XXVII

La mano de su primera esposa despertó a Togrul de los keraítas, sacudiéndole con fuerza.

—¡Arriba, perezoso! —exclamó, interrumpiendo con la fuerza de su dura voz un sueño feliz.

Togrul abrió los ojos con un gruñido. Seis hijas le había dado y ni un solo varón. La miró irritado, frotándose la cara.

—¿Por qué me molestas, mujer? Estaba soñando que eras otra vez joven y atractiva.

Su respuesta fue un buen codazo entre las costillas.

—Ese hombre nuevo que convocaste ha llegado con su andrajoso séquito. Por su aspecto no parecen mejores que unos sucios nómadas. ¿Te vas a quedar todo el día engordando en la cama mientras ellos inspeccionan tus gers?

Togrul frunció el ceño, reprimiendo un bostezo, y se rascó. Bajó las piernas al frío suelo y miró en derredor.

—No veo aquí comida para darme fuerzas —gruñó, con gesto enfadado—. ¿Tengo que salir a verlos con el estómago vacío?

—Ese estómago nunca está vacío —replicó ella—. No es correcto hacerles esperar mientras te tragas otra oveja más.

—Mujer, recuérdame por qué te mantengo a mi lado —rezongó Togrul, levantándose—. Se me ha olvidado.

Su esposa resopló mientras él se vestía con movimientos sorprendentemente rápidos para un hombre de su tamaño. Mientras se echaba agua en la cara, ella le puso un trozo grasiento y caliente de cordero en la mano. Al verlo, Togrul sonrió por fin, comiendo la mitad de un solo mordisco y soltando un suave eructo mientras masticaba. Se sentó de nuevo y se concentró en terminar mientras su mujer le ataba las botas. La amaba tanto.

—Pareces un pastor de ovejas —le dijo cuando Togrul se dirigía a la puerta—. Si te preguntan dónde se esconde el auténtico khan de los keraítas, diles que te lo has comido.

—Mujer, eres la luz de mi corazón —respondió, agachando la cabeza para salir a la luz del alba.

Ella le tiró algo que chocó con estruendo contra la puerta que se estaba cerrando y él se rió divertido.

Su humor cambió al ver a los guerreros que habían llegado a las tiendas de los keraítas. Habían desmontado y parecían irritados por la agobiante proximidad de las familias, que los habían rodeado. Togrul resopló y deseó haber traído un poco más de comida consigo. Su estómago rugió y se dijo que los recién llegados agradecerían un banquete en su honor. Su esposa no podría quejarse de algo así.

El enjambre de niños keraítas se abrió para dejarle pasar, y vio que sus vasallos habían llegado antes que él. Buscó con la mirada a Wen Chao, pero el embajador de los Jin todavía no estaba despierto. A medida que se acercaba al grupo y veía los pocos que eran se sentía más desanimado. ¿Dónde estaba la horda que Wen había prometido?

Muchos de los recién llegados observaban lo que les rodeaba con fascinación y nerviosismo. En el centro, Togrul vio a cinco hombres de pie junto a sus monturas, con semblantes duros y tensos. Se dirigió a ellos con una sonrisa de oreja a oreja y sus vasallos cerraron filas a sus espaldas.

—Os concedo derechos de hospitalidad en mi hogar —saludó—. ¿Quién de vosotros es Temujin de los Lobos? He oído hablar mucho de ti.

El más alto de ellos dio un paso adelante, haciendo una brusca inclinación de cabeza, como si no estuviera acostumbrado a ese gesto.

—Ya no soy Temujin de los Lobos, mi señor. No le debo lealtad a la tribu de mi padre. Ahora mi pueblo son sólo los que ves.

Temujin nunca había visto un hombre tan gordo como Togrul. Trató de ocultar su sorpresa mientras el khan saludaba a sus hermanos y a Jelme y Arslan. No podía tener más de treinta años y su mano era fuerte, pero lo cubría una gruesa capa de carne y su túnica estaba tirante, sujeta por un ancho cinturón. Tenía la cara redonda, con una enorme papada. Aún más extraño era el hecho de que llevara una túnica muy parecida a la de Wen el día que visitó a Temujin. Su cabello también estaba echado hacia atrás a la manera de los Jin, y Temujin no sabía qué pensar de un hombre así. No se parecía a ningún khan que hubiera visto antes, y sólo los rasgos familiares y la tez rojiza lo identificaban como un miembro de su propio pueblo.

