupo era inferior en número. Los tártaros no utilizan la formación de carga en una línea como nosotros, ni la formación de media luna para rodear por los flancos. —Dirigió una mirada fugaz a Wen Chao—. No le tengo miedo al hecho de que sean tan numerosos.
—Aun así, me pides que lo arriesgue todo —dijo Togrul, negando con la cabeza.
Ambos se quedaron callados, y fue Wen Chao quien interrumpió su silenciosa comunicación.
—Ese ejército de tártaros debe ser aplastado, mi señor khan —le dijo a Togrul con voz suave—. Mis amos recordarán el servicio prestado. Hay tierras destinadas para tu pueblo cuando finalice el combate. Serás su rey y nunca más tendrás que pasar hambre o enfrentarte a una guerra.
Una vez más, Temujin tuvo ante sí la evidencia de que Wen Chao ejercía una peculiar influencia sobre el gordo khan, y su desagrado hacia el embajador de los Jin se incrementó aún más. Por mucho que sus necesidades fueran las mismas, no le gustaba ver a alguien de su propio pueblo subyugado por el diplomático extranjero.
Para ocultar su irritación, Temujin empezó a comer, deleitándose en el sabor de las hierbas que empleaban los olkhun’ut. Se percató de que sólo entonces Wen Chao lo imitó y alargó la mano hacia las bandejas. Aquel hombre estaba demasiado habituado a las intrigas, se dijo Temujin. Eso le hacía peligroso.
Togrul también había percibido el gesto, y durante un instante se quedó mirando la carne que tenía en la mano antes de embutírsela en la boca con un encogimiento de hombros.
—¿Quieres comandar a los keraítas? —inquirió Togrul.
—En esta batalla sí, como hice la otra vez —respondió Temujin. Ésa era la cuestión principal, y no podía reprocharle a Togrul que desconfiara—. Ahora tengo mi propia tribu, Togrul. Muchos me buscan para obtener seguridad y liderazgo. Cuando hayamos aplastado a los tártaros, me desplazaré hacia el sur y permaneceré en tierras más cálidas durante un año o así. Ya he soportado bastante el frío norte. La muerte de mi padre ha sido vengada y quizá encuentre la paz y pueda criar muchos hijos e hijas.
—¿Para qué luchamos si no? —Murmuró Togrul—. Muy bien, Temujin. Tendrás los hombres que necesitas. Tendrás a mis keraítas, pero cuando hayas acabado, vendrán a Oriente conmigo a tierras nuevas. No esperes que se queden cuando no nos amenace ningún enemigo.
Temujin asintió y extendió la mano. Los grasientos dedos de Togrul la estrecharon, y sus miradas, al encontrarse, expresaban el recelo de ambos.
—Ahora, estoy seguro de que a mi esposa y a mi madre les gustará reunirse con su gente —dijo Temujin, apretando con fuerza la mano de Togrul.
Togrul asintió.
—Haré que las lleven.
Y Temujin notó que el último resto de tensión se evaporaba en su interior.
Hoelun atravesó el campamento de su infancia con Borte y Eluin. Las tres mujeres iban acompañadas por Khasar y Kachiun, además de Arslan. Temujin les había advertido que no debían bajar la guardia. Aparentemente, los olkhun’ut los habían aceptado, arrastrados por la irresistible marea de acontecimientos, pero eso no significaba que estuvieran a salvo paseando con libertad entre las gers.
El embarazo de Borte estaba bastante avanzado y alteraba su paso, de modo que apenas podía seguir el ligero ritmo a Hoelun. Estaba encantada de poder visitar las familias de los olkhun’ut. Los había dejado como esposa de un mero asaltante, y volver como esposa de un khan le proporcionaba un placer exquisito. Caminaba con la cabeza alta, llamando a aquéllos que reconocía. Eluin estiraba el cuello emocionada, buscando a su familia. Cuando los vio, pasó como una flecha al lado de dos perros dormidos para abrazar a su madre. Su confianza en sí misma se había incrementado desde que llegó al campamento. Khasar y Kachiun la estaban cortejando, y a Temujin no parecía importarle que lo decidieran entre ellos. Eluin había florecido bajo su atención. Hoelun los miró mientras Eluin les anunciaba la muerte de su hermana en una voz tan baja que resultaba inaudible. Su padre se dejó caer sin fuerzas en un leño a la puerta de su tienda, con la cabeza gacha.
En cuanto a ella, Hoelun sólo sentía tristeza mientras observaba el campamento. Todos cuantos conocía habían crecido, envejecido o se habían unido a los pájaros y a los espíritus. Era una experiencia extrañamente incómoda ver las gers y las túnicas decoradas de las familias que había conocido de niña. En su mente, todo había permanecido igual, pero la realidad la enfrentaba a un montón de rostros desconocidos.
—¿Irás a ver a tu hermano, Hoelun? ¿A tu sobrino? —murmuró Borte.
Se había quedado casi en trance mirando la reunión de Eluin.
Hoelun notó el anhelo en la joven esposa de su hijo. No había hablado de hacer una visita a su propio hogar.
