Wen Chao permaneció tres días en el campamento, negociando las condiciones. Dejó que le pusieran en las manos unos cuantos odres de airag antes de cerrar las cortinas doradas de su litera y Yuan hizo señas para que lo alzaran.
Tras las colgaduras de plata, Wen se rascó, convencido de que había cogido piojos en las gers. Como había imaginado, estar con ellos había sido un suplicio, pero parecían estar tan deseosos de entrar en guerra con los tártaros como Togrul había esperado. No era de extrañar, se dijo Wen mientras era transportado sobre las llanuras. Las tribus se atacaban mutuamente incluso en invierno. Ahora que la primavera había hecho brotar las primeras hierbas a través del suelo helado, se dedicarían a ello de lleno. Siempre habían actuado así. Wen sonrió entre dientes mientras leía las obras de Xun Zi y se quedaba medio adormilado, escribiendo anotaciones al margen de cuando en cuando. Pensó que el ministro había acertado al enviar a alguien con sus habilidades diplomáticas. El pequeño Zhang no podría haber negociado ese acuerdo, aun con las promesas de los caballos y las armaduras. El eunuco, con su ceceo, sin duda habría mostrado su desagrado ante la ceremonia de bodas que Wen Chao había presenciado el día anterior. Se estremeció al recordar la bebida caliente de leche y sangre que le habían dado. Xun Zi habría aplaudido su disciplina en ese momento. La mujer, Borte, era tan fibrosa y dura como su marido, reflexionó Wen. No era para nada su estilo de mujer, aunque el joven mongol parecía encontrarla de su gusto. ¡Lo que habría dado Wen por una noche con una de las cortesanas de la ciudad! En esa tierra difícil no había lugar para la elegancia y la pulcritud ni para muslos empolvados; Wen, con tristeza, maldijo una vez más su trabajo.
Al cuarto día de viaje, estaba a punto de dar la orden de alto para comer cuando Yuan regresó al galope de su exploración. Wen escuchó con impaciencia desde el interior de la litera mientras Yuan gritaba órdenes a derecha e izquierda. Era frustrante desempeñar el papel del noble cuando sucedían cosas interesantes a su alrededor. Suspiró. Su curiosidad le había metido en líos más de una vez.
Cuando Yuan finalmente se acercó a la litera, Wen había guardado sus pergaminos y se había calentado con un trago del líquido claro que hacían las tribus. Eso, al menos, era útil, aunque la bebida palidecía en comparación con el licor de arroz que se tomaba en su hogar.
—¿Por qué me molestas esta vez, Yuan? —preguntó—. Iba a dormir un poco antes de comer.
De hecho, una sola mirada al rostro sofocado de su primer guardia le había acelerado el pulso. Necesitaba recobrar el equilibrio, no había duda. Demasiado tiempo entre las tribus y acabaría pensando en coger una espada como un vulgar soldado. Tenían ese efecto incluso sobre los hombres más cultivados.
—Jinetes, mi señor, tártaros —dijo Yuan, apoyando la frente en la hierba helada.
—¿Y bien? Estamos en tierra de tártaros, ¿no? No es de extrañar que nos encontremos a unos cuantos mientras viajamos hacia el sur a territorio de los keraítas. Déjalos pasar, Yuan. Si se interponen en nuestro camino, mátalos. Veo que me has molestado por nada.
Yuan inclinó la cabeza y Wen se corrigió con rapidez para evitar avergonzar a su primer guardia. Era tan quisquilloso como un eunuco en cuestiones de honor.
—He hablado con precipitación, Yuan. Has hecho bien haciéndomelo notar.
—Mi señor, son treinta guerreros, todos ellos bien armados y montados en caballos descansados. Sólo podrían ser parte de un campamento más grande.
Wen respondió despacio, tratando de contener su impaciencia.
—No veo en qué puede eso afectarnos, Yuan. Saben que no deben interferir con un representante de los Jin. Diles que nos rodeen.
—Pensé… —empezó a decir Yuan—. Me preguntaba si no sería posible enviar un jinete al campamento que acabamos de abandonar, mi señor. Para advertirles. Los tártaros bien podrían estar buscándoles a ellos.
Wen parpadeó sorprendido mirando a su primer guardia.
