XXIX

A los tártaros no les faltaba coraje. Cuando el aviso de sus cuernos gimió a través de la estepa, todos los guerreros corrieron hacia sus caballos y montaron emitiendo agudos gritos que llegaron con el viento hasta los oídos de los que acompañaban a Temujin. Como uno solo aumentaron la velocidad hasta poner a sus monturas al galope. Los oficiales gritaban órdenes a cualquier hombre que pareciera demasiado ansioso, observando al propio Temujin mientras se preparaba para disparar su primera flecha en perfecto equilibrio.

Yuan había explicado las ventajas de golpear al enemigo en formación de una línea y quedaron probadas en el primer contacto sangriento con las avanzadillas tártaras. Cuando los hombres de Temujin llegaron hasta ellos, los ensartaron con sus largas saetas, derribándolos junto a sus caballos. Temujin se dio cuenta de que los tártaros habían dividido su fuerza para dejar a algunos guerreros defendiendo los carros, pero vio aún más hombres de los que había imaginado extendiéndose por las llanuras como avispas.

La carga de Temujin los arrasó, pasando por encima de caballos y hombres moribundos que iban cayendo a pares, de cinco en cinco, o de diez en diez. Los arcos disparaban sus mortíferas flechas desde monturas al galope y la fuerza de su impacto era demasiada para poder ser rechazada por las desorganizadas formaciones tártaras. A Temujin le dio la impresión de que apenas habían tardado unas décimas de segundo en dejar esa estela de muertos y caballos sin jinete a sus espaldas y que los carros se aproximaban a una velocidad vertiginosa. Miró a izquierda y derecha antes de dar tres breves soplidos al cuerno ordenando que adoptaran la formación de media luna. Por poco no había retrasado en exceso ese momento, pero los hombres de Yuan subieron y se pusieron a la altura de Kachiun y Jelme en el flanco derecho. Cayeron sobre los carros en perfecta posición, envolviendo los rebaños y a los tártaros con estruendo.

Los dedos de Temujin descubrieron que su carcaj estaba vacío y arrojó su arco al suelo para desenvainar la espada. En el centro de la media luna encontró su camino bloqueado por un pesado carro cargado de fieltro y cuero. Apenas vio al primer hombre que se interpuso en su camino; le seccionó la cabeza de un solo tajo, antes de espolear a su montura y cargar contra un informe grupo de guerreros tártaros. Arslan y diez más se unieron a él en el centro, matando enemigos a diestro y siniestro. Las mujeres y los niños se tiraban bajo los carros aterrorizados al paso de los jinetes y sus aullidos eran como el lamento de los halcones en el viento.

El cambio se produjo sin previo aviso. Uno de los tártaros dejó caer su espada y, aun así, le habrían matado si no se hubiera arrojado al suelo boca abajo cuando pasaba Khasar. Otros lo imitaron, postrándose ante Temujin y sus oficiales, mientras galopaban por el campamento buscando alguna resistencia. Hacía falta cierto tiempo para que la sed de sangre se calmara, y fue el propio Temujin el que cogió su cuerno y emitió la nota descendente que significaba reducir el ritmo. Sus hombres estaban salpicados de sangre fresca, pero le oyeron y pasaron los dedos por las hojas de sus espadas, limpiándolas del brillo de la vida.

Por un momento reinó un silencio absoluto. Donde antes sus oídos habían sufrido el atronador ruido de los cascos y las órdenes a gritos, ahora se extendía la quietud. Temujin escuchó maravillado ese silencio que duró hasta que sus hermanos llegaron a su lado. En algún sitio, una mujer empezó a llorar y se reanudó el balido de las ovejas y las cabras. Quizá no hubiera cesado nunca, y Temujin no lo hubiera percibido debido al torrente de sangre que se agolpaba en sus oídos y hacía que el corazón le palpitara con fuerza en el pecho.

