XXVI

Cuando el sol se puso por el oeste y bañó las llanuras en su luz dorada, Khasar y Kachiun se toparon con el cadáver de uno de los hombres que estaban siguiendo. Temiendo una trampa, Kachiun permaneció en la silla con su arco listo para disparar, mientras su hermano se aproximaba y le daba la vuelta al cuerpo con la punta de la bota.

Una flecha, que el mismo tártaro había roto al intentar arrancársela, sobresalía de su estómago. Toda la parte inferior de su cuerpo estaba ennegrecida por la sangre, mientras que su cara relucía blanca como la tiza y completamente rígida. Sus compañeros se habían llevado su caballo y aún eran visibles las huellas de sus cascos, más ligeros, sobre la hierba. Khasar registró el cadáver con presteza, pero si había habido algo útil entre sus pertenencias, los tártaros ya lo habían cogido.

Los hermanos cabalgaron mientras pudieron ver las huellas, pero al final la creciente penumbra los obligó a detenerse si no querían arriesgarse a perder a los hombres que estaban persiguiendo. Ninguno de ellos habló mientras mezclaban un trago de leche y sangre extraída de la vena de la yegua de Kachiun. Ambos habían visto a Temujin inconsciente en brazos de Arslan y deseaban desesperadamente capturar a los asaltantes.

Durmieron incómodos y se despertaron antes del alba para seguir avanzando en cuanto la primera luz reveló una vez más el rastro de los tártaros. Sin más comunicación que un intercambio de miradas, pusieron sus caballos al galope. Ambos estaban curtidos y en forma. Si se les escapaban no sería por debilidad.

A lo largo del segundo día, las huellas de los cascos que se iban encontrando eran cada vez más y más recientes y fáciles de ver. Kachiun era mejor rastreador que su hermano, que nunca había tenido paciencia para aprender las sutilezas de ese arte. Fue Kachiun quien saltó de la silla para apretar con la mano las heces de los caballos en busca de un resto de calor. La tarde del segundo día, tras introducir los dedos en una oscura bola, sonrió de oreja a oreja.

—Más reciente que el anterior. Les estamos ganando terreno, hermano —le dijo a Khasar.

Los tártaros se esforzaban poco en borrar su rastro. Al principio habían tratado de perder a sus perseguidores, pero las huellas de la segunda mañana avanzaban casi en línea recta, a toda velocidad, hacia un destino concreto. Si los tártaros sabían que aún los seguían, habían cejado en su empeño de zafarse de ellos.

—Espero que los atrapemos antes de que lleguen adondequiera que vayan —apuntó Khasar, con pesimismo—. Si van hacia un campamento más grande, los perderemos a ellos y a Borte.

Kachiun montó de nuevo con una mueca provocada por la queja de sus fatigados músculos.

—De algún sitio tienen que haber venido —dijo—. Si consiguen llegar a lugar seguro, uno de nosotros volverá y reunirá a los otros. Tal vez incluso Temujin se dirija hasta los keraítas y una nuestras fuerzas a las de ellos. No lograrán escapar de nosotros. De un modo u otro les daremos caza.

—Si Temujin está vivo —murmuró Khasar.

Kachiun negó con la cabeza.

—Lo está. Ni los propios Lobos podrían detenerlo. ¿Crees que una herida de los tártaros lo conseguiría?

—Detuvo a nuestro padre —dijo Khasar.

—Ésa es una deuda que aún deben pagar —repuso Kachiun con ferocidad.

Cuando se tendieron a dormir la tercera noche, ambos hermanos estaban exhaustos y anquilosados por las muchas horas pasadas sobre el caballo. La mezcla de sangre y leche podía sustentarlos indefinidamente, pero no tenían monturas de repuesto y la yegua estaba empezando a estar tan dolorida como ellos mismos. Ambos habían sufrido fuertes impactos durante el ataque y el tobillo de Kachiun se había hinchado y le dolía si lo tocaba. No se lo contó a su hermano, pero no podía ocultar su cojera cada vez que desmontaban. Estaban durmiendo profundamente cuando Kachiun se despertó sobresaltado al sentir la frialdad de una hoja en la garganta.

La noche estrellada estaba oscura como boca de lobo cuando sus ojos se abrieron de repente. Intentó escapar rodando sobre sí mismo, pero el alivio le confortó al oír una voz que conocía.

—Arslan podría enseñarte un par de cosas sobre cómo rastrear, Kachiun —susurró Temujin junto a su oído—. Casi está amaneciendo, ¿estás listo para un día más?

