XXX

Temujin mantuvo los brazos extendidos mientras los siervos de los olkhun’ut lo cacheaban concienzudamente. Khasar y Arslan consintieron a su vez que esas mismas manos registraran hasta el último rincón de su cuerpo. Los hombres que hacían guardia ante la ger de Sansar percibieron el ánimo hostil de los visitantes y no dejaron ni un resquicio sin comprobar. Los tres hombres llevaban armaduras Jin sobre sus deels de verano y las camisas de seda robadas a los tártaros. Temujin fulminó con la mirada a los vasallos mientras recorrían con los dedos las extrañas placas cosidas al pesado tejido. Uno de los hombres empezó a hacer un comentario sobre ellas, pero Temujin eligió ese momento para alejar su mano de un golpe, como si le irritara aquella afrenta a su dignidad. El corazón le latía deprisa mientras aguardaba el encuentro con su más antiguo enemigo.

A su alrededor, los curiosos olkhun’ut se habían reunido, charlaban entre sí y señalaban a aquellos hombres de extraño atuendo que habían perturbado su actividad matutina. Temujin no vio al viejo Sholoi entre ellos, pero sí a su tío, nada alegre de verlo de nuevo, y a Koke, que se había hecho con sus espadas otra vez y luego había desaparecido en la tienda del khan para anunciar su llegada. El joven guerrero había recogido sus espadas con una especie de desprecio en el rostro. Con sólo una mirada notó que no eran de la misma calidad que las que llevaba antes Temujin. El trabajo de los tártaros era basto, y las hojas tenían que ser afiladas con más frecuencia que el acero de Arslan, que era mejor.

—Puedes entrar —dijo por fin uno de los siervos—. Y tú —añadió señalando a Khasar—. Tu amigo tendrá que esperar fuera.

Temujin ocultó su consternación. No estaba seguro de poder confiar en que Khasar mantuviera la calma, pero Kachiun había tenido otras tareas que atender esa mañana. No se molestó en responder y se agachó para atravesar la pequeña puerta, mientras las ideas se agolpaban en su mente.

Por una vez, Sansar no estaba sentado en el gran trono que dominaba la ger que utilizaba para los encuentros formales. Cuando Temujin entró, estaba hablando en voz baja a otros dos de sus vasallos. Koke estaba a un lado, observándolos. Sus espadas estaban amontonadas con descuido contra la pared, lo que indicaba su valor.

Al oír el crujido de la puerta, Sansar interrumpió sus murmullos y se dirigió a su asiento Temujin vio que se movía con precaución, como si tuviera los huesos quebradizos por la edad. El khan seguía pareciendo una vieja serpiente, con la cabeza rapada y los ojos hundidos, que nunca se quedaban quietos. A Temujin le resultaba difícil mirarle sin revelar el odio que sentía, pero adoptó una expresión imperturbable. Los vasallos se situaron en posición a ambos lados de su amo y contemplaron con hostilidad a los recién llegados. Temujin se obligó a recordar las cortesías debidas al khan de una poderosa tribu.

—Me siento honrado de estar en tu presencia, mi señor Sansar —dijo.

—Una vez más —repuso Sansar—. Creí que no te volvería a ver. ¿Por qué vienes a mi casa a molestarme, Temujin? Me da la sensación de que te veo más a ti que a mis propias mujeres. ¿Se puede saber qué más quieres de mí?

Temujin vio sonreír a Koke por el rabillo del ojo, y el tono del khan hizo que le subiera la sangre a la cabeza. Notó rebullir con irritación a Khasar y le lanzó una mirada de advertencia antes de empezar a hablar.

—Quizás hayas oído que el ejército de los tártaros está avanzando a toda velocidad desde las estepas del norte. Los he visto con mis propios ojos y he venido a alertarte.

Sansar soltó una risita seca.

—Todo nómada y todo pastor de la región habla de ellos. Los olkhun’ut no tienen ninguna cuenta pendiente con los tártaros. Hace cuarenta años, antes de que yo fuera khan, que no nos desplazamos tan al norte.