—Te has encariñado con nuestros anfitriones, por lo que veo. Es una debilidad, Yuan. ¿Qué me importa si los tártaros y los mongoles se matan entre sí? ¿No es ésa mi tarea, dictada por el propio primer ministro? La verdad, creo que tú mismo lo estás olvidando.
Uno de los guardias emitió un grito de alerta y tanto Wen como Yuan oyeron la llegada de los jinetes. Yuan no se movió de su sitio.
Wen cerró los ojos un momento. No había paz en esas tierras, no había silencio. Siempre que creía haberlo encontrado, alguien pasaba cabalgando a su lado, buscando enemigos que matar. Sintió una ola de añoranza que lo golpeó intensamente, pero la reprimió. Hasta que lo volvieran a convocar a la corte, ése era su destino.
—Si no te importa, Yuan, diles que no hemos visto a los asaltantes. Diles que estoy ejercitando a mis hombres para prepararlos para la primavera.
—Como desees, amo.
Wen observó mientras los guerreros tártaros se aproximaban. Se fijó en que parecían ir armados para la guerra, aunque no le importaban nada ni Temujin ni sus andrajosas gers. No derramaría una lágrima si toda la nación tártara fuera destruida y las tribus mongolas con ella. Quizá entonces lo devolverían a casa de nuevo.
Vio que Yuan hablaba con el líder, un hombre fornido envuelto en gruesas pieles. Wen se estremeció al ver un guerrero tan mugriento y desde luego no se rebajaría a dirigirse a él en persona. Los tártaros parecían enfadados, pero a Wen le daba exactamente igual. Sus hombres eran elegidos entre la guardia personal del primer ministro y cualquiera de ellos valía lo que media docena de hombres de las tribus. El mismo Yuan había ganado su espada en un torneo en el que competía todo el ejército, y había quedado el primero de su división. En ese sentido, al menos, a Wen lo habían tratado bien.
Lanzando miradas furiosas hacia la litera, los tártaros soltaban bravatas y la señalaban con sus espadas, mientras Yuan seguía sentado en su caballo sin inmutarse, negando con la cabeza. Sólo su orgullo juvenil les impidió marcharse al galope y Wen se preguntó si al final se vería obligado a salir para recordarles su categoría. Hasta los sucios tártaros sabían que el representante de los Jin era intocable y se sintió aliviado cuando los guerreros concluyeron su exhibición y siguieron cabalgando sin mirar atrás. Una pequeña parte de él se sintió decepcionada al ver que habían decidido envainar sus espadas. Yuan los habría despedazado. Con languidez, Wen se preguntó si Temujin estaría preparado para enfrentarse a una fuerza de ese tamaño. Decidió que no le importaba. Si encontraban el campamento mongol, uno u otro grupo prevalecería. Fuera como fuera, habría menos guerreros tribales para perturbar su sueño.
Cuando se marcharon, Wen sintió una ligera indigestión. Resopló, irritado, y llamó a Yuan para decirle que instalara el pequeño pabellón que utilizaba para vaciar sus tripas a resguardo de miradas curiosas. Hizo todo lo que pudo para ponerse cómodo, pero los placeres de la corte llenaban sus sueños y hacía mucho, mucho tiempo que no disfrutaba de una mujer. Tal vez si escribiera con humildad al pequeño Zhang pudiera organizar su retorno. No. No podía soportar ni siquiera pensar en ello.
En cuanto oyeron los cuernos avisando de su llegada, los jinetes tártaros entraron en tromba. Espolearon a sus caballos para lanzarse al galope, todos ellos con el arco a punto, listos para clavar una mortífera flecha en la garganta de todo aquél que se pusiera en su camino.
Temujin y sus hermanos ya estaban en el exterior de sus gers cuando la nota del primer cuerno aún resonaba en el aire. Los guerreros se dirigieron a sus posiciones sin dejarse llevar por el pánico. Los que se encontraban en el camino principal levantaron del suelo varias barreras de madera e introdujeron debajo bastones para mantenerlas firmes e impedir que los jinetes pasaran galopando entre las tiendas. Tendrían que desviarse para evitar los obstáculos, lo que reduciría su velocidad.
Temujin vio a sus hombres preparar las flechas sobre el terreno helado. Acabaron instantes antes de que el primer enemigo envuelto en malolientes pieles apareciera ante su vista.