Kachiun se puso en pie de un salto y abrazó a Temujin y luego a Arslan, quien se sorprendió ante su gesto.

—No podemos estar lejos de ellos —aventuró.

Unos pasos más allá, Khasar había dejado de roncar y se había dado la vuelta. Kachiun se acercó a él a grandes zancadas y le dio un puntapié en las costillas.

—Levántate, Khasar tenemos visita.

Oyeron a Khasar ponerse de pie apresuradamente, y el crujido de su arco al tenderse. Aunque su sueño era tan pesado como si estuviera muerto, sus reflejos funcionaban a la perfección.

—Estoy contigo, hermano mío —dijo Temujin suavemente en la oscuridad.

El arco volvió a crujir cuando Khasar soltó la cuerda.

—¿Cómo tienes la cabeza? —le preguntó Khasar.

—Duele, pero los puntos se mantienen en su sitio —contestó Temujin. Miró hacia el este y vio la primera luz gris del amanecer, antes de que saliera el sol. Les alargó un odre de airag negro—. Bebed rápido y preparaos para cabalgar —dijo—. Esta persecución ya se está prolongando demasiado.

En su voz resonaba un dolor sordo que todos comprendían. Borte había pasado tres noches con la partida de asalto. No hablaron de ello. El airag les calentó los estómagos vacíos y les dio una inyección de energía que necesitaban con urgencia. A eso le seguirían más tarde la leche y la sangre. Sería suficiente.

Los tres hermanos y Arslan estaban cansados y cubiertos de polvo cuando avistaron a sus presas. El rastro daba la vuelta en torno a una hilera de colinas y el terreno irregular había ralentizado su precipitado avance. Hasta ese momento Temujin no había dicho una sola palabra y había mantenido la mirada clavada en el horizonte, buscando sin pausa a los últimos tártaros.

El sol estaba bajo en el horizonte cuando alcanzaron una de las cimas y vieron al maltrecho grupo en el otro extremo del valle. Los cuatro bajaron de las sillas e hicieron agacharse a sus caballos para no ser tan visibles. Temujin pasó un brazo por el cuello de su montura, presionándola para que bajara la cabeza hacia la hierba.

—Entonces será esta noche —dijo—. Les atacaremos cuando preparen el campamento.

—Tengo tres flechas —dijo Kachiun—. Eso era todo lo que me quedaba en el carcaj cuando me marché.

Temujin se volvió hacia su hermano pequeño, con el rostro impasible.

—Si puedes, quiero que los derribes, pero que no los mates. No quiero que su fin sea rápido.

—Lo haces más difícil, Temujin —intervino Arslan, esforzándose en distinguir las figuras del pequeño grupo en la distancia—. Mejor lanzar un ataque sorpresa y matar tantos como podamos. Recuerda que ellos también tienen arcos y espadas.

Temujin hizo caso omiso del espadero y siguió mirando a Kachiun a los ojos.

—Si puedes —repitió—. Si Borte está viva, quiero que ella los vea morir, tal vez con su propio puñal.

—Comprendo —murmuró Kachiun.

Recordó cuando él y Temujin mataron a Bekter: su hermano había tenido entonces la misma expresión, aunque la fea costura que le cruzaba la frente la empeoraba aún más. Kachiun no fue capaz de sostener su feroz mirada y él también miró hacia el valle. Los tártaros habían llegado al final y se habían adentrado en la espesura de los árboles.

—Es hora de avanzar —dijo Temujin, poniéndose en pie—. Debemos llegar hasta ellos antes de que acampen para la noche. No quiero perderlos en la oscuridad. —Cuando forzó a su caballo a iniciar el galope de nuevo, no se volvió a comprobar que los otros le seguían. Sabía que lo harían.

Borte estaba tendida sobre una capa húmeda de hojas caídas y agujas de pino. Sus pies y manos habían sido atados con nudos expertos por los tártaros para inmovilizarla mientras levantaban su campamento en la espesura. Llena de miedo, los observaba cortar la madera seca de un árbol muerto con un hacha y preparar una pequeña fogata. Estaban todos muertos de hambre, y la aturdida desesperación de las primeras noches apenas había empezado a remitir. Borte escuchaba sus voces guturales y trataba de controlar su terror. Era difícil. Habían entrado a caballo en el campamento de Temujin convencidos de que su incursión tendría éxito. En vez de eso, los habían aplastado y destruido, habían perdido hermanos y amigos, y por poco no pierden sus propias vidas. Dos de ellos en particular todavía estaban furiosos por la humillante retirada. Fueron éstos los que habían ido a buscarla la primera noche, dando rienda a su frustración e ira del único modo que les quedaba. Borte se estremeció, sintiendo de nuevo sus ásperas manos sobre ella. El más joven no era más que un muchacho, pero había sido el más cruel de todos y le había golpeado la cara con el puño cerrado hasta dejarla atontada y sangrando. Luego, la había violado al igual que los otros.