Se inclinó hacia delante en su silla con los ojos brillantes, mirando a los dos hombres que tenía ante sí.

—Los has incitado a la guerra, Temujin, con tus incursiones. Debes aceptar las consecuencias. Temo por ti, ésa es la verdad. —El tono desmentía sus palabras, y Temujin deseó que Khasar guardara silencio como le había ordenado.

—No respetarán siquiera a las tribus que no tienen ninguna deuda con ellos, mi señor —continuó Temujin—. He visto mil guerreros, con igual número de mujeres y niños, en su campamento. Han entrado en nuestras tierras en mayor número de lo que puedo recordar.

—Estoy horrorizado —dijo Sansar, sonriendo—. Entonces ¿qué propones que hagamos?

—Interponernos en su camino —soltó Temujin, perdiendo él mismo los estribos ante el evidente tono burlón del anciano.

—¿Con los keraítas? Sí, he oído que os habéis aliado, Temujin. Las noticias se propagan con rapidez, cuando el tema es así de interesante. Pero ¿bastará con eso? No creo que Togrul pueda aportar más de trescientos guerreros a esa fiesta en concreto.

Temujin respiró hondo, controlándose.

—Los arqueros olkhun’ut tienen una excelente reputación, mi señor. Con trescientos de tus hombres, podría…

Se interrumpió cuando Sansar se echó a reír, mirando a Koke y a sus dos vasallos. Sansar advirtió la expresión enfadada de Temujin y Khasar y trató de recobrar la seriedad.

—Lo siento, pero la idea era tan… —negó con la cabeza—. ¿Has venido a rogar que te entregue a mis guerreros? ¿Esperas que todas las huestes de los olkhun’ut os sigan cabalgando bajo tu mando? No.

—Los tártaros acabarán con nuestras tribus, una por una —dijo Temujin, dando un paso adelante en su urgencia por persuadir al khan. Los vasallos vieron el movimiento y se pusieron tensos, pero Temujin hizo caso omiso de ellos—. ¿Cuánto tiempo estaréis a salvo cuando los keraítas hayan sido destruidos? ¿Cuánto tiempo sobrevivirán los quirai, los naimanos, los Lobos? Hemos estado distanciados durante tanto tiempo que creo que olvidas que somos un mismo pueblo.

Sansar se quedó muy quieto, observando a Temujin desde las cuevas de sus ojos oscuros.

—No tengo hermanos entre los keraítas —dijo por fin, con una voz que era sólo un susurro—. Los olkhun’ut se han fortalecido sin su ayuda. Deberás quedarte aguardando el ataque o correr, pero por tu cuenta, Temujin. No tendrás a mis guerreros a tu lado. Ésa es mi respuesta. No obtendrás otra de mí.

Por un momento, Temujin guardó silencio. Cuando habló, fue como si le estuvieran arrancando las palabras.

—Tengo bolsas llenas de lingotes de oro que les hemos arrebatado a los tártaros. Dime un precio por hombre y te los compraré.

Sansar echó la cabeza hacia atrás para reírse, y Temujin actuó. Con un violento movimiento, arrancó una de las placas de su armadura, saltó hacia delante y la clavó en la desnuda garganta de Sansar. La sangre le salpicó la cara mientras le segaba el cuello con el borde de metal, haciendo caso omiso de las manos de Sansar que se clavaban como garras en su brazo.

Los vasallos no estaban preparados para reaccionar ante aquella muerte repentina. Cuando se recobraron de la impresión y desenvainaron las espadas, Khasar ya se había adelantado y le dio un puñetazo en la nariz al hombre que tenía más cerca. Él también arrancó una pieza de hierro afilado de la zona de la armadura en la que habían debilitado los hilos. La utilizó para cortarle el cuello al segundo guerrero con un tajo salvaje. El vasallo retrocedió tambaleándose y cayó con gran estruendo al suelo de madera. Las tripas del guerrero, que aún agitaba las piernas espasmódicamente, se vaciaron, y un olor acre se extendió por el aire.