Temujin cruzó una mirada con Kachiun mientras Togrul finalizaba el ritual de bienvenida y se colocaba las pesadas manos sobre la barriga.

—La bestia ha despertado, amigos míos. Tendréis hambre después de tan largo viaje, ¿verdad?

Dio unas palmadas y pidió que trajeran comida. Temujin observó cómo el gentío se dirigía a las gers, sin duda para buscar alimento suficiente para saciar el apetito del khan. Parecían estar muy familiarizados con la tarea.

—No veo más de treinta guerreros —dijo Togrul, contando para sus adentros. Wen Chao me dijo que erais unos cien.

—Encontraré más —le aseguró Temujin, poniéndose a la defensiva de inmediato.

Togrul enarcó una ceja, sorprendido.

—Entonces ¿es verdad que aceptas a nómadas en tu campamento? ¿Y no roban?

—A mí no —respondió Temujin—. Y son buenos luchadores. Me han dicho que necesitabas un líder guerrero. Si no es así, regresaré con ellos al norte.

Togrul parpadeó ante su áspera respuesta. Por un momento, deseó tener al menos un hijo en vez de todas las hijas que su mujer le había dado. Tal vez entonces no tendría que tratar de ganarse el favor de unos salvajes recién salidos de las colinas.

—Wen Chao habló muy bien de ti y confío en su recomendación —dijo—. Pero hablaremos de eso cuando hayamos comido. —Sonrió de nuevo al pensar en la comida, oliendo ya el cordero tostándose en las tiendas.

—Hay un campamento tártaro a un mes a caballo hacia el norte —continuó Temujin, haciendo caso omiso de la oferta—. Habrá unos cien guerreros. Si me das treinta de tus hombres para unirlos a los míos, te traeré las cabezas de los tártaros para que veas lo que somos capaces de hacer.

Togrul volvió a sorprenderse. Aquel joven guerrero estaba rodeado por un campamento enorme y muchos hombres armados. Estaba hablando con un hombre a quien necesitaba persuadir, pero por su tono se diría que fuera Togrul el que tenía que inclinar la cabeza ante él. Por un instante se preguntó si debería recordarle cuál era su posición, pero se lo pensó mejor.

—Hablaremos de eso también —dijo—. Pero si no coméis conmigo, me sentiré insultado.

Observó cómo Temujin asentía. Togrul se relajó mientras iban sacando tablas de carne humeante al aire frío de la mañana. Vio que las miradas de los recién llegados se clavaban en la comida. Era evidente que habían pasado mucha hambre durante todo el invierno. Habían encendido un fuego en medio del campamento y Togrul hizo un gesto con la cabeza señalando hacia las llamas que empezaban a subir. Temujin intercambió una mirada recelosa con sus compañeros, y Togrul vio que sus hermanos se encogían de hombros y uno de ellos sonreía al pensar en el banquete.

—Muy bien, mi señor —dijo Temujin, a regañadientes—. Comeremos primero.

—Será un honor para mí —contestó Togrul, incapaz de evitar que su voz sonara algo seca. Se dijo que debía recordar las propiedades que Wen le había prometido. Tal vez este joven guerrero lograra ponerlas al alcance de su mano.

Wen Chao se les unió junto a la hoguera cuando el sol iluminaba ya el horizonte. Sus sirvientes habían desdeñado las mantas que habían extendido para protegerse del frío suelo y, en vez de eso, habían colocado un pequeño banco para su amo. Temujin observó con interés cómo los sirvientes sazonaban la carne con unos polvos provenientes de unas botellitas antes de dársela a Wen. Togrul chasqueó los dedos para que condimentaran asimismo su carne y los sirvientes le complacieron. Era obvio que no era la primera vez que el khan de los keraítas se lo pedía.

Los soldados de Wen Chao no tomaron parte en el festín. Temujin vio que el primero de ellos, Yuan, daba órdenes a los demás de adoptar posiciones defensivas en torno al campamento, mientras su amo comía, aparentemente ajeno a sus acciones.