Los tártaros cabalgaban de tres en tres, puestos de pie en sus sillas para localizar a sus víctimas. Temujin notó que contaban con aprovecharse del miedo y la confusión y enseñó los dientes mientras los observaba acercarse. Sentía la tierra temblar bajo sus pies y deseó contar con la espada que Arslan había fabricado para él. En su lugar tenía que conformarse con una espada tártara de mala calidad. Pero serviría.
Los primeros jinetes llegaron al punto donde las barreras se interponían en su camino. Dos de ellos las rodearon con sus monturas, entorpeciendo los movimientos del tercer jinete. Vieron a los hombres ocultos bajo su sombra y lanzaron sus flechas movidos por el instinto, clavándolas inútilmente en la madera.
En cuanto dispararon, Kachiun y Khasar se pusieron en pie por detrás de la barrera y lanzaron sus flechas, que partieron acompañadas del zumbido vibrante de las cuerdas. Dos de los tártaros cayeron al duro suelo, atravesados por sus saetas, y ya no volvieron a levantarse.
Fue el comienzo de una masacre. Los tártaros que galopaban detrás de sus compañeros se encontraron con que su camino estaba bloqueado por los caballos sin jinete y los cadáveres. Dos de ellos saltaron la barricada antes de que Kachiun y Khasar pudieran preparar otra flecha, hallándose de pronto en un espacio abierto, rodeados de arcos dirigidos contra ellos. Apenas tuvieron tiempo para gritar antes de ser atravesados por las oscuras flechas, que cortaron sus gritos de guerra y los derribaron de la silla.
Otro de los tártaros intentó saltar la primera barrera. Su caballo falló y cayó contra ella, rompiendo la vara que la mantenía en pie. Khasar escapó rodando sobre sí mismo, pero la pierna de Kachiun quedó atrapada, y gritó y juró de dolor. Se quedó tendido boca arriba, indefenso, mientras seguían llegando más y más tártaros, y supo que tal vez sólo le quedaran unos pocos minutos de vida.
Un jinete vio a Kachiun luchando por liberarse y tendió su arco con la intención de clavarlo al suelo. Antes de que pudiera disparar, Arslan salió de un lado y le cortó el cuello con su espada. El tártaro se desplomó y su caballo salió disparado en otra dirección. Las flechas silbaban a su alrededor mientras Arslan liberaba a Kachiun tirando de él con fuerza. Khasar había apoyado una de sus rodillas y lanzaba flecha tras flecha hacia los tártaros, pero había perdido la calma y seis hombres lograron pasar sin que ninguna de ellas los rozara.
Temujin los vio aproximarse. Superada la primera barrera, los tártaros podrían entrar a caballo por la izquierda hasta el camino principal. Dos de sus hombres se enfrentaron a ellos y cayeron: las puntas de flecha sobresalían de sus espaldas. El grupo de la segunda barrera se volvió para lanzar flechas hacia ellos y, detrás, otros seis hombres consiguieron entrar y dejar atrás a sus hermanos. El desenlace del asalto todavía era incierto, a pesar de sus preparativos.
El joven khan aguardó a que un tártaro disparara su flecha, y entonces salió y le hizo un tajo en el muslo con su afilada hoja. El hombre gritó y tiró con energía de las riendas, mientras su sangre salpicaba a Temujin. Fuera de control, el caballo se precipitó contra una ger que se desplomó con un crujido de madera rota, y el tártaro salió catapultado por encima de la cabeza de su montura.
El primer grupo de seis giró sus arcos hacia Temujin, obligándole a saltar para ponerse a cubierto. Un guerrero cabalgó hacia él, gruñendo y dirigiendo su afilada flecha hacia su pecho. Temujin rodó sobre sí mismo, alzándose con la espada en ristre. El hombre chilló cuando la hoja se hundió en sus tripas y la flecha pasó zumbando junto a la cabeza de Temujin. El caballo le golpeó al pasar y lo derribó. Se puso en pie aturdido y miró a su alrededor.
El campamento estaba sumido en el caos. Los tártaros habían perdido muchos hombres, pero los que seguían con vida cabalgaban en círculos con aire triunfal, mientras buscaban objetivos. Muchos de ellos habían dejado caer sus arcos y habían sacado sus espadas para iniciar el combate cuerpo a cuerpo. Temujin vio a dos de ellos espolear sus monturas y abalanzarse sobre Arslan, que echó mano de su arco para coger una flecha y disparársela. La primera que tocó estaba rota y el resto desperdigadas por el suelo. Tras un momento de frenética búsqueda, encontró una que podía servirle. Entonces Temujin oyó gritar a su madre y, cuando se volvió hacia ella, vio a Borte salir como un relámpago de la tienda tras la pequeña Temulun. Su hermanita había echado a correr presa del pánico y ninguna de ellas vio al tártaro que se les venía encima. Temujin contuvo el aliento, pero Arslan estaba armado y dispuesto a enfrentarse a sus atacantes. Su elección estaba hecha.