Tensó las riendas, hizo girar a su caballo y recorrió la escena con la vista. El campamento había sido arrasado. Los tártaros que aún quedaban con vida apoyaban sus caras en la hierba, silenciosos y hundidos. Se volvió para observar el curso de avance del ataque y vio un jinete que de algún modo había logrado sobrevivir a la carga. Se había quedado boquiabierto ante lo que había presenciado y estaba demasiado estupefacto para espolear a su caballo y salvar la vida.

Temujin miró con ojos entornados a aquel jinete solitario e hizo un gesto a Kachiun.

—Tráelo aquí o mátalo —dijo.

Kachiun asintió brevemente y palmeó a Khasar en el hombro pidiendo más flechas. A Khasar le quedaban sólo dos, pero se las dio, y Kachiun cogió el arco, que tenía cuidadosamente sujeto a su silla. Con una sonrisa irónica, Temujin se percató de que no había arrojado al suelo aquella valiosa arma.

Temujin y Khasar observaron cómo Kachiun galopaba hacia el jinete tártaro. Al verlo acercarse, el otro pareció salir de un trance y por fin dio media vuelta a su montura para escapar. Kachiun cubrió la distancia que los separaba antes de que el tártaro pudiera poner el caballo a galope tendido y disparó una flecha que se le clavó en lo alto de la espalda. Siguió avanzando unos momentos antes de desplomarse, y Kachiun lo dejó allí, regresando al campamento y alzando el arco para indicar que lo había matado.

Temujin se sobresaltó cuando sus hombres lo aclamaron a voz en cuello. Todos habían estado observándole y el gesto dio rienda suelta a su excitación. Los que conservaban sus arcos los levantaron, sacudiendo sus armas en ademán triunfante. El ataque había sucedido tan deprisa que se habían quedado en cierto modo rondando la meta, sin saber qué hacer. Ahora la enorme inyección de gozo proveniente de haberse enfrentado a la muerte y haber sobrevivido los llenaba a todos, y se apresuraron a desmontar. Algunos de los vasallos de Togrul se dirigieron excitados a los carromatos, retirando las pieles para ver qué botín habían obtenido.

Los hombres de Arslan ataron a los prisioneros tras quitarles las armas. Algunos no tenían ni un solo rasguño y los trataron con rudeza y desprecio. No tenían derecho a estar vivos después de una batalla así y a Temujin no le importaban nada. Se dio cuenta de que le temblaban las manos y, cuando descendió del caballo, cogió las riendas para guiar al animal y esconder así su debilidad.

Alzó la vista de sus pensamientos, cuando vio a su hermano Temuge aproximarse con su caballo y desmontar. El chico estaba blanco como una sábana y obviamente conmocionado, pero Temujin vio que llevaba una espada ensangrentada en la mano que estaba mirando como si no supiera cómo había llegado hasta allí. Temujin trató de que sus miradas se cruzaran para felicitarle, pero Temuge se volvió y vomitó en la hierba. Temujin se alejó para no avergonzarle. Cuando se hubiera recuperado, le dirigiría unas cuantas palabras de elogio.

Temujin se situó en el centro del círculo de carros, sintiendo los ojos de los oficiales posados en él. Estaban aguardando algo, y se llevó una mano a los ojos, desterrando los sombríos pensamientos que se deslizaban en su cabeza, disputándose su atención. Carraspeó y proyectó la voz.

—¡Arslan! Encuentra los odres de airag que tuvieran y monta guardia para custodiarlos, encárgaselo a alguien en quien confíes. Khasar, envía a ocho hombres a explorar los alrededores. Puede que haya más por ahí. —Se volvió hacia Kachiun, que había regresado y bajaba con agilidad de su caballo—. Reúne a los prisioneros, Kachiun, y que tus diez hombres levanten tres de sus gers lo antes que puedan. Haremos noche aquí.

Comprendió que no era suficiente. Seguían mirándole con ojos brillantes y un inicio de sonrisa en los labios.