Temujin se retiró del maltrecho cuerpo del khan que, cubierto de sangre, luchaba por respirar. El vasallo al que Khasar había derribado de un puñetazo se levantó, ciego de furia, pero Khasar había cogido la espada de su compañero. Cuando se encontraron, Temujin saltó de la silla, chocando contra el hombre de Sansar y arrojándolo al suelo. Mientras Temujin lo sujetaba, Khasar le hundió la hoja en el pecho, moviéndola adelante y atrás hasta que él también dejó de agitarse.

Ya sólo quedaba Koke en pie, con la boca abierta, enmudecido por el terror. Cuando Temujin y Khasar volvieron sus duras miradas hacia él, retrocedió hasta la pared y sus pies chocaron contra las espadas tártaras. Agarró una desesperado y la sacó de su funda de un tirón.

Temujin y Khasar intercambiaron una mirada. Temujin recogió la segunda espada y ambos avanzaron hacia él con actitud deliberadamente amenazante.

—Soy tu primo —dijo Koke. La mano que sostenía la espada temblaba visiblemente—. Déjame vivir, por tu madre, al menos.

Temujin oyó gritos de alarma que venían de fuera. Los guerreros de los olkhun’ut se estarían reuniendo, sus vidas pendían de un hilo.

—Suelta la espada y vivirás —le respondió.

Khasar miró a su hermano, pero Temujin negó con la cabeza. La espada de Koke cayó al suelo con un ruido metálico.

—Ahora, sal —ordenó Temujin—. Corre si quieres, no te necesito.

Koke casi rompió los goznes en su precipitación por abrir la puerta. Temujin y Khasar se quedaron un instante en silencio, mirando la garganta abierta del khan de los olkhun’ut. Sin una palabra, Khasar se acercó a la silla y le dio una patada al cadáver. La fuerza del golpe hizo que resbalara y quedara despatarrado a sus pies.

—Cuando veas a mi padre, dile cómo moriste —le dijo Khasar al difunto khan en un murmullo.

Temujin vio dos espadas que conocía muy bien en la pared y alargó la mano hacia ellas. Podían oír los gritos y el alboroto de los hombres que se estaban reuniendo en el exterior. Miró a Khasar con sus fríos ojos amarillos.

—Y ahora, hermano, ¿estás listo para morir?

Salieron al sol primaveral y sus miradas se movieron rápidas a derecha y a izquierda para juzgar lo que les aguardaba. Arslan se encontraba a un paso de la puerta, con dos cadáveres a sus pies. La noche anterior habían discutido en profundidad todos los detalles del plan, pero no había modo de saber qué sucedería a continuación. Temujin se encogió de hombros cuando su mirada se encontró con la de Arslan. No esperaba sobrevivir a los siguientes minutos. Les había dado a ambos una oportunidad para escapar, pero habían insistido en quedarse con él.

—¿Está muerto? —preguntó Arslan.

—Sí —contestó Temujin.

Cogió las viejas espadas de Arslan y le puso al espadero la suya en la mano. Arslan sabía que tal vez no la sujetaría durante mucho tiempo, pero hizo una inclinación de cabeza al cogerla y dejó caer al suelo la tártara que llevaba. Temujin miró por encima del hombro de Arslan hacia el caos en el que estaban inmersos los guerreros olkhun’ut. Muchos de ellos sostenían arcos tendidos, pero, sin órdenes que obedecer, vacilaban, y Temujin aprovechó esa oportunidad antes de que se calmaran y les dispararan.

—¡Quietos! ¡Y callados! —gritó al gentío con un rugido.

Si acaso, el tumulto de los gritos y del terror se incrementó, pero los que estaban más próximos se detuvieron y se quedaron mirándole. A Temujin le recordaron la forma en que los animales podían quedarse inmóviles, atrapados por la mirada del cazador hasta que era demasiado tarde.