Togrul no quiso entablar conversación hasta que su apetito estuvo saciado. En dos ocasiones Temujin empezó a hablar, pero en ambas Togrul simplemente señaló al cordero con un ademán, demasiado ocupado comiendo. Resultaba frustrante y Temujin estaba seguro de haber visto una chispa de diversión en los ojos de Wen Chao. Sin duda estaba recordando su propio asombro ante la prodigiosa capacidad de Togrul para beber y comer. El gordo khan parecía no tener límite. Temujin y sus hermanos terminaron mucho antes de que él lo hiciera, poco después de Ven, que comía como un pajarito.

Por fin, Togrul anunció que estaba satisfecho y se llevó la mano a la boca para ocultar un eructo.

—Como podéis ver, no hemos pasado hambre en el invierno —dijo alegremente, dándose unas palmaditas en la panza—. Los espíritus han sido generosos con los keraítas.

—Y seguirán siéndolo en el futuro —añadió Wen Chao, mirando a Temujin—. Me agrada ver que has aceptado la oferta que te hice, mi señor.

Las últimas palabras sonaron extrañamente falsas, pero Temujin las recibió como si le correspondieran.

—¿Para qué me necesitas? —le preguntó a Togrul—. Tienes suficientes hombres y armas para aplastar a los tártaros sin mi ayuda. ¿Por qué me has convocado a mí y a mis hombres?

Togrul alzó el brazo y se limpió los labios grasientos con el dorso de la mano. Le pareció que la mirada de Wen Chao se posaba en él y sacó un paño de su túnica para limpiarse.

—Tu nombre es famoso, Temujin. Es verdad que los keraítas somos poderosos, demasiado poderosos para que otra tribu se atreva a atacarnos, pero Wen me ha convencido de la necesidad de ampliar la lucha hacia el norte, como has hecho tú.

Temujin guardó silencio. Desde que viera por primera vez a ese hombre inmenso, no había necesitado preguntar por qué no los dirigía el propio Togrul. Se preguntó si sería capaz siquiera de montar un caballo más allá de unas pocas horas. Y, sin embargo, veía a cientos de keraítas en torno al banquete, además de los cincuenta que se les habían unido junto al fuego. La tribu era más grande que los Lobos o incluso que los olkhun’ut. ¿No habría entre ellos alguien que pudiera liderar una partida de ataque? No expresó en voz alta su pensamiento, pero Togrul advirtió su expresión y se rió.

—Podría enviar a uno de mis hombres contra los tártaros, ¿no? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se acercara a mí con un puñal escondido en la manga? No soy ningún tonto, Temulun, no pienses eso. Los keraítas son fuertes porque los mantengo fuertes y porque Wen Chao nos ha traído caballos, comida y oro del este. Tal vez un día poseeré tierras propias en aquel país. Si logro expulsar a los tártaros, los keraítas tendrán paz y abundancia mientras viva.

—¿Trasladarías toda la tribu de los keraítas al territorio Jin? —inquirió Temujin, incrédulo.

Togrul se encogió de hombros.

—¿Por qué no? ¿Es demasiado pedir imaginar vivir sin una docena de tribus ávidas de sangre a nuestro alrededor, esperando a que mostremos una sola debilidad para atacar? Wen nos ha prometido la tierra y los keraítas prosperarán allí.

Temujin lanzó una rápida e intensa mirada al representante de los Jin.

—He oído muchas promesas —dijo—, pero todavía no he visto nada real, excepto esas pinturas sobre papel. ¿Dónde están los caballos que me prometiste, las armaduras y las armas?

—Si nos ponemos de acuerdo en el camino a seguir hoy, enviaré un mensajero a la ciudad de Kaifeng. Los recibirás en menos de un año —respondió Wen.

Temujin negó con la cabeza.

—Más promesas —dijo—. Hablemos de cosas que pueda tocar. —Miró a Togrul, y sus ojos amarillos relucieron como el oro en la luz de la mañana—. Como os he dicho, hay un campamento tártaro al norte. Mis hermanos y yo lo hemos explorado concienzudamente y hemos estudiado las posiciones que adoptan sus hombres. Seguimos a un grupo reducido hasta una distancia de un día de camino y no nos han descubierto. Si quieres que ayude a tus hombres en las incursiones, deja que me lleve una partida de guerreros que ya hayan peleado y destruiré a los tártaros. Que ese ataque selle nuestra negociación, en vez de unos regalos que quizá no lleguen nunca.