Borte hizo un pequeño ruido con la garganta, un sonido de animal asustado que no pudo contener. Se dijo que tenía que ser fuerte, pero cuando el joven se levantó de la hoguera y se dirigió hacia ella, notó que su vejiga cedía y dejaba salir un súbito torrente caliente que desprendió vapor en el frío aire. Aunque estaba oscureciendo, el tártaro lo vio y enseñó los dientes.

—He pensado en ti durante todo el día mientras cabalgábamos —le dijo, acuclillándose a su lado.

Borte empezó a temblar y se odió a sí misma por mostrar su debilidad. Temujin le había dicho que era una Loba, como él mismo era un Lobo, que podía soportarlo todo. No gritó cuando el joven la cogió por el pie y la arrastró hacia los hombres que rodeaban la fogata. Trató de pensar en su infancia y en cómo corría entre las gers. Aun entonces, sólo conseguía evocar recuerdos de su padre pegándole, o de la indiferencia de su madre hacia su dolor. El único buen recuerdo era el del día que Temujin había ido por fin a buscarla, tan alto y atractivo en sus pieles que los olkhun’ut no soportaban ni mirarlo.

Los tártaros sentados en torno a la hoguera observaron con interés cómo el más joven le desataba los pies. Borte veía la lujuria en sus ojos y se preparó para enfrentarse a ellos otra vez. Su resistencia no los detendría, pero era todo cuanto tenía y no les entregaría el último resquicio de orgullo que le quedaba. En cuanto le liberaron las piernas, empezó a dar patadas, golpeando en vano con los pies desnudos el pecho del joven tártaro, que los retiró de un manotazo con una risita siniestra.

—Sois todos hombres muertos —exclamó Borte—. Os matará a todos.

El joven estaba rojo de excitación y no respondió mientras le tiraba de la túnica y descubría sus pechos en el frío de la noche. Cuando ella se defendió con violencia, él hizo un gesto con la cabeza a uno de sus compañeros para que le ayudara a sujetarla. El que se puso en pie tenía el cuerpo rechoncho y apestaba. Había olido su fétido aliento en su rostro la noche anterior y el recuerdo le dio arcadas, y su estómago vacío se agitó inútilmente. Siguió dando patadas con todas sus fuerzas y el joven lanzó una maldición.

—Cógele las piernas, Aelic —ordenó, tirando de sus pieles para desnudarse.

Cuatro hombres salieron de entre los árboles. Tres de ellos llevaban una espada en la mano y el cuarto tenía la cuerda de un arco tensada hasta la oreja.

Los tártaros reaccionaron con rapidez, saltando y agarrando sus armas. Dejaron caer a Borte al suelo húmedo y ella se puso de rodillas apresuradamente. Al ver a Temujin y a sus hermanos, con Arslan el espadero entre ellos, su corazón le dio un vuelco en el pecho. Avanzaron a la carrera con pies ligeros, en perfecto equilibrio para asestar de inmediato los primeros golpes.

Los tártaros rugieron alarmados, mientras los recién llegados penetraban en el campamento en completo silencio. Temujin esquivó una hoja que se abalanzaba sobre él y luego utilizó la empuñadura de su espada para derribar a su atacante. Después le dio una fuerte patada, notando cómo se rompía el hueso de la nariz bajo su talón. Su siguiente objetivo estaba levantándose de encima de Borte. Temujin no tuvo coraje para mirarla mientras el hombre se abalanzaba sobre él, armado sólo con un cuchillo. Temujin le dejó llegar hasta él y se retiró sólo un poco, de modo que el puñal se clavó en su túnica. Lanzó un fuerte puñetazo con su mano izquierda, haciendo que el tártaro resbalara hacia atrás, y luego le lanzó un tajo en los muslos, dándole un empujón que lo tiró de espaldas mientras chillaba de dolor. Cuando Temujin se dio media vuelta jadeante, buscando otra víctima, el puñal cayó entre las hojas y quedó al lado de Borte, que lo recogió con las manos atadas.