Temujin tiró de la cuerda de su arco, apuntando al guerrero solitario que se cernía sobre Borte. De repente, oyó un estruendo y vio que otro tártaro estaba cabalgando hacia él, la espada oscilando en el aire con la intención de decapitarle. No había tiempo para esquivarlo, pero Temujin se dejó caer de rodillas a la vez que disparaba, esforzándose en precisar el tiro. En ese momento, algo le golpeó con la suficiente fuerza para hacer que el mundo temblara bajo sus pies y se derrumbó.
Jelme se puso al lado de su padre y los dos tártaros se arrojaron sobre ellos.
—A la izquierda —ordenó Arslan a su hijo, al tiempo que él mismo se dirigía a la derecha.
Los tártaros los vieron moverse, pero padre e hijo habían hecho el movimiento en el último segundo y no les dio tiempo a reaccionar. La punta de la hoja de Arslan se clavó en la garganta de uno de ellos, mientras Jelme le cortaba el cuello al otro, con un tajo tan profundo que casi lo decapitó. Ambos tártaros murieron al instante y sus caballos continuaron su galope desorientados.
El líder de los tártaros no había sobrevivido al primer ataque en las barricadas y quedaban apenas doce guerreros de la fuerza original. Con la colina cerrando la parte trasera del campamento, no disponían de la posibilidad de atravesarlo con los caballos y escapar, de modo que los que aún estaban vivos gritaban y daban vueltas atacando a cualquiera que se lanzara contra ellos. Arslan vio a dos tártaros retorcerse y chillar al ser acuchillados tras ser derribados de sus sillas. Había sangre por todas partes, pero la principal fuerza tártara había sido derrotada. Los escasos supervivientes regresaban por donde habían venido, inclinados hacia delante sobre sus sillas y perseguidos por una ráfaga de flechas silbantes.
Arslan vio a uno que volvía del otro extremo del campamento y se preparó para matar de nuevo, interponiéndose, perfectamente inmóvil, en el camino del caballo. En el último momento advirtió que a un lado de la silla se agitaban las piernas de un prisionero y frenó su golpe. Alargó velozmente la mano izquierda para agarrar a Borte, pero sus dedos cogieron sólo el borde de su ropa y, al instante, el tártaro lo había dejado atrás. Arslan vio que Khasar estaba siguiendo al jinete con una flecha y gritó.
—¡No tires, Khasar! ¡No tires!
La orden resonó por todo el campamento, que se había quedado silencioso de repente, sin el estruendo provocado por los tártaros. No más de seis habían escapado y Arslan ya se dirigía a la carrera hacia los caballos.
—¡Montad! —bramó—. Tienen a una de las mujeres. ¡Montad!
Mientras corría, buscó a Temujin con la mirada y, al ver su figura inerte, se detuvo en seco, horrorizado. Temujin estaba tumbado en el suelo, rodeado de cadáveres. Un caballo con una pata rota estaba a su lado, temblando, con los flancos surcados de un sudor blanquecino. Arslan hizo caso omiso del animal, empujándolo para que se retirara y poder arrodillarse junto al joven que había rescatado de los Lobos.
Había mucha sangre y Arslan sintió que el corazón se le encogía con un doloroso espasmo. Alargó la mano y tocó el pedazo de carne que habían rebanado del cuero cabelludo de Temujin. Con una exclamación de alegría, notó que seguía sangrando en el charco que se había formado alrededor de su cabeza. Arslan levantó a Temujin, sacándolo de la roja laguna que cubría la mitad de su rostro.
—Está vivo —susurró.
Temujin permaneció inconsciente mientras Arslan lo trasladaba a una tienda. Sus hermanos salieron al galope tras los asaltantes, tras conceder sólo una fugaz mirada a la figura que Arslan sostenía en sus brazos. Cuando pasaron por su lado, la expresión de sus rostros era adusta y colérica, y Arslan compadeció al tártaro que cayera en sus manos aquel día.