Wen Chao se enfadó al ver que se ponía en duda su palabra, pero cuando habló su rostro permaneció sereno.

—Has tenido suerte de no encontrarte con los centinelas de ese campamento, mi señor. Me crucé con ellos cuando regresaba hacia las tierras de los keraítas.

Temujin volvió su pálida mirada hacia el diplomático Jin.

—Están todos muertos —dijo. Wen se quedó helado mientras digería las noticias—. Perseguimos hasta el último de ellos cuando escapaban de vuelta a su campamento principal.

—Tal vez por eso has traído tan pocos hombres hasta aquí —aventuró Wen, asintiendo—. Comprendo.

Temujin frunció el ceño. Había exagerado el número de sus efectivos y le habían pillado, pero no podía dejarlo pasar.

—Perdimos a cuatro hombres y matamos a treinta. Nos quedamos sus caballos y sus armas, pero no tenemos hombres para montarlos, a menos que los encuentre aquí.

Togrul miró a Wen Chao, aguardando su reacción con interés.

—Han hecho un buen trabajo, Wen, ¿no es cierto? Merece la reputación que le precede. Al menos ahora sé que has traído al hombre adecuado para los keraítas.

La mirada del khan recayó en unos grasientos restos de carne sobre la bandeja. Alargó la mano hacia ellos, cogiendo los pringosos pedazos.

—Tendrás tus treinta hombres, Temujin, los mejores de los keraítas. Tráeme cien cabezas y haré que incluyan tu nombre en las canciones de mi pueblo.

Temujin esbozó una tirante sonrisa.

—Me honras, mi señor, pero si te traigo cien cabezas, lo que querré serán cien guerreros para el verano.

Observó a Togrul mientras se limpiaba las manos con el paño, pensativo. Era obscenamente gordo, pero Temujin reconocía con claridad la aguda inteligencia que brillaba en sus oscuros ojos. Togrul ya había expresado su temor a ser traicionado. ¿Cómo iba a confiar más en un desconocido que en alguien de su propia tribu? Temujin se preguntó si Togrul creía que los guerreros keraítas retornarían a sus tiendas siendo iguales a como partieron después de combatir contra los tártaros. Temujin recordó unas palabras que su padre había pronunciado hacía mucho tiempo: no existía vínculo más fuerte que el que surgía entre aquéllos que habían arriesgado su vida juntos. Podía ser más fuerte que el vínculo que unía una tribu o una familia, y la intención de Temujin era considerar a aquellos guerreros keraítas como propios.

Fue Wen Chao el que rompió el silencio, adivinando quizá los recelos de Togrul.

—Dedica un único año a la guerra, mi señor —le dijo— y tendrás otros treinta años de paz. Gobernarás en tierras de gran belleza.

Hablaba casi en susurros, y el desagrado que despertaba en Temujin se incrementó. Tras oírle, Togrul no se movió, pero un poco después, asintió.

—Te daré a mis mejores hombres para aplastar el campamento tártaro —dijo—. Si lo consigues, tal vez te confíe aún más. No te cargaré con más promesas, ya que pareces burlarte de ellas. Podemos ayudarnos mutuamente y cada uno de nosotros conseguirá lo que desea. Si me traicionas, me ocuparé de ello cuando llegue el momento.

Temujin mantuvo una expresión impasible, sin mostrar las ansias que tenía de actuar.

—Entonces estamos de acuerdo. También quiero que venga tu guerrero conmigo, Wen Chao. El que se llama Yuan.

Wen no se movió, considerando la petición. De hecho, había estado a punto de sugerir lo mismo y se maravilló de su suerte. Fingió mostrarse renuente.

—Para este primer ataque, puedes llevarlo contigo. Es un excelente soldado, aunque preferiría que él no supiera que he dicho eso.

Temujin extendió su mano y Togrul fue el primero en estrecharla con sus dedos regordetes; después, Wen apretó las manos de ambos con sus dedos huesudos.

—Haré que se vuelvan locos —dijo Temujin—. Haz que Yuan se presente ante mí, Wen Chao. Quiero probar esta armadura y ver si puedo hacer más.

—Haré que te envíen cien en el plazo de un año —protestó Wen. Temujin se encogió de hombros.

—Dentro de un año podría estar muerto. Manda llamar a tu soldado.