El joven tártaro se quedó tumbado en el suelo, aullando y debatiéndose sin conseguir levantarse. Temujin se había desplazado para atacar al tercero con Kachiun y, en un primer momento, el tártaro no vio a Borte arrastrarse hacia él de rodillas. Cuando su mirada se posó en ella, sacudió la cabeza desesperado. Levantó los puños, pero Borte le sujetó el brazo derecho con la rodilla y trató de clavarle el cuchillo; la mano libre del tártaro la cogió por el cuello, con una fuerza todavía escalofriante. La joven sintió cómo se le nublaba la visión mientras él seguía apretando con todas sus energías, pero no lograría vencerla. Mientras él le mantenía la cabeza echada para atrás con el brazo, le encontró la palpitante garganta con los dedos. Podría haberle hundido el puñal allí, pero subió un poco más la mano, inmovilizando su cabeza lo mejor que pudo. Él se debatía, pero la sangre continuaba manando de sus piernas y Borte notaba cómo se iba debilitando mientras ella se sentía cada vez más fuerte.

Le encontró los ojos y le clavó las uñas mientras escuchaba sus gritos. La punta del cuchillo le arañó la cara, abriéndole la mejilla antes de que Borte llegara a hundir el arma con todo su peso. De pronto, la resistencia cesó, había encontrado la cuenca de uno de los ojos. Empujó la hoja. El brazo que le aferraba por el cuello cayó y Borte se desplomó, jadeando. Todavía podía oler a los tártaros en su piel y movió los labios con una ira sin palabras mientras retorcía la hoja del cuchillo dentro de la órbita del ojo, hundiéndolo aún más.

—Está muerto —dijo Arslan, a su lado, poniéndole una mano en el hombro. Borte se retiró con un respingo, como si su roce la hubiera quemado y, cuando alzó la vista, la mirada del espadero estaba llena de tristeza—. Ahora estás a salvo.

Borte no respondió, aunque los ojos se le llenaron de lágrimas. De repente, los sonidos del campamento volvieron a ella desde el vacío donde se había perdido. A su alrededor, el resto de los tártaros aullaban, doloridos y aterrorizados. No era más de lo que ella hubiera querido.

Se puso en cuclillas y miró con expresión aturdida la sangre que cubría sus manos. Dejó caer el cuchillo y su mirada se perdió en la distancia.

—Temujin —oyó llamar a Arslan—. Ven a cuidar de ella.

Vio que el espadero recogía el cuchillo y lo arrojaba entre los árboles. No entendía por qué desperdiciaba una buena hoja y alzó la cabeza para preguntarle.

Temujin cruzó a grandes pasos el campamento, esparciendo las ramas encendidas de la hoguera sin darse cuenta o sin que le importara. La cogió por los hombros y la estrechó entre sus brazos. Ella se resistió y estalló en sollozos mientras trataba de separarse de él.

—¡Estate quieta! —ordenó mientras ella levantaba los puños para golpearle en la cara. Los primeros puñetazos le hicieron agachar la cabeza y la sujetó con más fuerza—. Ya ha terminado, Borte. ¡Estate quieta!

Al instante siguiente, dejó de luchar y se dejó caer en sus brazos, llorando.

—Ya te tengo —susurró—. Estás a salvo: todo ha terminado.

Repitió las palabras en un murmullo, mientras sentía cómo las emociones se arremolinaban en su pecho. Estaba aliviado de verla viva, pero en lo más íntimo de su ser seguía habiendo un impulso que quería hacer daño a los hombres que la habían raptado. Miró hacia donde sus hermanos estaban atando a los tártaros. Dos de ellos chillaban como niños y las flechas de Kachiun sobresalían de sus brazos y piernas. Alguno de ellos moriría por la herida que Arslan le había abierto en las tripas, pero los demás vivirían lo suficiente.

—Avivad el fuego —dijo Temujin a sus hermanos—. Quiero que sientan el calor y sepan lo que les va a pasar.

Khasar y Kachiun se pusieron a reunir las brasas que Temujin había desperdigado al pasar, colocando un viejo tronco sobre ellas. Pronto, las llamas estaban lamiendo la madera seca, que prendió con rapidez.

Arslan observó el abrazo de marido y mujer. El rostro de Borte tenía una expresión perdida, casi como si se hubiera desmayado. El espadero negó con la cabeza.

—Deja que los matemos y regresemos con los demás —pidió—. No hay honor en lo que planeas hacer.

Temujin se volvió hacia él, con un brillo salvaje en los ojos.

—Vete si lo deseas —exclamó—. Ésta es una deuda de sangre. Arslan permaneció muy quieto.

—No participaré en ella —dijo por fin.