En la distancia, oyeron el sonido de los cascos de los caballos con los que Temujin y sus oficiales adiestraban a los olkhun’ut y los keraítas en sus tácticas bélicas. Habían salido al amanecer y Hoelun sabía que su hijo los haría correr hasta agotarlos durante los primeros días. Su nuevo estatus no afectaba al rencor que muchos de los keraítas sentían por tener que luchar junto a familias de inferior categoría. Poco antes de que terminara la primera noche se habían producido dos peleas y un keraíta había sido apuñalado. Temujin había matado al vencedor sin darle oportunidad de hablar. Hoelun se estremeció al recordar el rostro de su hijo. ¿Habría sido alguna vez Yesugei tan despiadado? Pensó que lo hubiera sido si a su mando se hubiera hallado un grupo tan numeroso. Si los chamanes estaban en lo cierto al afirmar que había un alma que quedaba en la tierra y otra que se unía al cielo, Yesugei se sentiría orgulloso de lo que su hijo había logrado.
Hoelun y Borte observaron cómo Eluin besaba a su padre en la cara, una y otra vez, y sus propias lágrimas se mezclaban con las de él. Por fin se puso en pie para marcharse, y su madre tomó la cabeza de Eluin y la apoyó en su pecho, sujetándola allí. Borte, con una expresión indescifrable en el rostro, retiró la vista de ese momento de afecto.
A Hoelun no le había hecho falta preguntar qué había pasado con los tártaros que habían separado a Borte de su marido. Era absolutamente evidente por la forma en que se resistía a cualquier roce, echándose para atrás con un respingo hasta cuando Hoelun alargaba la mano para cogerle el brazo. El corazón de Hoelun sufría por lo ocurrido, pero sabía mejor que nadie que con el tiempo el puñal del dolor estaría menos afilado. Incluso los recuerdos de Bekter parecían ahora distantes en cierto modo; no menos vívidos, pero desprovistos de pesadumbre.
El roce de los rayos de sol en la piel le resultó frío, y Hoelun se dio cuenta de que no estaba disfrutando de su regreso con los olkhun’ut como había esperado. Todo había cambiado demasiado. Ya no era la niña que había salido a cabalgar con sus hermanos y se había topado con Yesugei. Le recordaba tal y como era aquel día, atractivo y audaz mientras cargaba contra ellos. Enq había gritado al recibir la flecha de Yesugei en la cadera, había espoleado a su caballo y había huido al galope. En aquel momento había sentido odio por aquel guerrero desconocido, pero ¿cómo podía saber entonces que Yesugei sería el hombre al que llegaría a amar? ¿Cómo podía saber que volvería a estar rodeada de su gente y como madre de un khan?
Entre las gers vio a un anciano que caminaba con dificultad, apoyándose en un bastón. Borte emitió un grito ahogado al reconocerlo y Hoelun adivinó quién era por el modo en que su hija se enderezó cuanto pudo, recuperando su orgullo.
Sholoi se dirigió cojeando hacia ellos, observando y absorbiendo hasta el último detalle de los guerreros que las protegían. Sus ojos pasaron sin detenerse por Hoelun, pero de repente la reconoció y volvió a mirarla.
—Te recuerdo, muchacha —dijo—, aunque ha pasado mucho tiempo.
Hoelun entrecerró los ojos, tratando de recordar el aspecto que debía tener él cuando ella era joven. Desenterró una vaga visión de un hombre que le había enseñado a hacer arneses trenzando cuerda y cuero. Entonces ya era un anciano, al menos para sus jóvenes ojos. Para su sorpresa, notó que se le saltaban las lágrimas.
—Yo también me acuerdo —dijo ella, y él esbozó una sonrisa de oreja a oreja, enseñando sus marrones encías.
Borte no había hablado, y él hizo una inclinación de cabeza saludando a su hija, ensanchando aún más su desdentada sonrisa.
—No pensé que volvería a verte en estas tiendas —dijo el viejo.
Borte pareció ponerse rígida y Hoelun se preguntó si percibía el afecto que subyacía tras el tono brusco de su padre. De pronto, Sholoi se echó a reír.
—Dos esposas de dos khanes, dos madres de más. Y, sin embargo, sólo hay dos mujeres frente a mí. Ganaré un odre o dos de airag con un acertijo tan bueno.
Alargó la mano y tocó el dobladillo del deel de Borte, frotando la tela entre dos dedos para juzgar su calidad.
—Ya veo que hiciste la elección correcta, chica. Pensé que ese Lobo tenía algo. ¿No te lo dije?
—Dijiste que lo más probable es que estuviera muerto —contestó Borte, con la voz más fría que Hoelun había oído jamás. Sholoi se encogió de hombros.
—Puede que dijera eso, sí —afirmó con tristeza.
El silencio se tensó entre ellos, y Hoelun suspiró.
—La adoras, anciano —intervino—. ¿Por qué no se lo dices? Sholoi se ruborizó, aunque no podían distinguir si era de ira o de vergüenza.