Wen hizo un gesto con la cabeza a uno de sus omnipresentes sirvientes, que salió disparado y regresó al poco con Yuan. Al inclinarse ante Togrul y Wen Chao, y luego ante el propio Temujin, el rostro del soldado no mostraba ninguna emoción. Temujin se acercó a él mientras Wen gritaba órdenes en su propia lengua. Fuera lo que fuera lo que decía, Yuan se quedó quieto como una estatua mientras Temujin examinaba atentamente su armadura, estudiando cómo las placas superpuestas se unía entre sí y estaban cosidas a una tela fuerte y rígida que la recubría por debajo.

—¿Puede frenar una flecha? —preguntó Temujin.

Yuan bajó la mirada y asintió.

—Una de las vuestras, sí —contestó.

Temujin esbozó una sonrisa con los labios apretados.

—Quédate muy quieto, Yuan —dijo, alejándose unos pasos.

Wen Chao observó con interés cómo Temujin cogía su arco y lo tendía, poniendo una flecha en la cuerda. Yuan no mostró ningún miedo, y Wen se sintió orgulloso de su evidente calma mientras Temujin tensaba la cuerda hasta la oreja, manteniendo el arco perfectamente inmóvil por un momento mientras apuntaba.

—Averigüémoslo —dijo Temujin, soltando la flecha.

La flecha se clavó con la suficiente fuerza para hacer que Yuan perdiera pie y se cayera de espaldas. Se quedó aturdido durante un momento, y entonces, cuando Temujin creía ya que estaba muerto, levantó la cabeza y se puso en pie con dificultad. Su expresión seguía siendo impasible, pero Temujin vio un brillo en sus ojos que sugería que había vida en ellos.

Temujin hizo caso omiso de los gritos espantados de los keraítas que sonaban a su alrededor. Togrul estaba en pie y sus vasallos se habían desplazado precipitadamente para situarse entre su khan y aquel desconocido. Con cuidado, para no ponerles nerviosos, Temujin dejó su arco en el suelo y soltó la cuerda antes de dirigirse hacia Yuan.

La flecha había atravesado la primera placa de hierro lacado: la punta había quedado clavada en la gruesa tela de debajo, de modo que el astil sobresalía y vibraba con la respiración de Yuan. Temujin deshizo los nudos de la garganta y la cintura de Yuan, y retiró la túnica de seda, dejando desnudo su pecho.

Ante sus ojos, en la piel de Yuan empezó a aparecer poco a poco un cardenal, alrededor de un corte oval. Un delgado hilo de sangre resbalaba por los músculos hasta el estómago.

—¿Puedes seguir luchando? —preguntó Temujin.

La voz de Yuan sonó forzada al responder con sequedad:

—Ponme a prueba.

Temujin se rió al ver su ira. Era un hombre muy valiente, y Temujin le palmeó la espalda. Observó con más atención el orificio hecho por la flecha.

—La túnica de seda no se ha desgarrado —dijo, tocando la mancha de sangre.

—Es un tejido muy resistente —respondió Yuan—. He visto heridas en las que la seda penetró mucho en la carne sin que se agujereara.

—¿Dónde puedo conseguir ropas de ese material? —murmuró Temujin.

Yuan lo miró.

—Sólo en las ciudades Jin.

—Tal vez pida que me manden unas cuantas —dijo Temujin—. Nuestro cuero cocido no detiene las flechas con tanta eficacia. Vuestra armadura nos vendría muy bien. —Se volvió hacia Togrul, que todavía no se había recobrado de la impresión—. ¿Los keraítas tienen forja? ¿De hierro?

Togrul asintió en silencio, y Temujin miró a Arslan.

—¿Podrías fabricar una armadura así?

Arslan se levantó para inspeccionar a Yuan como había hecho Temujin, extrayendo la flecha de donde se había alojado y examinando el roto cuadrado de gris metal. La laca se había desprendido en escamas y el metal se había combado antes de permitir que pasara la flecha. Bajo la presión de los dedos de Arslan, el último de los pespuntes se soltó y le cayó en la mano.

—Podríamos llevar repuestos —dijo Arslan—. Esta placa no puede reutilizarse.

Los ojos de Yuan siguieron la pieza rota de hierro en la mano de Arslan. Su respiración se había normalizado y Temujin no pudo por menos que sentirse impresionado por su disciplina y autocontrol.