Arslan tendió a Temujin en la ger de su madre, entregándoselo. Temulun estaba llorando amargamente en una esquina; sus sollozos eran tan sonoros que casi hacían daño. Hoelun alzó la vista del cuerpo de su hijo y cogió aguja e hilo.
—Consuela a mi hija, Arslan —dijo, concentrándose en su tarea.
Arslan hizo una inclinación de cabeza y se acercó a la niña.
—¿Quieres que te coja en brazos? —le preguntó.
Temulun asintió entre lágrimas y el espadero se obligó a sí mismo a sonreír. La reacción a la matanza estaba empezando a hacerse notar y se sintió mareado: su corazón latía demasiado deprisa. Hoelun atravesó el primer pedazo de cuero cabelludo de Temujin con la aguja de hueso y Arslan vio cómo el rostro de la niña se crispaba y abría la boca para reanudar su llanto.
—No te preocupes, pequeña, te voy a llevar con Eluin. Te ha estado buscando —dijo.
No quería que la niña viera los cadáveres del exterior, pero al mismo tiempo era incapaz de permanecer en la tienda sin hacer nada. Confiaba en que Fluin siguiera con vida.
Cuando se dio media vuelta para marcharse, Temujin emitió un grito ahogado que le hizo estremecerse. Lo miró y vio que tenía los ojos abiertos y limpios, y observaba a Hoelun mientras le cosía con manos rápidas y precisas.
—No te muevas —dijo Hoelun, cuando su hijo trató de incorporarse—. Necesito hacer esto bien.
Temujin se dejó caer de nuevo. Entonces vio a Arslan en la puerta.
—Infórmame —ordenó.
—Contuvimos el ataque. Pero se han llevado a Borte —respondió.
Mientras hablaba, Hoelun tiró del hilo y una parte del cuero cabelludo de Temujin se frunció. Arslan balanceó a Temulun en sus brazos para distraerla, pero la niña se había calmado otra vez y parecía contenta jugando con un botón de plata del deel del espadero.
Hoelun utilizó un paño para enjugar la sangre de los ojos de su hijo. La herida del cuero cabelludo seguía sangrando mucho, pero las puntadas ayudaban a reducir el flujo. Introdujo la aguja en otro pedazo de carne y percibió la tensión de Temujin.
—Necesito estar en pie, madre —murmuró—, ¿te queda mucho?
—Tus hermanos han salido detrás de ellos —dijo Arslan enseguida—. Con una herida así, no tiene sentido perseguirlos, todavía no. Has perdido mucha sangre y no debes arriesgarte a sufrir una caída.
—Es mi esposa —respondió Temujin, con la mirada fría.
Su madre se inclinó sobre él como si fuera a besarle, pero en vez de eso cortó con los dientes el extremo del hilo que salía de su piel.
Temujin se incorporó tan pronto como Hoelun se hubo retirado y alzó la mano para tocar la línea de puntos con los dedos.
—Gracias —dijo, y sus ojos perdieron su dureza.
Hoelun asintió a la vez que le limpiaba la sangre seca de la mejilla.
Arslan oyó la voz de Eluin fuera de la ger y cruzó la puerta para dejar a Temulun a su cuidado. Regresó y su cara adoptó una expresión grave al ver que Temujin intentaba levantarse. El joven khan se tambaleó y tuvo que apoyarse en el palo central de la tienda para mantenerse derecho.
—Hoy no puedes cabalgar —le dijo Arslan—. Lo único que podrías hacer es seguirles la pista a tus hermanos. Deja que sean ellos quienes la encuentren.
—¿Harías tú eso? —preguntó Temujin.
Había cerrado los ojos para evitar el mareo, y el corazón de Arslan se agitó al ver su determinación. Suspiró.
—No. Iría tras ellos. Te traeré un caballo y cogeré el mío. Salió de la tienda y Hoelun se puso en pie y tomó la mano de Temujin.
—No querrás oír lo que tengo que decirte —murmuró. Temujin abrió los ojos, parpadeando para librarse de un delgado reguero de sangre.
—Di lo que tengas que decir —contestó.
—Si tus hermanos no pueden darles caza antes de la noche, los tártaros le harán daño.
—La violarán, madre. Lo sé. Borte es fuerte.
Hoelun negó con la cabeza.