—Reclamo a los olkhun’ut por derecho de conquista —bramó, intentando que le oyera el mayor número posible de personas—. No os haré daño, os lo juro.

Miró a su alrededor, calculando el nivel de miedo e ira que sentían. Algunos de los guerreros parecían estar incitando a los demás, pero todavía no había ninguno dispuesto a precipitarse hacia la ger del khan y matar a los hombres que aguardaban frente a la puerta llenos de seguridad en sí mismos.

Por instinto, Temujin dio dos pasos hacia delante, avanzando hacia un grupo de vasallos de Sansar. Eran guerreros curtidos y sabía que entre ellos el riesgo era mayor. Una sola palabra equivocada, una sola duda, y estallarían en un arrebato de violencia, demasiado tardío para salvar al hombre que habían jurado proteger. La humillación y la ira se debatían en sus rostros cuando Temujin alzó de nuevo la voz.

—Soy Temujin de los Lobos. Conocéis mi nombre. Mi madre era una olkhun’ut. Mis hijos lo serán. Reclamo el derecho de herencia por vínculos de sangre. Con el tiempo, reuniré a todas las tribus bajo mi estandarte.

Los vasallos seguían sin reaccionar. Temujin mantuvo la hoja baja, junto a sus pies, sabiendo que levantarla provocaría su muerte. Vio varios arcos tendidos apuntando hacia él y se obligó a mostrar un rostro en calma. ¿Dónde estaba Kachiun? Su hermano tenía que haber oído el tumulto.

—No temáis cuando oigáis los cuernos de los vigías —dijo en tono más bajo a los vasallos—. Serán mis hombres, pero tienen órdenes de no tocar a mi pueblo.

Habían empezado a perder la pálida estupefacción de los primeros momentos y Temujin no sabía qué harían a continuación. Los que estaban más cerca parecían estar escuchando.

—Sé que estáis furiosos, pero recuperaréis el honor cuando lleve a mi pueblo contra los tártaros —les dijo—. Vengaréis la muerte de mi padre y seremos una única tribu en las llanuras, un solo pueblo. Como siempre habría tenido que ser. Hagamos que los tártaros nos teman. Hagamos que los Jin nos teman.

Vio que sus tensas manos empezaban a relajarse y se esforzó para que su rostro no revelara la sensación de triunfo que sentía. Oyó sonar los cuernos de alarma y, una vez más, trató de tranquilizar a la multitud.

—Ni uno solo de los olkhun’ut sufrirá daño, lo juro por el alma de mi padre. No de mano de mis hombres. Dejadles entrar y considerad el juramento que os pediré que toméis.

Miró a su alrededor al gentío y se encontró con que todos le estaban mirando, con que todos los ojos estaban clavados en los suyos.

—Habéis oído decir que soy un lobo salvaje para los tártaros, que soy su azote. Habéis oído que siempre cumplo con mi palabra. Ahora os digo que los olkhun’ut están a salvo bajo mi mando.

Vio que Kachiun había llegado y avanzaba entre la muchedumbre cabalgando despacio con sus diez hombres, más aliviado de verlos de lo que podía expresar con palabras. Algunos de los olkhun’ut seguían paralizados en su sitio y tuvieron que empujarlos suavemente a un lado con los caballos para poder pasar. La gente permaneció en silencio mientras Kachiun y sus hombres desmontaban.

Kachiun no sabía qué esperaba encontrar, pero quedó asombrado al ver a los olkhun’ut congelados mirando fijamente a su hermano. Para su sorpresa, Temujin lo abrazó enseguida, desbordado por unas emociones que ponían en peligro lo que había ganado.

—Veré a los vasallos en privado y aceptaré su juramento —dijo Temujin al gentío. En el silencio, todos pudieron oírle—. Al atardecer, aceptaré el vuestro. No tengáis miedo. Mañana el campamento se desplazará hacia el norte para unirnos a los keraítas, nuestros aliados.

Miró a su alrededor, viendo que habían bajado por fin los arcos. Hizo una rígida inclinación de cabeza a los arqueros.