—Si nos quedamos con los keraítas cinco días, ¿cuántas armaduras podrás proporcionarme? —le preguntó Temujin, presionándole.

Arslan negó con la cabeza mientras pensaba.

—Estas placas de hierro no son difíciles de fabricar, pero cada una de ellas debe terminarse a mano. Si las dejo toscas y cuento con algunos ayudantes en la forja y mujeres para coserlos… —Se detuvo a meditarlo bien—. Tal vez tres, puede que más.

—Entonces ésa es tu tarea —dijo Temujin—. Si Wen Chao nos presta algunas de sus armaduras, tendremos una fuerza que los tártaros no podrán detener. Haremos que nos teman.

Wen frunció la boca mientras lo consideraba. Era cierto que el primer ministro le enviaría oro y caballos si se lo pedía. La corte no escatimaba en mercancías a la hora de sobornar a las tribus. No estaba seguro de que fueran tan generosos con las armas y las armaduras. Sólo un estúpido revelaría los secretos que le daban ventajas en la guerra, por muchas promesas que Wen le hubiera hecho al joven guerrero. Si permitía que Temujin utilizara las armaduras de sus hombres, no tenía ninguna duda de que más de uno en la corte levantaría una ceja si ese hecho llegaba alguna vez a sus oídos, pero ¿qué elección tenía? Inclinó la cabeza, esbozando una sonrisa forzada.

—Son tuyas, mi señor. Haré que te las entreguen esta misma noche.

Reprimió un escalofrío al imaginar a los hombres de Temujin tan bien armados como cualquier soldado de los Jin. Quizá en su debido momento tendría que ganarse el favor de los tártaros para dominar a las tribus mongoles. Se preguntó si con ello no habría prolongado su permanencia en las estepas, y su corazón se encogió al pensarlo.

En las gers de los keraítas, la noche siguiente, Khasar le dio un coscorrón a su hermano menor, haciéndole tambalearse. A los trece años de edad, el chico carecía del fuego de sus hermanos mayores y las lágrimas brotaron en sus ojos mientras recobraba el equilibrio.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Temuge.

Khasar suspiró.

—¿Cómo puede ser que seas hijo de tu padre, hombrecito? —preguntó a su vez—. Kachiun me habría arrancado la cabeza si hubiera intentado pegarle a él y sólo tiene un par de años más que tú.

Con un grito, Temuge se lanzó sobre Khasar, sólo para caer todo lo largo que era contra el suelo cuando éste le golpeó de nuevo.

—Eso está un poco mejor —admitió Khasar, a regañadientes—. Yo ya había matado a un hombre cuando tenía tu edad… —Se detuvo al ver que Temuge estaba gimoteando y las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Dime que no estás llorando. Serás mierdecilla… Kachiun, ¿te lo puedes creer?

Kachiun estaba tendido en una cama en la esquina de la tienda, absorto mientras aplicaba una capa de aceite a su arco Cuando oyó la pregunta, se detuvo y miró a Temuge, que se estaba frotando la nariz y los ojos.

—Sigue siendo un niño —dijo, retornando a su tarea.

—¡No lo soy! —chilló Temuge, con la cara colorada. Khasar le sonrió de oreja a oreja.

—Lloras como si lo fueras —le provocó—. Si Temujin te viera así, dejaría que te cogieran los perros.

—No, no lo haría —dijo Temuge, y las lágrimas aparecieron de nuevo en sus ojos.

—Sí que te dejaría. Te desnudaría y te dejaría en una colina para que te comieran los lobos —continuó Khasar, adoptando una expresión compungida—. Les gustan los más jóvenes, porque tienen la carne más tierna.

Temuge resopló desdeñoso.

—Dijo que podía cabalgar a su lado contra los tártaros, si quería —anunció.

Khasar sabía que Temujin se lo había dicho, pero simuló asombrarse.

—¿Quién, una mierdecilla como tú? ¿Contra esos tártaros greñudos y enormes? Son peores que los lobos, chico, esos guerreros. Más altos y blancos que nosotros, como fantasmas. Hay quien dice que son fantasmas y vienen por nosotros cuando nos quedamos dormidos.

—Déjalo en paz —murmuró Kachiun.

Khasar se lo pensó y enseguida, a regañadientes, se calmó. Kachiun tomó su silencio como un asentimiento y se incorporó en la cama.