—No, no sabes. Se sentirá humillada. —Se detuvo un instante, esforzándose para que él entendiera—. Si le han hecho daño, tendrás que ser muy fuerte. No puedes esperar que sea la misma, contigo o con cualquier otro hombre.
—Los mataré —prometió Temujin, y la rabia se encendió en su pecho—. Los abrasaré en una hoguera y me comeré su carne si lo hacen.
—Eso te apaciguará a ti, pero no cambiará nada para Borte —dijo Hoelun.
—¿Qué más puedo hacer? Ella no puede matarlos como yo, ni obligarlos a matarla siquiera. Nada de lo que suceda será culpa suya. —Se dio cuenta de que estaba llorando y, con un gesto rabioso, se limpió las lágrimas mezcladas con sangre que rodaban por sus mejillas—. Ella confiaba en mí.
—No puedes hacer nada por arreglarlo, hijo mío. No si se les escapan a tus hermanos. Si la encuentras con vida, tendrás que ser muy paciente y amable.
—¡Ya lo sé! La amo; eso es suficiente.
—Era suficiente —insistió Hoelun—. Puede que eso sólo ya no baste.
Soplaba un viento helado, y a Temujin parecía que le iba a estallar la cabeza. Cuando Arslan le trajo los caballos, miró a su alrededor, percibiendo el olor a sangre que flotaba en la brisa. El campamento estaba plagado de cuerpos destrozados. Algunos todavía se movían. Un tártaro se hallaba tendido boca arriba como si estuviera muerto, pero sus dedos, retorciéndose como blancas arañas, trataban de extraer dos astiles de flecha de su pecho. Temujin se sacó un cuchillo del cinturón y se lanzó sobre él con movimientos renqueantes. Al hombre no podían quedarle más que unos momentos de vida, pero aun así, Temujin se arrodilló a su lado y colocó la punta de su espada en la palpitante garganta. El roce del acero detuvo el movimiento de los dedos y el tártaro volvió los ojos en silencio hacia Temujin. Cuando sus miradas se encontraron, Temujin hundió lentamente la hoja, cortando la tráquea a la vez que aspiraba una honda bocanada de aire y sangre.
Cuando se levantó, el paso de Temujin seguía siendo vacilante. El sol parecía demasiado brillante y, sin previo, aviso, se dobló hacia delante y vomitó. Oyó la voz de Hoelun dirigiéndose a él, pero se le mezcló con una especie de confuso zumbido. Arslan y ella estaban discutiendo sobre el hecho de que fuera a salir en ese estado, y Temujin vio que Arslan fruncía el ceño, dubitativo.
—No me caeré —dijo Temujin a ambos, sujetándose a la silla—. Ayudadme a subir. Tengo que seguirlos.
Hizo falta la fuerza de los dos para auparle pero, una vez arriba, Temujin se sintió un poco más seguro. Sacudió la cabeza, y su rostro se crispó por el dolor penetrante que sentía detrás de los ojos.
—¿Jelme? —llamó—. ¿Dónde estás?
El hijo de Arslan estaba salpicado de sangre seca y, mientras avanzaba entre cadáveres en dirección a ellos, aún sostenía la espada desnuda en la mano. Temujin lo observó acercarse, comprendiendo vagamente que nunca antes había visto a Jelme encolerizado.
—Mientras estemos fuera, debéis trasladar el campamento —ordenó Temujin, arrastrando las palabras.
Notaba su cabeza demasiado grande y pesada para su cuello, sosteniéndose apenas sobre sus hombros. No oyó lo que Jelme le respondía.
—Viaja de noche. Llévalos a las colinas, pero muévete hacia el sur, en dirección a los keraítas. Si Togrul tiene hombres como nosotros, borraré a los tártaros de la faz de la tierra. Os buscaré cuando haya encontrado a mi esposa.
—Como desees, mi señor —dijo Jelme—. Pero ¿y si no regresas? Esa posibilidad debía discutirse. El dolor casi insoportable, hizo que el rostro de Temujin volviera a crisparse.
—En ese caso, encuentra ese valle del que hemos hablado y haz que nuestros hijos y nuestros rebaños crezcan y se multipliquen —respondió por fin.
Había cumplido con su deber como khan. Jelme era un excelente jefe; quienes lo seguían estarían a salvo con él. Aferró las riendas con firmeza. Sus hermanos no podían haberle sacado demasiada ventaja. Todo lo que le quedaba por hacer era vengarse.