—He oído que los olkhun’ut son temibles en combate —dijo—. Demostraremos a los tártaros que no pueden entrar en nuestras tierras sin recibir castigo.

Desde la retaguardia, un hombre de anchas espaldas se abrió paso a empellones entre la multitud. A un chico que tardó demasiado en moverse le aporreó en la cabeza con el dorso de la mano, dejándole inconsciente.

Temujin lo vio venir y su triunfo empezó a evaporarse. Sabía que Sansar tenía hijos. El que se acercaba tenía las facciones de su padre, aunque su constitución era más robusta. Quizás el mismo Sansar hubiera sido fuerte una vez.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó con autoridad mientras avanzaba.

Los vasallos se giraron a mirarlo y muchos de ellos agacharon la cabeza de manera automática. Temujin apretó la mandíbula, preparándose por si se abalanzaban sobre él. A su lado, notó cómo se tensaba el cuerpo de sus hermanos y al instante las manos de todos los hombres aferraban una espada o un hacha.

—Tu padre está muerto —dijo Temujin—. He reclamado la tribu.

—¿Quién eres tú para hablar así? —exclamó. Antes de que Temujin pudiera responder, el hijo de Sansar gritó una orden a los vasallos, que estaban dispuestos para intervenir—. Matadlos a todos.

Ninguno de ellos se movió, y Temujin sintió que una chispa de esperanza retornaba a su maltrecho espíritu.

—Es demasiado tarde —dijo con suavidad—. Los he reclamado por vínculo de sangre y por conquista. No hay lugar para ti, aquí.

El hijo de Sansar abrió la boca, asombrado, y miró a su alrededor a la gente que conocía de toda la vida. Los hombres desviaron la mirada y poco a poco su expresión se fue endureciendo. Temujin vio que no le faltaba valor. Tenía los ojos de su padre, que se movían constantemente, inquietos, mientras valoraba la nueva situación. Al final hizo una mueca.

—Entonces reclamo el derecho de desafiarte delante de todos. Si quieres tomar el lugar de mi padre, tendrás que matarme, si no te mataré yo.

Habló con absoluta seguridad, y Temujin sintió una punzada de admiración hacia aquel hombre.

—Acepto —dijo—. Aunque no sé tu nombre.

El hijo de Sansar empezó a hacer movimientos circulares con los hombros, para relajarlos.

—Mi nombre es Paliakh, khan de los olkhun’ut.

Era una afirmación valiente, y Temujin inclinó la cabeza en vez de refutarla. Caminó hacia Arslan y le cogió la espada de las manos.

—Mátalo con rapidez —susurró Arslan entre dientes—. Si empiezan a aclamarlo, estamos muertos.

Temujin lo miró a los ojos sin responder, se volvió a Paliakh y le lanzó la espada, observando cómo la recogía para juzgar su habilidad. Frunció el ceño. La vida de todos ellos dependía ahora de su propia destreza y de los interminables asaltos de entrenamiento con Arslan y Yuan.

Paliakh movió la espada en el aire, enseñando los dientes. Se mofó de Temujin cuando se le acercó.

—¿Con esa armadura? ¿Y por qué no haces que me disparen desde lejos sin más? ¿Te da miedo enfrentarte a mí sin ella?

Temujin habría hecho caso omiso de sus palabras si los E olkhun’ut no hubieran emitido un murmullo de aprobación. Extendió los brazos y esperó a que Arslan y Kachiun desataran los paneles. Debajo de ellos, llevaba sólo una ligera túnica de seda y gruesos pantalones de algodón. Elevó la hoja ante los ojos de todos los hombres y mujeres olkhun’ut.

—Ven hacia mí —dijo Temujin.