—Lo habéis hecho bien —exclamó—. Sea lo que sea lo que hayamos ganado, es vuestro. Repartiremos el botín a partes iguales entre vosotros.

Sus palabras fueron acompañadas de una ovación y los guerreros lanzaron miradas furtivas a los carros cargados de objetos de valor. Sólo los caballos significarían la riqueza instantánea para muchos de ellos, pero a Temujin le daba igual el botín. En el momento en que la batalla estuvo ganada, había contemplado la perspectiva de regresar a ver a Togrul. El khan de los keraítas reclamaría su parte, por supuesto. Era lo justo, aunque no hubiera estado presente. A Temujin no le dolería darle unas docenas de caballos y espadas. A pesar de todo, le fastidiaba. No quería volver. La idea de devolver dócilmente los guerreros que le habían servido tan bien hizo que apretara las mandíbulas con rabia. Los necesitaba a todos, y Togrul veía sólo las tierras de los Jin como recompensa. Siguiendo un impulso, Temujin se agachó y rozó la hierba que crecía a sus pies. Se dio cuenta de que alguien había muerto en ese lugar. Había diminutas gotas de sangre pegadas a las briznas y cuando se enderezaba divisó una mano. Alzó la voz de nuevo.

—Recordad esto cuando le contéis a vuestros hijos que luchasteis con los hijos de Yesugei. Hay una tribu y una tierra que no reconoce fronteras. Esto es simplemente el comienzo.

Quizá vitorearon porque les seguía desbordando la excitación de la victoria; no importaba.

Los tártaros se habían preparado para una larga campaña. Los carros contenían aceite para lámparas, cuerdas tejidas, paños de la más fina seda y lonas tan gruesas que costaba doblarlas. Además había una bolsa de cuero de monedas de plata y suficiente airag negro para calentar las más frías gargantas en las noches de invierno. Temujin hizo que le trajeran los odres de airag y los colocaran contra la pared interior de la primera ger que se estaba levantando. Más de veinte tártaros habían sobrevivido al ataque y los había interrogado para averiguar quién era su líder. La mayoría se le quedaron mirando, sin hablar. Temujin había desenfundado su espada y matado a tres de ellos antes de que el cuarto jurara y escupiera en el suelo.

—Aquí no hay ningún líder —dijo el tártaro furioso—. Murió con los demás.

Sin una palabra, Temujin lo había agarrado y lo había puesto en pie y se lo había pasado a Arslan. Observó la fila de hombres, con expresión indiferente.

—No siento ningún afecto por vuestro pueblo, ni necesidad de manteneros con vida —dijo—. A menos que podáis serme útiles, os mataré aquí mismo.

Ninguno respondió, y evitaron mirarle a los ojos.

—Muy bien —continuó Temujin ante su silencio. Se volvió al guerrero que estaba más cerca de él, uno de los hermanos que había llevado a su campamento del norte—. Mátalos rápido, Batu. —Le ordenó.

El hombre menudo, impasible, sacó su cuchillo.

—¡Esperad! Yo puedo seros útil —dijo uno de los tártaros de repente.

Temujin se detuvo, luego se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—Es demasiado tarde.

En la tienda, Arslan había atado al único superviviente de la fuerza tártara. Los gritos del resto habían sido penosos y los guerreros lo miraban con odio.

—Habéis matado a los demás. Me mataréis, diga lo que diga —dijo, tratando de librarse de las cuerdas que le ataban las manos a la espalda.

Temujin meditó un instante. Necesitaba saber tanto como pudiera sobre los tártaros.

—Si no me ocultas nada, te doy mi palabra de que vivirás —afirmó.

El tártaro resopló.

—¿Cuánto tiempo sobreviviría yo solo ahí fuera sin tener ni siquiera un arma? —exclamó—. Prométeme que me darás un arco y un caballo y te diré todo lo que quieras.

De pronto, Temujin sonrió.

—¿Estás regateando conmigo?

El tártaro no respondió, y Temujin se rió.