—Ella lo sabe —musitó.
Borte palideció y sacudió la cabeza.
—No —dijo—. ¿Cómo podría saberlo si nunca me lo has dicho?
—Creí que lo había hecho —respondió Sholoi, recorriendo el campamento con la mirada.
Las maniobras de las masas de guerreros en la llanura parecían captar su atención, no era capaz de mirar a su hija.
—Estoy orgulloso de ti, chica, deberías saberlo —dijo súbitamente—. Si pudiera criarte de nuevo, te trataría con más amabilidad.
Borte negó con la cabeza.
—Pues no puedes —afirmó—. Y ahora no tengo nada que decirte.
El anciano pareció marchitarse al oír aquellas palabras, y cuando Borte se volvió hacia Hoelun tenía lágrimas en los ojos. Sholoi no las vio y continuó clavando la vista en las llanuras y las gers.
—Volvamos —dijo Borte, con ojos suplicantes—. Venir ha sido un error.
Hoelun pensó dejarla allí unas cuantas horas con su padre. Pero Temujin se había mostrado tajantemente firme al respecto. Borte llevaba a su heredero en su seno y en ningún caso podían ponerlo en peligro. Hoelun contuvo su enfado. Quizás aquello formaba parte de la misión de ser madre, pero las dificultades entre ambos le parecían estúpidas. Si se iba en ese momento, Hoelun sabía que Borte nunca volvería a ver a su padre y pasaría los años posteriores lamentando la pérdida. Sencillamente, Temujin tendría que esperar.
—Poneos cómodos —ordenó Hoelun a sus hijos y a Arslan. Al menos Khasar y Kachiun estaban acostumbrados a su autoridad—. Nos quedaremos aquí mientras Borte visita a su padre en su tienda.
—El khan fue muy claro… —empezó a decir Arslan.
Hoelun se volvió bruscamente hacia él.
—¿No somos ahora un solo pueblo? —Preguntó con firmeza—. No hay nada que temer de los olkhun’ut. Si fuera de otro modo, yo lo sabría.
Arslan bajó la mirada, sin saber qué responder.
—Kachiun —dijo Hoelun—, vete a buscar a mi hermano Enq y dile que su hermana comerá con él.
Aguardó mientras Kachiun se alejaba enseguida a la carrera, poniéndose en marcha antes incluso de preguntar dónde estaba la ger en cuestión.
Hoelun lo vio vacilar en una encrucijada y sonrió. Preguntaría a alguien para no tener que regresar avergonzado, estaba segura. Sus hijos sabían pensar por sí mismos.
—Me acompañarás, Khasar, y tú también, Arslan. Comeréis conmigo y luego recogeremos a Borte y a su padre y los llevaremos de vuelta.
Arslan titubeaba, recordando las advertencias de Temujin. No le hacía ninguna gracia que le colocaran en esa situación, pero seguir discutiendo avergonzaría a Hoelun delante de los olkhun’ut y no podía hacer eso. Al final, inclinó la cabeza.
Sholoi se había vuelto a escuchar su diálogo. Echó una mirada furtiva a su hija para ver cómo se lo estaba tomando.
—Eso me gustaría —dijo el viejo.
Borte asintió con un gesto rígido, y una sonrisa iluminó el rostro arrugado. Juntos, caminaron entre las gers de los olkhun’ut: el orgullo de Sholoi se notaba a la legua. Hoelun observó con satisfacción cómo se alejaban.
—Vamos a entrar en guerra —murmuró—. ¿Les negarías su última oportunidad de hablar como padre e hija?
Arslan no sabía si la pregunta iba dirigida a él, así que no contestó. Hoelun parecía estar inmersa en sus recuerdos, pero luego se obligó a despertarse.
—Tengo hambre —anunció—. Si la tienda de mi hermano está donde solía estar, todavía puedo encontrarla.
Empezó a caminar a grandes zancadas y Arslan y Khasar se quedaron atrás, incapaces de mirarse a la cara.
Cuatro días después de que Temujin hubiera traído a los olkhun’ut, los cuernos de alarma sonaron al ponerse el sol en las estepas. Aunque los guerreros de ambas tribus se habían entrenado hasta el agotamiento durante el día, abandonaron de un salto su plato de comida, olvidando el hambre mientras cogían sus armas.
Temujin montó en su caballo para poder ver mejor. Por un solo momento escalofriante pensó que los tártaros de algún modo los habían rodeado o habían dividido sus fuerzas para atacar desde dos frentes. Luego sus manos se aferraron a las riendas y palideció.
La vista de Kachiun era tan penetrante como siempre, y él también se puso rígido. Arslan observó la reacción de ambos jóvenes, incapaz aún de distinguir los detalles en la penumbra.
—¿Quiénes son? —preguntó, entornando los ojos para mirar al grupo de oscuros jinetes que se aproximaban al galope.
Temujin escupió con furia junto a los pies de Arslan. Sin alterar su gesto amargo, advirtió lo bien que mantenían la formación los jinetes.
—Es la tribu de mi padre, Arslan. Son los Lobos.