Paliakh rugió y se abalanzó sobre él como un rayo, con la espada levantada por encima de la cabeza, tratando en su furia de decapitar a Temujin con un único golpe. Temujin dio un paso a la izquierda para esquivarlo, a la vez que asestaba un rápido tajo en el pecho de Paliakh. Le abrió un profundo corte en un costado, que el hijo de Sansar no pareció sentir. La hoja giró a toda velocidad y Temujin tuvo que levantar la suya para rechazarle. Forcejearon frente a frente durante unos momentos, antes de que Paliakh se lo quitara de encima con un empujón de su mano libre. Temujin aprovechó ese instante para atacar y el borde afilado de la hoja seccionó el cuello de su rival.

Paliakh trató de escupir la sangre que brotaba de su garganta. La espada de Arslan le resbaló de los dedos y se llevó ambas manos al cuello, tratando de sujetárselo con terrible fuerza. Bajo la mirada de Temujin, se volvió como si fuera a marcharse, y entonces cayó de cara y se quedó inmóvil. Un suspiro recorrió el gentío, y Temujin los observó con frialdad, preguntándose si lo despedazarían. Vio que Koke estaba entre ellos, con la boca abierta, horrorizado. Cuando sus miradas se encontraron, su primo dio media vuelta y se alejó avanzando a empujones entre la multitud.

El resto de los olkhun’ut se lo quedaron mirando fijamente como borregos, y Temujin notó que la paciencia empezaba a faltarle. Pasó entre ellos con amplias zancadas hasta una hoguera y cogió una tea en llamas de debajo de la olla. Dándoles la espalda, tocó con ella los bordes de la ger del khan, observando con expresión sombría cómo se propagaba el fuego y empezaba a ascender prendiendo el fieltro seco. Ardería bien y ahorraría a los vasallos la vergüenza de ver el cadáver de su khan.

—Dejadnos ahora, hasta el anochecer —gritó a la muchedumbre—. Siempre hay trabajo que hacer y nos marcharemos cuando amanezca. Estad preparados para entonces.

Los observó con fijeza hasta que la atónita multitud empezó a alejarse, dispersándose en pequeños grupos para hablar de lo que había ocurrido. Se volvieron muchas veces a mirar a las figuras que rodeaban la tienda en llamas, pero Temujin no se movió hasta que los únicos que quedaron a su lado fueron los vasallos.

Los hombres que Sansar había elegido como su guardia personal eran menos de los que le habían parecido a Temujin. Hacía varias generaciones que los olkhun’ut no entraban en guerra, y hasta los Lobos tenían a más hombres armados protegiendo a su khan. Aun así, el grupo era más numeroso que el que había venido con Kachiun y se produjo una incómoda tensión entre ambos cuando se quedaron solos.

—No molestaré a las esposas e hijos pequeños de Sansar esta noche —les dijo Temujin—. Les permitiremos llorar su pérdida con dignidad. No sufrirán por mi mano, ni serán abandonados como lo fui yo.

Algunos de los guerreros asintieron, en señal de aprobación. Todos conocían la historia de los hijos y la esposa de Yesugei. Había sido transmitida de una tribu a otra hasta que había entrado a formar parte de la infinidad de cuentos y mitos que narraban los contadores de leyendas.

—Estáis invitados a compartir mi hoguera —prosiguió Temujin.

Habló como si no existiera la posibilidad de que su oferta fuera rechazada, y tal vez por eso ninguno de ellos protestó. No sabía ni le importaba la razón. Una inmensa fatiga había descendido sobre él, y se dio cuenta de que tenía hambre y de que estaba tan sediento que apenas podía hablar.

—Haced que nos traigan comida mientras hablamos sobre la guerra que está por venir —pidió—. Necesito hombres inteligentes para que sean mis oficiales y todavía no sé cuál de vosotros dará órdenes y cuál las obedecerá.

Esperó a que Kachiun y Khasar dispusieran la leña en un entramado sobre el fuego, que creció y se avivó. Por fin, Temujin tomó asiento en el suelo, junto a las llamas. Sus hermanos y Arslan se unieron a él y los demás los imitaron, hasta que todos ellos estuvieron sentados en el frío suelo, observando con cierto recelo a la nueva fuerza que había entrado en sus vidas.