—Eres más valiente de lo que esperaba. Tienes mi palabra de que te daremos lo que pides.

El tártaro se relajó, aliviado, pero Temujin volvió a hablar antes de que pudiera poner en orden sus pensamientos.

—¿Por qué habéis entrado en las tierras de mi pueblo?

—¿Eres Temujin de los Lobos? —le preguntó el prisionero.

Temujin no se molestó en corregirle. Era el nombre que propagaba el miedo por el norte, independientemente de que fuera parte de esa tribu o no.

—Sí, soy yo.

—Se ofrece una recompensa por tu cabeza. Los khanes del norte te quieren muerto —dijo el tártaro con un placer macabro—. Te perseguirán a donde quiera que vayas.

—No se persigue a un hombre que viene a buscarte —le recordó Temujin con suavidad.

El tártaro parpadeó, reflexionando sobre los acontecimientos del día. Había comenzado esa mañana en medio de fuertes guerreros, y lo terminaba rodeado de pilas de muertos. Se estremeció al pensarlo y de pronto soltó una risa que sonó como un ladrido.

—Así que nos perseguimos los unos a los otros y sólo los cuervos y los halcones engordan —dijo.

Las carcajadas se tornaron amargas y Temujin esperó con paciencia a que recobrara el control.

—Tu gente mató al khan de los Lobos —le recordó Temujin.

No mencionó a Borte. Esa herida era todavía demasiado reciente como para permitir que traspasara sus labios.

—Lo sé —contestó el tártaro—. Sé quién nos lo entregó, también. No fue uno de los míos.

Temujin se echó hacia delante, con un brillo feroz en los ojos amarillos.

—Has jurado decirme todo cuanto sepas —murmuró—. Habla y salvarás la vida.

El prisionero agachó la cabeza mientras pensaba.

—Desátame las ataduras, primero.

Temujin desenvainó la espada que aún estaba salpicada de la sangre de los hombres que había matado. El tártaro empezó a volverse, extendiendo los brazos para que le cortara las cuerdas. En vez de eso, sintió el frío metal en su garganta.

—Dímelo —ordenó Temujin.

—El khan de los olkhun’ut —dijo el tártaro—. Le pagamos con plata por avisarnos.

Temujin dio un paso atrás. El tártaro se puso derecho otra vez, con los ojos enloquecidos.

—Allí es donde empezó esta venganza. ¿Cuántos habéis matado ya?

—¿Por mi padre? No los suficientes —contestó Temujin—. Ni mucho menos. —Pensó otra vez en su mujer y en la frialdad que había surgido entre ellos—. Ni siquiera he empezado todavía a saldar cuentas con tu gente.

Temujin no separó los ojos del tártaro mientras la puerta se abría. Al principio, ninguno de ellos miró a ver quién había entrado en la ger, luego el tártaro se movió y alzó la vista. Dejó escapar un grito ahogado al ver a Yuan de pie frente a él, con expresión adusta.

—¡Te conozco! —dijo el tártaro, tratando de desatarse las ligaduras de las muñecas con desesperación. Volvió el rostro hacia Temujin, claramente aterrorizado—. Por favor, puedo…

Con un raudo movimiento, Yuan desenvainó y mató al tártaro de un solo tajo. Su hoja le seccionó el cuello, y la sangre empezó a salir a chorro de la herida.

Temujin reaccionó con la velocidad del rayo: cogió a Yuan de la muñeca y lo empujó hacia atrás hasta que su espalda chocó contra el entramado de mimbre que constituía la pared de la ger y lo inmovilizó allí. Sujetó a Yuan por la garganta y por la mano, con una expresión en el rostro que reflejaba toda la furia que sentía.

—Le dije que viviría —dijo Temujin—. ¿Quién eres tú para deshonrar mi palabra?

Yuan no podía contestar. Los dedos que le atenazaban la garganta eran duros como el acero y la cara se le empezó a amoratar. Temujin apretó los huesos de su muñeca hasta que la espada resbaló de sus dedos y luego lo zarandeó con rabia, maldiciendo.