Temujin asintió. Khasar y Kachiun se habían acercado y se situaron a su lado. Los tres hermanos lo miraron y el espadero sintió frío. No había piedad en los ojos de ninguno de ellos. A sus espaldas, los tártaros gimieron aterrorizados mientras el fuego crepitaba e iba avivándose.

Temujin tenía el pecho desnudo. El sudor relucía en su piel. Sus hermanos habían alimentado la hoguera con leña hasta que ardía como las llamas del infierno y no podían ni aproximarse al rugiente corazón amarillo.

—Entrego estas vidas al cielo y a la tierra, dispersando sus almas en el fuego —clamó Temujin, levantando la vista hacia las frías estrellas.

Tenía la boca y el pecho ensangrentados, con una gran raya negra que le llegaba a la cintura. Sostenía al último tártaro por la garganta. Éste estaba debilitado por sus heridas, pero seguía debatiéndose débilmente, dejando marcas en el suelo con las piernas. Temujin no parecía sentir el peso. Estaba tan cerca del fuego que el fino vello de sus brazos había desaparecido, pero estaba absorto en el trance de la muerte y no sentía el dolor.

Kachiun y Khasar observaban en un grave silencio a unos pasos de distancia. Ellos también llevaban manchas de sangre de los tártaros y tenían en la boca sabor a carne quemada entre las llamas. Había tres cuerpos desnudos a un lado de la hoguera, dos de ellos tenían un agujero negro en el pecho y suficiente sangre para borrar el dolor y la ira. No habían despedazado al tártaro que había matado Borte. El fuego era sólo para los vivos.

Ajeno a todos ellos, Temujin empezó a entonar un cántico que no había oído desde que el viejo Chagatai lo susurrara en una helada noche hacía mucho tiempo. El canto del chamán hablaba de pérdida y venganza, de invierno, de hielo y sangre. No tuvo que esforzarse para recordar las palabras; las sintió listas en su lengua, como si siempre las hubiera sabido.

El último tártaro gimoteó aterrorizado, clavando los dedos en el brazo de Temujin, arañándole con las uñas rotas. Temujin lo miró.

—Acércate, Borte —dijo, sosteniendo la mirada de su víctima.

Borte apareció a la luz de la hoguera. Las sombras del fuego se movían sobre su piel. En sus ojos se reflejaba la temblorosa luz y daba la impresión de que las llamas ardían dentro de ella.

Temujin miró a su mujer y sacó su cuchillo del cinturón, ya pegajoso de sangre. Con un brusco ademán, abrió un tajo en el pecho del tártaro, moviéndolo adelante y atrás para asegurarse de cortar el músculo. La boca del tártaro se abrió, pero no emitió ningún sonido. Los brillantes órganos palpitaban cuando Temujin metió la mano y efectuó varios cortes precisos. Con dos dedos, sacó un trozo de carne sangrante del corazón. Lo apretó contra la punta de su hoja y lo sostuvo sobre las llamas, quemándose él también mientras la carne del otro chisporroteaba. Gruñó, notando el dolor, pero haciendo caso omiso de él. Dejó al tártaro caer sobre las crujientes hojas, con los ojos aún abiertos. Sin una palabra, Temujin sacó la carne chamuscada del cuchillo y se la pasó a Borte, observando cómo ella se llevaba el bocado a los labios.

La carne seguía estando casi cruda y tuvo que masticar con fuerza para poder tragar, sintiendo la sangre caliente gotear de sus labios. No sabía qué esperaba. Ésa era la vieja magia: comerse las almas. Sintió la carne resbalar por su garganta y con ella llegó una sensación de gran ligereza y de fuerza. Sus labios se retiraron y enseñó los dientes, y de pronto Temujin pareció encorvarse, como si algo le hubiera abandonado. Antes, había sido el creador de oscuros encantamientos, un vengador. Un instante después, no era más que un hombre cansado, agotado por el dolor y la pena.

Borte alzó la mano hasta el rostro de su esposo, tocándole la mejilla y dejando en ella un rastro de sangre.

—Es suficiente —dijo Borte, sobre el crepitar de las llamas—. Ahora puedes dormir.

Fatigado, asintió, alejándose del fuego al fin para unirse a sus hermanos. Arslan se quedó atrás, con expresión sombría. No había participado en el derramamiento de sangre ni había comido aquella carne cortada de hombres vivos. No había sentido la inyección de vida que acompañaba a ese ritual. No miró los cuerpos mutilados de los tártaros mientras se acomodaba en el suelo y metía los brazos en su deel. Sabía que esa noche sus sueños serían terribles.