—No son fantasmas, Temuge, pero sí hombres muy duros y hábiles con el arco y la espada. Todavía no eres lo bastante fuerte como para enfrentarte a ellos.

—Tú lo eras, a mi edad —dijo Temuge.

Había una línea de moco brillante bajo su nariz y Khasar se preguntó si resbalaría hasta los labios del chico. Lo observó con interés mientras Kachiun ponía los pies en el suelo para dirigirse a Temuge.

—Podía disparar un arco mejor que tú a tú edad, sí. Practiqué todos los días hasta que tenía calambres en las manos y los dedos me sangraban. —Se palmeó el hombro derecho con la mano izquierda, señalando el compacto músculo que tenía. Era más grande que el del hombro izquierdo y se retorcía fibroso cada vez que se movía—. Desarrollé mi fuerza física, Temuge. ¿Has hecho tú lo mismo? Siempre que te veo estás jugando con los niños o hablando con nuestra madre.

—He practicado —dijo Temuge, hosco, aunque ambos sabían que estaba mintiendo, o al menos disimulando la verdad.

Aun con un anillo de hueso para protegerse los dedos, era un arquero pésimo. Kachiun había salido muchas veces a correr con él, para aumentar su resistencia, pero el ejercicio no parecía servir para que el chico respirara mejor en absoluto. Al cabo de cinco minutos, el muchacho acababa resoplando y jadeando.

Khasar negó con la cabeza como si estuviera harto.

—Si no sabes disparar un arco y no tienes fuerza suficiente para luchar con la espada, ¿los piensas matar a patadas? —dijo.

Pensó que el muchacho saltaría sobre él de nuevo, pero Temuge se había rendido.

—Os odio —estalló el pequeño—. Espero que los tártaros os maten a los dos.

Habría salido a la carrera de la ger, pero cuando pasó por su lado, Khasar le puso la zancadilla y cayó boca abajo en la entrada. Salió disparado sin mirar atrás.

—Eres demasiado duro con él —dijo Kachiun, y cogió su arco otra vez.

—No. Si vuelvo a oír que es un «chico sensible», creo que voy a vomitar la cena. ¿Sabes con quién estaba hablando hoy? Con el Jin, Wen Chao. Les oí parloteando sobre pájaros o algo así al pasar junto a ellos. Ya me dirás por qué hace eso.

—No lo sé, pero es mi hermanito pequeño y quiero que dejes de darle la lata como una mujer mayor. ¿Es demasiado pedir?

La voz de Kachiun sonaba algo enojada y Khasar consideró su respuesta. Todavía ganaba en las peleas, pero en las últimas Kachiun le había hecho tantos moretones que no quería provocar otra a la ligera.

—Todos le tratamos de forma distinta, ¿y hemos conseguido que se convierta en un guerrero? —apuntó Khasar.

Kachiun alzó la vista.

—Tal vez se convierta en un chamán, o en un contador de historias como Chagatai.

Khasar se mofó.

—Chagatai fue un guerrero cuando era joven, o al menos eso decía él siempre. No es trabajo para un hombre joven.

—Deja que encuentre su camino, Khasar —dijo Kachiun—. Puede que no sea el mismo hacia el que le estamos guiando.

Borte y Temujin estaban tumbados juntos, sin tocarse. Con sangre fresca en la boca, la primera noche de la incursión de castigo contra los tártaros habían hecho el amor, aunque Borte había gritado de pena y de dolor cuando el peso de su marido se apoyó sobre ella. Podría haberse detenido en aquel momento, pero ella había aferrado sus nalgas, sujetándolo mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Había sido la única vez. Desde ese día, no conseguía soportar que él la tocara. Cada vez que él se acercaba a las pieles, Borte le besaba y se acurrucaba en sus brazos, pero nada más. Su sangre mensual no había bajado desde que abandonaran a los olkhun’ut, pero ahora pensar en el niño le daba miedo. Tenía que ser de él, estaba casi segura. Había visto el modo en que muchos perros montaban a una perra en el campamento de los olkhun’ut. En ocasiones, los cachorros mostraban los colores de más de uno de los padres. No sabía si lo mismo era aplicable a ella, y no se atrevía a preguntárselo a Hoelun.

En la oscuridad de una tienda extraña, lloró de nuevo mientras su esposo dormía, y no sabía por qué.