Sin previo aviso, Temujin lo soltó y Yuan cayó de rodillas. Después alejó su espada de una patada antes de que pudiera recuperarse.

—¿Qué secretos guardaba, Yuan? ¿Cómo es que te conocía?

Cuando habló, la voz de Yuan era un áspero graznido y los cardenales estaban empezando a aparecer en su cuello.

—No sabía nada. Quizá le hubiera visto antes, cuando mi amo viajó al norte. Creí que te estaba atacando.

—¿De rodillas? ¿Con las manos atadas? Eres un mentiroso —se mofó Temujin.

Yuan alzó la vista, con ojos centelleantes.

—Si me retas, aceptaré tu desafío. No cambia nada.

Temujin le abofeteó con tanta fuerza que la cabeza de Yuan cayó hacia un lado.

Detrás de ambos, la puerta se abrió de nuevo y entraron Arslan y Kachiun a la carrera, con las armas en la mano. Las tiendas no protegían demasiado la privacidad del interior y, como estaban cerca, habían oído la lucha. Yuan hizo caso omiso de las espadas, aunque su hosca mirada se posó un instante en Arslan. Mientras le observaban, respiró hondo y cerró los ojos.

—Estoy listo para morir, si decidís quitarme la vida —dijo con calma—. Es cierto lo que has dicho, te he deshonrado.

Temujin tamborileó con los dedos de una mano sobre la otra mientras observaba a Yuan, de rodillas en el suelo.

—¿Cuánto tiempo lleva Wen Chao entre los míos, Yuan? —preguntó.

Cuando respondió, dio la impresión de que Yuan tenía que hacer un gran esfuerzo de voluntad, como si regresara de muy lejos.

—Dos años —dijo.

—Y antes de él, ¿a quién envió tu primer ministro?

—No lo sé —repuso Yuan—, entonces yo todavía estaba en el ejército.

—Tu amo ha negociado con los tártaros —continuó Temujin.

Yuan no respondió y sostuvo la mirada sin pestañear.

—He oído que el khan de los olkhun’ut traicionó a mi padre —dijo Temujin con suavidad—. ¿Cómo pudieron los tártaros acercarse a una tribu tan grande para organizar algo así? Haría falta un intermediario neutral en quien ambos confiaran, ¿no es así?

Oyó a Kachiun dar un grito ahogado al asimilar lo que acababa de oír.

—¿Fuiste tú también a visitar a los olkhun’ut? ¿Antes que a los keraítas? —prosiguió Temujin, presionándolo.

Yuan permaneció inmóvil, parecía como si estuviera hecho de piedra.

—Hablas de un momento anterior a la llegada de mi amo a estas tierras —dijo Yuan—. Estás buscando secretos donde no los hay.

—Antes de Wen Chao, me pregunto quién más ha estado entre nosotros —dijo Temujin, en un murmullo—. Me pregunto cuántas veces más los Jin han enviado a sus hombres a mis tierras para traicionar a mi pueblo. Me pregunto qué promesas han hecho.

El mundo que esa misma mañana le parecía tan sólido se estaba desmoronando a su alrededor. Eran demasiadas revelaciones a la vez para poder digerirlas sin más, y Temujin empezó a respirar con dificultad, casi mareado.

—No quieren que nos fortalezcamos, ¿verdad, Yuan? Quieren que los tártaros y los mongoles nos despedacemos entre nosotros. ¿No es eso lo que me dijo Wen Chao? ¿Que los tártaros se habían hecho demasiado fuertes, que estaban demasiado cerca de sus preciosas fronteras?

Temujin cerró los ojos, imaginando la fría mirada de los Jin estudiando las tribus. Por lo que sabía, llevaban siglos ejerciendo influencia sobre ellas de forma sutil, haciendo que estuvieran permanentemente enfrentadas.

—¿Cuántos hombres de mi pueblo han muerto por culpa de los tuyos, Yuan? —prosiguió.

—Te he dicho todo lo que sé —contestó Yuan, levantando la cabeza—. Si no me crees, entonces quítame la vida o envíame otra vez con Wen Chao. —Su expresión se endureció mientras proseguía—. O dame una espada y permíteme defenderme de esas acusaciones.

Fue Arslan quien habló, con el rostro pálido por lo que acababa de escuchar.

—Permíteme, mi señor —le dijo a Temujin, sin separar los ojos de Yuan—. Dale una espada y lucharé contra él.

Yuan se volvió a mirar al espadero y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba. Sin hablar, hizo una leve inclinación de cabeza, aceptando la propuesta.

—He oído demasiado. Que permanezca atado hasta el amanecer y entonces decidiré —concluyó Temujin.

Observó a Kachiun atarle las manos con destreza. No se resistió, no se debatió, ni siquiera cuando lo tiró a un lado de una patada. Quedó tendido junto al cadáver del tártaro que había matado, con el rostro en calma.

—Que un centinela lo vigile mientras comemos —ordenó Temujin, moviendo la cabeza—. Necesito pensar.

Bajo la primera luz del alba, Temujin caminaba arriba y abajo entre el grupo de pequeñas gers, con el rostro preocupado. No había dormido. Los exploradores que había enviado a las llanuras no habían retornado aún y sus pensamientos seguían arremolinándose en su mente sin alcanzar una respuesta. Había pasado varios años de su vida castigando a los tártaros por lo que habían hecho, por la vida de su padre y por la de los hijos a quienes debía haber guiado. Si Yesugei hubiera sobrevivido, Bekter o Temujin se habrían convertido en khan de los Lobos y Eeluk se habría mantenido leal. Había una estela de muerte y dolor que partía del día en que le habían informado de su muerte y llegaba a ése en el que se desplazaba por su campamento agitado y deprimido, con la vida destrozada. ¿Qué había logrado en esos años? Pensó en Bekter y, por un instante, deseó que estuviera vivo. El curso de su vida podría haber sido muy distinto si Yesugei no hubiera sido asesinado.

En su soledad, Temujin sintió cómo la ira se reavivaba en su pecho. El khan de los olkhun’ut merecía pagar de algún modo el sufrimiento que había causado. Temujin recordó la revelación que había experimentado como prisionero de los Lobos. No había justicia en el mundo… a menos que te la tomaras por tu propia mano. A menos que hiriera el doble de profundo de lo que había sido herido y devolviera los golpes recibidos uno por uno. Estaba en su derecho.

En la borrosa distancia, vio a dos de sus exploradores regresar al galope hacia las tiendas. Temujin frunció el ceño al notar su urgencia, y su corazón se aceleró. Su llegada no había pasado inadvertida y el campamento fue reviviendo a su alrededor: los hombres se ponían los deels y armaduras y ensillaban a sus monturas con rápida eficiencia. Estaba orgulloso de todos ellos y se preguntó una vez más qué debía hacer con Yuan. Ya no podía confiar en él, pero le había tomado simpatía desde que le disparara una flecha al pecho en el campamento de los keraítas. No quería matarlo.

Cuando los exploradores se aproximaron, vio que Khasar, que montaba como un loco, era uno de ellos. Su caballo resoplaba con fuerza y estaba completamente cubierto de sudor. Temujin sintió cómo la alarma se propagaba entre los hombres que aguardaban noticias. Khasar no era presa del pánico con facilidad y cabalgaba sin atender a la seguridad de su caballo o la suya propia.

Temujin se esforzó en conservar la calma hasta que Khasar llegó a su lado y saltó al suelo. Los hombres debían considerarle diferente, ajeno a los miedos de los demás humanos.

—¿Qué sucede, hermano? ¿Qué te hace cabalgar a tanta velocidad? —preguntó Temujin, con voz firme.

—Más tártaros de los que jamás haya visto —respondió Khasar, jadeante—. Un ejército tan grande que hace que los que matamos parezcan una mera partida de asalto. —Hizo una pausa para tomar aliento—. Dijiste que era posible que en primavera lanzaran una gran fuerza sobre nosotros, y lo han hecho.

—¿Cuántos? —exclamó Temujin.

—Más de los que he podido contar, están a un día de camino como mucho, ahora probablemente más cerca. Los que matamos eran sólo una avanzadilla. Vienen con cientos de carros, caballos. Tal vez mil hombres. Nunca he visto nada así, hermano, nunca.

—Yo también tengo noticias que darte, y no te van a gustar. Te pondré al tanto más tarde. Dale de beber a tu caballo antes de que muera. Dile a los hombres que monten y búscate otro caballo para ti. Quiero ver a ese ejército que es capaz de asustar a mi hermano pequeño —dijo Temujin haciendo una mueca.

Khasar bufó.

—No he dicho que me hayan asustado, pero pensé que querrías saber que toda la nación tártara viene hacia aquí en busca de tu cabeza. Eso es todo. —La idea le hizo sonreír—. Por todos los espíritus, Temujin. Los hemos provocado una y otra vez, y ahora están rugiendo de furia. —Miró a los hombres que estaban a su alrededor, escuchando cada palabra que pronunciaban—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Espera, Khasar. Hay algo que tengo que hacer antes —señaló Temujin.

Se dirigió a grandes zancadas hacia la ger donde Yuan había pasado la noche y desapareció en su interior. Arslan y Kachiun fueron tras él y los tres salieron al poco escoltando a Yuan, que se frotaba las muñecas liberadas de las ataduras, hasta la gris luz de la mañana. Khasar se quedó estupefacto, preguntándose qué había sucedido en su ausencia.

Temujin se dirigió al soldado Jin.

—Había llegado a considerarte mi amigo, Yuan. No puedo matarte hoy —dijo. Mientras Yuan permanecía en silencio, Temujin acercó un caballo ensillado y le entregó las riendas—. Vuelve con tu amo —añadió Temujin.

Yuan montó con agilidad y se quedó largo tiempo mirando a Temujin.

—Te deseo buena suerte, mi señor —expresó Yuan, por fin. Temujin dio una palmada en la grupa del caballo y Yuan se alejó al trote, sin volver la vista atrás.

Khasar se reunió con sus hermanos mientras lo seguía con la mirada.

—Supongo que eso significa que el ala izquierda es mía —dijo. Temujin se rió.

—Encuentra un caballo nuevo, Khasar, y tú también, Kachiun. Quiero ver lo que viste. —Miró en derredor buscando a Jelme, que ya había montado y estaba listo para partir—. Regresa con los hombres a ver a los keraítas y diles que se está reuniendo un ejército. Togrul tendrá que luchar o escapar, como guste.

—Y nosotros ¿qué? —dijo Khasar, desconcertado—. Necesitamos más de sesenta guerreros. Necesitamos más hombres de los que los keraítas pueden llevar al campo de batalla.

Temujin giró el rostro hacia el sur, lleno de amargos recuerdos.

—Cuando haya visto esas huestes invasoras con mis propios ojos, volveremos a las tierras que circundan la colina roja —explicó—. Encontraré a los hombres que necesitamos, pero antes tenemos otro enemigo contra el que luchar. —Su rostro adoptó una expresión tan sombría que ni siquiera Khasar se atrevió a hablar. La voz de Temujin era tan baja que resultaba casi inaudible—. Mis hermanos y yo tenemos una deuda que saldar con los olkhun’ut, Arslan. Podríamos morir todos. No tienes que venir con nosotras.

Arslan negó con la cabeza. No miró a Jelme, aunque sintió los ojos de su hijo posarse sobre él.

—Eres mi khan —respondió.

—¿Y es suficiente? —preguntó Temujin.

Arslan asintió con lentitud.

—Lo es todo.